Green

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De la soledad de Green ante la responsabilidad del Poder, y de cómo, habiendo hecho un mal uso de este, acabó con su cuerpo en un zoológico

Como ya dejé dicho, me fue fácil olvidar. No busquen ustedes en ello mérito o demérito alguno. El asunto es más sencillo: los póngidos somos así. De este modo, Enrique y Lucía, de los que me queda un agradable recuerdo, no habían sido para mí sino otro episodio de mi ya demasiado larga existencia entre los seres humanos. Un episodio, como todos, destinado a colocarme en la situación presente, que era la que en verdad me apuraba.

Manuel Bueno, acaso porque ya lo había previsto desde los tiempos de la selva, supo aceptarme en mi función providencial. Por mi parte, yo tenía el pálpito de haber subido a los altares de la religión del carvallo por casualidad, como traído por los pelos. Mas, aun así, quise responder a las expectativas que toda feligresía deposita en sus apóstoles y por eso cumplí a rajatabla con los imperativos del culto, que conocía de sobra desde los años de mi infancia en Fez. No pongo en duda que Él habría pretendido mayor comedimiento en el ejercicio de mi magistratura. De vez en cuando me amonestaba en privado, me acusaba de histriónico y de payaso, y hasta llegó a amenazarme con el empalamiento si no ponía cierta contención en mis oficios. Pero en el fondo, supongo, Manuel Bueno encontraba divertido mi proceder, cuyos buenos resultados saltaban a la vista, y lo aceptaba como si hubiera partido de su propia iniciativa. De lo contrario, mi carrera de ídolo pontino se habría truncado mucho antes de cuando en realidad aconteció.

En todo caso, lo más cierto fue que sólo entonces me sentí libre y casi por entero feliz. Seguía siendo un exiliado, de acuerdo. También me faltaba una pareja. Pero, en contrapartida, disfrutaba una vida fácil y cómoda, y hasta mi vanidad se hallaba alimentada, quién sabe si en exceso. Yo era considerado un ser superior, merecedor de respeto, de veneración y, lo que es más importante, de abundantes frutos de la tierra, con los que se me seguía obsequiando cada mañana. Nunca perdoné los siete chupitos nocturnos de aguardiente ni rechacé gesto alguno de reverencia o pleitesía. Antes al contrario, los aplaudí con notoriedad, para que no hubiera duda de que eran de mi agrado, y tengo para mí que esto ayudó a mis parroquianos a afrontar lo que les quedaba de vida con fundada resignación y hasta con justificada alegría.

Nada obstaba, pues, a una vejez próxima tranquila y venerable de no haber sido porque un vértigo de poder y de confianza ciega en mis propias fuerzas quiso jugar una estúpida carrera en pos de la plusmarca, del inútil y gratuito «más difícil todavía» que nadie me había pedido y que yo me empeñé en conseguir. ¡Ay, maldita prepotencia la de quienes se juzgan impunes!

Así, una vez probé a mantener despierto a todo O Ponte durante una noche entera. Lo conseguí de forma harto sencilla: a cada hora convoqué a los vecinos con mis gritos. En otra ocasión sumí al pueblo en la zozobra con la simplicísima fórmula de pasearme durante tres días, de aquí para allá, con un pañuelo blanco agarrado por mi mano izquierda. Al cuarto día se firmó el armisticio en no sé qué guerra civil del continente africano y Manuel Bueno supo vender la casualidad como una evidencia más de mi poder taumatúrgico. Aún quise apurar el fervor de aquellos hombres y los hice peregrinar durante siete días seguidos hasta una cueva en la que me instalé para la ocasión, que distaba de O Ponte sus buenos cinco kilómetros. Cumplieron el rito con devoción y sin desfallecimiento, a pesar de haber tenido que salvar, yendo y viniendo, las aguas de un riachuelo crecido por una racha de lluvias que durante aquellos días anegó la comarca.

