Grey

Grey


Viernes, 3 de junio de 2011

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No puedo dormir. Son más de las dos de la madrugada y llevo una hora mirando el techo. Hoy no son las pesadillas nocturnas lo que me mantiene en vela, es la que vivo despierto.

Leila Williams.

El detector de humos del techo me lanza guiños, como si los pequeños destellos de luz verde se burlaran de mí.

¡Mierda!

Cierro los ojos y dejo que mis pensamientos fluyan con total libertad.

¿Por qué querría suicidarse? ¿Qué la ha impulsado a hacerlo? Su profunda infelicidad me trae recuerdos de un yo más joven y desdichado. Intento acallarlos, pero la rabia y la desolación de mis solitarios años de adolescencia afloran de nuevo a la superficie y no tienen intención de marcharse. Me recuerdan mi sufrimiento y cómo arremetía contra todos durante esa época. Contemplé la idea del suicidio muchas veces, pero siempre me echaba atrás. Resistí por Grace, porque sabía que eso la destrozaría. Sabía que si me quitaba la vida se culparía a sí misma, y había hecho tanto por mí… ¿Cómo iba a provocarle tal dolor? Además, cuando conocí a Elena… todo cambió.

Me levanto de la cama y trato de apartar de mi mente estos pensamientos tan perturbadores. Necesito el piano.

Necesito a Ana.

Si ella hubiera firmado el contrato y todo hubiese ido según lo previsto, ahora estaría conmigo, arriba, durmiendo. Podría despertarla y perderme en ella… o, según el nuevo acuerdo, estaría a mi lado, y podría follármela y luego contemplarla mientras duerme.

¿Qué me diría de Leila?

Me siento frente al piano pensando que Ana no conocerá a Leila jamás, y me alegro. Sé lo que opina de Elena. Dios sabe qué opinaría de una ex… De una ex incontrolable.

Eso es justo lo que no me cuadra. Leila era abierta, traviesa y alegre cuando la conocí; una sumisa excelente. Y creía que había sentado la cabeza y que estaba felizmente casada. Por sus correos nunca habría dicho que algo iba mal. ¿Qué ha fallado?

Empiezo a tocar… y mis preocupaciones se desvanecen hasta que solo quedamos la música y yo.

Leila está trabajándose mi polla con la boca.

Su habilidosa boca.

Lleva las manos atadas a la espalda.

Y el pelo recogido en una trenza.

Está de rodillas.

Con la mirada gacha. Recatada. Seductora.

No me mira.

Y de pronto es Ana.

Ana de rodillas, delante de mí. Desnuda. Hermosa.

Con mi polla en la boca.

Pero Ana me mira a los ojos.

Sus abrasadores ojos azules lo ven todo.

A mí. Mi alma.

Ve la oscuridad y el monstruo que se oculta en ella.

Abre los ojos desmesuradamente, aterrada, y desaparece al instante.

¡Mierda! Despierto sobresaltado y con una erección que remite tan pronto recuerdo la expresión dolida que tenía Ana en mi sueño.

Pero ¿qué narices…?

Casi nunca tengo sueños eróticos. ¿Por qué ahora? Miro la hora en el despertador y veo que le he sacado unos minutos de ventaja. La luz de la mañana se abre paso entre los edificios mientras me levanto. Tengo los nervios a flor de piel, seguro que por culpa de ese sueño tan inquietante, así que decido salir a correr un rato para desfogarme un poco. No hay e-mails, ni mensajes, ni se sabe nada nuevo de Leila. El apartamento está en silencio cuando salgo, y no veo a Gail por ninguna parte. Espero que se haya recuperado del mal rato que pasó ayer.

Abro las puertas de cristal del vestíbulo del edificio. Una mañana cálida y soleada me da la bienvenida y me detengo a echar un vistazo a la calle. Miro en los callejones y en los portales junto a los que paso durante mi carrera matutina, incluso detrás de los coches aparcados, por si veo a Leila.

