Grey

Grey


Miércoles, 1 de junio de 2011

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Ha sido una mañana interesante. Hemos salido de Boeing Field a las 11.30; Stephan está volando con su primera oficial, Jill Beighley, y tenemos previsto llegar a Georgia a las 19.30, hora local.

Bill ha conseguido acordar una reunión mañana con la Autoridad para la Remodelación de las Zonas Industriales de Savannah, y es probable que quede con ellos esta noche para tomar una copa. Así que, si Anastasia está ocupada, o no quiere verme, el viaje no habrá sido una completa pérdida de tiempo.

Sí, sí. Repítete eso, Grey.

Taylor me ha acompañado en un almuerzo ligero y ahora revisa unos documentos, y yo tengo mucho por leer.

La única parte de la ecuación que aún debo resolver es cómo voy a encontrarme con Ana. Pero ya lo decidiré cuando llegue a Savannah; confío en que algo se me ocurrirá durante el vuelo.

Me paso la mano por el pelo y, por primera vez en mucho tiempo, me reclino contra el respaldo y dormito mientras el G550 viaja a nueve mil metros de altitud con rumbo al Savannah/Hilton Head International. El zumbido de los motores tiene un efecto sosegador, y estoy cansado. Muy cansado.

Serán las pesadillas, Grey.

No sé por qué, pero ahora son aún más perturbadoras. Cierro los ojos.

—Así es como serás conmigo, ¿lo entiendes?

—Sí, señora.

Me pasa una uña escarlata por el pecho, de lado a lado.

Me estremezco, tiro de los grilletes y la oscuridad aflora, quemándome la piel en la estela de su tacto. Pero no emito el menor sonido.

No me atrevo.

—Si te portas bien, dejaré que te corras. En mi boca.

Joder.

—Pero aún no. Tenemos un largo trecho por delante hasta entonces.

Su uña abrasa mi piel, desde el esternón hasta el ombligo.

Quiero gritar.

Me agarra la cara, la aprieta hasta obligarme a abrir la boca y me besa.

Su lengua es ávida y húmeda.

Blande el látigo de tiras de cuero.

Y sé que esto va a ser duro de soportar.

Pero no pierdo de vista la recompensa: su boca lasciva.

Cuando el primer latigazo restalla en mi piel y la castiga, recibo de buen grado el dolor y el aflujo de endorfinas.

—Señor Grey, aterrizaremos dentro de veinte minutos —me informa Taylor, y me despierto sobresaltado—. ¿Se encuentra bien, señor?

—Sí, muy bien. Gracias.

—¿Quiere un poco de agua?

—Sí, por favor.

Respiro profundamente para ralentizar mi ritmo cardíaco, y Taylor me pasa un vaso de Evian fría. Bebo un placentero trago y me alegro de que a bordo solo esté Taylor. No suelo soñar con los embriagadores tiempos que compartí con la señora Lincoln.

Veo el cielo azul a través de la ventanilla; las escasas nubes tiñen de rosa el sol del atardecer. Aquí arriba la luz es radiante. Dorada. Serena. El sol poniente se refleja en los cúmulos. Por un momento desearía estar en mi planeador. Estoy seguro de que las térmicas son fantásticas aquí arriba.

¡Sí!

Eso es lo que debería hacer: llevar a Anastasia a planear. Eso sería «más», ¿no?

—Taylor.

—¿Sí, señor?

—Me gustaría llevar a Anastasia a planear sobre Georgia, mañana, al amanecer, si encontramos un sitio donde hacerlo. Aunque también podría ser más tarde.

—Me encargaré, señor.

—No repares en gastos.

—De acuerdo, señor.

—Gracias.

Ahora solo tengo que decírselo a Ana.

Dos coches nos esperan cuando el G550 se detiene en la pista cerca de la terminal de Signature Flight Support del aeropuerto. Taylor y yo salimos y nos derretimos bajo el sofocante calor.

Dios, es pegajoso, incluso a estas horas.

