Green

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Capítulo cuarto

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Emma y Enrique vivían a las afueras de Madrid. Disponían de una espléndida mansión de dos plantas, con un hermoso jardín. Allí, entre las ramas de un olivo —también había sauces, magnolios y un manzano feraz—, instalaron para mí una casita de madera. Tenía una puerta enrejada, que cerraban con candado durante las noches. Esto no quiere decir que me tuvieran por prisionero. Al contrario, lo de las rejas era, más bien, una protección frente a posibles agresores que una traba a mi eventual huida, torpeza que no se me habría pasado ni por la imaginación, aunque sólo fuera porque sospechaba que en aquel mundo, o muy cerca de él, acabaría por reencontrarme con mi progenitor, el noble anciano del mostacho blanco. Lo comprenderán más fácilmente: mis nuevos protectores me trataban a cuerpo de rey: no regateaban en mi comida; me regalaban de vez en cuando algún juguete; me mantenían inmaculado hasta la extenuación; me permitían, sin cortapisa alguna, paseos diurnos por toda la casa, divertidísimos, por cierto, pues los vericuetos de aquel palacete estaban llenos de agradables sorpresas; en suma, tenían colmados mis ocios. Y, todo ello, sin más exigencias ni contrapartidas que la de tolerar que se me luciera ante las visitas como un ejemplar exótico, algo que me resultaba sencillo de asumir sin violentar los escrúpulos de mi conciencia —que la tengo, tomen nota—. Tan insignificante me parecía el precio reclamado que, a veces, me embargaba una incómoda sensación de abuso, de aprovechamiento alevoso, como si también yo hubiera caído en ese vicio del parasitismo que tanto detestaba en muchos de los animales con los que había convivido, en especial los que, como los piojos, lo practicaban a mis expensas. Por esa causa, hacía esfuerzos para mejorar mis compensaciones; por ejemplo, en la exhibición ante sus invitados incluía una surtida serie de volteretas mortales, carcajadas histriónicas y aplausos dignos del mejor profesional de la zalama. En alguna ocasión fui más allá e intenté hacer de camarero, pero los resultados no fueron muy satisfactorios y, sin duda por una errónea interpretación de mi voluntad, me ocasionaron más de una dura reprimenda. Pero, en general, creo que supe ganarme el amor de mis tutores y la admiración de sus amigos.

Mientras duró la bonanza familiar fui un ser en verdad privilegiado. Quizá porque había sufrido en propia carne los devaneos arbitrarios del destino, estaba muy capacitado para disfrutar de los buenos vientos de la fortuna con la misma intensidad con la que la desgracia se había regodeado de mí en otros tiempos. Así pues, de cada día apuraba hasta el último sorbo de libertad, comía con vistas al empacho y jugaba, amaba y me dejaba amar como si en ello me hubiera ido la vida (algo que siempre di por supuesto, no obstante las contrariedades que quisieron bajarme de esa peana). Pronto supe, sin embargo, que bajo la calma chicha de aquella existencia tan plácida bullía con turbulencia el magma de la sinrazón. A mí, señores, como ya se habrán imaginado, me pilló en el medio. Me explicaré tomándome la narración con el detalle que se merece.

Enrique González Ruiz, hombre maduro, tenía a gala haberse hecho a sí mismo. No sé lo que acabo de decir, pero él así lo exponía cuando le llegaba la ocasión, lo que siempre ocurría a propósito de su trabajo. Los padres, honrados aldeanos, de condición muy humilde, habían dedicado todos los ahorros a sacar adelante a su único hijo. Enrique les correspondió con un expediente excepcional en su carrera de ingeniero. Tras esta primera graduación vinieron el doctorado y luego varias estancias en el extranjero, en las que coincidió con los grandes cerebros mundiales de la especialidad. Pronto, siendo muy joven aún, Enrique fue solicitado por no sé qué ministerio. Desde entonces, trabajó en proyectos públicos de extraordinaria importancia, por los que percibía emolumentos más que sustanciosos. Enrique presumía de manejar información que llamaba sensible, muy confidencial y reservada, que lo tenía elevado en un rango superior, de iniciados o algo así. Sin embargo, conservaba una cierta concepción rural de la existencia, de modo que la fidelidad al trabajo y la honradez casi ingenua constituían valores que él guardaba en la transparente pero inexpugnable vitrina de su corazón. De alguien oí que la calidad de Enrique como ingeniero procedía precisamente de su candidez como persona. La paradoja, si es que existía, se resolvió muy pronto.

