Green

Green


Capítulo séptimo

Página 9 de 15

Capítulo séptimo

Donde el tutor de Green decide tomar cartas en el asunto de su propia existencia, lo que sitúa al póngido ante una terrible disyuntiva

Ante el televisor, Enrique y yo asesinábamos aquella tarde de domingo sin misericordia. Emma, por su parte, dormía la siesta. Se anunciaba, pues, una nueva jornada de tedio. ¡El tedio, siempre el tedio! Fue cuando la locutora del noticiario abrió el programa con un titular que a mi padrastro le produjo escalofríos: la policía había abatido a tiros, a las puertas de una boca del metro, a tres integrantes de una desconocida banda de terroristas. Respondiendo a las preguntas de un reportero, el comisario encargado de la operación se limitó a indicar que el éxito de la misma había sido debido al correcto funcionamiento de un dispositivo especial único en el mundo. El policía sonrió, ufano, cuando otro periodista le sugirió que dicho dispositivo debía de guardar relación con unos aparentes cambios de trayectos que algunos usuarios del metro habían sufrido esa misma mañana. «Sin comentarios», dijo el comisario sin disimular sus deseos de asentir. El delegado del gobierno fue más explícito: la población, lejos de alarmarse, debía estar tranquila; era cierto que, en circunstancias excepcionales, el metro podía reprogramar la red de itinerarios —eso dijo, lo juro—, pero sin que la calidad del servicio se viera perjudicada, siempre que los usuarios respetaran con inteligente docilidad las señalizaciones internas. El delegado terminó diciendo: «Viajar en metro fue, es y será siempre un acto de fe. Ahí abajo, la gente carece de otras referencias para situarse que no sean las de los carteles indicadores. De esta manera, un ciudadano sabe que ha llegado a Banco de España porque se lo dice un panel, no porque haya oído sobre su cabeza el alegre fluir del agua de La Cibeles. En este sentido, las cosas de hoy siguen como ayer. Lo importante es estar en buenas manos. En democracia, la confianza en la autoridad es un valor seguro y en alza. Lo único que puede y debe ser castigado es la rebeldía, pero el ciudadano honrado, sumiso y cumplidor de las normas no dejará nunca de ver recompensada su confianza en las instituciones». La información sobre el espectacular suceso se extendía en el detalle de la operación policial, preparada para engañar a los terroristas y desviarlos hacia una salida predeterminada por su idoneidad para la realización de una «acción envolvente».

Enrique supo relacionar de inmediato el dispositivo del que se jactaba la policía con el sistema informático diseñado por él mismo. Comprendió, entonces, que el aparcamiento profesional al que se había visto sometido durante las últimas semanas no se debía, como él había llegado a pensar, a una supuesta disminución de su rendimiento, sino al hecho de haber llegado al punto en el que la ejecución del programa, con objetivos muy diferentes de los reconocidos por quienes lo concibieron, requería de nuevas personas que no conocieran el diseño del sistema y se limitaran, por tanto, a su estricta y mecánica aplicación conforme a las órdenes superiores. Enrique se sintió cual miserable peón de una partida de ajedrez cuyos protagonistas desconocía; peor aún, dijo: se sintió como uno de aquellos esclavos que construyeron la pirámide de Keops, y que se pasaron la vida levantando intrincados pasillos, condenados a no saber nunca cuál de ellos conducía a la tumba del faraón. Porque lo que más le dolió fue la ofensa que se hizo a su inteligencia, esa arrogante desconsideración hacia su probada capacidad para discernir lo bueno de lo necesario, como si él no hubiera podido entender la finalidad última de su suprema misión y se le hubiera limitado, por si acaso, al objetivo chato y alicorto de un trabajo exclusivamente técnico. De modo que hizo de esta humillación una cuestión de honor y, sin detenerse en más miramientos, descolgó su teléfono, marcó un número y pidió que le pusieran con el subsecretario de transportes. «Sé para qué me llama —cuenta Enrique que le dijo el subsecretario—, y créame si le digo que estoy tan consternado y perplejo como usted, pero no puedo hacer nada. Ni siquiera puedo dimitir». Enrique colgó el aparato con brusquedad, no sin antes presentar su renuncia al cargo que ocupaba en el ministerio. Luego se dejó caer sobre el sofá, encogió sus piernas y, escondiendo el rostro entre los muslos, se puso a llorar sin consuelo. Lo peor fue que, al cabo de pocos minutos, comenzaron a lloverle llamadas de felicitación de amigos y conocidos: «¡Eres un genio!»; «¡Qué callado te lo tenías!»; «¡Y yo que creí que estabas de chupatintas!». ¿Acaso a nadie, en este planeta, le repugnaba la muerte de tres hombres, caídos en una encerrona alevosa organizada desde el poder? Creo que el único que supo comprender su abismal sentimiento de soledad fui yo, quizá porque, como él, conocía a la perfección en qué consiste eso de ser prisionero del propio cuerpo o, lo que es lo mismo en su caso y en el mío, víctima de la más traidora ingenuidad. Así que me arrimé a él, me quité la babucha de mi mano derecha y le acaricié la cabeza con ternura, convaleciente aún de mi odio, como estaba. Los dos nos pusimos a buscar una salida airosa a nuestras vidas.

