Grey

Grey


Jueves, 2 de junio de 2011

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No, no me dejes.

Unas palabras susurradas se abren paso en mi sueño hasta que me remuevo y despierto.

¿Qué ha sido eso?

Miro por toda la habitación. ¿Dónde narices estoy?

Ah, sí, en Savannah.

—No, por favor. No me dejes.

¿Qué? Es Ana.

—No me voy a ninguna parte —murmuro, desconcertado.

Doy media vuelta y me incorporo sobre un codo. Está acurrucada junto a mí y parece dormida.

—Yo no voy a dejarte —masculla.

Siento un hormigueo en la cabeza.

—Me alegra oírte decir eso.

Ana suspira.

—¿Ana? —susurro yo.

Pero no reacciona, tiene los ojos cerrados. Está profundamente dormida, así que debe de ser un sueño… ¿Con qué estará soñando?

—Christian —dice.

—Sí —respondo al instante.

Pero no dice nada más; es evidente que duerme, pero hasta ahora nunca la había oído hablar en sueños.

La miro fascinado. La luz ambiental que entra desde el salón le ilumina el rostro. Arruga la frente un momento, como si un pensamiento aciago la estuviera disgustando, pero enseguida vuelve a relajarla. Respirando por los labios entreabiertos y con el rostro distendido por el sueño está preciosa.

Y no quiere que me vaya, y ella no me va a dejar. Esa confesión sincera, de la que ella no es consciente, me arrastra consigo como una brisa estival que deja calidez y esperanza a su paso.

No me va a dejar.

Bueno, ahí tienes tu respuesta, Grey.

La miro con una sonrisa. Parece que ya se ha calmado y ha dejado de hablar. Consulto la hora en el despertador: las 4.57.

De todas formas ya toca levantarse, y estoy eufórico. Voy a planear. ¡Con Ana! Me encanta planear. Le doy un beso rápido en la sien, me levanto y voy directo al salón de la suite, donde pido el desayuno y consulto el pronóstico meteorológico local.

Otro día caluroso y con mucha humedad. Sin lluvias.

Me ducho deprisa, me seco y luego recojo la ropa de Ana del cuarto de baño y se la dejo en una silla cerca de la cama. Al levantar sus bragas, recuerdo cómo acabó dándole la vuelta a mi malicioso plan de confiscarle la ropa interior.

Ay, señorita Steele.

Igual que después de nuestra primera noche juntos…

«Ah… por cierto, me he puesto unos calzoncillos tuyos». Y luego tiró de la goma y pude leer «Polo» y «Ralph» asomando bajo sus vaqueros.

Sacudo la cabeza y saco del armario un par de bóxers que le dejo sobre la silla. Me gusta que se ponga mi ropa.

Ana vuelve a mascullar algo, me parece que ha dicho «jaula», pero no estoy seguro.

¿De qué narices va ese sueño?

No mueve ni un dedo, sino que sigue felizmente dormida mientras me visto. Cuando me pongo la camiseta se oyen unos golpes en la puerta. El desayuno ya está aquí: bollos, un café para mí y Twinings English Breakfast para Ana. Por suerte el hotel está surtido de su marca preferida.

Ya es hora de despertar a la señorita Steele.

—Fresa —susurra mientras me siento en la cama junto a ella.

¿Qué le pasa con la fruta?

—Anastasia —la llamo en voz baja.

—Quiero más.

Ya lo sé, y yo también.

—Vamos, nena.

Sigo intentando despertarla, pero ella refunfuña.

—No… Quiero acariciarte.

Mierda.

—Despierta.

Me inclino y, con los dientes, le tiro suavemente del lóbulo de la oreja.

—No. —Cierra los ojos con fuerza.

—Despierta, nena.

—Ay, no —se queja.

—Es hora de levantarse, nena. Voy a encender la lamparita.

Alargo el brazo y enciendo la luz, que vierte un haz de tenue luminosidad sobre ella. Ana entorna los ojos.