Por el tiempo en que yo me incorporé a su vida familiar, Enrique trabajaba en un misterioso programa de cuyos detalles ni siquiera Emma tenía conocimiento. Como con tantos otros secretos ocurría, el único en su entorno doméstico que participaba de ellos era quien esto cuenta; y ello no porque Enrique hubiera depositado en mí su confianza sino más bien porque, llegado el caso de una hipotética delación por mi parte, ¿quién habría de creer a este miserable chimpancé? En efecto, el secreto mejor guardado, ustedes lo han dicho. El proyecto —ahora puedo explicarlo sin defraudar a mi mentor— tenía relación con el tren suburbano de Madrid. Se trataba de conseguir que, desde una estación de control, fuera posible encauzar, de manera natural y sin violencias innecesarias, la circulación de los pasajeros en función de su origen y de su destino. El programa de trabajo contemplaba la alteración automática de las señales de orientación y los mismísimos rótulos indicadores de cada una de las estaciones, llegando, incluso, al falseamiento de la verdad. De esta manera, en casos de extrema necesidad resultaría posible desviar a los pasajeros hacia destinos especiales sin tener que contar con el incómodo requisito de su voluntad: estos seguirían dócilmente las indicaciones de la compañía. Dado que, bajo tierra, se hace imposible contrastar la veracidad de la información aportada por los responsables del metro, el plan de Enrique resultaba de gran utilidad para todos aquellos casos en los que la autoridad competente tuviera urgencia de movilizar a la población sin sembrar la alarma. Enrique hablaba de la tarea ante sus superiores con exultante entusiasmo; les vaticinaba, además, días de gloria cuando se hallase desarrollada en todas sus espléndidas posibilidades. Serviría, por ejemplo, para evacuar a la población en caso de catástrofe natural, y ello sin provocar ni un solo atasco, ni un solo susto, ni un solo recelo amotinador. Se garantizaría, así, cierta fidelidad obligada a los dirigentes, último gran bastión del sentido común, como se sabe. (Aclaro que no he hecho otra cosa que repetir palabras de Enrique tal y como yo las recuerdo, sin pretender alterarlas un ápice. En realidad, nunca comprendí lo que todo esto significaba.)

Enrique vivía entregado a la consecución de tan ambicioso objetivo y apenas si disfrutaba de su hermosa casa ni hacía con su esposa esa vida que ustedes llaman marital. Por supuesto, tampoco se le conocían aventuras o devaneos extraconyugales, aunque alguna vez confesó que se sentía atraído por una jovencísima vecina llamada Lucía, la cual los visitaba muy de cuando en cuando con motivo de asuntos relacionados con la comunidad de propietarios de la urbanización. Enrique comenzaba su jornada laboral hacia las ocho de la mañana y la concluía pasadas las nueve de la noche, sin más interrupción que la imprescindible para despachar un frugal almuerzo a base de carne frita y ensalada de lechuga y tomate. Regresaba a casa, pues, inhabilitado para la vida, de modo que se limitaba a dar las buenas noches, cenar, tomar un vaso de leche, ver el informativo de la televisión y acostarse. A mí me solía regalar nueces; también me preguntaba, con benevolencia ritual, por la forma en la que había pasado el día. Mi impresión es que nunca entendió las respuestas que yo le daba, pero no por eso dejé de contestarle, convencido de que aquella era una más de mis obligaciones filiales.

