Green

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Capítulo octavo

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Capítulo octavo

Donde se explica cómo la vida de Green entra en un vertiginoso periplo helicoidal hacia los confines del mundo

Al principio, la apariencia que tomaron las cosas fue muy divertida. En el acto fundacional de su nueva vida, Enrique y Lucía se habían comprometido a cumplir fidelidad un ambicioso programa que recorría todo el espectro de la felicidad posible, desde el desarrollo de la capacidad creadora hasta la permanente actualización de los ritos sexuales, pasando por la asistencia a los estrenos teatrales y la lectura compartida de la literatura de vanguardia. También valoraron la constitución de una familia, pero pospusieron el proyecto para un tiempo incierto en el que, tal vez, la fortuna económica les sonriera. Mientras tanto, gozarían de cada uno de los minutos que constituyen el tren de la existencia, y para ello pondrían contra las cuerdas todos los prejuicios de antaño, aquellos que en su momento les impidieron disfrutar con plenitud del primer beso y de unos cuantos cortes de mangas. A partir de entonces, pues, sería preciso tamizar las fuerzas motrices de sus respectivas vidas para separar el grano de la paja: la verdad, de las mentiras cómodas; la libertad, de tantos resabios que ya habían acreditado su perfecta inutilidad. De modo que todo se puso patas arriba, por emplear una expresión que para mí es sinónima de transgresión y de divertimiento. Frente a los días transcurridos años atrás, durante los cuales el mundo entero había sido embutido en un estrecho sentido del escalafón y de las buenas costumbres, ahora resultaba que los corsés habían reventado, la autorización se había convertido en norma y la prohibición era excepcional.

Sin embargo, el perverso y ciego rigor judicial habría de poner coto a tanta dicha emergente. En efecto, tan pronto Enrique encontraba trabajo en una empresa, el motorista del juzgado competente se personaba ante el patrón con una orden de traba y embargo de su sueldo. El abogado de Emma había descubierto que la Seguridad Social le daría puntual cuenta de sus movimientos laborales. Así pues, huyendo del celo profesional de aquel implacable personaje, en poco más de seis meses vivimos en Andorra de Teruel, Jaén, Montijo y Bilbao. En Andorra de Teruel, Enrique ejerció de técnico informático para una central eléctrica hasta que el requerimiento judicial elevó la tensión y fundió los plomos de nuestra felicidad. En Jaén llevó la doble contabilidad de un supermercado, pero un error por su parte afloró más beneficios de los que el dueño estaba dispuesto a declarar y tuvimos que pagar el tributo del despido. En Montijo, la policía nos confundió con unos contrabandistas portugueses, colándonos de matute el marrón de la mala fama, de modo que hubimos de marcharnos sin catar una sola jornada laboral. Y a Bilbao nos dirigimos, atraídos por la fama de su abigarrado cinturón de industrias pesadas, muy adecuado a nuestra necesidad de confundirnos con el paisaje: allí, Enrique vendió seguros de coches y planes de pensiones entre los amigos que hizo a fuerza de patear las Siete Calles; al final afinó los cálculos y comprobó que las comisiones se le iban en txacolí. Más tarde buscamos suerte en Zaragoza, Ciudad Real y Salamanca. En estas últimas ciudades, Enrique pretendió realizar tareas sumergidas, de las que no fuera preciso pasar por nómina; esto es, invisibles a los ojos viperinos de la administración jurisdiccional. En su contra jugó una ingenua sensibilidad hacia los aspectos fiscales y sociales de la contratación laboral, que por aquellas fechas hacía estragos entre los empresarios menos documentados. Por eso, todos temían que bajo la honorable apariencia de aquel hombre que se ofrecía para puestos que no constaran en ningún registro se escondiera un desaprensivo inspector del ministerio de Trabajo. De esta forma, muy pronto caímos en el desaliento.