En este asunto estábamos cuando alguien llamó a la puerta: era Lucía, que lloraba entre estertores de hipo. Enrique la llevó hasta el salón y le rogó que se calmase. Le ofreció un whisky. Yo desaparecí de la escena, como casi siempre que alguna persona se presentaba en nuestra casa, para esconderme tras unos cortinajes morados. Por fin supimos que Lucía acababa de sostener una violenta discusión con su marido a causa de la negativa de la mujer a tener hijos. Enrique la escuchó con gesto preocupado, aunque alguna vez se le escapó esa sonrisa floja y bobalicona que, tantas veces, delata satisfacciones íntimas. Ustedes verán por qué. Mientras Lucía defendía su derecho exclusivo a decidir en todo aquello que afectara a su propio cuerpo, Nacho de la Torre consideraba a la pareja como una unidad mística, distinta y superior a la suma de los individuos que la integran, ordenada a la procreación y al mantenimiento de la especie más allá de la fútil voluntad de los cónyuges. (En este punto apelo otra vez a la benevolencia de ustedes, mas confieso mi incapacidad para comprender los argumentos que salieron a colación, los cuales intentaré reproducir con fidelidad de gramófono. Reconozco que no poseo la inteligencia suficiente para tan ardua tarea. Con todo, no se me negará que los humanos se exceden un buen palmo en el tratamiento de asuntos tan rudimentarios como el amatorio, sobre el que nosotros sí estamos autorizados a opinar, tal como creo haber acreditado.) La discusión degeneró pronto en bronca. En el curso de esta, Nacho de la Torre aseguró que nadie podría negarle el derecho que Dios le había atribuido a gozar de una descendencia legítima, mucho menos su propia esposa, que le había dado el sí nupcial; dicho lo cual se bajó los pantalones y emprendió una frenética persecución tras Lucía. Horrorizada, la joven recurrió al auxilio de un precioso jarrón de porcelana frisona que no fue preciso arrojar pues el hombre, tras realizar un cálculo de urgencia sobre el valor de aquella magnífica pieza, anunció que posponía su misión para una ocasión más propicia. Esto indignó aún más a Lucía, quien, ahora sí, dejó caer el jarrón. Nacho volvió a bajarse los pantalones y juró por su honor que le rasgaría el diafragma a navajazos antes que permitir que se echara la noche encima sin dejarla embarazada. Tampoco esta expresión resulta clara a mi inteligencia, pero lo cierto fue que se entabló entonces una violenta pelea, de la que Lucía pudo escapar gracias a que Nacho, en pernetas, pisó su propia bragueta y fue a estrellar la nariz contra el suelo.

Lucía se encontraba, pues, en casa de Enrique, presa del pánico y decidida a no regresar a su domicilio. Para ella, el incidente supuso un doble golpe, físico pero también moral, porque había puesto de manifiesto, de repente, una personalidad desconocida en Nacho. Nacho había sido un hombre bueno y cariñoso, amante del hogar aunque no demasiado del trabajo; generoso y humano; quizás un tanto débil e indolente, sin excesivos proyectos para esta vida que le había llegado en rodaje, pero qué importaba eso si el muchacho jamás había matado una mosca. Por eso, aquella reacción apasionada y violenta había sorprendido a Lucía, que ahora se hallaba incapacitada para un análisis sereno de la situación. La mujer necesitaba ayuda.