Mucho más joven que él, Emma María Sánchez del Castillo y Pomares, en cambio, conducía su vida por sentido opuesto. Desde niña, la existencia le había venido rodada con una comodísima fatalidad. Tan sencillo le resultó conseguir siempre lo que pretendía que muy pronto sospechó que toda ambición terminaría convirtiéndose en banal entre sus manos; por tanto, no habría objetivo que se propusiera que no la llevara de manera inevitable hacia el marasmo. Ese día, decidió que jamás se marcaría plan alguno: en busca de alicientes, se ofrecería a los embates del destino cual barquilla en medio del oleaje, afirmó para sí sin darse cuenta de que acababa de fijarse un empeño. Así, quedó a merced de su proteico padre, un rentista castellano, conservador y pragmático, numerario de una congregación criptomística, que hizo fortuna en América, donde naciera su numerosa prole. Emma, pues, se dejó llevar sin protestas a través de un itinerario que incluía colegio de monjas, ejercicios de cristiandad, estudios de filosofía y letras y matrimonio canónico en edad temprana y con hombre brillante y de posibles. El calendario se cumplió con escrupulosa precisión, a rajatabla, y Emma cayó muy pronto en el tedio. Para mitigar su aburrimiento, Emma practicó el tenis, la gimnasia, la natación y el polo; aprendió yoga; recibió clases de danza andaluza; colaboró en campañas de ayuda a los necesitados, recogió firmas para exigir a los organismos internacionales que se acabara con el exterminio de la foca blanca, del guerrillero kurdo, y del idioma español en Filipinas; impartió clases en un programa de alfabetización de la población gitana; hizo pintura

naïf y modeló figuritas con migas de pan. Además, jugaba al parchís la tarde de todos los miércoles, y se reunía cada quince días con un grupo de esposas de militancia católica a prueba de infidelidades, gatillazos y otros desalientos. En estas reuniones se exponían las distintas experiencias conyugales de las asistentes, se debatían los aspectos positivos y negativos de cada relación matrimonial, se aportaban sugerencias para la solución de los problemas planteados y luego se rezaba, todo ello con el fin de ir creando una especie de cultura del matrimonio cristiano, que era algo así como la resaca que permanecía tras una borrachera de plática confusa y difusa, al menos para mí. Esta cultura era portada en el vademécum de la conciencia y hacía las veces de botiquín para casos urgentes; en él se guardaban medicamentos y respuestas de aplicación inmediata, que lo mismo servían para atender una discusión por celos que un silencio despectivo o delator. A veces, el discurso actuaba como bálsamo o sedante, pero tenía el gran inconveniente de que, cuanto mayor se hacía su perfección formal y más brillante su acabado ideológico, más cerrado e intransitivo aparecía ante los oídos de Enrique, quien terminó por reconocer que no lo entendía. En realidad, Enrique no entendía nada de lo que pasaba en su casa.

Allá por la época en la que me recogieron, Emma y Enrique apenas si se hablaban lo imprescindible para mantener vivo el fuego —¿fatuo?— del amor. Cuando Enrique llegaba del trabajo, Emma daba instrucciones a la criada para servir la cena. Luego se sentaba a la mesa, frente a su marido, y lo miraba a los ojos. Enrique respondía que estaba muy cansado. Durante la comida se cruzaban dos o tres comentarios sobre el grado de salinidad de los alimentos y, a los postres, se arrellanaban en el sofá, frente al televisor; Emma despachaba el resto de la velada con una película de alquiler mientras Enrique roncaba a su vera. Emma y Enrique tenían el firme convencimiento de que al matrimonio no se le podía pedir más, de modo que se habían acomodado a la perspectiva del tedio y, aunque aquello no les llenara de felicidad, al menos les garantizaba la ausencia de sobresaltos. Aun en este remanso de paz surgía de vez en cuando la pregunta incómoda, la duda disolvente, el recelo inoportuno, pero el incidente solía zanjarse con una breve discusión a modo de sangría; algo que, además, servía para confirmar que aquella coyunda seguía gozando de buena salud.

