Green

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Capítulo segundo

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Capítulo segundo

En donde Green cuenta cómo entra en la familia de Yusuf y descubre en su entrepierna la existencia de un duendecillo fantástico, con las dispares consecuencias que ello trae consigo

La verdad es que, a partir de aquel momento, mi vida dejó de ser fácil. Me vi obligado a ganarla día a día. Y, esto, sin conocimiento alguno de la lengua que hablaban aquellos que me acogían; algo que, por cierto, sólo más tarde, a fuerza de atención y de amor propio, pude resolver con bastante solvencia. Rotos los lazos que me unían a mi Madre, abandonado luego a la suerte de un cazador y, más tarde, a la de un aduanero entregado de lleno al prevaricato, por razones y vicisitudes que no vienen al caso fui a dar con mi cuerpo a una ciudad llamada Fez. Allí me las tuve que ver con Yusuf, un personaje odioso del que mi primer y espontáneo recuerdo resulta, siempre, su olor nauseabundo a harina de huesos, su rostro cobrizo picado por la viruela y una boca desdentada pero grande y pastosa de la que sus palabras salían con pesadez, como si huyeran, chapoteando, de una ciénaga en descomposición. A Yusuf nunca le importé un comino: me aceptó por simple desidia, por desgana de decir no; quizá, también, por curiosidad o aburrimiento. Ni siquiera me había preparado un serón para dormir. Las primeras noches me acostó en el mismo suelo. Sólo tras una velada escandalosa conseguí un puñado de hierbas secas, que constituyeron desde entonces mi lecho. La comida que me daba era escasa, por no decir miserable, de gallofero en tierra de infieles, y alcanzaba la exquisitez en el mendrugo de pan bañado en agua. A veces, la esposa de Yusuf, de nombre Jalim, me suministraba leche de cabra a través de una tetilla de lona tan dura y áspera que los labios se me llenaron pronto de ampollas. Con todo, reconozco que mi situación no era excepcional.

En aquella casa, cada cual purgaba el crimen de haber nacido cumpliendo a rajatabla los caprichosos designios del destino, según la versión en rústica que de éstos daba Yusuf, el patriarca. Jalim se levantaba con el alba, preparaba té con hierbabuena para su esposo, cuidaba de cuatro cabras que convivían con la familia en un corral anejo a la estancia, asistía en la casa del cónsul honorario de Holanda, alimentaba a la prole y aún tenía tiempo, al anochecer, para aliviar las euforias de Yusuf. De los hijos, el mayor repujaba el cobre en un pequeño taller del zoco; pese a su juventud, tenía ganada reputación de maestro, o al menos eso era lo que predicaba el dueño del negocio ante los turistas que los visitaban. El segundo se había salvado de la percocería gracias a una providencial torpeza para sostener el buril con la mano izquierda. En cambio, poseía una extraña capacidad retentiva que le había permitido memorizar los rudimentos de las lenguas más dispares. Se dedicaba, pues, al asalto del extranjero, al que le cobraba tres dirhams por mostrarle la medina, otros tres por marearlo entre pasillos atestados de ceremoniosos comerciantes, y cinco por indicarle el camino de salida. Además, percibía de los mercaderes pequeñas comisiones establecidas en función de las compras realizadas por el acompañante de turno, de modo que sus finanzas habrían podido resultar saneadas de no haber sido porque su padre le obligaba a pechar con la totalidad de sus ingresos como contrapartida a la feliz circunstancia de hallarse bajo su égida. La tercera era una niña. No tenía más de ocho años cuando Yo llegué a la casa y ya acompañaba a su madre en la asistencia a la mujer del cónsul de Holanda. Por último, Maymún, el más pequeño y al que Yo más quise, no trabajaba en nada, pero era ignorado por ello y abandonado en la casa a su propia suerte, la cual, como habrán podido imaginar sin esfuerzo, no era excesiva. Maymún solía dormir hasta la saciedad y, cuando acababa de desperezarse, salía a la calle medio desnudo para jugar con las piedras y el barro de la rúa: allí entablaba amistad con cualquiera que quisiera ofrecérsela. En esto prefería a los ancianos, pero se conformaba con la de aquel que, simplemente, le acariciara la cabeza. Así, se encariñó pronto conmigo, quizá porque, pese a ser tan diferente, Yo era de su mismo tamaño y compartía con él idénticas vejaciones, de modo que entre nosotros creció pronto un espíritu de camaradería que nos ayudó a hacer frente a tanta adversidad. Además, supe ofrecerle a tiempo mi cuerpo, que estaba lleno de pelo y, en las mañanas frescas de invierno, le servía de abrigo.

Por su parte, Yusuf compartía su trabajo en la tenería de la ciudad con la militancia en una secreta congregación de adictos al sistema monárquico imperante. Aunque estas dos tareas no mantenían aparente relación entre sí, parece ser que la estabilidad en el empleo como curtidor venía condicionada por la lealtad que, incluso sin aliento, tuviera acreditada ante la secta. Sea como fuere, Yusuf cumplía las órdenes del capataz de la tenería con un entusiasmo que iba más allá de lo estipulado en el contrato, y ello le permitía, a cambio, cierta flexibilidad en asunto de jornadas que algunos compañeros envidiaban con callados recelos.

A fuerza de hacer de la mezquindad su profesión, Yusuf había terminado por convencerse a sí mismo de que en la sumisión hallaría su realización como hombre. En consecuencia, la practicaba de manera ritual, no sólo ante su patrón, sino también sobre su familia, con la que daba traslado a su peculiar idea de las jerarquías. En la casa, pues, todos le debíamos respeto reverencial. Los hijos le lavaban los pies cuando regresaba del trabajo y Jalim le servía la cena con la esperanza no disimulada de que su esposo, ahíto, renunciara aquella noche al uso del matrimonio. Con frecuencia, a Maymún y a mí nos dejaba en paz, pero sólo porque éramos pequeños y no estábamos en condiciones de satisfacerle sus caprichos.

De cualquier forma, no desaprovechaba ninguna ocasión para llamarnos «zánganos»; entonces, extendía su nauseabundo dedo índice, lo ponía a dos palmos de nuestras narices, y así nos amenazaba con un futuro inminente lleno de trabajos, sufrimientos y otras atrocidades, a cuyas rentas él se consideraba con un derecho que ya tardaba en llegarle.