El representante entrega a Taylor las llaves de los dos coches. Lo miro, sorprendido.

—¿Un Ford Mustang?

—Es lo único que he conseguido encontrar en Savannah con tan poca antelación. —Taylor parece abochornado.

—Al menos es rojo y descapotable. Aunque con este calor espero que tenga aire acondicionado.

—Debería tener de todo, señor.

—Bien. Gracias.

Me da las llaves, cojo la bolsa de piel y dejo que Taylor se encargue de llevar el resto del equipaje del avión a su Suburban.

Les estrecho la mano a Stephan y a Beighley y les doy las gracias por el agradable vuelo. Luego subo al Mustang, salgo del aeropuerto y enfilo hacia el centro de Savannah escuchando a Bruce con mi iPod a través del sistema de sonido del coche.

Andrea me ha reservado una suite en el Bohemian, con vistas al río Savannah. Está anocheciendo y la panorámica desde la terraza es impresionante: el río parece tener luz propia y refleja la variedad de colores del cielo y las farolas del puente colgante y los muelles. El cielo está incandescente, y en él se funde una gama de tonalidades que va del violeta intenso al rosado.

Es casi tan impactante como la puesta de sol en el Sound.

Pero no tengo tiempo de quedarme a admirar la escena. Saco el portátil, subo el aire acondicionado al máximo y llamo a Ros para que me ponga al día.

—¿A qué viene ese repentino interés por Georgia, Christian?

—Es algo personal.

Ella resopla.

—¿Desde cuándo permites que tu vida personal interfiera en tu vida profesional?

Desde que conocí a Anastasia Steele.

—No me gusta Detroit —suelto.

—Vale. —Ros recula.

—Es posible que más tarde quede con nuestro contacto en la Autoridad para la Remodelación de las Zonas Industriales de Savannah para tomar una copa —añado en un intento de apaciguarla.

—Pues genial, Christian. Oye, hay más cosas de las que tenemos que hablar. La ayuda ha llegado a Rotterdam. ¿Aún quieres seguir adelante?

—Sí. Hagámoslo. Me comprometí con la Fundación para la Erradicación del Hambre en el Mundo. Tiene que estar hecho antes de volver a reunirme con el comité.

—De acuerdo. ¿Alguna idea nueva con respecto a la compra de la editorial?

—Sigo sin decidirme.

—Creo que SIP tiene cierto potencial.

—Sí, es posible. Deja que lo piense un poco más.

—Voy a reunirme con Marco para comentar la situación de Lucas Woods.

—Vale, infórmame de cómo va. Llámame más tarde.

—Lo haré. Hasta luego.

Estoy evitando lo inevitable. Lo sé. Pero decido que será mejor enfrentarme a la señorita Steele —por e-mail o por teléfono, aún no lo he decidido— con el estómago lleno, así que pido la cena. Mientras espero, recibo un mensaje de Andrea en el que me hace saber que mi cita para tomar una copa se ha desconvocado. Los veré mañana por la mañana, en caso de que no esté volando con Ana.

Antes de que llegue el servicio de habitaciones, llama Taylor.

—Señor Grey.

—Hola, Taylor. ¿Ya estamos registrados?

—Sí, señor. Enseguida subirán su equipaje.

—Estupendo.

—La Brunswick Soaring Association tiene un planeador disponible. Le he pedido a Andrea que les envíe su licencia de vuelo por fax. En cuanto la documentación esté firmada, no habrá inconveniente.

—Estupendo.

—Puede ir en cualquier momento a partir de las seis de la mañana.

—Mejor aún. Que lo tengan preparado para esa hora. Envíame la dirección.

—Sí, señor.

Llaman a la puerta: el equipaje y la cena llegan a la vez. La comida huele de maravilla: tomates verdes fritos y sémola con gambas. Bueno, estoy en el Sur.