—No —vuelve a protestar.

Verla con tan pocas ganas de despertarse resulta divertido, y diferente. En mis relaciones anteriores, una sumisa dormilona habría recibido su castigo.

Le acaricio la oreja.

—Quiero perseguir el amanecer contigo —le susurro, y le beso la mejilla, le beso un párpado y después el otro, le beso la punta de la nariz, y los labios.

Sus ojos se abren con un parpadeo.

—Buenos días, preciosa.

Y se cierran otra vez. Ana refunfuña y sonrío.

—No eres muy madrugadora.

Abre un solo ojo desenfocado y me examina con él.

—Pensé que querías sexo —dice con un alivio evidente.

Me contengo para no echarme a reír.

—Anastasia, yo siempre quiero sexo contigo. Reconforta saber que a ti te pasa lo mismo.

—Pues claro que sí, solo que no tan tarde. —Se abraza a la almohada.

—No es tarde, es temprano. Vamos, levanta. Vamos a salir. Te tomo la palabra con lo del sexo.

—Estaba teniendo un sueño tan bonito.

Suspira y levanta la mirada hacia mí.

—¿Con qué soñabas?

—Contigo. —Su rostro se llena de calidez.

—¿Qué hacía esta vez?

—Intentabas darme de comer fresas —dice con una voz tenue.

Eso explica sus balbuceos.

—El doctor Flynn tendría para rato con eso. Levanta, vístete. No te molestes en ducharte, ya lo haremos luego.

Protesta pero se sienta, y no le importa que la sábana le resbale hasta la cintura y deje su cuerpo al descubierto. Mi polla se estremece. Con el pelo alborotado cayéndole en cascada por los hombros y rizándose sobre sus pechos desnudos está maravillosa. No hago caso de mi excitación y me pongo de pie para dejarle algo de sitio.

—¿Qué hora es? —pregunta con voz adormecida.

—Las cinco y media de la mañana.

—Pues parece que sean las tres.

—No tenemos mucho tiempo. Te he dejado dormir todo lo posible. Vamos. —Me dan ganas de sacarla a rastras de la cama y vestirla yo mismo.

Estoy ansioso por llevarla a volar.

—¿No puedo ducharme?

—Si te duchas, voy a querer ducharme contigo, y tú y yo sabemos lo que pasará, que se nos irá el día. Vamos.

Me dirige una mirada llena de paciencia.

—¿Qué vamos a hacer?

—Es una sorpresa. Ya te lo he dicho.

Sacude la cabeza y se le ilumina la expresión. Parece que eso le resulta divertido.

—Vale.

Baja de la cama sin darle importancia a su desnudez y ve que tiene la ropa en la silla. Me encanta comprobar que ya no es la Ana tímida de siempre; tal vez sea porque aún está somnolienta. Se pone mi ropa interior y me dedica una amplia sonrisa.

—Te dejo tranquila un rato ahora que ya te has levantado.

Mejor le doy tiempo para que se vista. Regreso al salón, me siento a la pequeña mesa de comedor y me sirvo un café.

Ella solo tarda unos minutos en reunirse conmigo.

—Come —ordeno mientras le indico que se siente.

Ella me mira, paralizada y con los ojos vidriosos.

—Anastasia —digo para traerla de vuelta a la realidad.

Sus pestañas revolotean cuando por fin regresa de donde sea que estuviera.

—Tomaré un poco de té. ¿Me puedo llevar un cruasán para luego? —pregunta en un tono esperanzado.

No va a comer nada.

—No me agües la fiesta, Anastasia.

—Comeré algo luego, cuando se me haya despertado el estómago. Hacia las siete y media, ¿vale?

—Vale. —No puedo obligarla; se muestra desafiante y tozuda.

—Me dan ganas de ponerte los ojos en blanco —dice.

Ay, Ana, atrévete.

—Por favor, no te cortes, alégrame el día.

Alza la vista hacia el rociador contra incendios del techo.

