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Capítulo segundo

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La visita a la tenería de una delegación de circunspectos hombres vestidos con largas túnicas negras aceleró el deterioro de las relaciones con mi tutor. Tal como Yo hacía siempre por costumbre, y puesto que carecía de instrucciones especiales para el caso, les di la bienvenida con unas cuantas cabriolas en el aire, aplaudiendo, entre salto y salto, con gran aparato sonoro. (Este introito, que era el resultado de una progresiva decantación de mi experiencia artística, solía despertar comentarios muy prometedores entre los concurrentes.) Una vez ganada la atención del grupo —las cámaras fotográficas comenzaron a lanzar sus clics con desaforado apetito— pasé sin más preámbulos a la segunda parte de mi espectáculo, convencido de que el número causaría mayor entusiasmo, si cabe, que en actuaciones precedentes: no otra cosa auguraban las interjecciones de mis clientes, con continuas referencias a las maravillas del Sumo Hacedor. Sin embargo, la reacción no pudo ser más virulenta. De repente se pusieron a gritar con vehemencia, invocaron a dioses y a santos, lanzaron maldiciones y anatemas, arrojaron imprecaciones e insultos y, cuando quedaron ahítos de tanto improperio, hicieron mutis por donde habían entrado sin arrojar un miserable felús. Pero lo peor fue que, poco después, se personó en la tenería el mismísimo alcalde de la villa, acompañado por dos alguaciles y por uno de aquellos elementos que, con el tiempo, identifiqué como curas. Parece ser que el incidente pudo haber costado un conflicto diplomático con otra ciudad llamada Santa, o así. Para mi fortuna, el capataz de la tenería ejercía, en sus ratos libres, de sargento de la guardia de corps del alcalde, a quien, además, le tenía garantizada la presencia de sus peones en los actos de afirmación patriótica que aquel convocaba. Esto ayudó a mitigar sobremanera las consecuencias, en otro caso incalculables, de mi desafortunada actuación: todo quedó limitado a una simple amonestación verbal y a un apercibimiento de cierre cuya notificación por escrito se perdió entre los insondables vericuetos de la burocracia municipal. Sin embargo, desde entonces se me prohibió cualquier tipo de iniciativa o efusión con los visitantes que no gozara de la previa aprobación superior. Sólo se me permitió, por mi cuenta, la ostentación de mi dentadura y el aplauso bullanguero. Reconozco que este nuevo régimen de actuaciones sentó bien a mi salud, pero el espectáculo perdió en frescura y la recaudación se vino abajo. Así que Yusuf tuvo que volver a sus aspavientos para exhibirse agraviado por el robo de su alma y, de paso, exigir al fotógrafo de turno una justa compensación al latrocinio. La fórmula resultaba extravagante, ya lo habrán observado, pero la gente pagaba gustosa la pecha con tal de que Yusuf le quitara sus manos hediondas de las solapas. De cualquier modo, aquello no eran formas.

En casa todo volvió a ser como al principio. Los niños siguieron jugando conmigo, pero a escondidas, y Jalim acentuó su aparente indiferencia, cosa que, aunque parezca imposible, ocurre algunas veces. La calidad de los residuos de las escudillas se redujo, de nuevo, drásticamente. La percepción de decadencia y, sobre todo, el hecho de considerarme a mí mismo responsable de ella me sumieron en una melancolía abismal. Esta depresión sin respiro me humillaba aún más ante Yusuf, quien, en el fondo, se mostraba satisfecho de mi desventura y ya volvía a pegar a Maymún cada vez que el niño me ofrecía su frente para que se la besara. La razón aducida: un supuesto origen genital de su voluntad, la cual, en contraposición a la facultad residenciada en el cerebro, equivale, según me enseñó Él, a lo que algunos llaman libre albedrío. A veces, Yusuf me miraba con fijación y, solazándose en mi tristeza, soltaba una carcajada estruendosa, abriendo la boca como un hipopótamo, sin importarle aquella manifestación gratuita de su pobreza dental. Tal parecía que me reprochaba una supuesta soberbia de antaño que bien sabe el Dios de los hombres que nunca sufrí; si acaso, un justo, honesto y sano orgullo de haber sido capaz de superar esta, mi condición animal, que arrastro como un lacerante estigma del pecado primigenio. Lo odié. Reconozco que lo odié. Con todas mis fuerzas. Lo odié hasta estrujar el cerebro para encontrar en algún inexplorado rincón de la masa encefálica cualquier recurso maléfico que sirviera a mis propósitos de torturarle. No lo encontré. Él, el hombre del mostacho blanco, no me había preparado para ello. Sin embargo, Yusuf siguió con sus palizas sobre Maymún, al que comenzó a llevar a la tenería para que, junto a mí, pudiera degustar el olor de las vísceras podridas secándose al sol.