Me defenderé de las acusaciones que han llegado hasta mis oídos: no es que me hubiera convertido en un gamberro; es que, por primera vez en mi ya larga existencia, yo podía obrar con libertad absoluta, sin pedir permisos ni perdones. Así pues, no hacía más que ejercer el derecho para el que, por indicación de Él, había estado trabajando toda mi vida; ese que, por fin, había alcanzado tras tantas penalidades como las que a ustedes les constan… Pero miento; sólo ahora lo sé, una vez que puedo analizar mi conducta con la perspectiva del tiempo y descubro que mi gran error fue confundir mi libertad con un atributo, sólo parecido a ese, que caracteriza a quienes se saben inmunes a las represalias. Porque lo más cierto fue que yo no opté por dar pábulo a mi albedrío, sino, siendo preciso, por provocar a los demás con mi particular sentido de hacer lo que me daba la gana, amparado, como estaba, por ese estatuto de impunidad en el que viven los prestidigitadores de verdades y de creencias. Claro que incluso este tipo de patentes tiene un límite. Límite que yo no supe medir.

Ocurrió un mediodía de otoño caliente, húmedo, plomizo, muy sugerente para la pereza. Aún estaba reciente mi última broma (los pontinos debieron dar tres vueltas alrededor de la cruz en la que Lucía estuvo a punto de perder la cabeza; a la pata coja, adviértase) y me sentía exultante, ufano, optimista, dispuesto a emprender las mayores empresas. Y, entre las mayores, aquella con la que había venido soñando desde los tiempos en que supe que Wotan-Odín residía en mi seno.

En aquellas horas, toda mi parroquia se hallaba congregada en torno al carvallo. Como siempre. Sin embargo, algo diferente había ¡en el aire que hacía de aquella ocasión un pretexto magnífico para la expansión de la creatividad. No sabría decir qué. Lo cierto es que nunca como hasta entonces sentí a mis feligreses tan fervientes y devotos de su mito, que yo representaba (sólo en ese momento lo comprendí con claridad) de forma pluscuamperfecta. Cantaban los pobres viejos una salve de texto confuso mientras, de uno en uno, se acercaban hasta mí para entregarme manzanas y pastelillos de hojaldre con miel. Al realizar sus ofrendas, algunos pronunciaban fórmulas arbitrarias que, a veces, rozaban el disparate; otros no se atrevían a tanto y, más recatados o cohibidos, callaban o bisbiseaban una fórmula ininteligible. Se tenía por entendido que, tras este ofertorio, la reencarnación de Wotan (o sea, yo) debería golpearse con cinco series de puñadas sobre el pecho, breves pero intensas, seguidas de un grito largo y agudo, tras el cual los pontinos se retiraban entonando un rezo musicado que hablaba de la suprema e inaccesible sabiduría del Sumo Hacedor. Yo me puse a ello sin más demora pero, concluido el tercer ciclo de golpecitos, me detuve en gesto hierático, como petrificado, con los brazos extendidos hacia el cielo. Un susurro de inquietud comenzó a correr de boca en boca cuando el paso de los segundos se hizo pesado. Sólo Manuel Bueno permanecía en silencio y cruzaba los dedos. Un rayo de sol había abierto un ojo entre las nubes grises y atravesaba la copa del Adrham. Primero iluminó mi rostro. Luego se depositó en mi vientre. Su caricia cálida, cariñosa, favoreció el propósito que me movía: exhibir, por fin, mi gran secreto, aquel que, durante años, tuve que ocultar con celo de orfebre y vergüenza de noble en bancarrota. Yo tenía el convencimiento de que en O Ponte llegaría a imponer mi ley, la ley del geniecillo que tan feliz me hacía cuando se expansionaba y que, sin embargo, hasta entonces permanecía en reclusión, como si de un terrible y desalmado sátiro se tratara. Estaba harto, sabrán entenderlo. Así que, animado y animoso, abrí mis patas y dejé que la energía que borbotaba en mi sangre hiciera el resto. Los aldeanos se quedaron estupefactos; el rumor se hizo estentóreo. Yo interpreté aquella incontenida manifestación de sorpresa como aprobatoria, de modo que, espoleado por el éxito tan bellamente anunciado en el preludio, bajé mi mano derecha y froté a mi buen amigo con divertida incontinencia. Por fin, la emoción reventó como un clavel lleno de vida. El murmullo cesó de repente, como segado por una guadaña. Abruptamente. Un silencio brutal se adueñó, entonces, del jardín. Nadie se mostró capaz de reaccionar. Nadie. Busqué en Manuel Bueno el amparo de una mirada tierna, pero este permanecía como yo, atónito, desconcertado, inflamado por una energía interior a punto de desbordarse. Tan incómodo llegué a sentirme ante aquella desoladora respuesta que, por azuzarla, comencé a aplaudir. A aplaudir y a carcajearme. No conseguí lo que pretendía. Al contrario. Alguien se atrevió a lanzarme un insulto y, en seguida, cayó sobre mí una lluvia graneada de hortalizas, frutas y piedras, que me obligó a cobijarme en lo más alto del carvallo. Desde la copa logré alcanzar la rama de otro árbol, y luego la de otro, hasta que, por fin, pude perderme en el bosque. Salvé la vida de milagro.