¿Dónde estás, Leila Williams?

Subo el volumen cuando suenan los Foo Fighters mientras mis pasos resuenan sobre la acera.

Olivia me resulta hoy excepcionalmente exasperante. Ha derramado mi café, ha cortado una llamada importante y sigue mirándome con sus grandes ojos castaños de cordera degollada.

—¡Vuelve a ponerme con Ros! —vocifero—. ¡No, mejor, dile que venga!

Cierro la puerta del despacho y regreso a mi escritorio. No es justo que les haga pagar mi mal humor a los empleados.

Welch no tiene nada nuevo, salvo que los padres de Leila creen que su hija sigue en Portland, con su marido. Alguien llama a la puerta.

—Adelante.

Por su bien, espero que no se trate de Olivia. Ros asoma la cabeza.

—¿Querías verme?

—Sí, sí, pasa. ¿En qué punto estamos con Woods?

Ros abandona mi despacho poco antes de las diez. Todo va según lo previsto: Woods ha decidido aceptar el trato y la ayuda para Darfur no tardará en salir por carretera con destino a Munich, donde la cargarán en el avión. Sigo sin tener noticias sobre la oferta que deben enviarnos desde Savannah.

Compruebo la bandeja de entrada y encuentro un e-mail de bienvenida de Ana.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 12:53

Para: Christian Grey

Asunto: Rumbo a casa

 

Querido señor Grey:

Ya estoy de nuevo cómodamente instalada en primera, lo cual le agradezco. Cuento los minutos que me quedan para verle esta noche y quizá torturarle para sonsacarle la verdad sobre mis revelaciones nocturnas.

 

Su Ana x

¿Torturarme? Ay, señorita Steele, me temo que será al revés. Tengo mucho trabajo, así que decido ser breve.

De: Christian Grey

Fecha: 3 de junio de 2011 09:58

Para: Anastasia Steele

Asunto: Rumbo a casa

 

Anastasia, estoy deseando verte.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Sin embargo, Ana no se da por satisfecha.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 13:01

Para: Christian Grey

Asunto: Rumbo a casa

 

Queridísimo señor Grey:

Confío en que todo vaya bien con respecto al «problema». El tono de su correo resulta preocupante.

 

Ana x

Al menos todavía me merezco un beso. ¿No debería de estar ya en el avión?

De: Christian Grey

Fecha: 3 de junio de 2011 10:04

Para: Anastasia Steele

Asunto: Rumbo a casa

 

Anastasia:

El problema podría ir mejor. ¿Has despegado ya? Si lo has hecho, no deberías estar mandándome e-mails. Te estás poniendo en peligro y contraviniendo directamente la norma relativa a tu seguridad personal. Lo de los castigos iba en serio.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

Estoy a punto de llamar a Welch para que me ponga al día cuando oigo de nuevo el tono de mensaje entrante. Ana otra vez.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 13:06

Para: Christian Grey

Asunto: Reacción desmesurada

 

Querido señor Cascarrabias:

Las puertas del avión aún están abiertas. Llevamos retraso, pero solo de diez minutos. Mi bienestar y el de los pasajeros que me rodean está asegurado. Puede guardarse esa mano suelta de momento.

 

Señorita Steele

A duras penas consigo reprimir una sonrisa. Conque señor Cascarrabias, ¿eh? Y se acabaron los besos. ¡Vaya por Dios!

De: Christian Grey

Fecha: 3 de junio de 2011 10:08

Para: Anastasia Steele

Asunto: Disculpas; mano suelta guardada

 

Echo de menos a usted y a su lengua viperina, señorita Steele.

Quiero que lleguéis a casa sanas y salvas.

 

Christian Grey

Presidente de Grey Enterprises Holdings, Inc.

De: Anastasia Steele

Fecha: 3 de junio de 2011 13:10

Para: Christian Grey

Asunto: Disculpas aceptadas

 

Están cerrando las puertas. Ya no vas a oír ni un solo pitido más de mí, y menos con tu sordera.