—Bueno, unos azotes me despertarían, supongo —añade como si sopesara esa opción.

¿De verdad se lo está planteando? ¡Esto no funciona así, Anastasia!

—Por otra parte, no quiero que te calientes y te molestes por mí. El ambiente ya está bastante caldeado aquí.

Me lanza una sonrisa edulcorada.

—Como de costumbre, es usted muy difícil, señorita Steele —le digo haciéndome el gracioso—. Bébete el té.

Se sienta y da un par de sorbos.

—Bébetelo todo. Tendríamos que irnos ya.

Estoy impaciente por ponernos en marcha; el trayecto es largo.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verás.

Deja de sonreír como un bobo, Grey.

Ella hace un mohín, frustrada. La señorita Steele, como siempre, siente curiosidad, pero no lleva encima más que la blusa de tirantes y los vaqueros. Tendrá frío en cuanto estemos en el aire.

—Acábate el té —le ordeno, y me levanto de la mesa.

En el dormitorio, revuelvo en el armario y saco una sudadera. Con esto bastará. Llamo al mozo y le digo que nos acerque el coche a la entrada.

—Ya estoy lista —anuncia Ana cuando vuelvo al salón.

—La vas a necesitar —advierto, y le lanzo la sudadera mientras ella me mira perpleja—. Confía en mí.

Le doy un beso breve en los labios. La cojo de la mano, abro la puerta de la suite y salimos hacia los ascensores. Allí veo a un empleado del hotel (Brian, según dice su etiqueta de identificación) que también está esperando el ascensor.

—Buenos días —dice en un tono alegre cuando las puertas se abren.

Miro a Ana y sonrío de medio lado al entrar.

Nada de travesuras en el ascensor esta mañana.

Ella oculta su sonrisa y clava la vista en el suelo; se ha puesto colorada. Sabe exactamente en qué estaba pensando. Brian nos desea que tengamos un buen día cuando salimos.

Fuera, el mozo nos espera ya con el Mustang. Ana arquea una ceja, impresionada al ver el GT500. Sí, es una gozada conducirlo, aunque no sea más que un Mustang.

—A veces es genial que sea quien soy, ¿eh? —digo solo por incordiarla, y le abro la puerta con una educada reverencia.

—¿Adónde vamos?

—Ya lo verás.

Me siento al volante y pongo el coche en marcha. En el semáforo, introduzco deprisa la dirección del campo de aviación en el GPS. El navegador nos hace salir de Savannah hacia la interestatal 95. Enciendo el iPod a través del volante y una melodía sublime inunda el vehículo.

—¿Qué es? —pregunta Ana.

—Es de La Traviata, una ópera de Verdi.

—¿La Traviata? He oído hablar de ella, pero no sé dónde. ¿Qué significa?

Le lanzo una mirada de complicidad.

—Bueno, literalmente, «la descarriada». Está basada en La dama de las camelias, de Alejandro Dumas.

—Ah, la he leído.

—Lo suponía.

—La desgraciada cortesana —recuerda con la voz teñida de melancolía—. Mmm, es una historia deprimente —comenta.

—¿Demasiado deprimente? —Eso no nos conviene, señorita Steele, sobre todo hoy que estoy de tan buen humor—. ¿Quieres poner otra cosa? Está sonando en el iPod.

Toco la pantalla del panel de mandos y aparece la lista de reproducción.

—Elige tú —le propongo, y al mismo tiempo me pregunto si le gustará algo de lo que tengo en el iTunes.

Estudia la lista y va bajando por ella, muy concentrada. Da un golpecito en una canción, y el dulce sonido de cuerda de Verdi se ve sustituido por un ritmo contundente y la voz de Britney Spears.

—Conque «Toxic», ¿eh? —señalo con humor irónico.

¿Está intentando decirme algo?

¿Se refiere a mí?

—No sé por qué lo dices —contesta en tono inocente.

¿Cree acaso que debería llevar colgado un cartel de advertencia?

