Grey

Grey


Miércoles, 1 de junio de 2011

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—No. Lo siento. ¿Qué ocurre?

Cálmate, Grey.

—He pensado que querrías que te pusiera al día de mi conversación con Marco. Pero, si es mal momento, vuelvo a llamarte por la mañana.

—No, está bien.

Llaman a la puerta.

—Espera, Ros.

Abro convencido de que será Taylor o alguien del servicio de habitaciones y me dispongo a despacharlo… pero es Ana; ahí, en el pasillo, con aire abatido y tímido.

Ha venido.

Abro más la puerta y la invito a entrar con un gesto.

—¿Están listas todas las indemnizaciones? —le pregunto a Ros sin apartar la mirada de Ana.

—Sí.

Ana entra en la suite con mirada cautelosa, los labios abiertos y húmedos y los ojos que se oscurecen por momentos. ¿Qué significa esto? ¿Un cambio de opinión? Conozco esa mirada. Es de deseo. Me desea. Y yo también la deseo a ella, sobre todo después de la discusión en el bar.

¿Por qué, si no, iba a estar aquí?

—¿Y el coste? —le pregunto a Ros.

—Casi dos millones.

Dejo escapar un silbido entre dientes.

—Uf, nos ha salido caro el error.

—Grey Enterprises consigue quedarse con el departamento de fibra óptica.

Tiene razón. Ese era uno de nuestros objetivos.

—¿Y Lucas? —pregunto.

—No se lo ha tomado muy bien.

Abro el minibar y le hago un gesto a Ana para que se sirva. La dejo allí y voy a la habitación.

—¿Qué ha hecho?

—Se ha puesto furioso.

En el baño abro el grifo para llenar la inmensa bañera encastrada de mármol y vierto en ella aceite aromático. Tiene cabida para seis personas.

—La mayor parte del dinero es para él —le recuerdo a Ros mientras compruebo la temperatura del agua—. También cuenta con lo que se ha pagado por la empresa. Siempre podrá comenzar de nuevo.

Me doy la vuelta para salir del baño, pero me detengo y decido encender las velas que están dispuestas con muy buen gusto a lo largo del asiento de piedra que rodea la bañera. Encender velas cuenta como «más», ¿no?

—Pues está amenazando con abogados, y no entiendo por qué. Estamos bien blindados en todo esto. ¿Es agua lo que oigo? —pregunta Ros.

—Sí, voy a darme un baño.

—Oh… ¿Quieres que vaya?

—No. ¿Algo más?

—Sí, Fred quiere hablar contigo.

—¿En serio?

—Ha estudiado el prototipo de Barney.

Camino del salón, agradezco la solución de diseño de Barney para la tableta y le indico a Ros que Andrea me envíe las gráficas. Ana ha cogido una botella de zumo de naranja.

—¿Es este tu nuevo estilo de dirección: no estar aquí? —pregunta Ros.

Me río a carcajadas, pero sobre todo por la bebida que ha elegido Ana. Muy astuta. Le digo a Ros que no volveré al despacho hasta el viernes.

—¿En serio te estás planteando cambiar de parecer con lo de Detroit?

—Estoy interesado en un terreno de por aquí.

—Creo que Bill debería saberlo —comenta Ros, insolente.

—Sí, que me llame Bill.

—Lo hará. ¿Al final has tomado una copa con los de Savannah?

Le digo que los veré mañana y adopto un tono de voz más conciliador, ya que es un tema delicado para Ros.

—Quiero ver lo que podría ofrecernos Georgia si nos instalamos aquí.

Cojo un vaso del estante, se lo doy a Ana y señalo una cubitera.

—Si los incentivos son lo bastante atractivos, creo que deberíamos considerarlo, aunque aquí hace un calor de mil demonios.

Ana se sirve zumo.

—Es tarde para cambiar de opinión en esto, Christian. Pero podría servirnos para presionar a Detroit —cavila Ros.

—Detroit tiene sus ventajas, sí, y es más fresco.

Aunque allí hay demasiados fantasmas para mí.

—Que me llame Bill. Mañana. —Ahora es tarde y tengo visita—. No demasiado temprano —le advierto.

