Green

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Capítulo quinto

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Capítulo quinto

En el que Lucía, la joven vecina de Green, muestra su interés profesional por la extraña astenia del protagonista de esta historia, exhibiendo unas destrezas que a Enrique, tutor de este, lo colman de esperanzas

Atraída por la noticia de mi afección, Lucía se presentó un buen día en la casa. Creo haber dicho ya que Lucía era nuestra vecina. Como Emma, la muchacha provenía de un linaje acomodado. Había iniciado tres carreras universitarias y, por entonces, estaba recalada en la de veterinaria. Se había casado con un tal Nacho de la Torre, un chico de su misma condición, médico en trance de meritorio en la prestigiosa clínica de su padre, y compartía con él un proyecto de futuro que se agotaba en la antesala del club de golf Atalaya del Guadarrama. Los caracteres de Nacho y de Lucía resultaban, cómo no, opuestos. Según Lucía, Nacho era pusilánime, unidireccional, introvertido y estoico; es decir, vivía una vida anodina no más que por falta de imaginación. Ella, en cambio, era alegre y audaz; también —añado— proteica, voltaria, dicharachera y frívola. Ignoro qué inescrutable misterio de la mecánica social hizo posible aquella unión que, sin embargo, contó con el beneplácito no sólo de las respectivas familias, sino, además, de las llamadas instituciones, que son al género humano lo que la selva tropical a los animales salvajes.

Como ya dejé dicho, Enrique había reconocido en alguna ocasión sentirse cautivado por la belleza de la muchacha, con la que coincidía casi todos los días al llegar a su casa, al anochecer. Sin embargo, su acendrada discreción le había prohibido traslucir siquiera ese sentimiento, y sus requiebros más atrevidos nunca pasaron de un comentario elogioso sobre la luz blanca de la pálida luna.

(Rodeos que nunca entenderé.) De cualquier forma, a Enrique pareció resultarle muy enojoso que el pretexto con el que Lucía se plantaba en su casa tuviera que ver con una enfermedad de este humildísimo representante de las especies inferiores que ahora les habla. Por eso dijo que yo me hallaba casi restablecido. Supongo que mi padrastro pretendía, de esta forma, cancelarme como motivo de conversación para pasar sin otras dilaciones a algún otro tema más interesante, pero Lucía no dio pábulo a sus intenciones: se encogió de hombros y se despidió de forma tan vertiginosa que Enrique tuvo que quedarse agarrado al pomo de la puerta durante dos largos minutos, justo los que necesitó para llamarse imbécil cuatro docenas de veces.

