Green

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Capítulo primero

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Pronto, sin embargo, aquel mundo idílico se vino abajo. Sin saber por qué, una mañana Hermano se dejó llevar otra vez por el abatimiento. Se despertó agitado, irascible, rechazó mi compañía y la de Madre, y se alejó unos cuantos metros de nosotros para ocupar un asiento de flores que él mismo había construido para sí en la cima de un pequeño montículo. Allí permaneció largas horas, cariacontecido. Supuse que había vuelto a recordar el accidente del balazo y aquel ataque de súbita y cobarde atonía, y entendí que debía dejarlo tranquilo. Así lo hice. Hermano esperó a que cayera la noche. Entonces regresó hasta nosotros y se puso a dar vueltas en nuestro derredor. Ahora se encontraba nervioso, excitado. Yo miré a Madre en busca de una explicación y Madre, una vez más, se rió de mí. De esta manera supe que lo que le estaba ocurriendo a Hermano era natural y hasta saludable; y, aunque lo acepté sin convencimiento, también lo hice sin reservas.

Aquel episodio se repitió durante varios días más. Hasta que, una tarde, Hermano no volvió de su atalaya de orquídeas. Se limitó a ponerse en pie. El sol se ocultaba a su espalda, de modo que no pude apreciar el gesto de su rostro cuando la silueta, que ahora me pareció crecida, alzó su brazo derecho y, batiendo la mano tal como nos había enseñado Él, nos dijo adiós. Desapareció tras las palmeras del estanque. Nunca más supimos de su suerte. Recuerdo que Madre me abrazó con fuerza. Y, aunque no dejó de carcajearse, Yo creo que lo hizo para no escucharse a sí misma. Lo real fue que también lloró; lloró sin lágrimas, pero lloró. Hermano había acudido a la llamada de su naturaleza, me explicó entre gemidos, en busca de hembras a las que fecundar, porque era necesario que nuestra estirpe se perpetuara para que la vida que anidaba en nosotros y que tanto amábamos pudiera seguir alimentándose; alimentando también aquellas magníficas tierras que, ahora, nos acogían con tanta generosidad.

De modo que Madre y Yo nos quedamos solos. Podrá pensarse que la tristeza y el abatimiento nos tenían atenazados, pero no fue así. Tal vez resulte que, en nuestra especie, predomine un natural inconsciente y, por tanto, irresponsable, pero lo cierto fue que, sin tardar, supimos aclimatarnos a la nueva situación. Y otra vez regresamos a nuestros juegos, y a nuestras charlas, y a las noches serenas metidos el uno por el otro, como para enseñarle al destino que la adoración que nos profesábamos hacía vano todo esfuerzo por minarnos el deseo de ser felices.

