Grey

Grey


Viernes, 3 de junio de 2011

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Agacha la cabeza y se prepara mientras mis manos se pasean por su vello púbico. Se retuerce y su trasero roza mi erección.

¡Joder! Y sin más, mis miedos residuales se desvanecen.

—¿Es esto lo que quieres? —pregunto, al tiempo que mis dedos juguetean con su sexo. En respuesta, ella restriega el culo contra mi miembro erecto arrancándome una sonrisa—. Dilo —la apremio con voz atenazada por el deseo.

—Sí.

Su consentimiento se abre paso a través de la cortina de agua y mantiene la oscuridad a raya.

Oh, nena.

Todavía está húmeda de antes, de mí, de ella; ya no lo sé. Ahora mismo nada importa, y doy las gracias mentalmente a la doctora Greene: se acabaron los condones. La penetro con suavidad y, poco a poco, sin prisa, vuelvo a hacerla mía.

La envuelvo en un albornoz y le doy un beso largo y profundo.

—Sécate el pelo —le ordeno tendiéndole un secador que no uso nunca—. ¿Tienes hambre?

—Estoy famélica —admite, y no sé si lo dice de verdad o solo por complacerme. Aunque me complace.

—Genial, yo también. Iré a ver cómo va la señora Jones con la cena. Tienes diez minutos. No te vistas.

Vuelvo a besarla y me dirijo descalzo a la cocina.

Gail está lavando algo en el fregadero, pero levanta la vista cuando echo un vistazo por encima de su hombro.

—Almejas, señor Grey —dice.

Delicioso. Pasta

alle vongole, uno de mis platos preferidos.

—¿Diez minutos? —pregunto.

—Doce —contesta.

—Estupendo.

Me mira de manera peculiar cuando me dirijo al estudio. Me da igual. Ya me ha visto antes con bastante menos que un albornoz… ¿qué problema tiene?

Consulto el programa de correo y el teléfono para ver si hay alguna noticia de Leila. Nada, aunque… desde que Ana está aquí ya no siento la desesperación de antes.

Ana entra en la cocina al mismo tiempo que yo, sin duda atraída por el delicioso olor de la cena, y se cierra el cuello del albornoz al ver a la señora Jones.

—Justo a tiempo —dice Gail, y nos sirve lo que ha preparado en dos cuencos enormes que hay junto a los cubiertos dispuestos sobre la barra.

—Siéntate.

Le indico uno de los taburetes. Ana mira a la señora Jones con inquietud, y luego a mí.

Está cohibida.

Nena, tengo servicio. Acostúmbrate de una vez.

—¿Vino? —le ofrezco para distraerla.

—Gracias —contesta con voz contenida mientras se acomoda en el taburete.

Abro una botella de Sancerre y lleno dos copas pequeñas.

—Hay queso en la nevera si le apetece, señor —dice Gail.

Se lo agradezco con un gesto de cabeza y se va, para gran alivio de Ana. Tomo asiento.

—Salud.

Levanto mi bebida.

—Salud —contesta Ana, y las copas de cristal tintinean cuando brindamos.

Prueba un bocado y expresa su aprobación con un murmullo de satisfacción. Tal vez era cierto que estaba hambrienta.

—¿Vas a contármelo? —pregunta.

—¿Contarte el qué?

La señora Jones se ha superado; la pasta está deliciosa.

—Lo que dije en sueños.

Niego con la cabeza.

—Come. Sabes que me gusta verte comer.

Finge un mohín exasperado.

—Serás pervertido… —exclama en un susurro.

Oh, nena, no lo sabes tú bien. De pronto me asalta una idea: ¿y si esta noche probamos algo nuevo en el cuarto de juegos? Algo divertido.

—Háblame de ese amigo tuyo —pido.

—¿Mi amigo?

—El fotógrafo —especifico sin perder el tono distendido.

Aun así, me mira y frunce el ceño brevemente.

—Bueno, nos conocimos el primer día de universidad. Ha estudiado ingeniería, pero su pasión es la fotografía.

—¿Y?

—Eso es todo.

Sus evasivas me irritan.

—¿Nada más?

Se retira el pelo hacia atrás.

—Nos hemos hecho buenos amigos. Resulta que el padre de José y el mío sirvieron juntos en el ejército antes de que yo naciera. Han retomado la amistad y ahora son inseparables.