Mientras ceno, barrunto sobre mi estrategia respecto a Ana. Podría presentarme en casa de su madre a la hora del desayuno. Llevaría panecillos. Y luego iría con ella a planear. Puede que sea el mejor plan. No me ha llamado ni me ha escrito en todo el día, así que imagino que está enfadada. Vuelvo a leer su último mensaje cuando acabo de cenar.

¿Qué demonios tiene en contra de Elena? No sabe nada de nuestra relación. Lo que hubo entre nosotros pasó hace mucho tiempo y ahora solo somos amigos. No tiene ningún motivo para enfadarse.

Además, de no haber sido por Elena, a saber cómo habría acabado yo.

Llaman a la puerta. Es Taylor.

—Buenas noches, señor. ¿Satisfecho con la habitación?

—Sí, está bien.

—Traigo la documentación de la Brunswick Soaring Association.

Echo un vistazo al contrato de alquiler. Parece correcto. Lo firmo y se lo devuelvo.

—Mañana iré con mi coche. ¿Estarás allí?

—Sí, señor. Estaré allí a partir de las seis.

—Te informaré si hay algún cambio.

—¿Le deshago el equipaje, señor?

—Sí, por favor. Gracias.

Asiente y lleva la maleta al dormitorio.

Estoy inquieto, necesito tener claro qué voy a decirle a Ana. Miro el reloj: las nueve y cuarto. Se me ha hecho muy tarde. Aunque quizá debería tomar una copa antes. Dejo a Taylor con el equipaje y decido ir al bar del hotel antes de volver a hablar con Ros y escribir a Ana.

El bar, en la azotea, está a rebosar, pero encuentro un sitio al final de la barra y pido una cerveza. Es un espacio moderno, actual, con iluminación tenue y ambiente relajado. Lo recorro con la mirada, evitando a las dos mujeres que están sentadas a mi lado… y un movimiento atrae mi atención: un gesto exasperado que hace que una lustrosa melena oscura atrape y refleje la luz.

Es Ana. Joder.

Está de espaldas a mí, sentada frente a una mujer que solo puede ser su madre. El parecido entre ambas es asombroso.

Pero ¿qué posibilidades había de encontrármela aquí?

De todos los bares de la ciudad… Dios.

Las miro, paralizado. Están tomando cócteles… Cosmopolitans, diría por su aspecto. Su madre es imponente, como Ana, pero mayor; aparenta menos de treinta, y tiene el pelo castaño y largo y los ojos del mismo azul que Ana. Desprende cierto aire bohemio… No es alguien a quien uno asociaría al instante al ambiente de un club de golf. Quizá vaya vestida así porque ha salido con su joven y preciosa hija.

Esto no tiene precio.

Carpe diem, Grey.

Saco el teléfono del bolsillo de los vaqueros. Es el momento de enviarle un correo a Ana. Esto podría ser interesante. Pondré a prueba su estado de ánimo… y observaré.

De: Christian Grey

Fecha: 1 de junio de 2011 21:40

Para: Anastasia Steele

Asunto: Compañeros de cena

 

Sí, he cenado con la señora Robinson. No es más que una vieja amiga, Anastasia.

Estoy deseando volver a verte. Te echo de menos.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Su madre tiene el semblante serio. Puede que esté preocupada por su hija, o tal vez solo esté intentando sonsacarle información.

Buena suerte, señora Adams.

Y por un momento me pregunto si estarán hablando de mí. Su madre se pone en pie; parece que va al servicio. Ana coge el bolso y saca la BlackBerry.

Allá vamos…

Empieza a leer con los hombros encorvados y repiqueteando con los dedos en la mesa. Entonces se pone a teclear frenéticamente. No le veo la cara, lo cual es frustrante, pero diría que no está impresionada con lo que acaba de leer. Instantes después deja el teléfono sobre la mesa con un gesto que podría interpretarse como asco.

Mala señal.

Su madre vuelve y le pide por señas a un camarero otra ronda. Me pregunto cuántas llevarán.

Consulto el teléfono y, cómo no, encuentro una respuesta.