Ese futuro se presentó ante mí con desgraciada antelación y por mor de un incidente que aún hoy soy incapaz de comprender. Yo estaba harto —es un decir— de mis migajas de pan con agua y de la tetilla de lona de Jalim, así que, un día, sin entrar a calcular las consecuencias de mi atrevimiento, le pedí el pecho a la mujer, llorando con todas las fuerzas de mis pequeños pulmones. Jalim aún criaba a Maymún y mantenía sus tetas en perfectísimo estado de suministro, de modo que no me pareció que la solicitud viniera a resultarle gravosa. Sin embargo, Jalim no sólo no aceptó la proposición, sino que me arrojó a la cabeza una palangana llena de lejía, de cuyos efectos detergentes me libró el generoso aguacero con el que me encontré al echarme a la calle. Para mi sorpresa, días más tarde Jalim me recogió del suelo, me pidió perdón y en seguida puso su inmenso y negro pezón en mi boca. Como no soy dado al rencor, accedí a entablar las paces que la buena mujer me ofrecía de forma tan liberal y le succioné el pecho hasta el empacho. Habría resultado una experiencia de ensueño de no mediar Yusuf. Éste, habiéndonos sorprendido en las postrimerías del trance, lo interrumpió con gritos, alaridos y aspavientos propios de un marido traicionado. Dado que me resultaba imposible desvanecer el malentendido, opté sin más explicaciones por batirme en retirada y esconderme, al fin, en el interior de un arcón. Pero Jalim, menos ágil y, por tanto, menos afortunada, tuvo que sufrir veinte azotes: acabó confinada durante quince días en un pequeño sótano de la casa, en el que convivió, en densa oscuridad y sintonía, con arañas, lombrices y ratas; también, con una humedad pegajosa que acabó por instalársele en las articulaciones y la dejó baldada para el resto de sus días.

Como ya habrán supuesto, el acto de inauguración de la fuente del placer fue también el de su clausura: cuando los ánimos se hubieron calmado volví a la tetilla de lona. Pero lo peor fue que Yusuf, temeroso de que se repitiera el agravio a sus espaldas, dio en considerar que su honor sólo quedaría a buen recaudo si a mí se me trababa convenientemente; por ejemplo, llevándome consigo a la tenería.

De la tenería de Fez no albergaba más experiencia que la que me había llegado a través de los oídos —por entonces ya me había hecho con el vocabulario básico de la subsistencia: no más de treinta palabras, casi todas con la misma raíz, ideologías aparte—. Pero algo que quizás estuviera inscrito en mi código genético hizo que me opusiera al proyecto de Yusuf con todas mis energías. Grité, rompí platos y tazas, arrojé piedras y barro contra mi secuestrador, pero sólo conseguí que el hombre se esmerara en la crueldad de su represalia, hundiéndome en un noque de orina del que casi salgo apelambrado. Comprendí, entonces, que debería acomodarme a la voluntad de aquel desalmado y saludé mi destino con resignación y estómago, convencido, por una especie de mística que tal vez se me haya colado en el cerebro a través del lenguaje de los hombres, de que mis sufrimientos no serían vanos y me pondrían en el camino de regreso hacia Él, el del blanco mostacho.

Aunque en la tenería nunca se me exigió realizar trabajo físico alguno, Yo debía permanecer sentado en una esquina infecta del recinto, rodeado de retales de pieles y de vísceras de animales desollados días o semanas atrás, derretidos en viscosa masa por un sol, más que justiciero, vengativo. Moscas grandes, azules, iridiscentes, zumbantes, llegaban de continuo desde todos los rincones de la ciudad, atraídas por la miasma de los desperdicios; y, después de revolcarse en el detrito en orgiástico festín, buscaban en mi cabeza y espalda el lecho cómodo en el cual reposar la pesada digestión. Yo no sé si las moscas eructan, vomitan o defecan pero, como consideraba —y aún sigo considerando— que todos esos episodios fisiológicos son probables incluso en animal tan miserable como el insecto, para mí resultaba como si, en efecto, se ciscaran en mi cuerpo, y eso me producía una angustia irreprimible. Con el tiempo fui acostumbrándome a aquella fastidiosa compañía que, a fuerza de hacerse pelma, incluso llegó a divertirme. Prefiero, sin embargo, las termitas y los piojos: son más dóciles y producen un burbujeo gracioso cuando los reviento entre mis dientes.

En fin, quizá no tuviera derecho a quejarme. La nueva experiencia me hizo comprender que la suerte de Yusuf no resultaba mucho más atractiva que la mía. Yusuf pasaba el día entero metido en noques y en tinos, con las piernas hundidas hasta las mismísimas ingles en líquidos cáusticos y hediondos, o entre tintes de diversos colores que se incrustaban en la piel a través de sus poros y la quemaban por dentro para apergaminarla. Sin duda, aquellos agentes corrosivos fueron los que deformaron los dedos de sus pies y de sus manos hasta conseguir que se parecieran a nabos: gruesos y terminados en punta. Cuando no permanecía en ese remojo, Yusuf debía pringarse hasta las axilas con lechada de cal, que servía para que los pellejos que trataba soltasen el pelo pero, más aun, para cauterizar las reducidas zonas de su epidermis que se habían salvado de los rigores de los ácidos. De modo que Yusuf era sincero cuando reconocía en tierna confidencia que me envidiaba. Lo solía hacer durante los descansos: se sentaba a mi lado —muy cerca, recuérdese, de un fango de tripas en descomposición— y, mientras despachaba unos trozos de carne condimentada con laurel, intentaba convencerme del lado bienaventurado de mi vida. Yusuf, por cierto, masticaba con suma dificultad a causa de su diezmada población molar. Esto lo obligaba a largos y a veces angustiosos ejercicios de mandíbula que le daban una equivocada apariencia de regodeo. Pero, disfrutara o no, lo que en realidad conseguía con tanto trajín muscular era inhalar los vahos del estercolero próximo, así que su ostentosa fruición bucal resultaba repugnante. En una ocasión se lo hice saber arrojándole a la cara el intestino de una gacela. Solté una estruendosa carcajada al verlo con la víscera podrida rodeándole su cuello, pero Yusuf se enfadó mucho y no dejó de correr hasta que pudo alcanzarme, bien que con la ayuda de toda la cuadrilla de curtidores: me cogió por las patas y metió mi cabeza en una tinaja llena de un tinte verde y viscoso, con sabor a lo que más tarde conocí como plástico. De no haber terciado el capataz, quien acudió presto en mi ayuda, habría perecido sin remedio. Por fortuna, todo quedó en un simple empacho de pintura; también, en una cresta verde que aún hoy corona mi frente y a la que, según contaré más adelante si me acuerdo, debo mi nombre.