Una exhibición de orgullo demasiado inconsistente: la alevosa realidad se encargó de demostrárnoslo muy pronto. Fue una mañana que recuerdo gris. Yo jugaba cerca de un panal de miel cuando llamó mi atención el chillido lejano y triste de un animal que no logré identificar. Seguí la guía de aquel desgarrador grito con tanta prudencia como resolución, pues sabía que podía tratarse de una trampa pero, también, de un caso de urgente necesidad. El chillido fue haciéndose cada vez más débil, a pesar de que yo me acercaba a la fuente del dolor, o tal vez por eso. Entonces descubrí, casi oculto bajo unas flores de acacia, un pequeño colobo que lloraba con desconsuelo y miedo: una de sus patas había sido apresada por un cepo y el animal apenas podía moverse. Corrí hacia él e intenté liberarlo, pero todas mis fuerzas resultaron insuficientes para separar aquellas voraces mandíbulas de hierro. El pobre colobo estaba asustado y tampoco me ayudó en la tarea. Sin duda creyó que yo venía con intenciones aviesas, de modo que, histérico, se puso a dar manotazos al aire al tiempo que me amenazaba con ridículos aspavientos. Le dije algo amable para serenarlo pero, como habrán supuesto, no me entendió. Entonces aparecieron cinco o seis colobos adultos que, irritados, se sumaron al malentendido. Uno de los machos se aproximó a mí con la boca abierta para mostrarme sus dientecillos en gesto iracundo. Tras él vinieron otros dos. Ahora, los tres se alzaron sobre las patas y blandieron los puños por encima de sus cabezas. Comprendí que, de un momento a otro, se abalanzarían sobre mí para descuartizarme. En mi ingenuidad quise hacerles ver su error con una sonrisa bobalicona, que ellos imputaron de inmediato a mi cinismo. Así que el más grande dio un salto y se colocó a un palmo de mis narices. Y ya se disponía a arrearme un puñetazo cuando apareció Madre a mis espaldas. Me cogió por los hombros y, elevándome del suelo, me alejó tres metros de la escena. Luego se lanzó sobre el primer colobo y la emprendió a mordiscos con él. Lo habría despachado en pocos segundos de no haber sido porque, en seguida, cayó sobre ella toda una legión de micos, que emergió como por ensalmo de las profundidades de la fronda. Protesté, grité, aullé, pero no pude hacer nada más por salvar a Madre del brutal linchamiento al que la estaban sometiendo aquellas despreciables bestezuelas. Entonces se oyó un disparo. Los colobos detuvieron la carnicería para levantar sus cabezas y escuchar mejor. El silencio, por unos segundos, se hizo pesado, tenso. Hasta que una nueva descarga los dispersó: salieron corriendo del lugar en caótica desbandada. Yo, actuando como si el peligro no me atañese, me fui hasta Madre, quien sangraba copiosamente por las numerosas heridas abiertas en todo su cuerpo; respiraba con extrema dificultad. Le pedí que no se fuera, que no dejara de jugar. Pero Madre, una vez más, sonrió. Y, sin apenas aliento, me dijo que ya nada podría hacerse por su vida; que, como dicen ustedes, los humanos, había llegado su hora y que la lógica de los linajes debía dar paso a otros chimpancés más jóvenes, como Yo. Y aprovechó para recordarme las últimas palabras que escuchamos de Él, aquellas que hablaban del geniecillo que habitaba en mi interior y que llegaría a marcarme el camino de mi dicha. «Búscalo —me dijo en su agonía—; recuerda que, si lo encuentras, el mundo se rendirá a tus pies». Luego calló, pero permaneció con los ojos abiertos. Yo me abracé a su cuerpo aún palpitante y comencé a llorar. «¡Madre, no me dejes!», le rogué, pero creo que ella ya no me escuchaba. De repente oí el crujir de la hojarasca. Alcé la vista y me topé con un hombre enorme que, riéndose, parecía apuntarme con el cañón de su rifle. No hice nada por escabullirme de sus brazos cuando se agachó para recogerme. Me acarició la espalda con ternura. Susurró a mis oídos algo de tono dulce que yo no entendí, pues hablaba una lengua extranjera. Luego empujó mi cabeza contra su pecho para que yo no pudiera ver lo que segundos después él haría. Escuché dos nuevos disparos. Supe que uno había sido para el pequeño colobo, olvidado de todos en el cepo. El otro se encargó de que Madre se durmiera para siempre con una sorprendente mueca de felicidad, la misma con la que tantas veces me enseñara que algunas cosas suceden porque tienen que suceder.

Así fue como, expulsado de un paraíso que supuse vanamente eterno, inicié mi auténtica peripecia vital, metido de lleno en el mundo de los hombres. Aquel cazador me dio, por breves días, cobijo, alimento y cariño. Quizá me habría ido muy bien bajo su custodia, pero ocurrió que, al pretender introducirme en el país que llaman Marruecos, un funcionario de aquella aduana se opuso a mi entrada aduciendo, mediante gestos fáciles de imaginar, razones de índole sanitaria (¡con lo limpio que siempre fui!). El cazador intentó toda clase de triquiñuelas para bajar la resistencia del riguroso aduanero, incluso la del soborno, mas no consiguió que a aquel se le borrara la estúpida sonrisa con la que, de antemano, festejara mi incautación. Al final, mi amo debió de concluir que Yo no merecía el riesgo de acabar en la cárcel por desacato y decidió dejarme en depósito, fórmula que todos menos Yo dieron por buena y que dejaba mi suerte al capricho del marroquí.

El cazador se alejó del lugar con indiferencia, sin decirme siquiera adiós. Resultó evidente que me dejaba por bien perdido. Yo le mostré mi indignación como mejor supe: gritando. Nunca como hasta entonces me había sentido víctima de tanto desprecio, degradado a la categoría ínfima del decomiso. Pero mi protesta fue vana. Tan sólo logré que el hombre blanco girase sobre sí para encogerse de hombros. Luego desapareció tras una mampara.

Y Yo me comí mi orgullo y mi coraje.

Y, de esta manera tan brutal, a solas ante la mirada insidiosa del funcionario magrebí, supe cuán ardua habría de resultar la tarea de toparme con el duende de mi felicidad. Y comprendí qué únicamente Él, el del mostacho blanco, podría ayudarme en el esfuerzo. ¿De qué otra manera, si no, sería capaz de orientarme en aquella procelosa jungla de rapiñeros que ahora se me ofrecía como único hábitat posible? De modo que consagré el resto de mis días a su búsqueda desesperada. Cuando lo conseguí, ya fue demasiado tarde. El viaje helicoidal que me llevó desde la selva salvaje hasta la más sofisticada y prometedora de las existencias fue, como verán, un camino de decepción, confuso y tortuoso. De ese viaje pretendo hablarles ahora, porque mejor será que juzguen ustedes, que son los que saben.

Comenzaré, pues, por el principio, tal como Él me dio a entender.

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