La mente de Enrique recuperó de forma momentánea la frialdad y el orden que la caracterizaban. «Estudiaremos el problema con serenidad», anunció en tono esperanzados Sin embargo, las expectativas suscitadas por aquel sensatísimo preámbulo se perdieron muy pronto en un laberinto de disquisiciones sobre la posibilidad de que un juez admitiera la violación intra matrimonium. En verdad que aquel era un dilema para consultar con el trasgo. Lucía tuvo que interrumpirle para preguntar si él también se había vuelto loco. Enrique se sintió, entonces, descubierto en flagrante estupidez. Ahora derrumbado, presa, también, de una incontrolable excitación nerviosa, rompió a llorar sin recato. Entre suspiros se abrazó a Lucía y, con el rostro escondido entre la espléndida melena de la mujer, se confesó vencido y desconcertado ante el futuro que se le echaba encima como la ola de un maremoto. Se sentía traicionado por su propia credulidad, reconocía haber tirado por la borda de la sensatez lo mejor de sus mejores años, se acusaba de ingenuo y de idiota y pedía a Dios que le aclarase lo que estaba ocurriendo con su vida, a cada instante más oscura y confusa. Lucía respondió con más lágrimas; dijo sentirse emocionada porque las palabras de Enrique habían descrito con transparencia cristalina el propio vacío interior que la asfixiaba sin esperanzas. Se miraron con embeleso, sonrieron, se dijeron que estaban solos en este maldito mundo, y luego se besaron, primero con timidez, por fin ardientemente. Sin duda alguna, si hemos de creer lo que allí escuché, todo el magnífico plan de Dios para la Tierra, desde sus orígenes hasta ese instante, había sido concebido para que Lucía y Enrique se hubieran encontrado en aquella providencial intersección de sus peripecias vitales. Al menos, eso fue lo que, sin tolerar que la modestia los distrajese, se dijeron al suscribir el propósito de acabar de una vez por todas con sus miserables ataduras. Tal vez habrían llegado a conceder una moratoria a tan solemne compromiso —Enrique alegó que debía cerrar unos cuantos asuntillos— pero la irrupción inopinada de Emma, que los sorprendió sobre el sofá, meciéndose en la mutua consolación, precipitó los acontecimientos. Les ahorro a ustedes los detalles de la escabrosa escena que se organizó porque no añaden nada nuevo a la historia y darían pábulo a las sospechas de que mi versión de los hechos es sectaria e insidiosa —en particular, contra el género humano—, lo que está muy lejos de ser mi voluntad. Baste con saber que, aquella misma noche, Enrique ya no durmió en casa.

Con Sheila todo era más sencillo. No pretendo afirmar que los mecanismos utilizados por nosotros, los póngidos, para solventar nuestras diferencias de tipo conyugal sean mejores y más racionales o consecuentes que los empleados por los humanos; más simple aún: consiguen su objetivo de forma inmediata y eficaz. Quiero creer que, cuando un hombre y una mujer necesitan separarse después de haber contraído matrimonio, se hallan en una encrucijada mucho más compleja que la estrictamente animal; que, por tanto, deshacer el ovillo del connubio requiere una serie de trámites que va más allá del simple, expeditivo e inapelable adiós. Pero, incluso desde esta benévola tesitura, nunca pude comprender esa fanática vocación por el melodrama que suele brotar en quienes emprenden el camino de retorno hacia la soltería. Aun más retorcido resulta el ya tradicional estallido de traiciones, odios, rencores y trampas que con frecuencia acompaña al evento si se piensa que, de ordinario, procede de una vida anterior trivial y anodina. ¿Cómo es posible que tanta turbulencia anide en personajes que, hasta entonces, no habían dado más que para una mala entrega de realismo sucio?