Los primeros meses —quizás años— de aquel oprobioso periodo de mi infancia transcurrieron, pues, entre la miseria y el aburrimiento. Al alba, Yusuf me sacaba de la casa para llevarme a la tenería. Allí debía permanecer hasta la conclusión de la jornada, al atardecer, en disciplinado estado de reposo. Entonces, Yusuf y Yo regresábamos al hogar; él, deseoso de restaurar como patriarca la estima que su condición de curtidor tomaba a chufla; Yo, derrotado por el hambre y la monotonía. Allí, en la casa, a escondidas, me enfrentaba a la primera con los restos de la cena que aquellos menesterosos dejaban en sus platos, aduciendo reparos en los que nunca quise entrar. En cuanto a la segunda, es cierto que los hijos de Yusuf me querían y que, incluso, jugaban conmigo, pero sólo en lugares apartados de la estancia, porque el padre les tenía prohibida mi compañía, no tanto por la eventualidad del contagio de alguna extraña enfermedad como por el odio que me guardaba desde el incidente de mi desayuno en la teta de Jalim. Jalim, por su parte, mantenía conmigo una relación que quise creer de indiferencia; al menos, Yo prefería suponer que lo que la distanciaba de mí no era el eco de un merecido reproche, sino ese otro sentimiento tan humano de la vergüenza. Sólo Maymún, pues, compartía sin recato mi soledad. Todos los días, al verme regresar de la curtiduría, corría hacia mí, gozoso, y me abrazaba con ternura. Yo le correspondía con un beso en la frente y en seguida daba brincos a su alrededor. Por fin me detenía ante su mirada expectante y lanzaba una larga carcajada, que el niño mimetizaba con gracejo torpe pero voluntarioso. Yusuf nunca prohibió a su hijo esas efusiones sentimentales. Sin embargo, cada vez que éste las ponía en práctica, aquel le arrojaba una mirada furibunda que lo habría abierto en canal de poseer materia y corte afilado. Por suerte, Maymún ya tenía endurecida su personalidad a fuerza de forjársela en la calle y le respondía, sin amilanarse, con otra mirada cargada de desafíos. En silencio, padre e hijo quedaban, así, emplazados para un incierto combate, mientras Yo corría pesaroso hacia mi serón, aquejado por un sentimiento de culpa ante la tragedia que se anunciaba tan próxima.

De modo que ignoro por qué me mantenían vivo. Quizá por simple pereza de matarme. O, tal vez, por razones de estricta economía doméstica. En efecto, en toda la ciudad se supo pronto que un mono de testuz verde se pasaba largas horas del día con los curtidores, contemplando de forma tan holgazana como graciosa los trabajos insanos de aquellos desdichados obreros. No sé cómo decirlo sin que parezca jactancioso, pero el hecho debía de resultar en sí mismo excepcional. Si lo medimos en el incremento del número de turistas que vinieron a visitarnos, pertrechados con sus aparatosas máquinas fotográficas, concluiríamos que nos hallábamos ante un prodigio. Los guías que los acompañaban lo sospechaban, y habían pactado con el capataz de Yusuf la entrada al recinto a través del portón más próximo a mi esquina. A cambio de unos cuantos dirhams, los visitantes se entretenían con mis sonrisas y, de paso, se enteraban de que Yo era descendiente directo de Abdul-Farah, genio que, en tiempos del sarif Idris II, fundador de la ciudad, había envenenado con su esperma a la esposa de un general fatimí que amenazaba de invasión y que la pospuso a causa de la irreprimible tristeza que le produjo el óbito. En este punto del relato, mis sonrisas se volvían carcajadas: aquellos guías nunca dejaban de sorprenderme con su extraordinaria capacidad de fabulación, que superaba con creces la de los libros que Él nos leía para advertirnos del sutil y peligroso gozne que une la ficción a la realidad, allá por los tiempos añorados de la jungla. Los turistas, por su parte, lanzaban al aire y sin ninguna reserva comentarios de toda laya, algunos —como el que me suponía paniaguado del dueño del obrador— tan ultrajantes que en más de una ocasión estuve tentado de emprenderla a tripazos con todos ellos.

Así pues, mi presencia en la tenería se constituyó en fuente saneada de ingresos atípicos para el negocio, motivo por el que Yusuf consiguió disfrutar de nuevos privilegios, como el de poder lavarse las manos con agua y detergente antes de comer el kefta. Aun así, Yusuf siempre encontraba oportunidad para espetarme su particular visión de mi vida, fácil y alegre según aquella versión. El que lo hiciera, además, sin poner remedio a los continuos intentos de fuga del bolo alimenticio me irritaba sobremanera. Compréndase que Yo, en aquellas horas ya avanzadas del día, sólo había comido unos cuantos chicles y caramelos de fresa, naranja y limón. Era lo que los turistas, genuinos representantes de esa especie superior a la que ustedes dicen pertenecer, me arrojaban a cambio de unos cuantos gestos que ellos llamaban monadas, no sin desprecio y con manifiesta ignorancia de nuestra identidad cultural. De modo que un sentimiento de explotación empezó a hacerme cosquillas en los pliegues más íntimos del alma (por segunda vez: ¡sí, alma!)