De una de estas discusiones había nacido en el matrimonio el firme propósito de adoptar un niño. Antes, para atenuar el desconsuelo, el marido había prometido a la esposa un viaje por Marruecos. Supongo que este clima previo de buen entendimiento, unido a la frustración de no haber conseguido ser padres —Enrique ya estaba fondón—, contribuyó de manera feliz a que Emma se encaprichase conmigo y Enrique consintiera aquel deseo extravagante sin violentar su organizado cerebro de ingeniero. Sea como fuere, yo me vi liberado de Hafiz y del pupilaje al que aquel maldito moro me tenía sometido, así que, desde aquel sublime instante en que se negoció mi rescate, Emma y Enrique fueron para mí mis salvadores; a ellos, pues, les debía amor y respeto reverencial; y eso les di, bien lo sabe el dios de ustedes, con el escrúpulo de un seminarista. Hasta que se perdieron el respeto a sí mismos, claro. Pero no he de adelantarme a los acontecimientos.

Como creo que ya quedó dicho, en casa de Emma y Enrique viví mis mejores días. Holgazaneaba sin descanso, a todas horas; corría por el inmueble con absoluta libertad, jugaba con mi madrastra hasta el agotamiento y, en la cocina, la fámula me regalaba con toda clase de frutas, vegetales y viandas. De Juana, aquella magnífica y servicial mujer, sólo hablé de paso hasta ahora. Juana estaba ya entrada en años; era obesa, casi rechoncha, y vital hasta los tuétanos. Tenía en la cocina su feudo inexpugnable, una especie de sanctasanctórum en el que hacía y deshacía a sus anchas, escuchaba la radio y recibía visitas de algún amigo, que se beneficiaba de la despensa y de sus carnes (de las de la despensa, creo). Con Juana pasé grandes y divertidos momentos. Muchas veces, mientras me servía en un plato mi almuerzo, me narraba historias de su juventud, todas ellas deliciosas por pícaras y alegres. Juana sospechaba que yo entendía sus palabras, y por eso las adornaba con un gracejo especial que a mí me desternillaba. Si le festejaba sus ocurrencias con alguna carcajada, Juana disfrutaba doblemente y volvía a servirme una nueva ración de comida, que yo despachaba con atropellado embuchar. A cambio, le correspondía, acto seguido, con alguna de mis habilidades acrobáticas, saltando de la mesa al frigorífico, por ejemplo, y, desde este, mediante una doble voltereta, hasta la lavadora. Luego aplaudía con gran estrépito y gritaba sin contención, hasta que Juana me suplicaba que me callase reprimiendo ella misma su risa como podía. Empleé mucho tiempo en comprender estos recelos de última hora que siempre le asaltaban a la buena de Juana, y sólo lo conseguí cuando ya fue demasiado tarde para la pobre mujer.