De: Anastasia Steele

Fecha: 1 de junio de 2011 21:42

Para: Christian Grey

Asunto: VIEJOS compañeros de cena

 

Esa no es solo una vieja amiga.

¿Ha encontrado ya otro adolescente al que hincarle el diente?

¿Te has hecho demasiado mayor para ella?

¿Por eso terminó vuestra relación?

Pero ¿qué narices…? Mi genio empieza a calentarse.

Isaac tiene cerca de treinta.

Igual que yo.

¿Cómo se atreve?

¿Será efecto del alcohol?

Momento de desvelar tus cartas, Grey.

De: Christian Grey

Fecha: 1 de junio de 2011 21:45

Para: Anastasia Steele

Asunto: Cuidado…

 

No me apetece hablar de esto por e-mail.

¿Cuántos Cosmopolitans te vas a beber?

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Mira el teléfono, se yergue de golpe y observa a su alrededor.

Llegó la hora, Grey.

Dejo diez dólares sobre la barra y me encamino hacia ellas.

Nuestras miradas se encuentran. Ana palidece —conmocionada, diría yo—, y no sé cómo me saludará ni cómo contendré mi mal humor si dice algo más sobre Elena.

Se recoge el pelo detrás de las orejas con dedos inquietos. Un indicio inequívoco de que está nerviosa.

—Hola —dice con voz tensa y aguda.

—Hola. —Me inclino hacia ella y la beso en la mejilla.

Qué bien huele, aunque se tense cuando mis labios rozan su piel. Está preciosa; le ha dado un poco el sol y no lleva sujetador. Sus pechos están prietos bajo la tela sedosa del top, aunque ocultos tras la larga melena.

Solo para mis ojos, espero.

Y aunque está enfadada, me alegro de verla. La he echado de menos.

—Christian, esta es mi madre, Carla. —Ana hace un gesto hacia ella.

—Encantado de conocerla, señora Adams.

Su madre me mira de arriba abajo.

¡Mierda! Me está dando un repaso. Tú ni caso, Grey.

Tras una pausa más larga de lo necesario, me tiende una mano.

—Christian.

—¿Qué haces aquí? —me pregunta Ana en tono acusatorio.

—He venido a verte, claro. Me alojo en este hotel.

—¿Te alojas aquí? —Su voz ahora es estridente.

Sí, a mí también me cuesta creerlo.

—Bueno, ayer me dijiste que ojalá estuviera aquí. —Estoy intentando analizar su reacción. Por el momento ha consistido en: movimiento nervioso de los dedos, tensión, tono acusador y voz tensa—. Nos proponemos complacer, señorita Steele —añado, inexpresivo, confiando en ponerla de buen humor.

—¿Por qué no te tomas una copa con nosotras, Christian? —propone la señora Adams amablemente, y llama al camarero por señas.

Necesito algo más fuerte que una cerveza.

—Tomaré un gin-tonic —le digo al camarero—. Hendricks si tienen, o Bombay Sapphire. Pepino con Hendricks, lima con Bombay.

—Y otros dos Cosmos, por favor —pide Ana mirándome, nerviosa.

Tiene motivos para estarlo. Creo que ya ha bebido suficiente.

—Acércate una silla, Christian.

—Gracias, señora Adams.

Lo hago y me siento al lado de Ana.

—¿Así que casualmente te alojas en el hotel donde estamos tomando unas copas? —El tono de Ana es tirante.

—O casualmente estáis tomando unas copas en el hotel donde me alojo. Acabo de cenar, he venido aquí y te he visto. Andaba distraído pensando en tu último correo —le dirijo una mirada mordaz—, levanto la vista y ahí estabas. Menuda coincidencia, ¿verdad?

Ana parece turbada.

—Mi madre y yo hemos ido de compras esta mañana y a la playa por la tarde. Luego hemos decidido salir de copas esta noche —dice, aturullada, como si sintiera la necesidad de justificarse por estar bebiendo en un bar con su madre.