Así fue como, tras recorrer buena parte de España describiendo una trayectoria en espiral cada vez más alejada de Madrid, las fuerzas centrífugas del mercado laboral nos llevaron hasta Ponferrada, en la bella comarca de El Bierzo. Aquella ciudad gozaba de cierta leyenda de far west que le venía no sólo de su situación en el mapa sino, de manera más probable, de los años gloriosos en que wolframio era apetecido por la Alemania del III Reich, cuando la villa se convirtió en una especie de Tierra de Jauja para todo buscador de fortuna. Lo cierto fue que la comarca entera disponía de numerosas oportunidades de empleo en sectores opacos por tradición al aparato del Estado y una de aquellas le fue ofrecida a Enrique en una brisa de buena suerte. El trabajo consistía en la vigilancia nocturna de un chamizo dedicado a la explotación de carbón a cielo abierto y situado en un monte cercano a la ciudad. No se puede decir que el sueldo fuera elevado pero, libre de impuestos y de recortes, resultaba bastante atractivo. Además, como los inspectores de trabajo no actúan durante la noche, a Enrique le pareció que aquel destino sin amenaza de sobresaltos le proporcionaría la serenidad de espíritu que ya empezaba a demandar con angustia.

Y así fue durante un tiempo. En Ponferrada recuperamos el sosiego. Bien es verdad que, con la tranquilidad, el tedio se introdujo de nuevo en nuestra casa. Como creo haber dicho ya, ignoro en qué consiste ese sentimiento tan exquisitamente humano, pero sé cómo se manifiesta en algunas personas. Lucía, por ejemplo, no se quitaba el camisón durante todo el día, escuchaba en la radio tertulias zonzas y circunscribía el menú cotidiano a unos pocos productos de la huerta. Así pues, imagino que el tedio no es lo mismo que el aburrimiento, sino más bien una forma particularmente abúlica de vivirlo. Enrique, por lo que pude comprobar, estaba vacunado contra esa agobiante sensación de atonía porque ni siquiera tenía tiempo para vivir: Enrique se pasaba las noches enteras en el chamizo y, de regreso al hogar, sólo pedía una cama; allí se tumbaba en posición supina y se dejaba mecer por el letargo. Esto también creo haberlo dicho: Enrique no estaba para demasiados trotes.

Empezamos a ocupar, pues, burbujas aisladas: Lucía y yo nos hallábamos en una; Enrique en otra. Y nunca nos encontrábamos. Para mí, esta situación acabó haciéndoseme muy incómoda. Reparen ustedes: Lucía se empeñó en aprovechar su soledad para adentrarse en los arcanos de mi especie, de modo que buena parte del día me tenía atareado en estúpidos ejercicios de una complejidad deleznable, como el de colocar piezas de plástico de diversas formas en los huecos correspondientes de una plantilla. He de reconocer que, por objetar sus planteamientos, me tomaba mi tiempo en la búsqueda de soluciones e incluso malgastaba a propósito algunos intentos con combinaciones inverosímiles que a Lucía la sumían en una profunda desolación. Sólo cuando, harto de que se me tratara como a un lactante, lancé las piezas contra la pared y, a renglón seguido, coloqué las fichas de un dominó, una tras otra, conforme a las reglas del juego, Lucía intentó medirme con otra vara. Por ejemplo, dio en contarme historias, al igual que hacía Él en las noches mágicas de la selva; sin embargo, eran historias que ella había aprendido durante su infancia, o vivido en su juventud; cuentos pueriles y reiterativos, de escasa anécdota y de personajes dibujados con cuatro brochazos, de modo que aquella aventura intelectual jamás consiguió sobrepasar el listón de Los tres cerditos. A todo esto había que sumar que el sueño de Enrique en horas diurnas nos obligaba a permanecer en silencio riguroso justo cuando más necesitado estaba yo de expansionarme con mis saltos y cabriolas. Tanta quietud extemporánea llegó a desequilibrar mi espíritu animal, ya domesticado en exceso, y una mala tarde no pude hacer otra cosa que subirme al fregadero de la cocina y, desde este, arrojar al patio de luces de la comunidad, una a una, todas las piezas de una costosísima vajilla incluida en el precio del arrendamiento del piso; hecho lo cual me asomé a la ventana y, en respuesta a las protestas de los vecinos, coroné la gamberrada con una espléndida demostración de las habilidades salivares de mi duende. Pese a lo estrepitoso del incidente, nadie se lo tomó demasiado en serio, así que yo mismo encaré los males que me acechaban: aquella noche brinqué sobre los hombros de Enrique y, aferrado a su cuello, no me apeé de la inexpugnable atalaya hasta que no hubimos llegado a la mina de carbón, en las afueras de Ponferrada. Allí, respirando aquel aire de libertad, me convencí de que esa era mi tabla de salvación, el lugar donde debería permanecer si no quería acabar convertido en un saco de monomanías.