Con motivo de uno de sus cumpleaños, Juana había organizado una restringidísima fiesta en la cocina. Contaba con el permiso de Emma, quien sólo puso como condición que no se alborotara demasiado. Fuimos invitados unos pocos amigos de la doméstica: el carnicero de la urbanización; la Juli, cajera del supermercado; un primo de esta, que no conocía a Juana pero hacía bulto… Entre todos ellos, yo tuve que encargarme de amenizar la función y lo hice con una breve muestra de mi repertorio aéreo, ya por entonces afamado. Pronto comenzamos la merienda con café y bizcocho, pero alguien comentó que el pastel estaba un poco seco y roció su ración con un buen chorro de coñac. Algo de aquel líquido cayó en mi plato y dio al trozo que me había tocado en el reparto un sabor fuerte, muy agradable al paladar: me trasladó de inmediato a la cantina de Fez, en aquella jornada gloriosa del descubrimiento de mi duende. Solicité una ampliación de la dosis. El hecho de que vaciara el coñac que quedaba en la botella sobre mi bizcocho causó gran júbilo entre los contertulios. Despaché el nuevo trozo con prontitud y no me recaté en pedir un tercer pedazo, que también rocié con el precioso líquido. Advertí, entonces, que, sin haberlo pretendido, acababa de convertirme en el protagonista de la velada. En efecto, todos los invitados dejaron de comer y de charlar para seguir mis evoluciones con el pastel. Embriagado, quizá, por la responsabilidad de cumplir con las expectativas despertadas, quise rizar el rizo de mi audacia y solicité más coñac, que no tardaron en traer de la bodega. Comí el bizcocho a gran velocidad. Luego di cuenta de tres pastelillos de hojaldre y de un tazón de merengue que había sobrado tras la guarnición de la tarta. Volví otra vez al coñac para limpiar los labios de aquella pastosa crema y el recurso me quedó tan ingenioso que llenó de entusiasmo a los presentes, quienes comenzaron a aplaudir. Juana pidió comedimiento, pero yo le ordené que se callara con un gesto de mi dedo índice sobre los labios. Nuevas risas y aplausos. Nueva alarma de Juana. Se me ocurrió que, marcándome un zapateado sobre la mesa, la tranquilizaría. Salté luego de un lado para otro, ahora sobre la cabeza del carnicero, después sobre el pecho de Juana, y cada brinco fue contestado con un enternecedor olé de estimulante eco. Los invitados a la merienda no tardaron en sumarse a mis juegos con originales cabriolas. También se entregaron sin reservas al consumo del misterioso y eufórico líquido, que a mí ya me transportaba por espacios siderales. El primo de la Juli cogió un pastel de crema y lo lanzó contra mi cara en el preciso instante en el que yo intentaba un doble tirabuzón sobre la lavadora. El impacto abortó la maniobra en el aire y fui a dar con mis huesos contra el suelo. Acepté, sin embargo, el costalazo, no sin antes arrojar las sobras del merengue sobre la chaqueta del francotirador. La respuesta, por sincera e inesperada, causó enorme gozo entre los concurrentes. Uno de ellos aprovechó el breve pero divertido desconcierto para vaciar un yogur de fresa en el escote de Juana. Nuestra anfitriona no se inmutó. Al contrario: primero sonrió, después recogió la condecoración con su dedo índice y, por fin, aparentemente complacida, se lo introdujo en la boca. Y aún nos regodeábamos en la contemplación de tan moroso gesto cuando, por sorpresa, Juana lanzó su mano a la entrepierna del canalla y, cerrándola en un puño cual tenaza, dio un golpe hacia abajo que a todos nos hizo gemir de dolor. El agredido resolvió el incidente con elegancia, sin más que poniéndose colorado, pero a los demás se les subió el instinto a la cabeza. La emprendieron, pues, a un fatigoso aunque estimulante juego de idas y venidas, unos tras otros, entre tocamientos y grititos que a mí me recordaron los viejos tiempos de la selva, cuando Hermano y sus amigos se enzarzaban en inocentes guerras de todos contra todos. En medio de esa confusión, yo me subí a los hombros del carnicero y, desde la improvisada atalaya, comencé a bombardear la estancia con confites y café, sin orden ni concierto pero con puntería inevitable. Todo habría quedado en un entretenido e inocente pasatiempo de no haber sido porque, estimulado por el fragor de la batalla, me hice con la botella de champán que Juana tenía reservada para la despedida y la lancé contra una estantería llena de platos, tazas y cubiertos. El quebranto de la batería causó un estrépito enorme; el dogo de los vecinos se puso a ladrar con celo inoportuno, y a este le siguieron dobermans, pitbulls y el inconfundible aullido de un perro sin pedigrí que en los últimos días merodeaba por el barrio en busca de mejor fortuna. Esto alarmó al vecindario entero; por supuesto, también a Emma, quien apareció de improviso en la cocina. Nos sorprendió a todos en situación inconveniente: yo me había puesto a vomitar en el fregadero, atacado de súbito por el susto que me produjo el escándalo de la vajilla; Juana recogía, atolondrada, los trozos del destrozo mientras el carnicero buscaba bajo sus faldas una razón para seguir existiendo; y los demás invitados se despegaban unos de otros con desigual intención y resultado. La fiesta, pues, se clausuró de forma tan abrupta como precipitada.