—¿Ese top es nuevo? —le pregunto. Está realmente deslumbrante. La blusa de tirantes es verde esmeralda; elegí acertadamente los colores de la ropa que Caroline Acton ha seleccionado para ella: tonos de piedras preciosas—. Te sienta bien ese color. Y te ha dado un poco el sol. Estás preciosa. —Sus mejillas se encienden y sus labios se curvan al oír mi halago—. Bueno, pensaba hacerte una visita mañana, pero mira por dónde…

Le cojo una mano, porque quiero tocarla, y la aprieto con ternura. Le acaricio despacio los nudillos con el pulgar, y a ella se le acelera la respiración.

Sí, Ana. Siéntelo.

No te enfades conmigo.

Me mira a los ojos y me sonríe con timidez.

—Quería darte una sorpresa. Pero, como siempre, me la has dado tú a mí, Anastasia, cuando te he visto aquí. No quiero robarte tiempo con tu madre. Me tomaré una copa y me iré. Tengo trabajo pendiente.

Resisto el impulso de besarle los nudillos. No sé qué le ha contado a su madre de nosotros, si es que le ha contado algo.

—Christian, me alegro mucho de conocerte. Ana me ha hablado muy bien de ti —dice la señora Adams con una sonrisa encantadora.

—¿En serio? —Miro a Ana, que vuelve a sonrojarse.

Muy bien, ¿eh?

Buena noticia.

El camarero me trae el gin-tonic y lo deja delante de mí.

—Hendricks, señor.

—Gracias.

A continuación sirve sus Cosmopolitans.

—¿Cuánto tiempo vas a estar en Georgia, Christian? —pregunta su madre.

—Hasta el viernes, señora Adams.

—¿Cenarás con nosotros mañana? Y, por favor, llámame Carla.

—Me encantaría, Carla.

—Estupendo —dice—. Si me disculpáis un momento, tengo que ir al lavabo.

¿No acababa de ir?

Me levanto con ella y luego vuelvo a sentarme para enfrentarme a la ira de la señorita Steele. Le cojo la mano otra vez.

—Así que te has enfadado conmigo por cenar con una vieja amiga.

Le beso los nudillos, uno por uno.

—Sí —contesta con sequedad.

¿Está celosa?

—Nuestra relación sexual terminó hace tiempo, Anastasia. Yo solo te deseo a ti. ¿Aún no te has dado cuenta?

—Para mí es una pederasta, Christian.

Su respuesta me conmociona y me eriza el vello.

—Eso es muy crítico por tu parte. No fue así.

Le suelto la mano, frustrado.

—Ah, ¿cómo fue entonces? —pregunta alzando su pequeña y tozuda barbilla.

¿Es el alcohol lo que le hace hablar de este modo?

—Se aprovechó de un chico vulnerable de quince años —continúa—. Si hubieras sido una chiquilla de quince años y la señora Robinson un señor Robinson que la hubiera arrastrado al sadomasoquismo, ¿te parecería bien? ¿Si hubiera sido Mia, por ejemplo?

Oh, por favor, ahora sí que dice tonterías.

—Ana, no fue así.

Sus ojos refulgen. Está furiosa. ¿Por qué? Esto no tiene nada que ver con ella. Pero no quiero discutir aquí, en el bar. Modero la voz.

—Vale, yo no lo sentí así. Ella fue una fuerza positiva. Lo que necesitaba.

Santo Dios, es probable que ahora estuviera muerto de no haber sido por Elena. Estoy haciendo un gran esfuerzo por controlar mi ira.

Ella frunce el ceño.

—No lo entiendo.

Zanja esto, Grey.

—Anastasia, tu madre no tardará en volver. No me apetece hablar de esto ahora. Más adelante, quizá. Si no quieres que esté aquí, tengo un avión esperándome en Hilton Head. Me puedo ir.

Su expresión pasa del enfado al pánico.

—No, no te vayas. Por favor. Me encanta que hayas venido —se apresura a decir.

¿Le encanta? Pues había conseguido engañarme.