Pero un día refulgente de calor, en pleno rigor de la canícula, desperté poseído por una extraña pereza. El cuerpo se negaba a responder a mis instrucciones, mas no por falta de fuerzas, sino porque las que me sobraban estaban entretenidas en una especie de excitación que recorría mi tejido nervioso con casi imperceptibles palpitaciones. Yusuf tuvo que esgrimir una correa de cuero para convencerme de la urgencia de abandonar mi nido: lo seguí, dócil, hasta la curtiduría, pero con harto dolor de mis extremidades, que a cada paso amenazaban con el desplante. Por fin llegamos al estercolero. Entonces corrí hacia la esquina de mis angustias, donde ya danzaba, impaciente, una nutrida nube de moscas golosas. Decidí ignorarlas, acogido a un sentimiento de beatitud que, de repente, me elevaba por encima de toda contingencia. No sólo ignoré a las moscas: también, a los compañeros de miseria de Yusuf, quienes, como cada mañana, me saludaron con la tradicional lluvia de gotas de orina y de tintes. Ajeno, pues, a toda ofensa, me acomodé en el suelo con la espalda, brazos y patas estirados, y ofrecí mi pecho desnudo al sol. En esa posición permanecí largos minutos, embriagado por una especie de somnolencia catalítica. Hasta que, impelido por una desconocida fuerza interior que con el tiempo aprendí a llamar instinto, puse una de las manos sobre el adminículo que colgaba de mis ingles y lo acaricié con suavidad. Para mi sorpresa, aquella parte de mi cuerpo, hasta ese instante relegada a funciones miserables de evacuación, empezó a adquirir paulatina firmeza y temple, como si así quisiera responder a aquellos arrumacos de los que Yo la había hecho objeto. Me incorporé de inmediato y, ya sentado, emprendí con el miembro una frenética refregadura. Los curtidores abandonaron sus tareas para contemplarme, al principio atónitos, muy pronto jubilosos y vocingleros. No tardaron en aplaudirme y jalearme, y Yo me encontré a mí mismo en verdad querido, por primera vez en aquella etapa de mi vida entre los hombres. Arrullado por los gritos de ánimo, entendí que debía corresponderles acelerando mis maniobras. Y así fue como se produjo el milagro: un chispazo interno ascendió desde mi vientre hasta las orejas al tiempo que el inesperado amigo que albergaba en mí sin Yo saberlo soltaba unas cuantas gotitas de un néctar espeso y amarillento. Entonces, todos gritaron de alegría. Y se abrazaron. Y Yo lancé una espléndida carcajada. Y ellos aplaudieron. Y Yo aplaudí también. Y, por unos instantes, supe lo que ustedes quieren decir cuando hablan de felicidad. Luego me dejaron dormir y tuve un sueño maravilloso: soñé que, escondido en mi barriga, habitaba el duende del que tantas veces me hablara Él; un trasgo providencial que, desde la caverna de mi interior, me susurraba estas tiernas palabras: «Sigue el camino que te indicaré, y acabarás en la casa del hombre del mostacho blanco». Bellas palabras, sí, que más adelante tuve oportunidad de recordar.

El primer pelotón de turistas de aquel glorioso día me sorprendió en pleno sopor. Aun así, tuve la suficiente lucidez para posar con gracia ante sus cámaras, de modo que la recaudación resultó satisfactoria. El segundo y el tercero también reportaron ingresos nada despreciables, pero el capataz se quejó de que visitas tan continuadas sólo conseguían entretener a los curtidores sin que la contrapartida en divisas compensara aquel quebranto. El cuarto pelotón estaba integrado por mujeres rubias y fornidas que hablaban una jerga indescifrable. Yusuf creyó llegado el momento de despejar de una vez por todas las dudas sobre la rentabilidad de mi presencia en el tajo: después de saludar al grupo de walquirias con una ceremonial y desdentada sonrisa se acercó a mí como midiendo los pasos y me pellizcó en un testículo. Comprendí de inmediato lo que deseaba y, después de sopesar los pros y los contras de su propuesta, concluí que no tenía más remedio que plegarme a ella. Comencé con desgana a acariciarme. Mas, como viera que, tanto por parte del geniecillo como del grupo de visitantes todo eran beneplácitos, me entregué con entusiasmo a concluir la labor. Yusuf lanzó una carcajada estruendosa, Yo le respondí con otra y curtidores y mujeres empezaron a marcar el ritmo de mis trabajos con sus palmas. De paso rieron sin recato. Mientras duró la sesión, no dejó de caerme una lluvia de disparos fotográficos y de monedas de todos los tamaños. Y, al final, una sonora ovación recompensó mi esfuerzo.

Una nueva refriega me fue requerida antes de terminar la jornada. Resultó agotadora en extremo, pero supuso para mí la definitiva reconciliación con el grupo de curtidores, quienes me agasajaron como a un pequeño héroe. Me llevaron hasta un café antiguo y, en su trastienda, me permitieron participar de una fiesta con pasteles y cerveza a discreción. Sólo recuerdo que me hicieron bailar sobre una mesa y que derramaron una botella de un raro licor sobre mi boca. Grité, me reí, batí las palmas. Y cuando, por fin, algo vivo comenzó a galopar dentro de mi cabeza, caí extenuado y dichoso.

Durante varios meses me vi obligado a repetir estas manipulaciones hasta cinco veces al día. Los beneficios se dispararon, pero a mí sólo me llegaron los quebrantos. Sin duda, testigos hay a cientos que certificarían que aquel extraordinario ejercicio de lubricidad no revestía para mí esfuerzo alguno. Pero estarían equivocados, confundidos por el acentuado sentido de la profesionalidad que, por aquellos días, Yo derrochaba con generoso extravío. Lo más cierto era que, después de cada jornada, terminaba agotado, sin apenas fuerzas para rebañar el plato de mi cena. Regresaba a casa, lamía con desgana los restos de comida que, de consuno, me correspondían, depositaba un beso en la frente de Maymún, y luego me lanzaba sobre mi lecho para caer en un sueño profundo, del que sólo me secuestraba la voz irritante de Yusuf, a la mañana siguiente.

Para colmo, Yusuf no contó a los suyos nada acerca de mis desvelos por ellos. ¿Cómo explicar que, al cabo de muy poco tiempo, Yo hubiera dejado de ser un personaje holgazán e irredimible para convertirme en el preciado talismán de la fortuna que había comenzado a visitar aquella casa? La bonanza económica no repercutió en mi salario, como dije, pero nadie pudo robarme la satisfacción de ser Yo, sólo Yo, el responsable de aquellos vientos de felicidad que ahora oreaban la atmósfera cargada de la familia. Puro resentimiento, el de Yusuf; puro odio.