Ah.

—¿Su padre y el tuyo?

—Sí.

Vuelve a enrollar la pasta en el tenedor.

—Ya veo.

—Esto está delicioso.

Me sonríe satisfecha. El albornoz se le abre un poco y atisbo sus pechos turgentes. La imagen agita mi entrepierna.

—¿Cómo estás? —pregunto.

—Bien —contesta.

—¿Quieres más?

—¿Más?

—¿Más vino?

¿Más sexo? ¿En el cuarto de juegos?

—Un poquito, por favor.

Le sirvo más Sancerre, con mesura. Si vamos a jugar, es mejor que ninguno de los dos beba demasiado.

—¿Cómo va el «problema» que te trajo a Seattle?

Leila. Mierda. No quiero hablar de ella.

—Descontrolado. Pero tú no te preocupes por eso, Anastasia. Tengo planes para ti esta noche.

Quiero saber si cabe la posibilidad de que ambos salgamos beneficiados con esta especie de acuerdo al que hemos llegado.

—¿Ah, sí?

—Sí. Te quiero en el cuarto de juegos dentro de quince minutos. —Me levanto y la observo con atención para ver cómo reacciona. Le da un rápido sorbo a su copa y se le dilatan las pupilas—. Puedes prepararte en tu habitación. Por cierto, el vestidor ahora está lleno de ropa para ti. No admito discusión al respecto.

Sus labios forman un gesto de asombro y la miro con severidad retándola a contradecirme. Pero para mi sorpresa no protesta, así que me dirijo al estudio con intención de enviarle un e-mail rápido a Ros para decirle que quiero iniciar el proceso de compra de SIP lo antes posible.

Echo un vistazo por encima a un par de correos de trabajo, pero no veo nada en la bandeja de entrada relacionado con la señora Reed. Aparto a Leila de mi pensamiento; llevo las últimas veinticuatro horas pendiente de ella. Esta noche quiero centrarme en Ana… y pasarlo bien.

Cuando vuelvo a la cocina, Ana ha desaparecido. Supongo que ha subido a prepararse.

Me quito el albornoz junto al armario del dormitorio y me pongo mis vaqueros preferidos. Mientras me cambio, acuden a mi mente imágenes de Ana en el cuarto de baño: su culo perfecto y las manos apoyadas en la pared de azulejos mientras me la tiraba.

Qué aguante tiene…

Veamos cuánto.

Con cierta sensación de euforia, cojo el iPod del salón y subo corriendo al cuarto de juegos.

Al encontrarme a Ana arrodillada junto a la entrada como se supone que debe estar, vuelta hacia la habitación (con la mirada en el suelo, las piernas separadas y vestida únicamente con las braguitas), lo primero que me invade es un gran alivio.

Sigue aquí, y está dispuesta a probar.

Lo segundo, un gran orgullo: ha seguido mis instrucciones al pie de la letra. Me cuesta ocultar una sonrisa.

A la señorita Steele no le asustan los retos.

Cierro la puerta detrás de mí y veo que ha dejado el albornoz en el colgador. Paso descalzo junto a ella y dejo el iPod en la cómoda. He decidido que voy a privarla de todos los sentidos menos el del tacto, a ver qué le parece. Las sábanas de satén están puestas en la cama.

Y los grilletes con muñequeras de cuero también esperan en su sitio.

Saco una goma de pelo de la cómoda, una venda para los ojos, un guante de piel, unos auriculares y el práctico transmisor que Barney diseñó para mi iPod. Lo dispongo todo en una fila perfecta y conecto el transmisor en la parte superior del iPod mientras Ana espera. Crear expectativas es fundamental en la elaboración de una escena. En cuanto me doy por satisfecho, me acerco y me coloco delante de ella. Ana mantiene la cabeza gacha, su melena despide suaves destellos bajo la luz ambiental. Tiene un aspecto recatado y está bellísima: es la personificación de una sumisa.

—Estás preciosa. —Le cojo la cara entre las manos y le levanto la cabeza hasta que unos ojos azules se encuentran con unos grises—. Eres una mujer hermosa, Anastasia. Y eres toda mía —susurro—. Levántate.

Parece un poco entumecida mientras se pone de pie.