Este episodio debió de provocar en el ánimo de Enrique un insoportable malestar. Sólo así se explica que, pocos días después, mi padrastro se hubiera atrevido a llamar a Lucía —aprovechando, por cierto, que Emma se hallaba fuera— para comunicarle que yo había recaído en mi enfermedad y que aquella podría ser una magnífica ocasión para estudiar el misterioso síndrome que me poseía. Lucía se presentó de inmediato, embargada, según dijo, por un ansia casi adolescente de enfrentarse a aquel extraño y tornadizo morbo, de origen, sin duda, tropical. Aceptó sin necesidad de insistencia la ginebra que Enrique le brindara y pidió de inmediato que se la llevara ante mí. Yo reposaba en mi caseta, ajeno a la trama que se fraguaba, cuando me vi sorprendido por la impaciente Lucía, quien, sin solicitar permiso ni ofrecer excusas, examinó mis ojos, boca y axilas. No hallando en ellos nada de apariencia anómala, pasó en seguida a comprobar el estado de todos y cada uno de mis músculos, pero se entretuvo en aquel por donde el gnomo asoma; a mi juicio, por cierto, más allá de lo hipocráticamente lícito. Conste que a mí no me molestó, sea dicho esto en honor del rigor científico que ustedes me exigen y se exigen. Era la primera vez en mi vida que me sentía manipulado de manera tan dulce y no puedo negar que la experiencia resultó agradable. Además, noté en Enrique cierto contenido enfado que añadía al sobeo grácil y excitante de Lucía un algo de divertido. La incomodidad de mi padrastro se hizo notoria cuando, interrumpiendo con brusquedad los trabajos de la muchacha, terminó confesándole que mi atípico moquillo no había sido más que un bulo inventado por Emma para mantenerme a raya y apartado de las visitas, dadas las enojosas situaciones en las que, al parecer, se habían visto envueltos por mor de mi licenciosa manera de entender la vida social. Para ilustrar con ejemplos tal afirmación, Enrique dejó rienda suelta a su oculto subconsciente, pero convirtiéndome a mí en el protagonista de los más depravados lances sexuales. La receptividad de Lucía hacia la extraordinaria exhibición fabuladora de mi padrastro me desconcertó. Pronto me di cuenta, sin embargo, que, cuando hablaban de mi modestísima animalidad, en realidad lo hacían de sí mismos; que aquella conversación era un medio más para excitarse el uno a la otra con educación y buenas maneras, es decir, sin violentar las normas de urbanidad para las que habían sido entrenados. Así, yo me había transformado en el feliz pretexto a lomos del cual ellos podrían atravesar las ciénagas de la lujuria sin mancharse los pies. Me sentí, pues, como debió de sentirse alguna vez mi Madre cuando cedía su trasero a Machomasfuerte para evitar males mayores. De haberme cocido un poco más en la salsa de ese pensamiento, no sé si la habría emprendido a manotazos con aquel par de hipócritas. Por fortuna para todos, Emma irrumpió de improviso en el jardín y clausuró con su presencia la animada plática. Lucía la saludó, acalorada, y, después de prometer que estudiaría alguna solución para mi enfermedad, se retiró precipitadamente. Yo me arrojé a los brazos de mi madrastra y la abracé y besé sin reparos. Emma me miró con desconcierto. A punto estuvo, creo, de arrojarme al suelo con un repeluzno. Pero no; sólo sonrió. «¡Por fin!», dije a mis adentros. Y, de esta manera, Emma y yo inauguramos una nueva etapa en nuestras relaciones, basada, ya se lo habrán imaginado, en la pura y mercantil complicidad.