Sin embargo, esto fue lo que ocurrió entre Enrique y Emma. Para el abogado de esta, Enrique no había aceptado vivir sus años de matrimonio sino para urdir y ejecutar un perverso y mezquino plan de acoso y derribo moral contra la mujer, en el que las vejaciones soterradas y las sevicias permanentes constituían las herramientas de una castración humana intolerable y brutal. Enrique, por su parte, sostuvo contra Emma acusaciones tan variopintas como las de estulticia, frigidez, incomprensión, ausencia de espíritu constructivo, incapacidad para las labores domésticas y desvarío maternal hacia su chimpancé, características que la incapacitaban para una relación matrimonial madura. Como dicen ustedes, son formas de ver las cosas, y sobre ellas no pondré objeción alguna. Lo curioso fue que, urgidos por una confusa necesidad de conmover a Dios, a los hombres, a los jueces y a la Historia, los antaño ejemplares esposos no pusieron reparos en dar a sus secretos de alcoba la publicidad de los estrados. Otra vez la inmodestia de considerar que aquel banal asunto importaba al curso de la humanidad les llevaba a amplificar el volumen de la narración, y de esta forma tan ridícula como infame alcanzaron muy pronto el objetivo de desgarrarse el uno a la otra, héroes mutilados por gloriosa causa. A este magno fin concurrieron por igual los familiares de los cónyuges, quienes, no deseando permanecer al margen de la gesta, se apresuraron a dar peso específico a las respectivas defensas con declaraciones testificales, pruebas documentales y llamadas telefónicas de intimidación en horas de madrugada. De nuevo se invocó el catálogo completo de las virtudes y de los vicios que alimentan el género auto sacramental y, de esta manera, al cabo de siete intensos meses, la situación pudo quedar sentenciada, restaurada y retrotraída al minuto anterior al sí nupcial, si bien con ciertas secuelas de índole moral y jurídica nada baladíes que, como siempre, acabaron repercutiendo en mi propia existencia.

Una de estas consecuencias fue, por lo que a mí respecta, la concesión a Enrique de mi guarda y custodia. Parece ser que en esta decisión judicial pesó la duda de una posible inclinación zoofílica de Emma hacia mí, lo cual —quiero seguir suponiendo— habría puesto en grave aprieto mi formación moral. Como digo, todo esto es pura sospecha mía, íntima y, quizás, aventurada; porque, desde otra perspectiva, debe considerarse que el juez se limitó a integrarme, como un elemento patrimonial más, en el lote de bienes destinado a partición. Por cierto, en dicho reparto yo aparecía con una sobrevaloración de dos millones de pesetas, destinada a compensar las plusvalías procedentes de la venta de unas acciones de la compañía telefónica adjudicadas a mi padrastro. En cualquier caso, no era un mal precio; un precio que, comparado con las miserias que había sufrido en mis tiempos de Fez, demostraba que, aun a trancas y a barrancas, mi status mejoraba. Lo desolador era que no percibiera esa mejoría en el corazón, refractario a los estímulos económicos. Era un inadaptado. En efecto, cada día con más intensidad, yo añoraba los tiempos idílicos de la selva, los juegos con Hermano y sus amigos, la sonrisa de Madre, la presencia protectora y estimulante de Él. No, no me critiquen por esto. Reconozco que tal vez fueran no más que visiones caprichosas provocadas por un empacho de bienestar. Pero entiéndanme a mí también. Yo me batía en un mar de dudas. Es cierto que Enrique procuraba mi cuidado y atención. Sin embargo, en otros asuntos nunca se dejó llevar por el impulso de los sentimientos. También es cierto que, en Emma, ese impulso se manifestaba incontenidamente humano; por ejemplo, en el gorrito de lana para el invierno o en agua de colonia después del baño. De haber seguido con mi madrastra, habría terminado por convertirme en uno de esos repugnantes infantes que anuncian la vuelta al colegio con ropa de grandes almacenes. Un horizonte poco alentador, concédanme el reparo. Empero, según mi intuición animal, el camino hacia Él pasaba por Emma. No en vano, la música de sus palabras era la misma. Además, la noche de la aparición de mi primer tutor en la casa, había sido Emma y no Enrique quien lo atendiera, y quien protestara por su secuestro, y quien adujera la necesidad que yo tenía de aquel bendito hombre. Emma estaba al corriente de todo, resultaba evidente; era una pieza más del bello plan que Él había diseñado para mí. En cualquier caso, fuera como fuese, no tuve más remedio que separarme de la mujer para seguir a Enrique, algo que al menos fue amortiguado por el régimen de visitas que el buen olfato del juez autorizó a favor de Emma, me consta que con grave detrimento de su prestigio profesional.