La señorita Steele quiere que juguemos.

Pues que así sea.

Bajo un poco el volumen de la música. Todavía es algo temprano para ese remix y para el recuerdo que me evoca.

—Señor, esta sumisa solicita con todo respeto el iPod del Amo.

Aparto la mirada de la hoja de cálculo que estoy leyendo y la observo, arrodillada a mi lado con la mirada gacha.

Este fin de semana ha estado estupenda. ¿Cómo voy a negarme?

—Claro, Leila, cógelo. Creo que está en su base.

—Gracias, Amo —dice, y se pone de pie con la elegancia de siempre, sin mirarme.

Buena chica.

No lleva puesto nada más que los zapatos rojos de tacón alto. Camina tambaleante hasta la base del iPod y se hace con su recompensa.

—Yo no he puesto esa canción en mi iPod —digo con toda tranquilidad.

Piso tanto el acelerador que los dos nos vemos lanzados contra el respaldo, pero aun así oigo el pequeño soplido de exasperación de Ana por encima del rugido del motor.

Britney sigue dándolo todo para seducirnos, y Ana tamborilea con los dedos sobre su muslo, inquieta, mientras mira por la ventanilla del coche. El Mustang devora kilómetros de autopista; no hay tráfico, y las primeras luces del alba nos persiguen por la interestatal 95.

Ana suspira cuando empieza a sonar Damien Rice.

Acaba ya con su tortura, Grey.

No sé si es porque estoy de buen humor, o por nuestra conversación de anoche, o por el hecho de que dentro de nada estaremos planeando… pero quiero contarle quién puso la canción en el iPod.

—Fue Leila.

—¿Leila?

—Una ex, ella puso la canción en el iPod.

—¿Una de las quince? —Se vuelve y me dirige toda su atención, ansiosa por conocer más detalles.

—Sí.

—¿Qué le pasó?

—Lo dejamos.

—¿Por qué?

—Quería más.

—¿Y tú no?

La miro y niego con la cabeza.

—Yo nunca he querido más, hasta que te conocí a ti.

Me recompensa con una sonrisa tímida.

Sí, Ana. No eres solo tú la que quieres más.

—¿Qué pasó con las otras catorce? —pregunta.

—¿Quieres una lista? ¿Divorciada, decapitada, muerta?

—No eres Enrique VIII —me riñe.

—Vale. Sin seguir ningún orden en particular, solo he tenido relaciones largas con cuatro mujeres, aparte de Elena.

—¿Elena?

—Para ti, la señora Robinson.

Se calla un momento, y sé que me está escrutando con la mirada. Pero no aparto los ojos de la carretera.

—¿Qué fue de esas cuatro? —pregunta.

—Qué inquisitiva, qué ávida de información, señorita Steele —contesto para provocarla.

—Mira quién habla, don Cuándo-te-toca-la-regla.

—Anastasia, un hombre debe saber esas cosas.

—¿Ah, sí?

—Yo sí.

—¿Por qué?

—Porque no quiero que te quedes embarazada.

—¡Yo tampoco quiero! Bueno, al menos hasta dentro de unos años —dice en un tono algo nostálgico.

Claro, eso sería con otro tío… Una perspectiva que me angustia… Ana es mía.

—Bueno, ¿qué pasó entonces con las otras cuatro? —insiste.

—Una conoció a otro. Las otras tres querían… más. A mí entonces no me apetecía más.

¿Por qué he abierto esta caja de los truenos?

—¿Y las demás?

—No salió bien.

Asiente y vuelve a mirar por la ventanilla mientras Aaron Neville canta «Tell It Like It Is».

—¿Adónde vamos? —pregunta otra vez.

Ya estamos cerca.

—Vamos a un campo de aviación.

—No iremos a volver a Seattle, ¿verdad? —Parece que le ha entrado el pánico.

—No, Anastasia, vamos a disfrutar de mi segundo pasatiempo favorito —digo riendo entre dientes al ver su reacción.