—Solo quiero que entiendas —añade— que me enfurece que, en cuanto me voy, quedes con ella para cenar. Piensa en cómo te pones tú cuando me acerco a José. José es un buen amigo. Nunca he tenido una relación sexual con él. Mientras que tú y ella…

—¿Estás celosa?

¿Cómo puedo hacerle entender que Elena y yo solo somos amigos? No tiene ningún motivo para estar celosa.

Está claro que la señorita Steele es posesiva.

Y tardo un momento en caer en la cuenta de que me gusta que lo sea.

—Sí, y furiosa por lo que te hizo —contesta.

—Anastasia, ella me ayudó. Y eso es todo lo que voy a decir al respecto. En cuanto a tus celos, ponte en mi lugar. No he tenido que justificar mis actos delante de nadie en los últimos siete años. De nadie en absoluto. Hago lo que me place, Anastasia. Me gusta mi independencia. No he ido a ver a la señora Robinson para fastidiarte. He ido porque, de vez en cuando, salimos a cenar. Es amiga y socia.

Sus ojos se abren aún más.

Vaya. ¿No se lo había dicho?

Pero ¿por qué iba a decírselo? No tiene nada que ver con ella.

—Sí, somos socios. Ya no hay sexo entre nosotros. Desde hace años.

—¿Por qué terminó vuestra relación?

—Su marido se enteró. ¿Te importa que hablemos de esto en otro momento, en un sitio más discreto?

—Dudo que consigas convencerme de que no es una especie de pedófila.

¡Joder, Ana! ¡Déjalo de una vez!

—Yo no la veo así. Nunca la he visto así. ¡Y basta ya! —gruño.

—¿La querías?

¿Qué?

—¿Cómo vais? —Carla ha vuelto.

Ana imposta una sonrisa que me encoge el estómago.

—Bien, mamá.

¿Quería a Elena?

Tomo un sorbo de la copa. Joder, la veneraba, pero… ¿la quería? Qué pregunta más ridícula. No sé nada del amor romántico. Esto es el rollo de flores y corazones que ella quiere. Las novelas del siglo XIX que ha leído le han llenado la cabeza de tonterías.

Ya me he hartado.

—Bueno, señoras, os dejo disfrutar de vuestra velada. Por favor, que carguen estas copas en mi cuenta, habitación 612. Te llamo por la mañana, Anastasia. Hasta mañana, Carla.

—Oh, me encanta que alguien te llame por tu nombre completo, hija.

—Un nombre precioso para una chica preciosa. —Le doy la mano a Carla. El cumplido ha sido sincero, pero la sonrisa que le brindo no lo es.

Ana guarda silencio y me mira con una expresión implorante a la que no hago ningún caso. La beso en la mejilla.

—Hasta luego, nena —le susurro al oído; luego me doy la vuelta y me encamino hacia la salida del bar.

Esa chica me provoca como nadie lo ha hecho nunca.

Y está cabreada conmigo; igual está con el síndrome premenstrual. Me dijo que tenía que venirle la regla esta semana.

Entro en mi habitación, cierro de un portazo y salgo directamente a la terraza. Hace calor fuera, e inspiro y paladeo el aroma acre y salado del río. Ha caído la noche y la negrura del río es insondable, como la del cielo… como la de mi ánimo. Ni siquiera he conseguido comentarle lo de ir a volar mañana. Apoyo las manos en la barandilla de la terraza. Las luces de la playa y del puente mejoran las vistas… pero no mi humor.

¿Por qué tengo que justificar una relación que empezó cuando Ana iba aún a primaria? No es de su incumbencia. Sí, no fue nada convencional, pero eso es todo.

Me paso las manos por el pelo. Este viaje no está saliendo como esperaba, en absoluto. Quizá haya sido un error venir. Y pensar que fue Elena quien me animó…

Suena el teléfono y deseo que sea Ana, pero es Ros.

—Sí —espeto.

—Huy, Christian, ¿interrumpo algo?

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