Otra de las secuelas de la sentencia de divorcio fue, para Enrique, la que le obligó a ceder el cuarenta por ciento de su sueldo de funcionario a Emma. En un principio, Enrique pagó gustoso esta pecha mensual porque, al fin y al cabo, era como una contrapartida justa al derecho recién adquirido a disfrutar de su propia libertad. Con el sesenta por ciento restante, mi padrastro podía pagar el alquiler de un apartamento, su manutención y la mía, y aun le sobraba para seguir siendo atractivo a los ojos y a las apetencias de Lucía. Sin embargo, el planteamiento de su nueva vida traía consigo problemas que terminaron por hacerse insoportables. Digamos que Enrique había hecho mal sus números. En el trabajo, su dimisión como responsable del proyecto del metropolitano y su ruptura con Emma fueron interpretadas como signos de infidelidad hacia un sistema en el que, repárese en ello, a sus jefes les iba tan bien. Por otro lado, Lucía había sido sometida a un estrecho cerco detectivesco a raíz del incidente que desencadenó el divorcio de Enrique y tenía graves dificultades para encontrarse a solas con mi padrastro. Solventar este percance no era imposible, pero para ello se requerían recursos económicos —sobornos, premios a la discreción y a la pérdida de memoria— de los que Enrique, ahora, carecía.

Una tarde, mi tutor se detuvo a examinar con mayor detenimiento los libros de su contabilidad doméstica y, dando una pirueta ilegítima desde el ser matemático al deber ser ético, concluyó que la asignación mensual de Emma era desproporcionada, abusiva e injusta: carecía, por tanto, de validez jurídica y resultaba inmoral. ¿En qué código está dicho —se preguntaba a sí mismo— que la ex esposa de un divorciado deba ser una permanente nota al pie de todas y cada una de las páginas de su existencia? Dio a su abogado el siguiente razonamiento: Emma había alegado que su desarrollo personal y profesional fue sacrificado en aras de su matrimonio; pretendiendo ahora y por ello una indemnización estable y eterna, debió haber garantizado una felicidad conyugal no menos constante y duradera; no lo había hecho así, de modo que, incumplido por su parte el compromiso, Enrique quedaba exonerado de toda carga. El abogado, por su parte, le hizo la liquidación y abandonó el caso.

Aquel mismo mes, Enrique ya no remitió a Emma el cheque de su autoexpolio. Se reiniciaron, pues, los pleitos. Las familias respectivas volvieron a las declaraciones y a las amenazas, y el juez resolvió condenando a Enrique e imputándole las costas del procedimiento. Desde entonces, sería el propio jefe de personal de mi padrastro quien se encargaría de retener de la nómina el porcentaje ordenado por la resolución judicial. Para Enrique, el edicto del magistrado constituyó un atropello, pues no sólo le arrebataba parte del producto de su trabajo, de aquel que salía de su personal e intransferible esfuerzo; aún más grave resultaba que se le despojara de su propia verdad, una verdad por eso mismo inembargable. Y eso no se podía tolerar, ni siquiera de un juez.

Coincidió este brutal ultraje con una nueva y estruendosa discusión entre Lucía y su marido. La muchacha acudió a Enrique para solicitarle asilo en nuestro pequeño apartamento y en el intercambio de opiniones sobre la situación descubrieron que el único arreglo posible a tanta desgracia se encontraba en la simple y llana huida.

Sin pensarlo más veces, pues, acordaron preparar una maleta con lo imprescindible para el viaje; un viaje que, por incierto y definitivo, no precisaba de demasiada carga. Aun así, Lucía dijo que debía proveerse de ropa y salieron a comprarla. A mí me dejaron por unas horas en la soledad de aquella minúscula estancia, rumiando la angustia de saber que, tras los pasos de Lucía y Enrique, la estela de Él quedaría perdida para siempre. Decidí que eso no podía ser y me puse a preparar, yo también, mi propio plan de escapada: debería llegar hasta el chalet de Emma y solicitarle asilo. Si lograba salir del apartamento, no me resultaría difícil dar con la casa pues, como ustedes saben, los animales tenemos un instinto especial para la orientación: nos basta con cerrar los ojos y dejamos llevar por el olor de nuestro pasado. El pasado, incluso el más noble, huele a rancio: con algo de entrenamiento se deja apresar. Luego, no hay más que enmadejarlo como un hilo de Ariadna y así podremos llegar a cualquiera de los escenarios de nuestros recuerdos. No es imposible, créanmelo. Sin embargo, Enrique había cerrado la puerta de salida con llave. Abrí, entonces, la ventana de la salita y me asomé al exterior para calcular mis posibilidades de evasión. Estaba en un segundo piso. La altura me mareaba. No disponía de un canalón o de un cable próximos por los cuales descolgarme, y el toldo del carnicero de la planta baja estaba recogido. Tan sólo la rama de un árbol parecía estirarse hacia mí como un brazo solidario que me ofreciera su ayuda. Pero me pareció inalcanzable. Hacía tiempo que no hacía ejercicio y temía que mis músculos no dieran para tanto. Pensé en Hermano, en el trastazo que se dio la noche que hizo frente a los fantasmas, y en el carácter anodino que se le quedó después del golpe: la perspectiva no me hizo gracia. Volví al sofá y a mis cavilaciones. Podía esconderme tras la puerta de entrada, calculé; y, de producirse un descuido de mis amos, saldría saltando escaleras abajo… Aunque, tal vez, ellos correrían más que yo y me atraparían. No, sólo podría huir con garantías si lo hacía ya, en aquel instante, antes de que Lucía y Enrique llegaran al apartamento. Pero no se me ocurría cómo.