Ros se despide, y cuelgo.

Ana me mira cohibida mientras la devoro con los ojos. La sensual melena le cae sobre los hombros menudos y enmarca su rostro, precioso y pensativo.

—No has respondido a mi pregunta —murmura.

—No.

—¿No has respondido a mi pregunta o no, no la querías?

No va a rendirse. Me apoyo en la pared y cruzo los brazos para resistir la tentación de tirar de ella y abrazarla.

—¿A qué has venido, Anastasia?

—Ya te lo he dicho.

No la hagas sufrir más, Grey.

—No, no la quería.

Se le relajan los hombros y el semblante. Es lo que deseaba oír.

—Tú eres mi diosa de ojos azules, Anastasia. ¿Quién lo habría dicho?

Pero ¿de verdad eres mi diosa?

—¿Se burla de mí, señor Grey?

—No me atrevería —contesto.

—Huy, claro que sí, y de hecho lo haces a menudo. —Sonríe y se clava los dientes perfectos en el labio.

—Por favor, deja de morderte el labio. Estás en mi habitación, hace casi tres días que no te veo y he hecho un largo viaje en avión para verte.

Necesito saber que estamos bien… de la única manera que sé: quiero follarla, duro.

Me suena el teléfono, pero lo apago sin mirar quién llama. Sea quien sea, puede esperar.

Me acerco a ella.

—Quiero hacerlo, Anastasia. Ahora. Y tú también. Por eso has venido.

—Quería saber la respuesta, de verdad —dice.

—Bueno, ahora que lo sabes, ¿te quedas o te vas? —le pregunto deteniéndome delante de ella.

—Me quedo —responde sin dejar de observarme fijamente.

—Me alegro. —La miro a los ojos y me maravillo de cómo se oscurecen cada vez más.

Me desea.

—Con lo enfadada que estabas conmigo… —susurro.

Aún es algo nuevo para mí enfrentarse a su enfado, tener en cuenta sus sentimientos.

—Sí.

—No recuerdo que nadie se haya enfadado nunca conmigo, salvo mi familia. Me gusta.

Le acaricio la cara con las yemas de los dedos y luego los desplazo hasta la barbilla. Ella cierra los ojos y ladea la cabeza para facilitarme el acceso. Me inclino y le paso la nariz por el hombro desnudo hacia la oreja, inhalando su aroma, y el deseo me inunda el cuerpo. Llevo los dedos hacia la nuca y el pelo.

—Deberíamos hablar —susurra.

—Luego.

—Quiero decirte tantas cosas…

—Yo también.

La beso detrás de la oreja y le tiro suavemente del pelo para echarle la cabeza hacia atrás y acceder al cuello. Le mordisqueo la barbilla con los dientes y los labios, y luego bajo por el cuello. Mi cuerpo empieza a hervir, anhelante.

—Te deseo —susurro mientras la beso ahí donde el pulso palpita bajo la piel.

Ella gime y se aferra a mis brazos. Me tenso un momento, pero la oscuridad permanece dormida.

—¿Estás con la regla? —le pregunto entre beso y beso.

Se queda paralizada.

—Sí —contesta.

—¿Tienes dolor menstrual?

—No. —Su voz es tenue pero vehemente a la vez debido a la vergüenza.

Dejo de besarla y la miro a los ojos. ¿De qué se avergüenza? Es su cuerpo.

—¿Te has tomado la píldora?

—Sí —contesta.

Bien.

—Vamos a darnos un baño.

En el lujoso cuarto de baño suelto la mano de Ana. El aire está caliente y húmedo. El vapor se eleva suavemente sobre la espuma. Llevo demasiada ropa para este calor; la camisa de lino y los vaqueros se me pegan a la piel.

Ana me mira, también empapada por la humedad.

—¿Llevas una goma para el pelo? —le pregunto.

Empieza a pegársele a la cara. Saca una del bolsillo de los vaqueros.

—Recógetelo —le digo, y veo cómo obedece con elegante destreza.

Buena chica. Y sin protestar.