De esta forma pude averiguar las causas por las que Enrique sobrellevaba su aparentemente insoportable trabajo con una resignación más que sospechosa. Y es que mi padrastro tenía montada una muy amena tertulia con otros cuatro vigilantes de chamizos próximos quienes, al calor de una lumbre acogedora, dejaban transcurrir la noche entre anécdotas de fauna humana, música de radio, y whisky. Todos los contertulios tenían tras de sí un singular y curioso bagaje vital, lo que los convertía en unos compañeros inmejorables para pasar, insomnes y a campo abierto, tan largas veladas. Uno de ellos había sido policía municipal en Tomelloso y se hallaba en la misma circunstancia que Enrique, es decir, huía de la tenaz persecución de su esposa. Otro era un joven sin más vocación que la de poeta, hijo del director de una oficina bancaria que había concedido un crédito heterodoxo al propietario de la mina a cambio de que este diera al muchacho un contrato de escarmiento. El tercero era hermano del representante sindical de la empresa que lo contrató y estaba allí a costa de dos puntos de la masa salarial, despistados en el fragor de la negociación colectiva. (Esto se supo más tarde, por mor de una confidencia tan jactanciosa como estúpida que las intensas horas de camaradería y alcohol lograron estimular.)

El último había venido dedicando su vida al hurto famélico de gallináceas y artiodáctilos de pequeño tamaño, y llevaba camino de convertirse en un forajido de leyenda de no haber mediado una extravagante aparición de san Gabriel, quien, en Ciudad Rodrigo, le amonestó con severidad y le conminó a someterse a la advocación de la Virgen de la Encina; últimamente dudaba de haber oído bien el mensaje, pues no acababa de alcanzársele el interés especial que el arcángel pudiera tener por la patrona berciana, y en sus momentos más atribulados soltaba unas imprecaciones que a los demás nos llenaban de gozo.

Con esta breve descripción de los divertidos compañeros de Enrique ustedes ya habrán imaginado que mi incorporación al grupo fue saludada con entusiasmo. Hasta tal punto fue así que, en más de una ocasión, se me permitió participar en la ronda de whisky sin desembolso alguno por mi parte. También es fácil adivinar que, mientras la armonía reinó entre nosotros, las noches transcurridas con aquellas personas resultaron, para mí, felices y, al mismo tiempo, aleccionadoras. Nunca como hasta entonces, dejando aparte el mundo de mi primera infancia, yo me había sentido tan integrado con quienes me rodeaban. Junto a ellos yo no era un extraño, curioso y gregario ser cuyo origen se desconocía, sino uno más en el conjunto; quizá marginal y distinto, pero no más que cualquiera de aquellos que se reían con mis acrobacias aéreas. Allí, sentado en cuclillas frente a la lumbre, Green disponía de derechos propios, participaba en los mismos juegos de hombres y respondía con carcajadas y aplausos a las ocurrencias, por fin cálidas y entrañables, de los demás. Mi nacimiento carecía de importancia y mi destino coincidía con el de mis compañeros en ese punto exacto, y ahora esperanzador, que se llama incertidumbre. Si algo sabíamos con certeza ineludible era que, algún día, acabaríamos por separarnos; pero, hasta que ese maldito instante llegara, nos necesitábamos sin espurios intereses. Sentíamos, pues, los unos por los otros, un sincero cariño de camaradas, que alimentábamos con chistes, burlas y confidencias igual que madres que dieran el pecho a su hijito recién nacido. Así aprendí, por cierto, que hay en el mundo de ustedes, los hombres, una ética de la subsistencia, laica y solidaria, de equilibrio precario, que sólo actúa en los territorios limítrofes de la pobreza, allí donde no llega la manga ancha del despilfarro ni hace estragos el horror de la desesperanza. Viví cómodo en ella, después de tanto tiempo mareado por la brújula caprichosa de esa existencia que llaman burguesa.