La visita a la tenería de una delegación de circunspectos hombres vestidos con largas túnicas negras aceleró el deterioro de las relaciones con mi tutor. Tal como Yo hacía siempre por costumbre, y puesto que carecía de instrucciones especiales para el caso, les di la bienvenida con unas cuantas cabriolas en el aire, aplaudiendo, entre salto y salto, con gran aparato sonoro. (Este introito, que era el resultado de una progresiva decantación de mi experiencia artística, solía despertar comentarios muy prometedores entre los concurrentes.) Una vez ganada la atención del grupo —las cámaras fotográficas comenzaron a lanzar sus clics con desaforado apetito— pasé sin más preámbulos a la segunda parte de mi espectáculo, convencido de que el número causaría mayor entusiasmo, si cabe, que en actuaciones precedentes: no otra cosa auguraban las interjecciones de mis clientes, con continuas referencias a las maravillas del Sumo Hacedor. Sin embargo, la reacción no pudo ser más virulenta.

De repente se pusieron a gritar con vehemencia, invocaron a dioses y a santos, lanzaron maldiciones y anatemas, arrojaron imprecaciones e insultos y, cuando quedaron ahítos de tanto improperio, hicieron mutis por donde habían entrado sin arrojar un miserable felús. Pero lo peor fue que, poco después, se personó en la tenería el mismísimo alcalde de la villa, acompañado por dos alguaciles y por uno de aquellos elementos que, con el tiempo, identifiqué como curas. Parece ser que el incidente pudo haber costado un conflicto diplomático con otra ciudad llamada Santa, o así. Para mi fortuna, el capataz de la tenería ejercía, en sus ratos libres, de sargento de la guardia de corps del alcalde, a quien, además, le tenía garantizada la presencia de sus peones en los actos de afirmación patriótica que aquel convocaba. Esto ayudó a mitigar sobremanera las consecuencias, en otro caso incalculables, de mi desafortunada actuación: todo quedó limitado a una simple amonestación verbal y a un apercibimiento de cierre cuya notificación por escrito se perdió entre los insondables vericuetos de la burocracia municipal. Sin embargo, desde entonces se me prohibió cualquier tipo de iniciativa o efusión con los visitantes que no gozara de la previa aprobación superior. Sólo se me permitió, por mi cuenta, la ostentación de mi dentadura y el aplauso bullanguero. Reconozco que este nuevo régimen de actuaciones sentó bien a mi salud, pero el espectáculo perdió en frescura y la recaudación se vino abajo. Así que Yusuf tuvo que volver a sus aspavientos para exhibirse agraviado por el robo de su alma y, de paso, exigir al fotógrafo de turno una justa compensación al latrocinio. La fórmula resultaba extravagante, ya lo habrán observado, pero la gente pagaba gustosa la pecha con tal de que Yusuf le quitara sus manos hediondas de las solapas. De cualquier modo, aquello no eran formas.

En casa todo volvió a ser como al principio. Los niños siguieron jugando conmigo, pero a escondidas, y Jalim acentuó su aparente indiferencia, cosa que, aunque parezca imposible, ocurre algunas veces. La calidad de los residuos de las escudillas se redujo, de nuevo, drásticamente. La percepción de decadencia y, sobre todo, el hecho de considerarme a mí mismo responsable de ella me sumieron en una melancolía abismal. Esta depresión sin respiro me humillaba aún más ante Yusuf, quien, en el fondo, se mostraba satisfecho de mi desventura y ya volvía a pegar a Maymún cada vez que el niño me ofrecía su frente para que se la besara. La razón aducida: un supuesto origen genital de su voluntad, la cual, en contraposición a la facultad residenciada en el cerebro, equivale, según me enseñó Él, a lo que algunos llaman libre albedrío. A veces, Yusuf me miraba con fijación y, solazándose en mi tristeza, soltaba una carcajada estruendosa, abriendo la boca como un hipopótamo, sin importarle aquella manifestación gratuita de su pobreza dental. Tal parecía que me reprochaba una supuesta soberbia de antaño que bien sabe el Dios de los hombres que nunca sufrí; si acaso, un justo, honesto y sano orgullo de haber sido capaz de superar esta, mi condición animal, que arrastro como un lacerante estigma del pecado primigenio. Lo odié. Reconozco que lo odié. Con todas mis fuerzas. Lo odié hasta estrujar el cerebro para encontrar en algún inexplorado rincón de la masa encefálica cualquier recurso maléfico que sirviera a mis propósitos de torturarle. No lo encontré. Él, el hombre del mostacho blanco, no me había preparado para ello. Sin embargo, Yusuf siguió con sus palizas sobre Maymún, al que comenzó a llevar a la tenería para que, junto a mí, pudiera degustar el olor de las vísceras podridas secándose al sol.

Pensé que mi vida se hallaba vista para sentencia. Sin embargo, no fue así. Durante una noche de otoño, unos chillidos de orangután, amplificados con calculada saña mediante decenas de altavoces repartidos por toda la ciudad, rompieron mi sueño. Era el rugido del almuédano, quien, desde el alminar de la mezquita, convocaba a la oración. Yusuf, Jalim y sus hijos mayores también se despertaron, pero sin que, al menos en apariencia, aquel imponente vozarrón les hubiera pillado por sorpresa. Muy al contrario, se levantaron en seguida y, con una irritante docilidad, se arrodillaron en el suelo. De esta manera, mirando todos hacia la misma dirección por la que llegaban inmisericordes los cánticos beduinos, comenzaron un monótono ejercicio lumbar mientras murmuraban una cancioncilla anodina; algo así como: «Alá es grande. Creo que no hay más Dios que Alá. Creo que Mahoma es el enviado de Alá…». Yo permanecí en la penumbra de un rincón de la habitación, a la expectativa y confuso; tanto, que no advertí que el geniecillo también se había despertado y asomaba su curiosidad por encima de mis patas. Por casualidad, Jalim giró su cabeza hacia mí y me observó en silencio con un gesto de los ojos que se diría descaro. Sonrió y continuó con sus flexiones y murmullos, pero a lo largo de todo el ritual no dejó de mirarme, ora de reojo, ora abiertamente, pero siempre orando. Se estableció entre ella y Yo, entonces, una especie de comunicación eléctrica que me hinchó de placer y de esperanzas, pues venía a confirmarme que aquella aparente indiferencia con la que Jalim venía tratándome era, en realidad, no más que temor hacia Yusuf, de quien no podía olvidar su celo marital y su trágico sentido del desagravio. Me mantuve excitado durante largos minutos, con el corazón galopando dentro de mi pecho, y a mi manera me incorporé al rezo colectivo para implorar a quien procediera con el fin de que aquella especie de gnomo benefactor que habitaba en mis entrañas no me dejara en la estacada. Por fin caí extenuado sobre mi colchón de hierbas y dormí.