—Mírame —ordeno, y cuando la miro a los ojos sé que podría ahogarme en su expresión seria y concentrada. Tengo toda su atención—. No hemos firmado el contrato, Anastasia, pero ya hemos hablado de los límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿vale?

Parpadea un par de veces, pero guarda silencio.

—¿Cuáles son? —pregunto en tono exigente.

Vacila.

Esto no va a funcionar.

—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia?

—Amarillo.

—¿Y?

—Rojo.

—No lo olvides.

Arquea una ceja con evidente aire burlón y está a punto de decir algo.

Ah, no. En mi cuarto de juegos, ni hablar.

—Cuidado con esa boquita, señorita Steele, si no quieres que te folle de rodillas. ¿Entendido?

Por excitante que me resulte la idea, lo que deseo en estos momentos es su obediencia.

Se traga el orgullo.

—¿Y bien?

—Sí, señor —se apresura a contestar.

—Buena chica. No es que vayas a necesitar las palabras de seguridad porque te vaya a doler, sino que lo que voy a hacerte va a ser intenso, muy intenso, y necesito que me guíes. ¿Entendido?

Su expresión impasible no delata ninguna emoción.

—Vas a necesitar el tacto, Anastasia. No vas a poder verme ni oírme, pero podrás sentirme.

Sin prestar atención a su gesto confuso, enciendo el reproductor de audio que hay encima de la cómoda y lo cambio a modo auxiliar.

Solo tengo que escoger una canción, y de pronto recuerdo la conversación que mantuvimos en el coche después de que durmiera en la suite del Heathman donde yo me alojaba. Veamos si le gusta la música coral de la época de los Tudor.

—Te voy a atar a esa cama, Anastasia, pero primero te voy a vendar los ojos y… —le enseño el iPod— no vas a poder oírme. Lo único que vas a oír es la música que te voy a poner.

Creo detectar cierta sorpresa en su expresión, pero no estoy seguro.

—Ven. —La conduzco hasta la cama—. Ponte aquí de pie. —Me inclino hacia ella, inspiro su dulce fragancia y le susurro al oído—: Espera aquí. No apartes la vista de la cama. Imagínate ahí tumbada, atada y completamente a mi merced.

Respira hondo, como si le faltara el aire.

Sí, nena, imagínatelo. Resisto la tentación de besarla con suavidad en el hombro. Primero tengo que trenzarle el pelo y luego ir a buscar un látigo. Recupero la goma de pelo que hay sobre la cómoda, cojo del colgador mi látigo de tiras preferido y lo meto en el bolsillo trasero de los vaqueros.

Cuando vuelvo junto a ella, le recojo el pelo con delicadeza y le hago una trenza.

—Aunque me gustan tus trencitas, Anastasia, estoy impaciente por tenerte, así que tendrá que valer con una.

Sujeto el extremo con la goma y tiro de la trenza para obligarla a retroceder hasta que topa conmigo. Me la enrollo en la muñeca y vuelvo a tirar, esta vez hacia un lado, obligando a Ana a torcer la cabeza y a dejar su cuello expuesto, que recorro lamiendo y mordisqueando con delicadeza mientras la acaricio con la nariz desde el lóbulo de la oreja hasta el hombro.

Mmm… Qué bien huele.

Ana se estremece y gime.

—Calla —le advierto.

Saco el látigo de tiras del bolsillo trasero, le rozo los brazos al extender los míos por delante de ella y se lo muestro.

Se queda sin respiración y veo que contrae los dedos.

—Tócalo —susurro, consciente de que está deseándolo.

Alza la mano, se detiene y finalmente recorre las suaves tiras de ante con los dedos. Me excita.

—Lo voy a usar. No te va a doler, pero hará que te corra la sangre por la superficie de la piel y te la sensibilice. ¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia?

—Eh… «amarillo» y «rojo», señor —murmura, hipnotizada por el látigo.

—Buena chica. Casi todo tu miedo está solo en tu mente. —Dejo el látigo sobre la cama, deslizo los dedos por sus costados hasta las turgentes caderas y los introduzco en sus braguitas—. No las vas a necesitar.

Se las bajo por las piernas y me arrodillo detrás de ella. Ana se agarra al poste de la cama para acabar de sacárselas con torpeza.