Pensé que mi vida se hallaba vista para sentencia. Sin embargo, no fue así. Durante una noche de otoño, unos chillidos de orangután, amplificados con calculada saña mediante decenas de altavoces repartidos por toda la ciudad, rompieron mi sueño. Era el rugido del almuédano, quien, desde el alminar de la mezquita, convocaba a la oración. Yusuf, Jalim y sus hijos mayores también se despertaron, pero sin que, al menos en apariencia, aquel imponente vozarrón les hubiera pillado por sorpresa. Muy al contrario, se levantaron en seguida y, con una irritante docilidad, se arrodillaron en el suelo. De esta manera, mirando todos hacia la misma dirección por la que llegaban inmisericordes los cánticos beduinos, comenzaron un monótono ejercicio lumbar mientras murmuraban una cancioncilla anodina; algo así como: «Alá es grande. Creo que no hay más Dios que Alá. Creo que Mahoma es el enviado de Alá…». Yo permanecí en la penumbra de un rincón de la habitación, a la expectativa y confuso; tanto, que no advertí que el geniecillo también se había despertado y asomaba su curiosidad por encima de mis patas. Por casualidad, Jalim giró su cabeza hacia mí y me observó en silencio con un gesto de los ojos que se diría descaro. Sonrió y continuó con sus flexiones y murmullos, pero a lo largo de todo el ritual no dejó de mirarme, ora de reojo, ora abiertamente, pero siempre orando. Se estableció entre ella y Yo, entonces, una especie de comunicación eléctrica que me hinchó de placer y de esperanzas, pues venía a confirmarme que aquella aparente indiferencia con la que Jalim venía tratándome era, en realidad, no más que temor hacia Yusuf, de quien no podía olvidar su celo marital y su trágico sentido del desagravio. Me mantuve excitado durante largos minutos, con el corazón galopando dentro de mi pecho, y a mi manera me incorporé al rezo colectivo para implorar a quien procediera con el fin de que aquella especie de gnomo benefactor que habitaba en mis entrañas no me dejara en la estacada. Por fin caí extenuado sobre mi colchón de hierbas y dormí.

Durante varias noches seguidas se repitió la misma escena. Yo me acostaba impaciente, con la íntima esperanza de que, por hacerlo temprano, tal vez el almuecín se diera prisa en convocarnos. Cuando, por fin, oía el crepitar de un primer rumor a través de la megafonía, saltaba de mi lecho con rapidez para esconderme en la semipenumbra de un rincón. Desde aquel improvisado minarete extendía las patas para dejar expedito a los ojos de Jalim el prodigio que se escondía en mí y, de vez en cuando, me golpeaba el pecho con cuidado y en silencio, por mostrarle mi orgullo pero, también, mi complicidad. Jalim sonreía y, sin abandonar sus rezos, me miraba fascinada con sus grandes ojos negros. Pronto concluía el rito y nos acostábamos presos de una dulce excitación.

Una mañana, Jalim rogó a Yusuf que no me llevara a la tenería. Alguna explicación convincente dio para ello que no llegué a entender. Yusuf accedió, y luego se fue llevándose a Maymún a rastras. Sentí una pena profunda por el niño, destinado sin remedio, como Yo, a las torturas de su padre. Pero, ahora, Maymún se iba solo, llorando. Y me quedé desolado por un instante, zaherido por la idea de que la injusta fortuna que se me anunciaba iba a ser la causante de las desgracias de mi pequeño amigo. Era ley de vida, tuve al fin que suponer.