Durante varias noches seguidas se repitió la misma escena. Yo me acostaba impaciente, con la íntima esperanza de que, por hacerlo temprano, tal vez el almuecín se diera prisa en convocarnos. Cuando, por fin, oía el crepitar de un primer rumor a través de la megafonía, saltaba de mi lecho con rapidez para esconderme en la semipenumbra de un rincón. Desde aquel improvisado minarete extendía las patas para dejar expedito a los ojos de Jalim el prodigio que se escondía en mí y, de vez en cuando, me golpeaba el pecho con cuidado y en silencio, por mostrarle mi orgullo pero, también, mi complicidad. Jalim sonreía y, sin abandonar sus rezos, me miraba fascinada con sus grandes ojos negros. Pronto concluía el rito y nos acostábamos presos de una dulce excitación.

Una mañana, Jalim rogó a Yusuf que no me llevara a la tenería. Alguna explicación convincente dio para ello que no llegué a entender. Yusuf accedió, y luego se fue llevándose a Maymún a rastras. Sentí una pena profunda por el niño, destinado sin remedio, como Yo, a las torturas de su padre. Pero, ahora, Maymún se iba solo, llorando. Y me quedé desolado por un instante, zaherido por la idea de que la injusta fortuna que se me anunciaba iba a ser la causante de las desgracias de mi pequeño amigo. Era ley de vida, tuve al fin que suponer.

Apenas salieron Yusuf y su hijo rumbo a la curtiduría, Jalim me llevó de la mano hasta el rincón de la casa que hacía de despensa y cocina y puso a mi disposición dos hermosos plátanos, un mendrugo de pan y una escudilla con leche de cabra. Perplejo ante el sorpresivo cambio de tratamiento con el que la mujer me agasajaba, no dudé, sin embargo, en dar cumplida cuenta de aquellos manjares, lo que hice de forma atropellada, atolondrado por un ingobernable miedo al espejismo. Jalim me acompañó en todo momento, animando mis trabajos con una nutrida serie de caricias y alfeñiques. Cuando hube terminado, me tomó en sus brazos y me metió en una espuerta. Luego me cubrió con un paño mientras, con voz melosa, me rogaba que no me moviera demasiado. Acepté sin condiciones porque confiaba en la buena fe de Jalim a ojos ciegos. Casi a ojos ciegos, por cierto, apenas escrutando el exterior a través de un pequeño orificio abierto en el escriño, recorrí una distancia incalculable, hasta que hubimos llegado a una casa vieja donde nos recibió, con gran sigilo, una anciana pringada de un inconfundible olor a frituras. Atravesamos una breve almunia —ahora, la fragancia refrescante de las flores llegaba a mis narices como una brisa voluptuosa— y por fin nos detuvimos junto a una especie de fontana reseca que ocupaba el centro de un patio interior. Jalim posó la cesta en el suelo y, tomándome de nuevo en sus brazos, me colocó sobre el pilón de la fuente. Entendí que debía permanecer inmóvil hasta recibir alguna orden y así lo hice, callado y dócil como un recluta. Pronto comenzaron a llegar varias mujeres que se detuvieron ante mí con curiosidad: unas, simpáticas; otras, melindrosas; las más, precavidas y mosqueadas. Al cabo de unos diez minutos ya estaba rodeado por un murmullo de señoras inquietas, pero aún desconocía el motivo de aquella reunión. Ni lo conocía ni lo sospechaba. Hasta que Jalim, valorando que la platea se hallaba cubierta con holgura, se aproximó a mí con calculado tiento para ponerme su mano derecha entre mis patas. Confieso que no pude evitar un gesto de desconcierto, que la mujer atribuyó, quizás, a una supuesta timidez (lo que, dicho sea como modesta aportación al estudio científico que ustedes realizan, no se halla en la lógica de mi animalidad). Fuera como fuese, me asaeteó con la mirada, como para recriminarme que me las diera de estrecho en aquellas alturas de la vida. Si eso pensó, si vio en mí el menor asomo de remilgo, era de entender que quien tan buen precio había puesto a sus esperanzas exigiera su cumplimiento en la desabrida forma en que ella lo hizo. Se comprenderá, también, que Yo hubiera intentado resolver el malentendido con mis mejores artes.

Principié, pues, la faena, y las mujeres quedaron atónitas, estupefactas, mudas ante la destreza con la que Yo me las gastaba. Sin embargo, un chiste lanzado a tiempo por una anónima espectadora contribuyó a romper la solemnidad del espectáculo. Detrás de aquél, me vino encima un abigarrado aguacero de obscenidades, algunas tan divertidas que ni siquiera Yo, entregado con profesional rigor a mi tarea, pude dejar de reírme. Jalim, ahora satisfecha y relajada, recogió su falda y se paseó ante las señoras, reclamando la tasa que, al parecer, estaba convenida. Mientras seguía con mis frotamientos, Yo veía cómo la falda de Jalim se cargaba de dinero, y esto me estimuló hasta el punto de conseguir una eyaculación espléndida, óptima en su momento y resultado. Jalim aguardó a que terminaran los aplausos para volver a meterme en la cesta. Luego regresamos a casa, ella cantando y Yo orgulloso de haber recuperado la utilidad para cuya causa llegué a creer que estaba perdido de forma irrecuperable. Sólo los ojos tristes de Maymún pudieron empañar mi alegría cuando, al saludar al niño y besarlo en la frente, aquellos se pusieron a llorar, con el silencio por todo confidente y amigo.