Hasta luego.

 

Ana x

Ahí está mi beso. Vaya, menudo alivio. Muy a mi pesar, me alejo de la pantalla del ordenador y descuelgo el teléfono para llamar a Welch.

A la una del mediodía declino el ofrecimiento de Andrea de traerme la comida al despacho. Necesito salir de aquí. Las paredes se cierran sobre mí y creo que se debe a que no he tenido más noticias de Leila.

Me preocupa. Mierda, vino a verme. Había decidido utilizar mi casa de escenario para su numerito. ¿Cómo no voy a tomármelo como algo personal? ¿Por qué no llamó o me envió un correo? Si estaba en apuros, podría haberla ayudado. Le habría ayudado; no habría sido la primera vez.

Necesito airearme. Paso decidido por delante de Olivia y de Andrea, que parecen atareadas, aunque me percato de la expresión desconcertada de esta última cuando me meto en el ascensor.

Fuera me espera una tarde soleada y bulliciosa. Respiro hondo y percibo el olor salobre y relajante del Sound. ¿Y si me tomo el resto del día libre? No, no puedo, tengo una reunión con el alcalde. Qué fastidio… ¡Si lo veré mañana en la gala de la Cámara de Comercio!

¡La gala!

De pronto tengo una idea y me dirijo a una pequeña tienda que conozco, con la renovada sensación de tener un objetivo.

Tras la reunión en el despacho del alcalde, regreso al Escala recorriendo a pie la decena de manzanas que me separan de casa. Taylor ha ido a recoger a Ana al aeropuerto, y Gail está en la cocina cuando entro en el salón.

—Buenas tardes, señor Grey.

—Hola, Gail. ¿Qué tal te ha ido el día?

—Bien, gracias, señor.

—¿Te encuentras mejor?

—Sí, señor. Han llegado los vestidos de la señorita Steele. Los he sacado y los he colgado en el armario de su habitación.

—Perfecto. ¿Se sabe algo de Leila?

Una pregunta tonta, ya que Gail me habría llamado.

—No, señor. También ha llegado esto.

Me tiende una bolsita roja.

—Bien.

Cojo la bolsa pasando por alto el brillo animado que se atisba en su mirada.

—¿Cuántos serán esta noche para cenar?

—Dos, gracias. Y, Gail…

—¿Señor?

—¿Podrías poner las sábanas de satén en el cuarto de juegos?

Cuento con conseguir que Ana lo visite en algún momento a lo largo del fin de semana.

—Sí, señor Grey —contesta con voz un tanto sorprendida, y regresa a lo que estuviera haciendo antes en la cocina, aunque su reacción me ha dejado un poco desconcertado.

Tal vez Gail no lo apruebe, pero es lo que quiero de Ana.

Una vez en mi estudio, saco el estuche de Cartier que contiene la bolsa, un regalo para Ana que le entregaré mañana, a tiempo para la gala. Se trata de unos pendientes; sencillos, elegantes, preciosos. Como ella. Sonrío al pensar que, incluso con sus Converse y sus vaqueros, Ana posee cierto encanto seductor.

Espero que acepte el regalo. Si fuera mi sumisa, no le quedaría otro remedio, pero con nuestro acuerdo alternativo no sé cómo reaccionará. Ocurra lo que ocurra, será interesante. Siempre consigue sorprenderme. Voy a dejar el estuche en el cajón del escritorio cuando me distrae el tono de mensaje entrante del ordenador. Los últimos diseños de la tableta de Barney aparecen en mi bandeja de entrada y estoy impaciente por verlos.

Cinco minutos después, recibo una llamada de Welch.

—Señor Grey —lo oigo resollar.

—Sí. ¿Qué hay de nuevo?

—He hablado con Russell Reed, el marido de la señora Reed.

—¿Y?

El desasosiego me invade al instante. Salgo del estudio con paso airado y cruzo el salón en dirección al ventanal.