—¿Segundo?

—Sí. Esta mañana te he dicho cuál era mi favorito. —Su expresión delata que está absolutamente desconcertada—. Disfrutar de ti, señorita Steele. Eso es lo primero de mi lista. De todas las formas posibles.

Baja la mirada mientras sus labios contienen una sonrisa.

—Sí, también yo lo tengo en mi lista de perversiones favoritas —dice.

—Me complace saberlo.

—¿A un campo de aviación, dices?

Se me ilumina la expresión.

—Vamos a planear. Vamos a perseguir el amanecer, Anastasia.

Giro a la izquierda para tomar la salida hacia el campo de aviación y sigo hasta estar delante del hangar de la Brunswick Soaring Association, donde detengo el coche.

—¿Estás preparada para esto? —le digo.

—¿Pilotas tú?

—Sí.

Su rostro resplandece de emoción.

—¡Sí, por favor!

Me encanta lo temeraria y entusiasta que se muestra ante cualquier experiencia nueva. Me inclino hacia ella y le doy un beso rápido.

—Otra primera vez, señorita Steele.

Fuera hace fresco pero la temperatura es agradable, y el cielo ya está más luminoso, nacarado y brillante en el horizonte. Rodeo el coche y le abro la puerta a Ana. Nos dirigimos hacia la entrada del hangar cogidos de la mano.

Taylor nos espera allí junto a un hombre con barba que lleva pantalones cortos y sandalias.

—Señor Grey, este es su piloto de remolque, el señor Mark Benson —dice Taylor.

Suelto a Ana para poder estrecharle la mano a Benson, que tiene un brillo salvaje en la mirada.

—Le va a hacer una mañana estupenda para planear, señor Grey —comenta Benson—. El viento es de diez nudos, y del nordeste, lo cual quiere decir que la convergencia a lo largo de la costa debería mantenerlos en el aire un buen rato.

Benson es británico y tiene un apretón de manos firme.

—Suena de maravilla —repongo, y miro a Ana, que ha estado hablando con Taylor—. Anastasia. Ven.

—Hasta luego —le dice a Taylor.

Paso por alto esa familiaridad que tiene con mi personal y se la presento a Benson.

—Señor Benson, esta es mi novia, Anastasia Steele.

—Encantada de conocerlo —dice ella, y Benson le ofrece una enorme sonrisa mientras se estrechan la mano.

—Igualmente —contesta él—. Si hacen el favor de seguirme.

—Usted primero.

Cojo a Ana de la mano mientras echamos a andar detrás de Benson.

—Tengo un Blanik L-23 preparado para volar. Es de la vieja escuela, pero se maneja muy bien.

—Estupendo. Yo aprendí a planear con un Blanik. Un L-13 —le cuento al piloto.

—Con los Blanik nada puede salir mal. Soy un gran fan. —Levanta un pulgar—. Aunque para hacer acrobacias prefiero el L-23.

Asiento; estoy de acuerdo con él.

—Irán enganchados a mi Piper Pawnee —sigue diciendo—. Subiré hasta los mil metros y allí arriba los soltaré. Con eso deberían tener un buen rato de vuelo.

—Espero que sí. La nubosidad parece prometedora.

—Todavía es algo temprano para encontrar muchas corrientes ascendentes, pero nunca se sabe. Dave, mi compañero, se ocupará del ala. Está en el tigre.

—Muy bien. —Creo que «tigre» quiere decir el servicio—. ¿Hace mucho que vuela?

—Desde que entré en la RAF, pero ahora ya hace cinco años que piloto estas avionetas de patín de cola. Estamos en la frecuencia 122.3, que lo sepa.

—Apuntado.

El L-23 parece estar en buena forma, y memorizo su matrícula de la Administración Federal de Aviación: Noviembre. Papá. Tres. Alpha.

—Primero hay que ponerse los paracaídas. —Benson alarga un brazo por el interior de la cabina y saca un paracaídas para Ana.