Lucía regresó tiempo después, cuando supo que hallaría a Enrique solo, en casa. Sin demasiados preámbulos, retomó la conversación en el punto en el que Emma la había clausurado y pidió verme de nuevo. Se la notaba ansiosa. Ante mí reconoció con descaro que la noticia de mi hiperactividad sexual la había excitado —celo profesional, añadió luego de un silencio que electrizó la atmósfera— y que el hecho de no haber podido iniciar en detalle el estudio de aquel la había sumido en un estado de intranquilidad —intelectual, por supuesto— que la tenía traspuesta. Enrique atinó a responder casi con las mismas palabras, pero precisando que su inquietud había sido agravada por el cariño que me profesaba y que, aunque pareciera una exageración, le vinculaba de forma tan estrecha a mí que tal parecía yo una reproducción clónica suya. Aquí agachó la vista, la cual, no sé si por timidez o por casualidad, fue a posarse en su propia bragueta. Le dieron muchas vueltas al asunto. Le dieron muchas vueltas y, sin embargo, aun pudieron devorarse con los ojos, que nunca sentí yo tanto calor procedente de un simple intercambio de miradas. Por fin, cuando las opiniones ya iban por un lado y las manos por el otro, Lucía se atascó en un latinajo y sólo supo salir de él con la propuesta de aliviar mis tensiones cuanto antes, incluso mediante métodos sólo en apariencia heterodoxos. Humanizados, apostilló; métodos humanizados que tuvieran en consideración factores psíquicos como la dulzura, el cariño o, por qué no, el amor; todo ello con el único objetivo, por supuesto, de tomar datos en condiciones nuevas, diferentes y, por tanto, significativas. Significativas, repitió. Significativas. Quizás, continuó, la enfermedad fuera psicosomática, en cuyo caso las medicinas tradicionales tendrían poco que aportar. Poco que aportar, volvió a atorarse. Poco que aportar. Sobre la marcha, Lucía se sacó de la manga una llamada Escuela de Veterinaria Homeopática con sede en una universidad alemana cuyo nombre me resulta imposible recordar. Enrique opinó que aquello que la mujer sostenía parecía muy sensato, y que nada podía perderse por dar una oportunidad a las terapias alternativas. El diálogo fue tejiéndose de esta forma, es decir, con rodeos inextricables, que a ellos los excitó y a mí me sumió en un sopor dulce y relajante. Tal vez por eso, avisado de la paz que parecía respirarse en el exterior, el trasgo se atrevió a exhibir su cabecita. Entonces, Lucía guiñó un ojo a Enrique. No esperaba menos de mí, parece que dio su aprobación. El hombre, sorprendido, me cogió en sus brazos y me colocó frente a la muchacha. Lucía acarició mis muslos con meloso candor, sin dejar de escrutar el rostro de mi padrastro. Enrique tragó saliva. Yo eché mano a mi buen amigo, que en un instante púsose enhiesto y bravucón. «¡Aquí lo tienes!», exclamó Lucía satisfecha de sí misma. «¡Es extraordinario!», corroboró Enrique. Yo me dejé llevar por aquella jubilosa manifestación de anuencia, que me daba permiso para seguir en lo mío. Creo que perdí la noción del tiempo —cuestión de astenia, seguro— pero, supongo que pronto, una prodigiosa onda espasmódica recorrió mi breve cuerpo y eso que algunos llaman néctar de vida se desparramó sobre mi vientre. «¡Ya está consumado!», gritó Lucía entre aplausos, y luego intentó abrazar a Enrique para estamparle sendos besos en las mejillas. Antes, mi padrastro me lanzó por los aires contra el sofá. Luego, sí, se agarró a la joven y la prensó como no lo había hecho yo en mis mejores tiempos de Marrakech. La felicitó. Le quedó muy agradecido. Luego pidió un cigarrillo (él, que no fumaba). «¡Estoy extenuada!», dijo Lucía cuando recuperó el sentido de la realidad. «Lo entiendo», la justificó Enrique. «Creo que debo irme», susurró ella, azorada. «Claro», protestó él. «Entonces, ya me voy», la mujer hizo por quedarse. «Nos veremos pronto», el hombre intentó impedir que se marchara. «Sí». Y, antes de irse, urgida por un último estertor de ansiedad,. Lucía apuntó que en la próxima ocasión recogería el semen en un frasco: cuestión de análisis, no más. «Idea excelente», se trabucó el bueno de mi tutor.

Un nuevo éxito profesional de Enrique aceleró los acontecimientos. Una empresa nipona había decidido la compra de varias licencias desarrolladas por mi padrastro, razón por la que el ambicioso proyecto de este recibía un inesperado espaldarazo internacional. Para festejarlo, Enrique organizó una cena en la casa. A ella invitó a todo el equipo directivo del Metropolitano e incluyó, además, a varios amigos de la familia, Lucía y Nacho de la Torre entre ellos.