Días más tarde rondé con sigilo la aldea. Guardaba conmigo la esperanza de que aquel penoso incidente se tuviera por olvidado y que Manuel Bueno y los pontinos hubieran recuperado su devoción hacia Wotan-Odín. Así fue como me enteré de que ya el legajo de San Brandán había anunciado el episodio, y que O Ponte sólo purgaría su pecado de idolatría el día en que pudiera enterrar, al pie del Adrham deshonrado, el corazón y los sesos de pérfido Mono de la Testuz Verde. Definitivamente, Él me había abandonado. Aún me pregunto si su amor por mí era tan breve que pudo menos que la coherencia de sus mentiras.

Ocioso es decirlo, este descubrimiento y las dudas que trajo consigo me disuadieron de intentar la reconciliación. Regresé, pues, al bosque, donde permanecí, indefenso y asustado, unas pocas semanas. Para mi desgracia, yo estaba tan habituado a vivir entre los hombres que aquel nuevo e inmenso hogar que era la arboleda frondosa, los matorrales, un río, las flores… terminó por resultarme hostil y hasta asfixiante. Sí, asfixiante; sé lo que digo, y me avergüenzo de ello, pero no puedo retractarme. Me reconozco el despojo de un ser que pudo haber sido feliz y que acabó hecho un paria, sin recursos para sobrevivir en su propio medio, allí donde todo se manifiesta tal cual es, de manera libre. Como debe ser. Por eso acabé haciendo lo que hice: otra vez deposité mi suerte en manos del destino y me dejé atrapar por el primer individuo que se cruzó ante mis narices, un cazador de pocas palabras, quién sabe si el mismo que me arrebatara de los brazos de mi Madre, tanto tiempo atrás.

Poco queda por contar de mi vida. El cazador me dio cobijo en una coqueta cabaña de madera y, días más tarde, me entregó a un anciano de aspecto venerable que resultó ser el biólogo jefe del zoológico de Barcelona. A la cárcel, pues, fui a dar, sin cargos, juicio ni hábeas corpus que me amparase, hasta que usted, señor Gil, por mor de un providencial malentendido con un regalo que me lanzó al tuntún, se las arregló para manumitirme después de una larga y estúpida estancia entre los más aborregados individuos que jamás conocí entre los de mi especie. Debo decir que, desde entonces, he sido tratado con un respeto exquisito. No obstante, mi esperanza de hallarme ante los camaradas de una secta de ungidos a la que yo, sin saberlo, acaso pertenecería, se desvaneció muy pronto; tan pronto como lo hace el humo en su ascenso suicida hacia la nada.

Todo esto ocurrió cuando los años me pesaban demasiado. Incluso así, aún tuve el empeño de visitar la tierra que me había visto nacer. Sabía que me resultaría muy difícil encontrarme con Hermano, pero necesitaba cumplir con la promesa que me había hecho a mí mismo, aquella de regresar en estado de gracia para exhibirla ante Machomasfuerte, el traidor. Y, aunque en estado de gracia no volviera, manejaba ya suficientes recursos como hacerlo creer de esta forma. Y eso me bastaba. Machomasfuerte habría de verme triunfante. Y tendría miedo de mi poder. Y se arrepentiría de todo el daño que hiciera a mi familia. Y suplicaría perdón. Y la selva entera aprendería que el tiempo resarce a los justos. Y la memoria de Madre quedaría restaurada para siempre. Y con esto, sólo con esto, habría cumplido el objetivo por el que alguien, ya no sé quién, me colocó en este curioso planeta.

Gracias a ustedes, y con ustedes, emprendí el viaje.

Con los datos que fui desgranando, nos acercamos poco a poco a nuestro destino. Nos encontramos con varias colonias de chimpancés, pero de ninguna fui capaz de sacar una pista que nos facilitara la tarea. Nadie hablaba; nadie entendía mis palabras. Me recibieron como a un extraterrestre. Tal vez lo fuera para ellos. Hasta que la silueta de un monte aislado, similar a la cabeza de un gigantesco mono, hizo que el corazón se pusiera a brincar en mi pecho. Reconocí la vereda de hojarasca que llevaba al río, protegida por dos cordones de wasintonias. Y el matorral de acantos bajo el que nos protegíamos de la lluvia. También, el termitero próximo al arbusto de mimosas, con el que nos alimentábamos al tiempo que nos divertíamos, y el cucuyo desde el que Hermano retó a los espíritus de la guerra. Allí permanecía la señal repugnante del disparo que por poco le siega su existencia.