Por eso, a veces, el recuerdo de Juana me asaltaba de forma inesperada.

Otra satisfacción añadida a la de aquel descubrimiento fue la de mi correlativa emancipación respecto de Lucía, a quien apreciaba con sinceridad pero de cuyo vacío anímico necesitaba huir. Con mi nueva jornada —¿laboral?— apenas sí la veía unas horas al día; y, de estas, la mayor parte las pasaba como un simple espectador de las conversaciones, discusiones y volteretas amatorias que la mujer sostenía con Enrique. Dado que, ante mí, ellos no se paraban en sutilezas, esta distracción, además de divertida, me aportó un amplio material de extraordinario valor antropológico que, en buena medida, ha influido en mi visión —reconozco que un tanto particular— de la especie humana. Por ejemplo, fue entonces cuando empecé a sospechar que las cosas no acabarían bien entre Lucía y mi padrastro, pues la relación que mantenían se parecía demasiado a la que Enrique sostuvo con Emma, por más que antes se hablara de la cena con los Egocheaga y ahora el asunto girase en torno a Mahler. Todavía a estas alturas, estando ya en posesión del desenlace, ignoro si el problema estribaba en la escasa imaginación que mi padrastro se gastaba para resolver su vida amorosa, o es que los hombres están condenados, por una extraña e inmisericorde ley divina, a reproducir en un bucle los fracasos más íntimos, como si de ellos resultara imposible extraer conclusiones. Yo no quiero parecer petulante pero, de ser cierta la segunda alternativa, resultaría que ustedes, con su pavoneada evolución desde el tronco común que les emparenta conmigo, habrían estado dilapidando el tiempo sin piedad. A no ser que aún se encuentren en mitad del camino de esa evolución, en cuyo caso me gustaría vivir unos cuantos años más por ver en qué termina todo esto. Sería muy instructivo… Pero no pretendo desviarme del hilo de mi historia, así que dejo para otro momento y lugar estas disquisiciones que, en cualquier caso, juzgo interesantes.

A nuestra reunión nocturna en el monte próximo a Ponferrada vino a incorporarse un nuevo vigilante que dijo llamarse Junco. Era muy alto, desgarbado, patiestevado —como yo, ciertamente— y muy poco parlanchín, propenso a la melancolía y, sin duda, aficionado al alcohol. Venía de Sanabria huyendo de su propia tristeza. Y no supimos más de su pasado, siquiera el inmediato. Por estos rasgos podría pensarse que Junco era un hombre desagradable. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Junco era una persona noble y bonachona; y, aunque no aportó a nuestra tertulia ninguna nueva virtud que se le pudiera alabar, al menos se dejó querer con mansedumbre: Junco pasaba las horas en silencio junto a nosotros, la mirada perdida sobre la hoguera que nos calentaba, ensimismado, pero de vez en cuando alzaba el rostro para mostrar un atisbo de sonrisa en sus labios; de esta manera, tímida y lacónica, nos agradecía nuestra compañía. Sólo por eso, y por el espléndido café que nos traía de su casa, supimos aceptarlo y disculparle su casi permanente ausencia.

Así atravesamos los siete un largo y duro invierno. Luego, con la llegada del buen tiempo y el recorte de las noches, pareció que nuestro trabajo habría de ganar en comodidad y diversión. Ahora, libres de las mantas en las que nos envolvíamos, podríamos ampliar la gama de nuestros entretenimientos, dar pequeños paseos por los alrededores e incorporar algunos juegos al filandón. Los naipes causaron furor durante varios días. Sin embargo, como a petición de Junco las apuestas estaban limitadas a media botella de whisky, el divertimiento acabó adquiriendo un tufillo a inocencia que lo hizo muy pronto reprobable. Volvimos, pues, al ejercicio sano de la plática hasta que, llegada la Semana Santa, alguien recordó la costumbre inveterada, allí en El Bierzo, de rendir culto a las chapas. El juego, muy simple, consistía en lanzar dos monedas de plata al aire con el correspondiente cruce de apuestas acerca del lado — cara o cruz— en el que caerían sobre el suelo. Como habrán comprendido, no requería de una especial habilidad y, por tanto, era apto para todos los públicos. A mí, sin embargo, no me dejaron participar como apostante por razones de solvencia: tuve que conformarme con el papel de lanzador, que cumplí con exquisita neutralidad. Sólo Junco se negó, en un primer momento, a incorporarse al juego, pero al fin sucumbió a la tentación que, resultaba notorio, lo devoraba por dentro.