Sin duda, la velada estaba resultando muy divertida. Yo, desterrado, tuve que permanecer largo rato en mi caseta del olivo, pero aun así, gracias al gran ventanal que abría el salón al jardín, pude apreciar que se comió y se bebió a discreción y que, si bien la cena comenzó siendo muy comedida, el champán se encargó de animarla poco a poco. Hasta mí fueron llegando, cada vez más altas, las voces y las risas de los comensales; en ocasiones, también, las breves notas procedentes del mismo piano que, de ordinario, dormía aburrido en un altillo del comedor de la casa. A medianoche, alguien decidió abrir una de las ventanas que daba al porche y esto me sirvió para incorporarme al lugar de la fiesta, siempre sin ser visto. Desde mi platea pude observar, así, el maravilloso espectáculo del individuo inmerso en la legalidad social. Gracias al sofisticado mecanismo de esa normativa, los asistentes a la cena, ya puestos en pie y despejada la sala, se fueron reordenando, cada cual a lo suyo pero de manera discreta; unos se dedicaron a contener el cuerpo a cambio de dar rienda suelta a la lengua y otros aprovecharon el descuido de los primeros para robar caricias furtivas a los cónyuges que se habían quedado sin atención. Para ser precisos, el caso de Enrique no era ninguno de los dos. Enrique se mostraba cariñoso con Emma, a la que abrazaba de vez en cuando y le dedicaba una sonrisa de cuando en vez. Supongo que era el papel que, por anfitrión, le correspondía, pero esto no lo entendió así Lucía, quien no hizo nada por disimular su fastidio. Nacho, por su parte, permanecía zonzo e indiferente y sólo participaba en la charla de sobremesa con monosílabos y gestos tan confirmatorios como mecánicos. No podía ocultar que se aburría. En un momento dado, Lucía cogió una copa de champán, se sentó ante el piano, muy próximo a mí, e inició la ejecución de una bellísima serenata. La música encandiló a los presentes. Varios hombres rompieron los corros en los que estaban para dirigirse hacia la joven, como atraídos por el embeleso de un nuevo flautista de Hamelin. Así, sentada en medio del grupo, Lucía añadió al ensueño de la melodía la generosidad de un escote que se abría a la vista de los demás en las notas más extremas. Por eso, luego que hubo terminado, la entregada audiencia aplaudió, jubilosa, y pidió un bis. Lucía agradeció la respuesta. Enrique refunfuñó. La joven se sintió, por fin, dueña de la situación. Mi padrastro la miraba ahora entre iracundo y embobado, como arrebatado por el descubrimiento de aquella nueva destreza de su vecina, que lo excitaba, y de qué forma. Emma no supo reaccionar. Sin duda, el notorio afán de protagonismo de Lucía la había ofuscado: se limitó a dar cuenta de la mitad de una botella de champán y, con el último sorbo, brindó por el virtuosismo de la pianista. Enrique también brindó, bebió el precioso líquido y arrojó luego la copa hacia atrás, por encima del hombro, con tal inesperada puntería que fue a darme con el cristal en la cabeza. Yo grité sin poder evitarlo y Emma, al descubrirme con las manos sobre la frente, conteniendo el llanto en un puchero patético, corrió hacia mí para socorrerme. «¡Pobre Green!», gimió la muy hipócrita apretándome contra su pecho. Los invitados se sorprendieron al verme y festejaron con más champán mi simpatía y desparpajo. Enrique quiso llevarme al jardín pero Emma, que sabía que conmigo se desplazaba el centro de la reunión, no se lo permitió. Se suspendió, pues, el concierto: todos querían interesarse por mi herida y, de paso, requerían mi origen, edad y sexo, así como la naturaleza de esta extraña mancha verde que adorna mi testuz. Cuando se acostumbraron a mí, volvieron a los lugares comunes con los que alimentaban sus conversaciones y Enrique, más sereno y confiado, entendió que debía reiniciar las caricias a Emma. Juro que aquella velada habría acabado en armonía de no haber sido porque Lucía, quizá por despecho, se propuso jugar conmigo al desconcierto. En efecto, viendo que mi presencia le había robado el primer plano de atención de Enrique, me tomó en sus brazos y me sentó junto a ella en un espléndido sofá. Allí se puso a hacerme carantoñas. Primero me sobó la cabeza. Así consiguió aquietarme. Luego recorrió con sus dedos toda mi columna vertebral, una y otra vez, de arriba abajo y de abajo arriba. Pronto entré en un estado, para mí desconocido, de tensa excitación, como si todos y cada uno de mis músculos se hubieran paralizado a la espera de una orden superior, que llegaría cargada de trabajos y de esperanzas. Sentí placer, lo reconozco. Por eso, cuando, con calculado desdén, Lucía se levantó y me dejó solo, en el sofá, no alcancé a comprender el juego que se traía conmigo. La muchacha regresó, sin embargo, un minuto después, y me acarició los muslos con morbosa delectación. De inmediato volvió a irse y de inmediato retornó a sus manipulaciones. Ustedes, señores, que son científicos, habrán calculado ya el grado de tortura psicológica al que me vi sometido; un grado tan sutil como eficaz agravado por el aliento turbador de la muchacha, quien, con sus visitas esporádicas, abandonaba ráfagas de olor a hembra en celo, o eso me parecía a mí, que para el caso es lo mismo. Sus dos últimos contactos fueron cortos y espaciados, pero medidos con brutal precisión y, sobre todo, intensos. Esto me enfureció, compréndase. Por fin se me hizo la luz: aquel juego no terminaría nunca. Sin embargo, el estado de arrobo en el que la mujer me había arrinconado pedía a gritos un drenaje aliviador que ella, resultaba obvio, no estaba dispuesta a concederme. Aun así, quise darle una última oportunidad. La rechazó. Entonces me vi obligado a enseñarle los dientes sin más retóricas. Lucía se quedó inmóvil ante mí, sorprendida por aquella reacción inimaginable en un animalillo que, segundos antes, se derretía en muecas de candor y de ternura. En sus labios se dibujó una sonrisa que se me antojó de descreimiento. Era una respuesta cínica, pensé. Y no pude soportarlo. Por eso me abalancé sobre ella, la derribé —la espalda contra el suelo— y allí mismo, sobre su estómago, finiquité en brevísimos segundos la tormentosa faena que ella había empezado: fue una acción compulsiva, atropellada y, ahora que lo medito, un tanto grosera. Lucía se dejó llevar por un ataque de histeria que la puso a dar taconazos contra el parqué, Nacho de la Torre amenazó con denunciar mi existencia ante el ministerio de sanidad y a Emma no le quedó otro recurso que el de desmayarse. La necesidad de prestar primeros auxilios a las mujeres me facilitó la huida; pude esconderme a tiempo, pues, en mi caseta del jardín. Allí, bajo el colchón de pajas, me di cuenta de que sólo Él era capaz de comprenderme, y este descubrimiento me llenó de tristeza e intranquilidad. De todas formas, reconozco que, aunque asustado ante el incierto futuro que se me venía encima, me pasé la noche saboreando el regusto de haber podido responder a la llamada del honor con gallardía. Creo. Bueno, no me contesten si no quieren. Sepan, en todo caso, que la fiesta de Enrique hubo de ser clausurada de forma bastante enojosa, entre gritos de unos, reproches de otros y carcajadas contenidas de los más.