Aun con este revés, aquella noche me las prometí muy felices pensando que había encontrado el camino de mi emancipación, ése que algún día habría de llevarme hasta Él. Sin embargo, a la mañana siguiente todo volvió a ser como siempre. Yusuf me sacó de la cama y, después de despacharme con una migaja de pan, me arrastró consigo hasta la puerta. Jalim se desentendió de mi tragedia con una indiferencia cínica que me hizo gritar. Al final no tuve más opción que la de plegarme a los deseos de Yusuf: regresé a mi miserable destino de ojeador de curtidores; también, a mis moscas nauseabundas, que me recibieron con un punto de ufanía tan repugnante como el tacto de sus trompas chupadoras.

Entre esos avatares y humillaciones pasé largos días —quizá semanas— hasta que, de nuevo, Jalim solicitó a su esposo que me dejara en la casa. Éste accedió, no sin emitir algún gruñido. Como en la primera ocasión, Jalim me alimentó con espléndida entrega. Luego me trasladó en la espuerta hasta el escenario de mi anterior actuación, en donde volvió a juntarse una docena de mujeres, atraídas todas ellas —pude enterarme— por la singular fama que mis manipulaciones habían alcanzado en el barrio. Sabía, por tanto, lo que se esperaba de mí, pero decidí jugar fuerte: me negué a plegarme a los propósitos de Jalim, ofendido como estaba por su desprecio de días pasados. Pensé que, adoptando una actitud de fuerza, conseguiría que Jalim asumiera conmigo un compromiso de colaboración más estable. Sin embargo, Jalim tampoco se anduvo por las ramas y me clavó sus uñas en las posaderas. El dolor fue tan grande que me hizo dar un viaje por los aires, breve pero suficiente para regresar de él con una visión del mundo mucho más humilde y pragmática. Accedí, pues, a sus exigencias, sin entusiasmo pero con eficacia, tal como se confirmó en lo abultado de la recaudación. Y, de esta forma, comprendí en toda su dramática extensión el alcance de las palabras de Él el día que se lo llevaron de nuestra comunidad, en la selva: en efecto, mi suerte estaba ligada de forma indisoluble a la del trasgo de mi empeine; pero éste parecía caprichoso y no acababa de entender las diferencias que separan la virtud del pecado, lo oportuno de lo inconveniente, con las dispares consecuencias que ello puede acarrear. Terrible paradoja, si se fijan, la de ese geniecillo despistado. ¿Qué camino podría indicarme que me llevara a buen puerto?

Así transcurrieron muchos meses de tedio y sinrazones, a caballo entre el estercolero de la curtiduría y el huertecillo de ubicación secreta, en el que, cada diez o doce días, congregaba a un grupo de lúbricas mujeres en beneficio de la faltriquera de Jalim. No me resultó nada fácil asumir ese planteamiento maniqueo de la existencia, tan humano como absurdo, que consiste en fragmentar la vida propia y la de los demás en compartimentos estancos, representando papeles muy distintos según el foro y el aforo donde uno actúe. Se entenderá, por consiguiente, que no hubiera sido capaz de aprender a comportarme en público. Muchas veces he llegado a sentirme inhabilitado para enterarme del complejo mecanismo que anima a eso que ustedes llaman cuerpo social, y tal vez ocurra que, en efecto, no esté hablando de una impresión mía, sino de una ineptitud real. Mas, si ello es así, no creo que sea mucho pedir el que se nos disculpe, a mí y a los de mi especie, esa torpeza congénita, dándonos el plus de cariño que dicha tara merece, en vez de castigarnos como si fuéramos vulgares babuinos. ¿O no?

En todo caso, lo que carecía de explicación era que Maymún, un niño alegre, sano y hermoso y, encima, descendiente legítimo de Yusuf y de Jalim, recibiera el duro trato que su padre le infligía. Siempre supuse que el pecado se hallaba en su improductividad; mas, incluso desde esta explicación utilitarista del fenómeno, se hacía difícil aceptar la crueldad con la que su progenitor se desentendía de él. Quizá por mi propia condición, Yo estaba preparado para toda clase de ignominias, pero Maymún sufría mucho y no veía el día en que pudiera liberarse de su miseria.

Durante la época que llaman del Ramadán, Maymún sufrió unas fiebres muy altas que, aunque le postraron en su cama, al menos le valieron para evadirse de la curtiduría por unas fechas. Yo procuraba pasar junto a él el mayor tiempo que me permitían.

Mientras dormía, le acariciaba con dulzura su hermoso cabello de pequeños rizos; y, durante sus vigilias, le entretenía con gestos disparatados, muecas imposibles, cabriolas con doble tirabuzón y todo un amplio repertorio de monerías. El niño no tardó en recuperarse. Sin embargo, para retrasar su inevitable incorporación a la vida normal, fatídica, alargó sus quejas y los síntomas de la enfermedad mediante recursos en extremo rudimentarios pero ingeniosos y, a la postre, eficaces, tales como el de comer tierra o el de provocarse vómitos introduciendo los dedos en la garganta. Ocurrió, sin embargo, que pronto temió por su propia salud, y tuvo que abandonar aquellas peligrosas prácticas. Fue entonces cuando Maymún apeló a mi inteligencia y me rogó que impidiera por cualquier medio que lo llevaran de nuevo a la tenería. Yo, pobre de mí, carecía de recursos para ello, como lo demostraba el hecho de que siguiera sometido a la misma rutina que la del niño, excepto durante aquellos gozosos episodios de la almunia, con Jalim. Así se lo hice ver entornando mis ojos con tristeza, pero la criatura no se conformó e insistió en sus terribles plegarias.