Se le escapan varios mechones de la coleta, pero está preciosa. Cierro el grifo, la cojo de la mano y la llevo a la otra zona del baño, donde un gran espejo dorado cuelga sobre dos lavamanos dispuestos sobre una encimera de mármol. Nos miramos en el espejo; me sitúo detrás de ella y le pido que se quite las sandalias. Ella obedece de inmediato y las deja caer al suelo.

—Levanta los brazos —susurro.

Cojo el borde de la bonita blusa que lleva y se la quito por la cabeza dejando sus pechos a la vista. Alargo la mano, le desabrocho el botón de los vaqueros y le bajo la cremallera.

—Te lo voy a hacer en el baño, Anastasia.

Su mirada se pierde en mi boca, y se lame los labios. Bajo la tenue luz del baño sus pupilas refulgen de excitación. Me agacho y voy besándole el cuello con ternura, introduzco los pulgares por la cinturilla de los vaqueros y se los bajo despacio liberando su exquisito culo y arrastrando también las bragas. Me arrodillo detrás de ella y se las bajo hasta el suelo.

—Saca los pies de los vaqueros —ordeno.

Ella se sujeta al borde del lavamanos y me complace; ahora está desnuda y mi cara queda a la altura de su trasero. Dejo los vaqueros, las bragas y la blusa sobre un escabel blanco que hay debajo del lavabo y pienso en todas las cosas que podría hacerle a ese culo. Vislumbro un cordón azul entre sus piernas; el tampón sigue en su sitio, así que empiezo a besarle y a mordisquearle las nalgas con delicadeza antes de levantarme. Nuestras miradas vuelven a encontrarse en el espejo y apoyo las manos abiertas sobre su vientre, plano y suave.

—Mírate. Eres preciosa. Siéntete.

Se le acelera la respiración cuando le cojo las dos manos y se las coloco sobre el vientre, bajo las mías.

—Siente lo suave que es tu piel —susurro.

Guío sus manos despacio por su torso dibujando círculos grandes, y luego las llevo hacia los pechos.

—Siente lo turgentes que son tus pechos.

Los abarco con sus manos. Le acaricio los pezones con los pulgares. Ella gime y arquea la espalda, apretando los pechos contra nuestras manos unidas. Pellizco los pezones entre sus pulgares y los míos y tiro de ellos suavemente una y otra vez, y me deleito notando cómo se endurecen y se agrandan.

Como cierta parte de mi anatomía.

Ella cierra los ojos y se revuelve frotando la espalda contra mi erección. Gime y apoya la cabeza sobre mi hombro.

—Muy bien, nena —le murmuro con los labios pegados a su cuello mientras disfruto de cómo su cuerpo va cobrando vida bajo sus propias caricias.

Guío sus manos hacia abajo hasta alcanzar el vello púbico. Deslizo una pierna entre las suyas y le separo los pies sin dejar de guiar sus manos por su sexo, primero una y luego la otra, apretando el clítoris con los dedos.

Gime y veo en el espejo cómo su cuerpo se retuerce.

Dios mío, es una diosa.

—Mira cómo resplandeces, Anastasia.

Le beso y mordisqueo el cuello y el hombro, y luego la suelto, dejándola a medias, y ella abre los ojos de golpe cuando me retiro.

—Sigue tú —le digo, y me pregunto qué hará.

Titubea un momento, y después se toca con una mano, pero con escaso entusiasmo.

Oh, esto no va a funcionar.

Me quito rápidamente la camisa pegajosa, los vaqueros y la ropa interior y libero mi erección.

—¿Prefieres que lo haga yo? —le pregunto mirándola en el espejo; sus ojos arden.

—Sí, por favor —contesta con una nota desesperada, ávida, en la voz.

La rodeo con los brazos, apoyo la frente en su espalda y coloco la polla en la hendidura de su precioso culo. Vuelvo a cogerle las manos y las guío sobre el clítoris, alternándolas, una y otra vez, apretando, acariciando y excitándola. Ella se retuerce cuando le mordisqueo la nuca. Empiezan a temblarle las piernas. De pronto le doy la vuelta para ponerla de frente. Le agarro las dos muñecas con una mano, se las sujeto a la espalda y le tiro de la coleta con la otra para acercar sus labios a los míos. La beso, devoro su boca, me deleito en su sabor: zumo de naranja y dulce, dulce Ana. Jadea, como yo.