—Estate quieta —ordeno, y le beso el trasero dándole mordisquitos en las nalgas—. Túmbate. Boca arriba. —Le propino un pequeño azote al que responde con un respingo, sobresaltada, y se apresura a subir a la cama. Se tumba de espaldas, vuelta hacia mí, mirándome con unos ojos que brillan de excitación… y con una ligera inquietud, creo—. Las manos por encima de la cabeza.

Hace lo que le pido. Recojo los auriculares, la venda, el iPod y el mando a distancia que había dejado encima de la cómoda. Me siento en la cama, a su lado, y le muestro el iPod y el transmisor. Sus ojos van rápidamente de mi cara a los aparatos y luego regresan a mí.

—Esto transmite al equipo del cuarto lo que se reproduce en el iPod. Yo voy a oír lo mismo que tú, y tengo un mando a distancia para controlarlo.

En cuanto lo ha visto todo, le pongo los auriculares en los oídos y dejo el iPod sobre la almohada.

—Levanta la cabeza.

Obedece y le ajusto la venda elástica en los ojos. Me levanto y le cojo una mano para colocarle el grillete con la muñequera de cuero que hay situado en una de las esquinas de la cama. Recorro su brazo estirado con los dedos, sin prisa, y ella se retuerce en respuesta. Su cabeza sigue el ruido de mis pasos cuando rodeo la cama, despacio. Repito el proceso con la otra mano y le pongo el grillete.

La respiración de Ana cambia; se vuelve irregular y acelerada. Un ligero y lento rubor le recorre el pecho mientras se contonea y alza las caderas, expectante.

Bien.

Me dirijo al pie de la cama y la cojo por los tobillos.

—Levanta la cabeza otra vez —ordeno.

Obedece al instante y tiro de ella hacia abajo hasta que tiene los brazos extendidos del todo.

Deja escapar un leve gemido y levanta las caderas de nuevo.

Le aseguro los grilletes de los tobillos a sendas esquinas de la cama hasta que queda abierta de piernas y brazos ante mí, y retrocedo un paso para admirar el espectáculo.

Joder.

¿Cuándo ha estado tan fabulosa?

Se encuentra completa y voluntariamente a mi merced. La idea me resulta embriagadora y me demoro unos instantes, maravillado por su valor y su generosidad.

Me aparto a regañadientes de esa visión cautivadora y cojo el guante de piel que he dejado sobre la cómoda. Antes de ponérmelo, aprieto el botón de inicio del mando a distancia. Se oye un breve silbido y acto seguido da comienzo el motete a cuarenta voces, y la voz angelical del intérprete envuelve el cuarto de juegos y a la deliciosa señorita Steele.

Ella permanece quieta, atenta a la música.

Rodeo la cama y la contemplo embelesado.

Alargo la mano y le acaricio el cuello con el guante. Se queda sin respiración y tira de los grilletes, pero no grita ni me pide que pare. Despacio, recorro con la mano enguantada su cuello, los hombros, los pechos, disfrutando de sus movimientos contenidos. Trazo círculos alrededor de sus pechos, le tiro de los pezones con suavidad y su gemido de placer me anima a continuar la expedición. Exploro su cuerpo a un ritmo lento y pausado: el vientre, las caderas, el vértice que forman sus muslos y cada una de las piernas. El canto va

in crescendo al tiempo que se unen más voces al coro en un contrapunto perfecto al movimiento de mi mano. Observo su boca para saber qué le parece: unas veces la abre en un grito mudo de placer y otras se muerde el labio. Cuando acaricio su sexo, aprieta las nalgas y levanta el cuerpo al encuentro de mi mano.

Aunque prefiero que se quede quieta, ese movimiento me gusta.

La señorita Steele se lo está pasando bien. Es insaciable.

Vuelvo a acariciarle los pechos, y los pezones se endurecen con el roce del guante.

Sí.

Ahora que tiene el cuerpo sensibilizado, me quito el guante y cojo el látigo de tiras. Paso las cuentas de los extremos sobre su piel con suma delicadeza siguiendo el mismo recorrido que el guante: los hombros, los pechos, el vientre, a través del vello púbico y a lo largo de las piernas. Más cantantes unen sus voces al motete cuando levanto el mango del látigo y descargo las tiras sobre su vientre. Ana lanza un grito; creo que debido a la sorpresa, pero no pronuncia la palabra de seguridad. Le concedo un instante para que asimile la sensación y vuelvo a azotarla, esta vez más fuerte.