—Según él, su mujer ha ido a visitar a sus padres —me informa Welch.

—¿Qué?

—Eso digo yo. —Welch parece tan cabreado como yo.

Ver Seattle a mis pies y saber que la señora Reed, también conocida como Leila Williams, está ahí fuera, en alguna parte, aumenta mi irritación. Me paso la mano por el pelo.

—Tal vez es lo que le ha dicho ella.

—Tal vez —coincide conmigo—, pero hasta ahora no hemos encontrado nada.

—¿Ni rastro?

No puedo creerme que haya desaparecido sin más.

—Nada, pero si utiliza un cajero, cobra un cheque o se conecta a cualquiera de sus cuentas en internet, la encontraremos.

—Vale.

—Nos gustaría repasar las grabaciones que hayan podido registrar las cámaras de los alrededores del hospital. ¿Le parece bien?

—Sí.

De pronto se me eriza el vello… y no tiene que ver con la llamada. No sé por qué, pero tengo la sensación de que me observan, y al volverme veo a Ana en el umbral de la habitación, mirándome fijamente con el ceño y los labios fruncidos. Lleva puesta una falda muy, muy corta; toda ella es ojos y piernas… sobre todo piernas. Unas piernas que ya imagino alrededor de mi cintura.

El deseo, vivo y carnal, me enciende la sangre y me descubro incapaz de apartar la mirada.

—Nos pondremos a ello de inmediato —dice Welch.

Me despido de él con los ojos fijos en Ana y voy derecho hacia ella mientras me quito la americana y la corbata, que arrojo al sofá.

Ana.

La envuelvo en mis brazos y le tiro de la coleta para llevar sus ávidos labios a los míos. Sabe a gloria, a hogar, a otoño y a Ana. Esa fragancia me invade mientras tomo todo lo que me ofrece su boca cálida y dulce. Siento que mis músculos se tensan, espoleados por la expectación y el deseo, cuando nuestras lenguas se entrelazan. Anhelo perderme en Ana, olvidar el final de mierda que ha tenido la semana, olvidarlo todo salvo a ella.

La beso con pasión febril al tiempo que le arranco la goma de la coleta de un tirón y ella entierra los dedos en mi pelo. De pronto, me siento tan abrumado por la desesperación con que la ansío que me aparto y me quedo mirando un rostro aturdido por el deseo.

Yo también me siento así. ¿Qué me está haciendo?

—¿Qué pasa? —susurra.

La respuesta resuena en mi cabeza con absoluta claridad.

Te he echado de menos.

—Me alegro mucho de que hayas vuelto. Dúchate conmigo. Ahora.

—Sí —contesta con voz ronca.

La cojo de la mano y nos dirigimos a mi cuarto de baño, donde abro el grifo de la ducha y luego me vuelvo hacia ella. Es preciosa, y los ojos le brillan de excitación mientras me observa. Recorro su cuerpo con la mirada y me detengo en las piernas, desnudas. Nunca la había visto con una falda tan corta, enseñando tanta piel, y no sé si me parece bien. Ella es solo para mis ojos.

—Me gusta tu falda. Es muy corta. —Demasiado corta—. Tienes unas piernas preciosas.

Me quito los zapatos y los calcetines y, sin apartar la vista, ella también se libra de su calzado.

Que le den a la ducha, la quiero ahora.

Avanzo hacia Ana, le sujeto la cabeza y retrocedemos juntos hasta que la tengo contra la pared de azulejos. Abre la boca en busca de aire. Deslizo las manos hasta su cara, hundo los dedos en su pelo y la beso; en los pómulos, en el cuello, en los labios… Ella es ambrosía y yo soy insaciable. Se le corta la respiración y se aferra a mis brazos, pero la oscuridad que habita en mi interior no protesta ante el contacto. Solo existe Ana, en toda su belleza e inocencia, devolviéndome el beso con un fervor que compite con el mío.

El deseo me quema en las venas y la erección empieza a ser dolorosa.