—¿Cuándo te ha venido la regla, Anastasia?

Quiero follarte sin condón.

—Eh… ayer —musita entre jadeos.

—Bien.

Retrocedo un paso y le doy la vuelta.

—Agárrate al lavabo —ordeno.

La sujeto por las caderas, la levanto y tiro de ella hacia atrás. Deslizo la mano por su culo hasta el cordón azul, le saco el tampón y lo tiro al váter. Ella contiene el aliento, conmocionada, diría, pero la penetro rápidamente.

El aire escapa de mis pulmones entre los dientes con un leve silbido.

Joder. Qué placer tan inmenso… Piel con piel. Me retiro un poco y vuelvo a entrar en ella, despacio, disfrutando de hasta el último centímetro de su carne húmeda y divina. Ella gime y empuja contra mí.

Oh, sí, Ana.

Se aferra aún más al mármol mientras aumento el ritmo; le sujeto las caderas con más fuerza y la embisto más y más deprisa, arremeto contra ella con todo mi ímpetu. La quiero para mí. La poseo.

No estés celosa, Ana. Solo te deseo a ti.

A ti.

A ti.

Mis dedos buscan su clítoris y juguetean con él, lo acarician y lo estimulan hasta que las piernas empiezan a temblarle de nuevo.

—Muy bien, nena —murmuro con voz ronca mientras le impongo un ritmo castigador y posesivo.

No discutamos. No nos peleemos.

Sus piernas se envaran mientras la monto y su cuerpo empieza a estremecerse. De pronto grita al llegar al orgasmo y me arrastra consigo.

—¡Oh, Ana! —jadeo mientras me dejo ir.

Pierdo de vista el mundo y me corro dentro de ella.

Joder.

—Oh, nena, ¿alguna vez me saciaré de ti? —susurro mientras me derrumbo sobre ella.

Me dejo caer despacio al suelo, abrazado a ella, que se sienta y apoya la cabeza contra mi hombro, aún jadeante.

Oh, Dios santo.

¿Alguna vez había sido así?

Le beso el pelo y ella se calma; con los ojos cerrados, va recuperando el aliento entre mis brazos. Los dos estamos sudorosos y sofocados en un baño húmedo, pero no quiero estar en ningún otro sitio.

Se mueve.

—Estoy manchando —dice.

—A mí no me molesta. —No quiero soltarla.

—Ya lo he notado. —Su tono es seco.

—¿Te molesta a ti? —No debería. Es algo natural. Solo he conocido a una mujer reticente al sexo teniendo el período, pero no conseguí quitarle de la cabeza esas chorradas.

—No, en absoluto. —Ana alza la cabeza y me mira con sus ojos azules y cristalinos.

—Bien. Vamos a darnos un baño.

La libero y su ceño se frunce un instante mientras me mira el pecho. Su tez rosada pierde algo de color, y clava sus ojos empañados en los míos.

—¿Qué pasa? —pregunto, alarmado.

—Tus cicatrices. No son de varicela.

—No, no lo son. —Mi tono es glacial.

No quiero hablar de eso.

Me pongo en pie y le tiendo una mano para ayudarla a levantarse. Sus ojos están muy abiertos, horrorizados.

Lo siguiente será la compasión.

—No me mires así —le advierto, y le suelto la mano.

No quiero tu maldita compasión, Ana. No vayas por ese camino.

Se mira la mano; creo que se lo he dejado claro.

—¿Te lo hizo ella? —Su voz es casi inaudible.

Me limito a mirarla con el ceño fruncido mientras intento contener la ira que me ha invadido. Mi silencio la obliga a mirarme.

—¿Ella? —gruño—. ¿La señora Robinson?

Ana palidece al oír mi tono.

—No es una salvaje, Anastasia. Claro que no fue ella. No entiendo por qué te empeñas en demonizarla.