Tira de los grilletes y suelta de nuevo un gruñido confuso… pero no es la palabra de seguridad. Descargo el látigo sobre sus pechos y echa la cabeza hacia atrás ahogando un grito que la mandíbula relajada es incapaz de formar mientras se retuerce sobre el satén rojo.

Sigue sin pronunciar la palabra de seguridad. Ana está aceptando su lado oscuro.

Me siento transportado por el placer mientras sigo azotándole todo el cuerpo, viendo cómo su piel enrojece levemente bajo el aguijonazo de las tiras. Me detengo al mismo tiempo que el coro.

Dios mío. Está deslumbrante.

Reanudo la lluvia de azotes al tiempo que la música va

in crescendo y todas las voces se unen en un mismo canto. Descargo el látigo, una y otra vez, y ella se retuerce bajo cada impacto.

Cuando la última nota resuena en la habitación, me detengo y dejo caer el látigo de tiras al suelo. Me falta el aliento, jadeo, abrumado por el deseo y la urgencia.

Joder.

Yace sobre las sábanas, indefensa, con toda su piel rosada, y jadea como yo.

Oh, nena.

Me subo a la cama, me coloco entre sus piernas e inclino el cuerpo hacia delante hasta cernerme sobre ella. Cuando la música se reanuda y una sola voz entona una dulce nota seráfica, trazo el mismo recorrido que el guante y el látigo de tiras, aunque esta vez con la boca, y beso, succiono y venero hasta su último centímetro de piel. Me demoro en los pezones hasta que brillan de saliva, duros como piedras. Ana se retuerce tanto como le permiten las ataduras y gime debajo de mí. Desciendo por su vientre con la lengua y rodeo el ombligo. Lamiéndola. Saboreándola. Adorándola. Sigo mi camino y me abro paso entre el vello púbico hasta su dulce clítoris expuesto, que suplica el encuentro con mi lengua. Trazo círculos y más círculos, embebiéndome de su fragancia, embebiéndome de su respuesta, hasta que noto que empieza a estremecerse.

Oh, no. Todavía no, Ana. Todavía no.

Me detengo y ella resopla, contrariada.

Me arrodillo entre sus muslos y me abro la bragueta para liberar mi miembro erecto. Luego alargo el cuerpo hacia una esquina y, con delicadeza, le quito el grillete que le sujeta una de las piernas, con la que me rodea en una larga caricia mientras le libero el otro tobillo. Tan pronto está desatada, le masajeo las piernas para despertar los músculos, desde las pantorrillas a los muslos. Se contonea debajo de mí, alzando las caderas al ritmo del motete de Tallis mientras mis dedos ascienden por la cara interna de sus muslos, que están húmedos a causa de su excitación.

Ahogo un gruñido, la agarro por las caderas para levantarla de la cama y la penetro en un solo y brusco movimiento.

Joder.

Está resbaladiza, caliente, húmeda, y su cuerpo palpita alrededor de mi miembro, al límite.

No. Muy pronto. Demasiado pronto.

Me detengo, me quedo inmóvil encima de ella, en su interior, mientras el sudor perla mi frente.

—¡Por favor! —grita, y la sujeto con más fuerza tratando de dominar el deseo que me empuja a moverme y a perderme en ella.

Cierro los ojos para no verla tumbada debajo de mí en toda su gloria y me concentro en la música. Tan pronto he recuperado el control, reanudo mis movimientos, despacio. Acelero el ritmo, poco a poco, a medida que aumenta la intensidad de la pieza coral, en armonía perfecta con la fuerza y el compás de la música, disfrutando de hasta el último centímetro de presión que su sexo ejerce sobre mi miembro.

Cierra las manos en un puño y lanza un gemido echando la cabeza hacia atrás.

Sí.

—Por favor —suplica entre dientes.

Lo sé, nena.

Vuelvo a dejarla en la cama y me inclino sobre ella con los codos apoyados en el colchón, y sigo el ritmo, embistiéndola y perdiéndome en su cuerpo y en la música.

Dulce y valiente Ana.