En esto estaba cuando oí el ruido de la cerradura al abrirse. El pánico se adueñó de mí. Corrí hacia la ventana, brinqué hasta el alféizar y allí me quedé, paralizado de terror. Enrique me descubrió comiéndome las uñas. Me ordenó que no me moviera. Que podía caerme. Y, sobre todo, dijo que no me asustara, que él me recogería y me acogería en su pecho seguro. Se fue acercando a mí con precaución. No me gustó nada aquella manera ralentizada de avanzar: me pareció que llevaba consigo toda la astucia de los gestos traidores. Por eso, cuando su mano ya me rodeaba el cuello, me catapulté sobre mis patas en busca de la rama del árbol en la que poco antes reparara. En efecto, mis músculos no estaban para tanta proeza. Me quedé a medio metro del brote más extremo, brote de esperanza, y me precipité en el vacío. Por fortuna, acerté a caer sobre el cochecito de un niño que, en ese momento, se hallaba en los brazos de su madre. Con todo, salí rebotado y estrellé mis narices contra los adoquines. Quedé aturdido unos segundos, pero pude recuperarme antes de que Enrique y Lucía hubieran irrumpido en la acera. La mamá del niño empezó a chillar con histeria. El niño también. Enrique intentó serenarlos mientras pedía disculpas ininteligibles. El lugar se llenó de curiosos y de confusión. Yo intenté correr, mas pronto advertí que las contusiones no me llevarían demasiado lejos. Además, me encontraba mareado. Opté, pues, por regresar al portal de nuestro apartamento y esconderme tras un frondoso ficus hasta que las energías pudieran responderme. Así pasé, como ebrio, mucho tiempo; no recuerdo cuánto. Fue el suficiente como para que Enrique y Lucía hubieran desistido de localizarme. Los pude ver de vuelta de su búsqueda infructuosa. Estaban irritados conmigo. Ajenos a mi presencia, me llamaron desagradecido, pero yo no protesté porque para mí, en ese momento, más importante que defender mi honor era defender mi futuro. Y los habría dejado desaparecer para siempre de mi vida de no haber escuchado lo que a continuación dijo Lucía: «Y ahora Él se enfadará muchísimo. Le habíamos prometido que cuidaríamos de Green como de nuestro propio hijo». Se me hizo un nudo en la garganta. ¡De modo que Él continuaba tras mis pasos! Pero, ¿qué pretendía de mí, entonces? ¿A cuento de qué venía aquella actitud suya de esconderse tras otras personas, si al mismo tiempo estaba claro que sólo buscaba mi protección? Tal vez, pensé, quisiera que yo me educara en la aparente soledad; que hiciera frente a las adversidades por mí mismo, sin un padrinazgo benévolo que, a la postre, me malearía en la existencia regalada. Vida burguesa, creo que la llaman. Tenía un duende, parecía cierto, pero había que ponerlo a trabajar. Y sólo trabajaría si hubiera necesidad de ello. Esta era otra de las enseñanzas de aquel magnífico hombre.

Todo esto pensé escondido bajo las hojas del ficus. Cuando salí de estos paliques con mis adentros, Enrique y Lucía ya no estaban en el portal. Recuerdo que grité. Intenté subir las escaleras, pero mis patas me flaqueaban.

Entonces regresé a la acera y, desde el mismo lugar en el que había caído poco antes, empecé a chillar con todas mis fuerzas. De repente me vi rodeado de nuevos personajes, que sonrieron a mis quejas y se apiadaron de mí. «¡Pobre monito!», decían entre caricias y melindres; «¡pobre monito!» y «¡qué triste está!».

Pronto llegó Enrique. Me acogió en sus brazos y en ellos me dormí.

Ir a la siguiente página

Report Page