—Quiero hacértelo ya. Aquí, rápido, duro —murmuro metiendo la mano por debajo de la falda mientras le recorro con urgencia un muslo desnudo—. ¿Aún estás con la regla?

—No.

—Bien.

Le subo la falda por encima de las caderas, encajo los pulgares en sus bragas de algodón y me dejo caer de rodillas al tiempo que se las arranco y se las deslizo por las piernas.

Jadea cuando le agarro las caderas y beso la dulce unión que oculta el vello púbico. Desplazo las manos por detrás de sus muslos, le separo las piernas y su clítoris queda expuesto a mi lengua. Cuando inicio el asalto sensual, Ana entierra los dedos en mi pelo. Mi lengua la atormenta, y ella gime y echa la cabeza hacia atrás, contra la pared.

Huele de maravilla. Y sabe mejor.

Gime y empuja las caderas hacia mi lengua invasora e implacable, hasta que noto que empiezan a temblarle las piernas.

Es suficiente. Quiero correrme en su interior.

Otra vez piel contra piel, como en Savannah. La suelto, me levanto, le cojo la cara y apreso el gesto sorprendido y frustrado de sus labios con los míos, besándola con violencia. Me bajo la cremallera y la alzo asiéndola por las nalgas.

—Enrosca las piernas en mi cintura, nena —ordeno con voz ronca y apremiante.

Y en cuanto obedece, la embisto y la penetro.

Es mía. Es una delicia.

Gime aferrada a mí mientras me muevo, despacio al principio, aunque aumento el ritmo a medida que mi cuerpo toma el control y me empuja hacia delante, me empuja a embestirla más hondo, más deprisa, más fuerte, con el rostro enterrado en su cuello. Gime y siento que ella se acelera y que me pierdo en ella, en nosotros, cuando alcanza el clímax con un grito liberador. La sensación de las contracciones de su sexo sobre mi miembro me arrastra al límite y me corro con una última, dura y honda embestida mientras pronuncio algo parecido a su nombre con un gruñido confuso.

La beso en el cuello sin intención de salir de ella, esperando a que se recupere. El grifo de la ducha sigue abierto y nos envuelve una nube de vapor; la camisa y los pantalones se me pegan al cuerpo, pero no me importa. La respiración de Ana ya no es tan agitada y siento que su cuerpo cobra peso en mis brazos a medida que se relaja. Todavía conserva una expresión extasiada y aturdida cuando salgo de ella, así que la sujeto con fuerza hasta que estoy seguro de que se tiene en pie. Sus labios se curvan en una sonrisa cautivadora.

—Parece que te alegra verme —dice.

—Sí, señorita Steele, creo que mi alegría es más que evidente. Ven, deja que te lleve a la ducha.

Me desvisto rápidamente y, ya desnudo, empiezo a desabrocharle los botones de la blusa. Su mirada se traslada de mis dedos a mi cara.

—¿Qué tal tu viaje? —pregunto.

—Bien, gracias —contesta con la voz un poco ronca—. Gracias otra vez por los billetes de primera. Es una forma mucho más agradable de viajar. —Respira hondo, como si cogiera fuerzas—. Tengo algo que contarte —dice.

—¿En serio?

¿Y ahora qué? Le quito la blusa y la dejo sobre mi ropa.

—Tengo trabajo.

Parece incómoda. ¿Por qué? ¿Creía que iba a enfadarme? ¿Cómo no va a encontrar trabajo? Me siento henchido de orgullo.

—Enhorabuena, señorita Steele. ¿Me vas a decir ahora dónde? —pregunto con una sonrisa.

—¿No lo sabes?

—¿Por qué iba a saberlo?

—Dada tu tendencia al acoso, pensé que igual…

Se interrumpe y me observa con atención.

—Anastasia, jamás se me ocurriría interferir en tu carrera profesional, salvo que me lo pidieras, claro.

—Entonces, ¿no tienes ni idea de qué editorial es?