Apenas salieron Yusuf y su hijo rumbo a la curtiduría, Jalim me llevó de la mano hasta el rincón de la casa que hacía de despensa y cocina y puso a mi disposición dos hermosos plátanos, un mendrugo de pan y una escudilla con leche de cabra. Perplejo ante el sorpresivo cambio de tratamiento con el que la mujer me agasajaba, no dudé, sin embargo, en dar cumplida cuenta de aquellos manjares, lo que hice de forma atropellada, atolondrado por un ingobernable miedo al espejismo. Jalim me acompañó en todo momento, animando mis trabajos con una nutrida serie de caricias y alfeñiques. Cuando hube terminado, me tomó en sus brazos y me metió en una espuerta. Luego me cubrió con un paño mientras, con voz melosa, me rogaba que no me moviera demasiado. Acepté sin condiciones porque confiaba en la buena fe de Jalim a ojos ciegos. Casi a ojos ciegos, por cierto, apenas escrutando el exterior a través de un pequeño orificio abierto en el escriño, recorrí una distancia incalculable, hasta que hubimos llegado a una casa vieja donde nos recibió, con gran sigilo, una anciana pringada de un inconfundible olor a frituras. Atravesamos una breve almunia —ahora, la fragancia refrescante de las flores llegaba a mis narices como una brisa voluptuosa— y por fin nos detuvimos junto a una especie de fontana reseca que ocupaba el centro de un patio interior. Jalim posó la cesta en el suelo y, tomándome de nuevo en sus brazos, me colocó sobre el pilón de la fuente. Entendí que debía permanecer inmóvil hasta recibir alguna orden y así lo hice, callado y dócil como un recluta. Pronto comenzaron a llegar varias mujeres que se detuvieron ante mí con curiosidad: unas, simpáticas; otras, melindrosas; las más, precavidas y mosqueadas. Al cabo de unos diez minutos ya estaba rodeado por un murmullo de señoras inquietas, pero aún desconocía el motivo de aquella reunión. Ni lo conocía ni lo sospechaba. Hasta que Jalim, valorando que la platea se hallaba cubierta con holgura, se aproximó a mí con calculado tiento para ponerme su mano derecha entre mis patas. Confieso que no pude evitar un gesto de desconcierto, que la mujer atribuyó, quizás, a una supuesta timidez (lo que, dicho sea como modesta aportación al estudio científico que ustedes realizan, no se halla en la lógica de mi animalidad). Fuera como fuese, me asaeteó con la mirada, como para recriminarme que me las diera de estrecho en aquellas alturas de la vida. Si eso pensó, si vio en mí el menor asomo de remilgo, era de entender que quien tan buen precio había puesto a sus esperanzas exigiera su cumplimiento en la desabrida forma en que ella lo hizo. Se comprenderá, también, que Yo hubiera intentado resolver el malentendido con mis mejores artes.

Principié, pues, la faena, y las mujeres quedaron atónitas, estupefactas, mudas ante la destreza con la que Yo me las gastaba. Sin embargo, un chiste lanzado a tiempo por una anónima espectadora contribuyó a romper la solemnidad del espectáculo. Detrás de aquél, me vino encima un abigarrado aguacero de obscenidades, algunas tan divertidas que ni siquiera Yo, entregado con profesional rigor a mi tarea, pude dejar de reírme. Jalim, ahora satisfecha y relajada, recogió su falda y se paseó ante las señoras, reclamando la tasa que, al parecer, estaba convenida. Mientras seguía con mis frotamientos, Yo veía cómo la falda de Jalim se cargaba de dinero, y esto me estimuló hasta el punto de conseguir una eyaculación espléndida, óptima en su momento y resultado. Jalim aguardó a que terminaran los aplausos para volver a meterme en la cesta. Luego regresamos a casa, ella cantando y Yo orgulloso de haber recuperado la utilidad para cuya causa llegué a creer que estaba perdido de forma irrecuperable. Sólo los ojos tristes de Maymún pudieron empañar mi alegría cuando, al saludar al niño y besarlo en la frente, aquellos se pusieron a llorar, con el silencio por todo confidente y amigo.