Ya en las postrimerías de la enfermedad de Maymún, Jalim pidió a su esposo que me dejara con el niño. Adujo el argumento de que, conmigo, la pobre criatura quedaría más entretenida. Como siempre, Yusuf no se opuso a la solicitud y abandonó la casa solo. Entonces Jalim me sacó de mi lecho de hierbas secas y me colocó sobre la mesa, ante unos mendrugos de pan y un grueso y suculento plátano, troceado, en una escudilla con leche. Por dignidad debí cruzarme de brazos, pero compréndase que Yo llevaba varios días sin probar alimento, si exceptuamos el que me proporcionaba un hormiguero providencial que apareció en el corral de la casa. Y aun sabiendo que, de mostrarme débil con el estómago, podría deteriorar la autoridad moral que Maymún me había concedido, bien es verdad que de forma gratuita, no tuve fuerzas para decir que no. Por desgracia, confirmé mis vaticinios: apenas hube dado cuenta del plátano, el niño se despertó y, encontrándome en pleno banquete, me espetó con su mirada punzante. Me sentí como un felón y, lo que es peor, preso de mi maldita aprosodia, que me impidió deshacer el malentendido con la elocuencia que la gravedad del caso requería. Entonces me vi obligado a acentuar la manifestación de mi arrepentimiento y no se me ocurrió otra manera de hacerlo que la de lanzar la escudilla de leche contra la pared, muy cerca de Jalim, quien se quedó muda de espanto. Liberado, así, de aquel malentendido, me aproximé a Maymún para acariciarle el pelo, buscando con este gesto su perdón. El niño sonrió con debilidad. Yo le respondí con una estruendosa carcajada. Él la imitó y, de esta forma, sellamos nuestro amor de camaradas. Me pareció oportuno, pues, que, a cambio de su generosa comprensión, Yo lo hiciera confidente del secreto compartido con su madre; ese secreto que a mí me proporcionaba episódicas rachas de fortuna y que a Maymún, de contar con mi mismo don —lo que no ponía en duda—, tal vez pudiera emanciparlo para siempre. De modo que, en cuclillas sobre su camastro, comencé a acariciarme en la forma que, sabía, gustaba al duendecillo que habita en mi vientre. En efecto, el genio no tardó en asomar su cabecita y ello divirtió hasta tal punto a Maymún que se puso a aplaudir enfervorizado. Tuve que interrumpirle para conseguir que me imitara, pues no cabían en mí las ansias de saber si también el niño albergaba en su seno a un gnomo como el mío. Maymún llevó su mano derecha a sus testículos y los acarició con gran gozo. Jalim se acercó a nosotros asustada; permaneció largo tiempo contemplándonos, perpleja, en silencio, hasta que, por fin, lanzó una carcajada histérica, a lo que Maymún y Yo respondimos con gran alborozo y alboroto.

En estos festejos estábamos cuando, de repente, Yusuf —quien, sin duda, recelaba desde tiempo atrás de los negocios de su esposa— irrumpió en la estancia armado de un cuchillo gigantesco. Esgrimiendo la cimitarra, amenazador, juró por sus antepasados que me abriría en canal si me alcanzaba. Por fortuna, Yo conocía a la perfección las posibilidades de fuga que ofrecía la casa y no me fue difícil ponerme a buen recaudo en un hueco inaccesible para aquel energúmeno. Yusuf abandonó pronto mi búsqueda pero, como en la ocasión anterior, pudo descargar sobre Jalim toda la ira que llevaba contenida en las venas: asió por los pelos a su víctima y la apaleó con un cayado mientras pedía a Alá-Dios que le permitiera tomarse la justicia por su mano. (Esta invocación era, supongo, una gestión de puro trámite, pues, a juzgar por la vehemencia con la que golpeó a su mujer, Yusuf venía con la autorización divina bajo el brazo.) Espectador abrumado de la escabechina, Maymún se puso a llorar con arrebato, de modo que, en pocos minutos, la casa se llenó de un griterío ensordecedor que alarmó a todo el barrio. No tardaron en llegar varios hombres. Pero, puestos al corriente de la situación por boca de Yusuf, aprobaron su comportamiento y aun le animaron a que no dejara a medias aquel magnífico y ejemplarizante ejercicio de dignidad personal. Parece ser que el hecho de que el incidente hubiera tenido lugar en pleno Ramadán añadía al mismo un punto de perversión que lo hacía sacrílego, lo que venía a justificar el rigor de la condena. Unas mujeres recién llegadas, ignorantes de teología y faltas, por tanto, de un mejor argumento para defender a Jalim, decidieron ponerse a llorar a lágrima tendida, reconociendo, con todo el aire de sus pulmones, que el sexo femenino no tenía remedio. Si lo que buscaban era conmover a Yusuf, consiguieron el efecto contrario, pues el hombre se cargó de coartadas para apurar el escarmiento. Por suerte, dos policías, alertados por un grupo de turistas a quienes los argumentos de corte antropológico aportados por el guía que los acompañaba no convencieron un ápice, llegaron a tiempo de impedir que el auto sacramental acabara en tragedia. Serenaron a Yusuf, ya exhausto, y, una vez comprobado a ojo de buen cubero que Jalim llegaría a valerse por sí misma al cabo de algunas semanas, decidieron que el incidente podía darse por resuelto sin necesidad de levantar atestado, por fuerza enojoso. El dictamen fue recibido con alivio por los allí presentes. Yo decidí aprovecharme de la confusión: salí del hueco en el que me hallaba escondido y, corriendo entre las personas que se arremolinaban ante la puerta de la casa, llegué hasta las motos de los policías, abrí el contenedor trasero de una de ellas y me introduje en él con la esperanza de que un milagro me alejara cuanto antes de aquel país.

Así fue como, tras varios años —no sé cuántos— de infausta convivencia con Yusuf y su familia, clausuré sin despedidas mi segunda etapa vital. Sólo lloré la ausencia de Maymún, de quien mi último recuerdo está asociado al de sus lágrimas. Aún hoy me pregunto qué habrá sido de aquel muchacho, si habrá podido hacer buen uso de su duende benefactor. Aunque —siento reconocerlo— me he acostumbrado a esa perspectiva fatalista de las cosas que, en los de su especie, es motor consustancial; de modo que, si tuviera que apostar por algo, apostaría a que Maymún acabó como su padre: entre ácidos y tintes, instrumento fácil del odio promovido por tantos administradores de la miseria como pueblan este planeta.

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