—No. Sé que hay cuatro editoriales en Seattle, así que imagino que es una de ellas.

—SIP —anuncia.

—Ah, la más pequeña, bien. Bien hecho.

Es la editorial que, según Ros, se encuentra en el momento idóneo para ser objeto de una absorción. Será fácil.

La beso en la frente.

—Chica lista. ¿Cuándo empiezas?

—El lunes.

—Qué pronto, ¿no? Más vale que disfrute de ti mientras pueda. Date la vuelta.

Obedece de inmediato. Le quito el sujetador y la falda y luego le agarro el trasero y le beso el hombro. Me pego a ella y entierro la nariz en su pelo. Su fragancia invade mis sentidos, relajante, familiar e inconfundible. Definitivamente lo tiene todo.

—Me embriaga, señorita Steele, y me calma. Una mezcla interesante.

Agradecido por su presencia, le beso el pelo y luego la cojo de la mano y la llevo a la ducha.

—Ay —se queja cerrando los ojos y encogiéndose bajo el chorro humeante.

—No es más que un poco de agua caliente.

Sonrío. Alza la barbilla mientras abre un ojo y poco a poco se rinde al calor.

—Date la vuelta —ordeno—. Quiero lavarte.

Obedece y me echo un chorro de gel en la mano, froto para hacer un poco de espuma y empiezo a masajearle los hombros.

—Tengo algo más que contarte —anuncia al tiempo que se le tensan los hombros.

—¿Ah, sí? —pregunto sin perder el tono afable.

¿Por qué está tensa? Deslizo las manos sobre sus hombros y luego bajo hasta sus magníficos pechos.

—La exposición fotográfica de mi amigo José se inaugura el jueves en Portland.

—Sí, ¿y qué pasa?

¿Otra vez el fotógrafo?

—Le dije que iría. ¿Quieres venir conmigo?

Lo dice de corrido, como si las palabras le quemaran en la boca.

¿Una invitación? Me ha dejado descolocado. Solo recibo invitaciones de mi familia, del trabajo y de Elena.

—¿A qué hora?

—La inauguración es a las siete y media.

Esto contará como «más», eso seguro. Le beso la oreja y le susurro al oído:

—Vale.

Relaja los hombros y se echa hacia atrás hasta apoyarse en mí. Parece aliviada, y no sé si debo alegrarme o enfadarme. ¿De verdad soy tan inaccesible?

—¿Estabas nerviosa porque tenías que preguntármelo?

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Anastasia, se te acaba de relajar el cuerpo entero.

Intento ocultar mi irritación.

—Bueno, parece que eres… un pelín celoso.

Sí, soy celoso. Imaginar a Ana con otro me resulta… perturbador. Muy perturbador.

—Lo soy, sí. Y harás bien en recordarlo. Pero gracias por preguntar. Iremos en el

Charlie Tango.

Me dirige una sonrisa breve pero amplia mientras mis manos recorren su cuerpo, el cuerpo que me ha entregado a mí única y exclusivamente.

—¿Te puedo lavar yo a ti? —pregunta tratando de desviar mi atención.

—Me parece que no.

La beso en el cuello mientras le aclaro la espalda.

—¿Me dejarás tocarte algún día?

Su voz está teñida de delicada súplica, pero no detiene la oscuridad que de pronto se revuelve en mi interior, surgida de ninguna parte, y que me atenaza la garganta.

No.

Deseo que desaparezca, así que agarro el culo de Ana, magnífico y glorioso, y me centro en él. Mi cuerpo responde a un nivel primario, en guerra con la oscuridad. Necesito a Ana. La necesito para ahuyentar mis miedos.

—Apoya las manos en la pared, Anastasia. Voy a penetrarte otra vez —susurro y, tras un breve gesto de sorpresa, coloca las manos contra las baldosas de la pared. La sujeto por las caderas y la atraigo hacia mí—. Agárrate fuerte, Anastasia —le aviso mientras el agua le cae por la espalda.

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