Agacha la cabeza para evitar mi mirada, pasa rápidamente por mi lado, se mete en la bañera y se hunde en la espuma para que no pueda verle el cuerpo. Me mira, con expresión arrepentida y franca.

—Solo me pregunto cómo serías si no la hubieras conocido, si ella no te hubiera introducido en ese… estilo de vida.

Maldita sea. Ya hemos vuelto a Elena.

Me acerco a la bañera, me meto en el agua y me siento en el escalón, fuera de su alcance. Ella me mira mientras espera una respuesta. El silencio se agranda entre nosotros hasta que lo único que oigo es el bombeo de la sangre en mis orejas.

Joder.

No me quita la vista de encima.

¡Baja la guardia, Ana!

No. Eso no va a pasar.

Meneo la cabeza. Qué difícil es esta mujer.

—De no haber sido por la señora Robinson, probablemente habría seguido los pasos de mi madre biológica.

Se coloca un mechón mojado detrás de la oreja sin pronunciar palabra.

¿Qué puedo decir de Elena? Pienso en nuestra relación: Elena y yo. Aquella época embriagadora. El secretismo. Los encuentros furtivos. El dolor. El placer. La liberación… El orden y la calma que trajo a mi vida.

—Ella me quería de una forma que yo encontraba… aceptable —musito casi para mí.

—¿Aceptable? —pregunta, incrédula.

—Sí. Me apartó del camino de autodestrucción que yo había empezado a seguir sin darme cuenta —prosigo con voz casi inaudible—. Resulta muy difícil crecer en una familia perfecta cuando tú no eres perfecto.

Toma aire con decisión.

Dios, no soporto hablar de esto.

—¿Aún te quiere?

¡No!

—No lo creo, no de ese modo. Ya te digo que fue hace mucho. Es algo del pasado. No podría cambiarlo aunque quisiera, que no quiero. Ella me salvó de mí mismo. Nunca he hablado de esto con nadie.

»Salvo con el doctor Flynn, claro. Y la única razón por la que te lo cuento a ti ahora es que quiero que confíes en mí.

—Yo ya confío en ti —dice—, pero quiero conocerte mejor, y siempre que intento hablar contigo, me distraes. Hay muchísimas cosas que quiero saber.

—Oh, por el amor de Dios, Anastasia. ¿Qué quieres saber? ¿Qué tengo que hacer?

Se mira las manos, que mantiene dentro del agua.

—Solo pretendo entenderlo; eres todo un enigma. No te pareces a nadie que haya conocido. Me alegro de que me cuentes lo que quiero saber.

Con repentina resolución, se mueve por el agua para sentarse a mi lado y se pega a mí de manera que mi piel queda en contacto con la suya.

—No te enfades conmigo, anda —dice.

—No estoy enfadado contigo, Anastasia. Es que no estoy acostumbrado a este tipo de conversación, a este interrogatorio. Esto solo lo hago con el doctor Flynn y con…

Maldita sea.

—Con ella. Con la señora Robinson. ¿Hablas con ella? —pregunta con un hilo de voz.

—Sí, hablo con ella.

—¿De qué?

Me vuelvo para mirarla de frente, de una forma tan abrupta que el agua se desborda y se derrama en el suelo.

—Eres insistente, ¿eh? De la vida, del universo… de negocios. La señora Robinson y yo hace tiempo que nos conocemos. Hablamos de todo.

—¿De mí? —pregunta.

—Sí.

—¿Por qué habláis de mí? —quiere saber, y ahora parece adusta.

—Nunca he conocido a nadie como tú, Anastasia.

—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a que nunca has conocido a nadie que no firmara automáticamente todo tu papeleo sin preguntar primero?

Niego con la cabeza. No.

—Necesito consejo.

—¿Y te lo da doña Pedófila? —espeta.

—Anastasia… basta ya —digo casi gritando—. O te voy a tener que tumbar en mis rodillas. No tengo ningún interés romántico o sexual en ella. Ninguno. Es una amiga querida y apreciada, y es mi socia. Nada más. Tenemos un pasado en común, hubo algo entre nosotros que a mí me benefició muchísimo, aunque a ella le destrozara el matrimonio, pero esa parte de nuestra relación ya terminó.