Ignoro si ustedes poseen la experiencia de este juego tan sencillo como aborrecible. En su aparente simpleza, las chapas esconden el veneno de una atracción irremediable, irrepudiable, viciosa, frente a la cual no cabe oponer resistencia física ni mucho menos moral. Lo peor que le puede ocurrir a uno es comenzar el envite con ganancias, pues así se transforma el deseo natural de retirarse en una cobardía indeseable. Perder resultaría a la postre más beneficioso si no fuera porque, hallándose la posibilidad de la victoria a la vuelta de la moneda, parece inconcebible no llegar a ganar, y en esta apuesta desenfrenada por la lógica de la estadística van cayendo todos los dineros. Cuando, por fin, tras remontar una larga y mala racha de cruces que deberían ser caras y de caras que deberían ser cruces, el apostante equilibra su caja y aun la mejora, quien ahora se halla en baja exige el derecho al resarcimiento y se vuelve otra vez a empezar. Al final, destrozados por el esfuerzo físico y la tensión emocional, alguien sugerirá el cierre de los lanzamientos y la propuesta será criticada por aquellos que, ganando, quieren ganar más, y por aquellos que, perdiendo, quieren perder menos.

Enrique fue de los que inició su periplo vano alrededor de la fortuna con beneficios que hicieron sospechar de mi inocencia animal. Los excedentes que llevó a casa no fueron importantes pues, en aquellas jornadas principiantes, las apuestas que se cruzaban eran más bien tímidas y las ganancias apenas daban para mejorar la calidad del vino con el que se festejaban. Sin embargo, las cifras de los envites cayeron por una pendiente leve y sinuosa pero nutriente que, con la constancia odiosa del tiempo, fue engordando, cual bola de nieve, el precio de cada apuesta. De milagro, las posiciones se mantuvieron equilibradas durante varios días, de forma que todos atravesamos jornadas esplendorosas tras noches infaustas, y jornadas infaustas tras noches esplendorosas, con el único resultado práctico de alterarnos los nervios y aquella maravillosa amistad de la que hablaba apenas hace unos minutos. Muy pronto, pues, el inmaculado interés personal que nos mantenía unidos se transformó en ansia de saqueo mutuo. Los prolegómenos de cada aquelarre febril de apuestas y de gritos terminaron por hacerse idénticos: expectantes, eléctricos, tensos, brutales. Cada cual medía en silencio la proximidad del otro, olfateaba su estado de ánimo, calculaba sus posibilidades de éxito y las comparaba con las propias, le aojaba con un pensamiento terrible, blasfemaba para sus adentros y por fin se lanzaba a la vorágine de las caras y de las cruces. Poco a poco, todos los rostros se desencajaban, los ojos se hinchaban bajo los párpados y los músculos de la cara se agarrotaban en una mueca llena de anhelos y de estupor. Avanzada la madrugada, ya nadie mantenía el control de sus palabras e ideas; cada cual era una caricatura de sí mismo, injuriaba al de al lado, invocaba a santos, ángeles y vírgenes, vociferaba esforzándose en colocar su voz por encima de las de los demás… Por cierto, entre todos era Junco quien se había transformado con mayor rotundidad, hasta el extremo de no ser reconocido por sus compañeros, quienes se felicitaron por ello. En efecto, Junco había pasado de ser un hombre reservado, de muy pocas, pobres y tímidas palabras, a un desaforado apostante, de bríos insospechables y de riesgos temerarios, pero todo ello sin que la mutación le hubiera costado un ápice de su nobleza. Junco no salió victorioso ni una sola noche, y sin embargo era el único que agotaba la batalla excitado y con ganas de continuarla, sin malhumor. Se diría que encontraba gusto en el propio hecho de perder, porque sólo así se entiende que las derrotas soportadas jornada tras jornada no le hubieran servido de escarmiento sino, antes al contrario, fueran acicate para emprender de nuevo el camino idiota hacia el fracaso.