Aun con este revés, aquella noche me las prometí muy felices pensando que había encontrado el camino de mi emancipación, ése que algún día habría de llevarme hasta Él. Sin embargo, a la mañana siguiente todo volvió a ser como siempre. Yusuf me sacó de la cama y, después de despacharme con una migaja de pan, me arrastró consigo hasta la puerta. Jalim se desentendió de mi tragedia con una indiferencia cínica que me hizo gritar. Al final no tuve más opción que la de plegarme a los deseos de Yusuf: regresé a mi miserable destino de ojeador de curtidores; también, a mis moscas nauseabundas, que me recibieron con un punto de ufanía tan repugnante como el tacto de sus trompas chupadoras.

Entre esos avatares y humillaciones pasé largos días —quizá semanas— hasta que, de nuevo, Jalim solicitó a su esposo que me dejara en la casa. Éste accedió, no sin emitir algún gruñido. Como en la primera ocasión, Jalim me alimentó con espléndida entrega. Luego me trasladó en la espuerta hasta el escenario de mi anterior actuación, en donde volvió a juntarse una docena de mujeres, atraídas todas ellas —pude enterarme— por la singular fama que mis manipulaciones habían alcanzado en el barrio. Sabía, por tanto, lo que se esperaba de mí, pero decidí jugar fuerte: me negué a plegarme a los propósitos de Jalim, ofendido como estaba por su desprecio de días pasados. Pensé que, adoptando una actitud de fuerza, conseguiría que Jalim asumiera conmigo un compromiso de colaboración más estable. Sin embargo, Jalim tampoco se anduvo por las ramas y me clavó sus uñas en las posaderas. El dolor fue tan grande que me hizo dar un viaje por los aires, breve pero suficiente para regresar de él con una visión del mundo mucho más humilde y pragmática. Accedí, pues, a sus exigencias, sin entusiasmo pero con eficacia, tal como se confirmó en lo abultado de la recaudación. Y, de esta forma, comprendí en toda su dramática extensión el alcance de las palabras de Él el día que se lo llevaron de nuestra comunidad, en la selva: en efecto, mi suerte estaba ligada de forma indisoluble a la del trasgo de mi empeine; pero éste parecía caprichoso y no acababa de entender las diferencias que separan la virtud del pecado, lo oportuno de lo inconveniente, con las dispares consecuencias que ello puede acarrear. Terrible paradoja, si se fijan, la de ese geniecillo despistado. ¿Qué camino podría indicarme que me llevara a buen puerto?

Así transcurrieron muchos meses de tedio y sinrazones, a caballo entre el estercolero de la curtiduría y el huertecillo de ubicación secreta, en el que, cada diez o doce días, congregaba a un grupo de lúbricas mujeres en beneficio de la faltriquera de Jalim. No me resultó nada fácil asumir ese planteamiento maniqueo de la existencia, tan humano como absurdo, que consiste en fragmentar la vida propia y la de los demás en compartimentos estancos, representando papeles muy distintos según el foro y el aforo donde uno actúe. Se entenderá, por consiguiente, que no hubiera sido capaz de aprender a comportarme en público. Muchas veces he llegado a sentirme inhabilitado para enterarme del complejo mecanismo que anima a eso que ustedes llaman cuerpo social, y tal vez ocurra que, en efecto, no esté hablando de una impresión mía, sino de una ineptitud real. Mas, si ello es así, no creo que sea mucho pedir el que se nos disculpe, a mí y a los de mi especie, esa torpeza congénita, dándonos el plus de cariño que dicha tara merece, en vez de castigarnos como si fuéramos vulgares babuinos. ¿O no?

En todo caso, lo que carecía de explicación era que Maymún, un niño alegre, sano y hermoso y, encima, descendiente legítimo de Yusuf y de Jalim, recibiera el duro trato que su padre le infligía. Siempre supuse que el pecado se hallaba en su improductividad; mas, incluso desde esta explicación utilitarista del fenómeno, se hacía difícil aceptar la crueldad con la que su progenitor se desentendía de él. Quizá por mi propia condición, Yo estaba preparado para toda clase de ignominias, pero Maymún sufría mucho y no veía el día en que pudiera liberarse de su miseria.