El sudor me recorre la espalda.

Vamos, nena.

Por favor.

Y por fin, con un grito liberador, explota en un orgasmo que me arrastra a un clímax intenso y extenuante con el que pierdo toda noción de mí mismo. Me desplomo sobre ella mientras mi mundo se transforma y se realinea y me abandona a merced de esa emoción desconocida que me consume y se revuelve en mi pecho.

Sacudo la cabeza tratando de ahuyentar ese sentimiento siniestro y confuso. Alargo la mano para coger el mando a distancia y apago la música.

Se acabó Tallis.

Es evidente que la música ha contribuido a lo que prácticamente ha sido una experiencia religiosa. Frunzo el ceño intentando controlar mis emociones, aunque no lo consigo. Salgo de Ana y estiro el cuerpo para soltarle los grilletes.

Ella suspira y flexiona los dedos mientras le quito la venda de los ojos y los auriculares con delicadeza.

Unos ojos enormes y azules me miran tras un par de parpadeos.

—Hola —murmuro.

—Hola —contesta, tímida y de buen humor.

Una respuesta cálida que me empuja a inclinarme sobre ella y a besarla suavemente en los labios.

—Lo has hecho muy bien —aseguro, lleno de orgullo.

Y es cierto. Ha aguantado. Lo ha aguantado todo.

—Date la vuelta.

Me mira de hito en hito.

—Solo te voy a dar un masaje en los hombros.

—Ah, vale.

Se da la vuelta y se desploma en la cama, con los ojos cerrados. Me siento a horcajadas sobre ella y le masajeo los hombros.

Un gemido de placer resuena en su garganta.

—¿Qué música era esa? —pregunta.

—Es el motete a cuarenta voces de Thomas Tallis, titulado Spem in alium.

—Ha sido… impresionante.

—Siempre he querido follar al ritmo de esa pieza.

—¿No me digas que también ha sido la primera vez?

Sonrío, complacido.

—En efecto, señorita Steele.

—Bueno, también es la primera vez que yo follo con esa música —dice con un tono de voz que delata su cansancio.

—Tú y yo nos estamos estrenando juntos en muchas cosas.

—¿Qué te he dicho en sueños, Chris… eh… señor?

Otra vez no. Acaba con su tortura, Grey.

—Me has dicho un montón de cosas, Anastasia. Me has hablado de jaulas y fresas, me has dicho que querías más y que me echabas de menos.

—¿Y ya está?

Parece aliviada.

¿A qué viene ese alivio?

Me tumbo a su lado para poder verle la cara.

—¿Qué pensabas que habías dicho?

Abre los ojos un instante y vuelve a cerrarlos de inmediato.

—Que me parecías feo y arrogante, y que eras un desastre en la cama.

Un atento ojo azul me espía con disimulo.

Vaya… Está mintiendo.

—Vale, está claro que todo eso es cierto, pero ahora me tienes intrigado de verdad. ¿Qué es lo que me oculta, señorita Steele?

—No te oculto nada.

—Anastasia, mientes fatal.

—Pensaba que me ibas a hacer reír después del sexo. Y no lo estás consiguiendo.

Su respuesta es tan inesperada que sonrío a mi pesar.

—No sé contar chistes —añado.

—¡Señor Grey! ¿Una cosa que no sabe hacer?

Me premia con una sonrisa amplia y contagiosa.

—Los cuento fatal —replico muy digno, como si mereciera una medalla de honor.

Se le escapa una risita.

—Yo también los cuento fatal.

—Me encanta oírte reír —susurro, y la beso, pero sigo queriendo saber a qué se debe su alivio—. ¿Me ocultas algo, Anastasia? Voy a tener que torturarte para sonsacártelo.

—¡Ja! —Su risa inunda la distancia que nos separa—. Creo que ya me ha torturado bastante.

La respuesta borra mi gesto alegre y su expresión se suaviza al instante.

—Tal vez deje que vuelvas a torturarme como lo has hecho —añade con timidez.

Ahora soy yo el que siente un gran alivio.

—Eso me encantaría, señorita Steele.

—Nos proponemos complacer, señor Grey.

—¿Estás bien? —pregunto, conmovido a la vez que preocupado.

—Mejor que bien.

Vuelve a sonreír con timidez.

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