A medida que el tiempo avanzaba y que la rutina iba imponiendo su fatal legalidad, Enrique y sus compañeros de juego fueron aceptando sucesivos aumentos en el precio de las apuestas para compensar con el placer del riesgo la monotonía mecánica de las monedas al aire. Muy pronto, los envites cruzados llegaron a sumar el salario semanal de todo el grupo y amenazaban con no quedarse ahí. Enrique llegó a perder en una noche todos nuestros ahorros de seis meses, si bien más tarde pudo recuperar una parte importante del peculio así dilapidado, lo que nos salvó de una bancarrota inexplicable ante los ojos de Lucía. Viendo, pues, el cariz que estaba tomando aquel maldito juego, triunfó por fin la sensatez: se estableció una fecha como cierre definitivo del periodo de apuestas, a partir de la cual se hacía cuestión de honor que nadie pudiera solicitar ni conceder revanchas o desquites, ni dar ocasión para resarcimientos. La idea parecía inteligente y sin duda lo era; sin embargo, la proximidad de la clausura desbordó los apetitos más bajos y las apuestas alcanzaron cifras de escalofrío.

La última noche de aquella aciaga temporada Enrique se dejó el sueldo del mes. Nunca se supo lo que Junco perdió, pero debió de ser una cantidad muy superior. De nada le valió a aquel hombre solitario —nunca tan solitario— ahogar las penas en el whisky ofrecido por los jugadores triunfantes. Recuerdo que nos sentamos alrededor de la hoguera y que alguien entonó una canción de amor que hablaba de un muchacho que cruzó el Atlántico dejando en España a la moza labriega de sus sueños. Una botella corrió varias veces por delante de mí, y luego otra, y más tarde otra. A la hora del alba nos encontrábamos todos en silencio, rumiando la resaca de las monedas y del alcohol, adormilados por el sentimiento de un vacío profundo que nos aquietaba sin esperanza. Fue entonces cuando Junco se levantó pesadamente y, ya en pie, nos dijo no más que «adiós». Lo vi alejarse con entereza, la cabeza alta, la espalda vertical, la culata de su escopeta arrastrada por el suelo como si de un pequeño perro se tratase. Minutos más tarde, un disparo largo y seco rasgó la hermosa madrugada berciana.

Junco había decidido dejar de jugar. Como Primo. Como Madre. Se aburrió muy pronto, el infeliz. Tengo para mí que fue un aburrimiento íntimo y, al mismo tiempo, muy entrenado, casi atlético, prepotente pero, sobre todo, falto de cortesía hacia los demás, que nos quedamos con la sensación de que la vida es un placer obsceno. Por fortuna, esa ética de la subsistencia de la que hablaba antes nos quitó muy pronto esta idea de la cabeza. Yo, en particular, quería seguir probando suerte, pues no acababa de admitir que la felicidad no existiera: la había conocido; no hacía tanto de ello; la había conocido y sabía que me aguardaba en alguna parte incierta del universo. Seguiría buscándola.

La mina en la que trabajábamos Enrique y yo fue precintada por la autoridad judicial y su propietario multado por varios departamentos de la administración pública. Se rumoreó, además, que el carbón que se obtenía de la misma era suministrado a diversas centrales térmicas previo chalaneo y soborno de algunos directivos de aquellas; la instrucción del correspondiente expediente, aderezada por la transformación de la duda en noticia, nos convirtió sin demasiadas dificultades en sospechosos de pertenecer a una banda de mafiosillos de poca monta, lo que en nuestro barrio se aderezó con historias de narcotráfico y trata de niños. En nuestra ingenuidad, aún permanecimos en Ponferrada varias semanas más, alimentando la esperanza de recibir algún tipo de indemnización estatal por la pérdida de nuestra fuente de ingresos, pero resultó mucho más ágil y contundente la actuación de nuestros acreedores que la movilización de la pesada maquinaria del gobierno. Así pues, tuvimos que abandonar la ciudad de manera ignominiosa, es decir, de noche, dejando tras nosotros un montón de insultos y sin más equipaje que la certeza cruel de haber perdido el tiempo estúpidamente.

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