Durante la época que llaman del Ramadán, Maymún sufrió unas fiebres muy altas que, aunque le postraron en su cama, al menos le valieron para evadirse de la curtiduría por unas fechas. Yo procuraba pasar junto a él el mayor tiempo que me permitían.

Mientras dormía, le acariciaba con dulzura su hermoso cabello de pequeños rizos; y, durante sus vigilias, le entretenía con gestos disparatados, muecas imposibles, cabriolas con doble tirabuzón y todo un amplio repertorio de monerías. El niño no tardó en recuperarse. Sin embargo, para retrasar su inevitable incorporación a la vida normal, fatídica, alargó sus quejas y los síntomas de la enfermedad mediante recursos en extremo rudimentarios pero ingeniosos y, a la postre, eficaces, tales como el de comer tierra o el de provocarse vómitos introduciendo los dedos en la garganta. Ocurrió, sin embargo, que pronto temió por su propia salud, y tuvo que abandonar aquellas peligrosas prácticas. Fue entonces cuando Maymún apeló a mi inteligencia y me rogó que impidiera por cualquier medio que lo llevaran de nuevo a la tenería. Yo, pobre de mí, carecía de recursos para ello, como lo demostraba el hecho de que siguiera sometido a la misma rutina que la del niño, excepto durante aquellos gozosos episodios de la almunia, con Jalim. Así se lo hice ver entornando mis ojos con tristeza, pero la criatura no se conformó e insistió en sus terribles plegarias.

Ya en las postrimerías de la enfermedad de Maymún, Jalim pidió a su esposo que me dejara con el niño. Adujo el argumento de que, conmigo, la pobre criatura quedaría más entretenida. Como siempre, Yusuf no se opuso a la solicitud y abandonó la casa solo. Entonces Jalim me sacó de mi lecho de hierbas secas y me colocó sobre la mesa, ante unos mendrugos de pan y un grueso y suculento plátano, troceado, en una escudilla con leche. Por dignidad debí cruzarme de brazos, pero compréndase que Yo llevaba varios días sin probar alimento, si exceptuamos el que me proporcionaba un hormiguero providencial que apareció en el corral de la casa. Y aun sabiendo que, de mostrarme débil con el estómago, podría deteriorar la autoridad moral que Maymún me había concedido, bien es verdad que de forma gratuita, no tuve fuerzas para decir que no. Por desgracia, confirmé mis vaticinios: apenas hube dado cuenta del plátano, el niño se despertó y, encontrándome en pleno banquete, me espetó con su mirada punzante. Me sentí como un felón y, lo que es peor, preso de mi maldita aprosodia, que me impidió deshacer el malentendido con la elocuencia que la gravedad del caso requería. Entonces me vi obligado a acentuar la manifestación de mi arrepentimiento y no se me ocurrió otra manera de hacerlo que la de lanzar la escudilla de leche contra la pared, muy cerca de Jalim, quien se quedó muda de espanto. Liberado, así, de aquel malentendido, me aproximé a Maymún para acariciarle el pelo, buscando con este gesto su perdón. El niño sonrió con debilidad. Yo le respondí con una estruendosa carcajada. Él la imitó y, de esta forma, sellamos nuestro amor de camaradas. Me pareció oportuno, pues, que, a cambio de su generosa comprensión, Yo lo hiciera confidente del secreto compartido con su madre; ese secreto que a mí me proporcionaba episódicas rachas de fortuna y que a Maymún, de contar con mi mismo don —lo que no ponía en duda—, tal vez pudiera emanciparlo para siempre. De modo que, en cuclillas sobre su camastro, comencé a acariciarme en la forma que, sabía, gustaba al duendecillo que habita en mi vientre. En efecto, el genio no tardó en asomar su cabecita y ello divirtió hasta tal punto a Maymún que se puso a aplaudir enfervorizado. Tuve que interrumpirle para conseguir que me imitara, pues no cabían en mí las ansias de saber si también el niño albergaba en su seno a un gnomo como el mío. Maymún llevó su mano derecha a sus testículos y los acarició con gran gozo. Jalim se acercó a nosotros asustada; permaneció largo tiempo contemplándonos, perpleja, en silencio, hasta que, por fin, lanzó una carcajada histérica, a lo que Maymún y Yo respondimos con gran alborozo y alboroto.