Todo era más pequeño que en mis recuerdos.

Muy pronto tropezamos con los restos de la choza de cañas y helechos en la que Él se guarecía en las noches de invierno: estaban calcinados y atacados por los hongos. En sus alrededores, esparcidas por el criterio arbitrario del tiempo, encontramos las virutas del expolio: un trozo de la radio que los soldados pelirrojos reventaron con ensañamiento, una cajita de cuero y los auriculares con los que Él se comunicó conmigo por primera vez. Una ráfaga de recuerdos, bellos y amargos, arrasó mi cabeza. Me puse a gritar. ¿Dónde estaba yo cuando la vida se llevó por delante todo aquello, lo que era mío y de los míos? ¿Adónde se habían ido los días felices de mi infancia? ¿Y por qué venían hasta mí si de repente se disolvían en el viento, inasibles y dolorosos como almas en pena?

¿Por dónde vagarían? ¿Qué podía darles para rescatarlos del pasado, para que no se murieran en mis manos, como hizo Madre ante la alevosa indiferencia del mundo? Palabras, necesitaba palabras como las de Él, que hicieran de la bruma de la memoria una historia real y, sobre todo, presente y tangible. Pero no me salían. Y me faltaba el aire. Me faltaba el aire porque no me salían las palabras. Torpezas de chimpancé.

No sé cuántas horas pasé sentado sobre un tronco podrido de palmera, contemplando en silencio los auriculares de Él, yacientes en el suelo. Ustedes sí lo sabrán, que respetaron mi dolor con suma paciencia. Pensaba. Intentaba buscar una respuesta a tantas preguntas que me asaltaban. Alguien, en aquel lugar, habría de tenerlas. Pero mi colonia había desaparecido, conducida por Machomasfuerte, tal vez, hacia tierras ignotas que jamás podría alcanzar.

Cayó la tarde y, con ella, el viento viró su rumbo. Entonces llegó a mis oídos un murmullo familiar. Procedía de un estanque próximo en el que yo solía bañarme con mi Hermano. Yo, quiero decir Yo; espero que me entiendan. Corrí hacia él y, en efecto, allí me encontré con una escena esperada. Varios pequeños chimpancés jugaban alegremente, olvidados del resto de la selva. Saltaban unos sobre otros y se arrojaban barro a la cara. Por su amor al agua supe que eran de los míos. Reían. Reían a discreción. Al verme, se quedaron paralizados. Sin duda sintieron miedo. Intenté tranquilizarlos con unas cuantas frases cariñosas, pero no me entendieron. Sin embargo, estaba convencido de hallarme ante la última generación de mi familia, y no podía admitir que no supieran hablar como lo hacía yo. Insistí, pero no me contestaron. Se miraron entre sí, sorprendidos, y, por fin, debieron de juzgar que se hallaban ante un chalado infeliz. Volvieron, pues, a sus juegos, indiferentes a mi presencia. Protesté. «¡Tenéis que decirme algo, por favor!», acabé suplicando. Mas, para los pequeños, nada tenía mayor importancia que sus bromas. Hasta que, de la maleza, apareció una hembra adulta con gesto huraño. Me enseñó sus dientes, desafiante. Luego soltó un chillido agudo. Los pequeños se asustaron y huyeron en desbandada. Dije a la mona: «No quiero haceros daño. Sólo necesito charlar un momento contigo. Una palabra, concédeme una palabra. Una palabra tuya bastará para hacerme feliz». La hembra me miró con sorpresa. Quise creer que por su mente había surcado un pensamiento generoso. Pero permaneció callada. «No es posible que no sepas hablar. Incluso Machomasfuerte tuvo que enseñaros alguna cosa, por torpe que fuera el muy sinvergüenza», probé a provocarla. Entonces la mona se acercó hacia mí apenas dos metros, regresó al gesto adusto, levantó el puño en amenaza y gritó: «¡Olvida todo lo que aprendiste! ¡Y no mires más! ¡Ni oigas! ¡Ni, mucho menos, hables!». Y, en seguida, echó sus manos a la boca, como arrepentida de haberse exhibido parlante; luego giró sobre sí misma y huyó por donde había venido. En su mirada de adiós reconocí un miedo antiguo; miedo no de mí, sino de su propia conciencia.