Ella yergue los hombros.

—¿Y tus padres nunca se enteraron?

—No —gruño—. Ya te lo he dicho.

Me mira con cautela, y creo que sabe que me ha llevado al límite.

—¿Has terminado? —pregunto.

—De momento.

Gracias al cielo. No mentía al decirme que había muchas cosas de las que quería hablar. Necesito saber dónde estoy, si nuestro trato tiene posibilidades.

Carpe diem, Grey.

—Vale, ahora me toca a mí. No has contestado a mi e-mail.

Se recoge el pelo detrás de la oreja y niega con la cabeza.

—Iba a contestar. Pero has venido.

—¿Habrías preferido que no viniera? —Contengo el aliento.

—No, me encanta que hayas venido —dice.

—Bien. A mí me encanta haber venido, a pesar de tu interrogatorio. Aunque acepte que me acribilles a preguntas, no creas que disfrutas de algún tipo de inmunidad diplomática solo porque haya venido hasta aquí para verte. Para nada, señorita Steele. Quiero saber lo que sientes.

Frunce el ceño.

—Ya te lo he dicho. Me gusta que estés conmigo. Gracias por venir hasta aquí. —Parece sincera.

—Ha sido un placer. —Me inclino para besarla y ella se abre como una flor, ofreciéndose y pidiendo más. Me retiro—. No. Me parece que necesito algunas respuestas antes de que hagamos más.

Ella suspira y la cautela regresa a su mirada.

—¿Qué quieres saber?

—Bueno, para empezar, qué piensas de nuestro contrato.

Hace un mohín, como si su respuesta fuera a ser desagradable.

Ay, Dios…

—No creo que pueda firmar por un período mayor de tiempo. Un fin de semana entero siendo alguien que no soy.

Agacha la mirada, la aparta de mí.

Eso es un no. Y, en realidad, creo que tiene razón.

Le sujeto la barbilla y le alzo la cabeza para verle los ojos.

—No, yo tampoco creo que pudieras.

—¿Te estás riendo de mí?

—Sí, pero sin mala intención. —Vuelvo a besarla—. No eres muy buena sumisa.

Se queda boquiabierta. ¿Finge sentirse ofendida? Y entonces se ríe, una risa dulce y contagiosa, y sé que no lo está.

—A lo mejor no tengo un buen maestro.

Buena réplica, señorita Steele.

Yo también me río.

—A lo mejor. Igual debería ser más estricto contigo. —Escruto su cara—. ¿Tan mal lo pasaste cuando te di los primeros azotes?

—No, la verdad es que no —contesta, algo ruborizada.

—¿Es más por lo que implica? —le pregunto presionándola.

—Supongo. Lo de sentir placer cuando uno no debería.

—Recuerdo que a mí me pasaba lo mismo. Lleva un tiempo procesarlo.

Al fin estamos teniendo la conversación.

—Siempre puedes usar las palabras de seguridad, Anastasia. No lo olvides. Y si sigues las normas, que satisfacen mi íntima necesidad de controlarte y protegerte, quizá logremos avanzar.

—¿Por qué necesitas controlarme?

—Porque satisface una necesidad íntima mía que no fue satisfecha en mis años de formación.

—Entonces, ¿es una especie de terapia?

—No me lo había planteado así, pero sí, supongo que sí.

Asiente con la cabeza.

—Pero el caso es que en determinado momento me dices «No me desafíes», y al siguiente me dices que te gusta que te desafíe. Resulta difícil traspasar con éxito esa línea tan fina.

—Lo entiendo. Pero hasta la fecha lo has hecho estupendamente.

—Pero ¿a qué coste personal? Estoy hecha un auténtico lío, me veo atada de pies y manos.

—Me gusta eso de atarte de pies y manos.

—¡No lo decía en sentido literal! —Lanza una mano sobre la superficie del agua y me salpica.

—¿Me has salpicado?

—Sí —contesta.

—Ay, señorita Steele. —Le paso un brazo por la cintura y la subo a mi regazo, y vuelve a verterse agua al suelo—. Creo que ya hemos hablado bastante por hoy.

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