—Ya lo hago yo —me ofrezco, y le quito la mochila al piloto antes de que tenga ocasión de ponerle las manos encima a Ana.

—Voy a por el lastre —dice Benson con una sonrisa alegre, y se aleja hacia su avioneta.

—Te gusta atarme a cosas —comenta Ana arqueando una ceja.

—Señorita Steele, no tiene usted ni idea. Toma, mete brazos y piernas por las correas.

Le sostengo las correas de las piernas extendidas y ella se inclina y apoya una mano en mi hombro. Me tenso de manera instintiva, esperando ya que la oscuridad despierte y me ahogue, pero no ocurre nada. Qué extraño. Nunca sé cómo voy a reaccionar cuando me toca Ana. Me suelta en cuanto tiene las lazadas alrededor de los muslos, y entonces levanto las correas de los hombros para pasárselas sobre los brazos y ajustar el paracaídas.

Caray, con arnés está preciosa.

Por un instante me pregunto cómo estaría con brazos y piernas extendidos y colgada de los mosquetones del cuarto de juegos, con la boca y el sexo a mi entera disposición. Qué lástima que haya establecido la suspensión como límite infranqueable.

—Hala, ya estás —murmuro intentando ahuyentar esa imagen de mi mente—. ¿Llevas la goma del pelo de ayer?

—¿Quieres que me recoja el pelo? —pregunta.

—Sí.

Hace lo que le digo. Para variar.

—Vamos, adentro.

La sostengo con una mano y ella empieza a subir a la parte trasera.

—No, delante. El piloto va detrás.

—Pero ¿verás algo?

—Veré lo suficiente. —La veré a ella disfrutando, espero.

Monta y yo me inclino en la cabina para atarla a su asiento y fijar el arnés y las correas de sujeción.

—Mmm, dos veces en la misma mañana; soy un hombre con suerte —musito, y le doy un beso.

Ana me sonríe y puedo percibir su expectación.

—No va a durar mucho: veinte, treinta minutos a lo sumo. Las térmicas no son muy buenas a esta hora de la mañana, pero las vistas desde allá arriba son impresionantes. Espero que no estés nerviosa.

—Emocionada —dice sin dejar de sonreír.

—Bien.

Le acaricio la mejilla con el dedo índice y luego me pongo el paracaídas y me subo al asiento del piloto.

Benson regresa con un poco de lastre para Ana y comprueba sus correas.

—Muy bien, todo en orden. ¿Es la primera vez? —le pregunta.

—Sí.

—Te va a encantar.

—Gracias, señor Benson —dice Ana.

—Llámame Mark —añade él. Y la mira embelesado, ¡joder! Lo fulmino con la mirada—. ¿Todo bien? —me pregunta a mí.

—Sí. Vamos —respondo, impaciente por estar en el aire y tenerlo a él lejos de mi chica.

Benson asiente con la cabeza, baja la cubierta de la cabina y se dirige hacia la Piper con tranquilidad. A nuestra derecha veo a Dave, el compañero de Benson, que ha aparecido y sostiene en alto el extremo del ala. Me doy prisa en comprobar el equipo: pedales (oigo el timón moviéndose detrás de mí); palanca de mando, hacia ambos lados (una mirada rápida a las alas y veo que los alerones se mueven); y palanca de mando, adelante y atrás (oigo cómo responde el elevador).

Muy bien. Estamos preparados.

Benson se sube a la Piper, y la única hélice se pone en marcha casi de inmediato con un rugido fuerte y gutural en la silenciosa mañana. Unos instantes después, la avioneta se mueve hacia delante y tira de la soga de remolque hasta que se tensa y empezamos a movernos. Equilibro los alerones y el timón mientras la Piper coge velocidad, luego tiro lentamente hacia atrás de la palanca de mando y nos elevamos antes que Benson.

—¡Allá vamos, nena! —le grito a Ana mientras ganamos altura.

—Tráfico de Brunswick, Delta Victor, dirección dos-siete-cero.

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