Nunca más supe de ella, ni de los pequeños, ni hallé rastro alguno de la comunidad a la que pertenecían. Pronto, pues, llegó el cansancio, y poco después el desánimo, y de forma alevosa se adueñó de mi corazón la pereza y el hastío, y así fue como renuncié al resentimiento que, lo reconozco, me había llevado hasta allí. También renuncié a mis esperanzas de reconciliarme con el que fui, con aquel Yo sin nombre ni apellidos, morada de un duende que habría de poner el mundo bajo mis pies.

No renuncié, en cambio, a comprender lo que mi vida había significado. Sólo así se entiende que me haya prestado con tanta docilidad a servirles a ustedes de objeto de estudio en interminables sesiones de trabajo, enganchado a cables y artilugios que apenas permitían moverme, casi siempre respondiendo a cuestiones íntimas, comprometidas, a veces dolorosas, o escuchando la lectura en viva voz de sesudos informes y libros. Después de tantos años de observar a la gente, sentirme observado me pareció una idea sugerente. Tan frustrantes habían resultado para mí los intentos por conocer el alma de los hombres que saludé la iniciativa del señor Gil como la última posibilidad de poder enterarme de algo: tal vez sus conclusiones acerca de mí y de mi animalidad fueran como el negativo de una fotografía que, por fin, adquiriría formas y sentidos. Debo confesar, en este punto, que usted, señor Gil, me produjo una gran decepción, pues estuvo enredado demasiado tiempo en consideraciones de orden semiológico que a mí, con toda franqueza, me importaban un rábano. En su haber he de anotar, no obstante, su sensibilidad y cariño, que nunca podré pagar como se merece, si no es con esta humilde confesión, que ya termina.

Al final de mi paso por la sociedad de los hombres me ha quedado la impresión de haber ido alejándome poco a poco de lo que fui y de lo que primariamente soy, materia entre materia; materia, por cierto, frágil, fugaz y sólo alimentada de presente. De joven no supe verlo así, tal vez confundido por las buenas intenciones de Él, mi preceptor. (Debería guardarse mayor prudencia con las historias que se cuentan a los niños.) Porque lo cierto fue que, de repente, me vi embarcado en un absurdo periplo en espiral alrededor de mi ombligo. Y, con cada vuelta, no hice sino acallar las voces urgentes del trasgo que llevaba dentro; primero, con palabras que se referían a cosas; luego, con palabras que se referían a palabras; y más tarde, con palabras que se referían a palabras que se referían a palabras. Lo irreal y lo innecesario fueron ocupando en mi vida territorios que, poco a poco, fueron ahogándola. Hasta que, por fin, me olvidé del origen de aquel viaje: mis deseos se desconectaron de mis necesidades y acabé arrastrado por el vórtice de un discurso que no era de mi interés. Me mentí a mí mismo. Incluso padecí alucinaciones. Tal vez ustedes tengan razón cuando me dicen que a Él lo mataron sus secuestradores, y que mis posteriores encuentros con su alter ego no fueron sino el producto de mi horror al vacío, un estertor indómito de esperanza.

Salvándolo a Él me salvaba yo mismo, es verdad. Y no sólo yo me salvaba; se salvaba, también, y sobre todo, ese resentimiento voraz de mono expulsado de su paraíso. Me solacé en mi propio malestar, lo reconozco. A quien ya no reconozco es al chimpancé mimado por su destino, ese que tiempo atrás habitó mi cuerpo.

Pero yo ya no tengo remedio.

Para mi consuelo queda la conciencia de pertenecer a un escalón evolutivo inferior, para el que algunos misterios de la especie humana han de permanecer inextricables por lógicos imperativos de la madre naturaleza. Así pues, renuncio de este modo, a mi edad, a entender de asuntos tan sofisticados como todos esos de los que ya di cuenta. Y espero de la benevolencia de ustedes —que, desde el confortable palco de la inteligencia, escucharon esta, mi triste historia—, un poco de comprensión y, sobre todo, de afecto hacia este humildísimo representante de su pasado ancestral.

Este libro se acabó de imprimir

en el mes de abril de 2000

en Madrid

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