Enrique y Emma se enfadaron mucho conmigo. Durante un tiempo consideraron con detenimiento la posibilidad de deshacerse de mí. Incluso llegaron a llamar al biólogo jefe de un parque zoológico, con quien sostuve una densa entrevista de la que, por fortuna, no salió nada concreto. Parece ser que, en aquellas alturas de mi vida, yo ya era un individuo perdido para la convivencia con otras especies animales que no fueran la humana. Mi entrada en un recinto penitenciario como aquel, hipócritamente calificado de parque —parque, ¿para quién?—, sólo habría conllevado consecuencias funestas tanto para mí como para los compañeros con los que hubiera de compartir celda. El informe del biólogo sostenía que mi inteligencia natural y mi instinto de libertad y de supervivencia resultarían perturbadores del orden inclusero y desaconsejaba con firmeza cualquier medida que significase mi encierro. Abandonada, pues, la vía del zoológico, Enrique y Emma consideraron otras alternativas para deshacerse de este humildísimo ejemplar que les habla, incluida la del homicidio. Por suerte, mi madrastra se apiadó de mí tan pronto recordó en mis ojos el hijo que nunca pudo tener. Eso ocurrió dos segundos después de desmayarme ante la imponente aguja del veterinario, chorreante de un líquido cristalino y letal, de aspecto idéntico al del veneno de mis atribuladas pesadillas. Cuando me repuse del susto, Emma ya había aceptado la compra de una compañera para mí; compañera que sería mi última oportunidad de llevar una existencia sensata, ordenada y comedida, sobre todo en lo tocante al trato con las visitas.

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