En estos festejos estábamos cuando, de repente, Yusuf —quien, sin duda, recelaba desde tiempo atrás de los negocios de su esposa— irrumpió en la estancia armado de un cuchillo gigantesco. Esgrimiendo la cimitarra, amenazador, juró por sus antepasados que me abriría en canal si me alcanzaba. Por fortuna, Yo conocía a la perfección las posibilidades de fuga que ofrecía la casa y no me fue difícil ponerme a buen recaudo en un hueco inaccesible para aquel energúmeno. Yusuf abandonó pronto mi búsqueda pero, como en la ocasión anterior, pudo descargar sobre Jalim toda la ira que llevaba contenida en las venas: asió por los pelos a su víctima y la apaleó con un cayado mientras pedía a Alá-Dios que le permitiera tomarse la justicia por su mano. (Esta invocación era, supongo, una gestión de puro trámite, pues, a juzgar por la vehemencia con la que golpeó a su mujer, Yusuf venía con la autorización divina bajo el brazo.) Espectador abrumado de la escabechina, Maymún se puso a llorar con arrebato, de modo que, en pocos minutos, la casa se llenó de un griterío ensordecedor que alarmó a todo el barrio. No tardaron en llegar varios hombres. Pero, puestos al corriente de la situación por boca de Yusuf, aprobaron su comportamiento y aun le animaron a que no dejara a medias aquel magnífico y ejemplarizante ejercicio de dignidad personal. Parece ser que el hecho de que el incidente hubiera tenido lugar en pleno Ramadán añadía al mismo un punto de perversión que lo hacía sacrílego, lo que venía a justificar el rigor de la condena. Unas mujeres recién llegadas, ignorantes de teología y faltas, por tanto, de un mejor argumento para defender a Jalim, decidieron ponerse a llorar a lágrima tendida, reconociendo, con todo el aire de sus pulmones, que el sexo femenino no tenía remedio. Si lo que buscaban era conmover a Yusuf, consiguieron el efecto contrario, pues el hombre se cargó de coartadas para apurar el escarmiento. Por suerte, dos policías, alertados por un grupo de turistas a quienes los argumentos de corte antropológico aportados por el guía que los acompañaba no convencieron un ápice, llegaron a tiempo de impedir que el auto sacramental acabara en tragedia. Serenaron a Yusuf, ya exhausto, y, una vez comprobado a ojo de buen cubero que Jalim llegaría a valerse por sí misma al cabo de algunas semanas, decidieron que el incidente podía darse por resuelto sin necesidad de levantar atestado, por fuerza enojoso. El dictamen fue recibido con alivio por los allí presentes. Yo decidí aprovecharme de la confusión: salí del hueco en el que me hallaba escondido y, corriendo entre las personas que se arremolinaban ante la puerta de la casa, llegué hasta las motos de los policías, abrí el contenedor trasero de una de ellas y me introduje en él con la esperanza de que un milagro me alejara cuanto antes de aquel país.

Así fue como, tras varios años —no sé cuántos— de infausta convivencia con Yusuf y su familia, clausuré sin despedidas mi segunda etapa vital. Sólo lloré la ausencia de Maymún, de quien mi último recuerdo está asociado al de sus lágrimas. Aún hoy me pregunto qué habrá sido de aquel muchacho, si habrá podido hacer buen uso de su duende benefactor. Aunque —siento reconocerlo— me he acostumbrado a esa perspectiva fatalista de las cosas que, en los de su especie, es motor consustancial; de modo que, si tuviera que apostar por algo, apostaría a que Maymún acabó como su padre: entre ácidos y tintes, instrumento fácil del odio promovido por tantos administradores de la miseria como pueblan este planeta.

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