Tardé dos o tres días en recuperarme de aquella pérfida borrachera. Tan pronto recobré la lucidez, abandoné el catre en donde me habían depositado y corrí a la cocina en busca de Juana. Presentía que mi buena amiga se encontraría peor que yo. Al verme, la cocinera sonrió, abrió los brazos para recibirme en su pecho, me estrujó contra sí, me dio dos besos en la frente y luego me susurró, reprimiendo el llanto, que tenía que marcharse. La habían despedido y sólo disponía de unos pocos días para encontrar un nuevo empleo. La noticia me indignó. No sólo me indignó: también me planteó un grave problema de conciencia porque, ahora lo comprendía con lucidez, quien había provocado los disturbios de tan injustas consecuencias había sido yo. Debo confesar que nunca como en aquel momento me felicité tanto de mi incapacidad para hacerme entender; pues, de poseer esa facultad, habría tenido que asumir la responsabilidad del desaguisado para acabar, no tenía dudas, en algún centro especializado de esos que llaman zoológico. ¡Con lo bien que me estaba yendo en aquel sitio! Pero no le di demasiadas vueltas al argumento. Yo estaba condenado a la impunidad, y eso era algo que no tenía remedio. Aun así, me sentía con derecho a estar enfadado. Ustedes, los humanos, resuelven siempre sus contenciosos de la misma forma: trasladando los costes hacia las personas más desvalidas, hacia aquellas cuya defensa propia les resulta imposible o tan onerosa que la hace indeseable. De modo que protesté. A mi manera, claro. Me solidaricé con Juana y permanecí junto a ella el resto de los días que continuó a nuestro servicio, eludiendo con voluntad ostentosa la compañía de Emma y de Enrique.

El día de su partida, Juana fue a buscarme a mi caseta. Me cogió de la mano y regresó conmigo a su cocina, a la cocina a la que había dedicado lo mejor de sus mejores años. Allí me tenía preparado un espléndido desayuno a base de frutas de todas las clases, peladas y troceadas en medio de un magnífico bol con leche. Me emocionó tanto ese gesto fraterno que me abalancé sobre ella y, en sus hombros, gemí sin consuelo durante largos minutos, incapaz de probar bocado. Juana sonrió con tristeza. Luego me abrazó y me acarició la cabeza. Por fin me colocó ante el tazón y me pidió con ternura que no se lo rechazara. «Tú, Green, tienes algo especial en tu interior. No lo maltrates», me dijo. «¿Te refieres al gnomo?», pregunté con esperanza. No me respondió, ya lo habrán adivinado. Pero algo descubrí en su mirada que me reveló un secreto como de cofradía. Juana era, pues, un nuevo faro que me confirmaba el camino correcto hacia Él. Y entonces comprendí que los hitos que, hasta entonces, me habían orientado en mi deambular por el mundo de los hombres tenían en común una cierta fragilidad injusta, de demanda tan cargada de razones como insatisfecha. La señal era precisa: debería sobreponerme a la adversidad con mis propias fuerzas, las que acumulaba en mi cerebro y en mis músculos. De modo que no lo dudé más y acabé en un santiamén con los manjares que Juana me había preparado. Luego aplaudí ruidosamente y di dos volteretas sobre la mesa. La fámula, que no había dejado de contemplarme con extravío, se puso entonces a llorar y me confesó que el tener que abandonarme le causaba una enorme congoja. Intenté aplacar su desánimo jurándole que la llevaría siempre en mi corazón, pero no sirvió de nada. Hasta que, desesperado, decidí poner en juego mi más secreta y eficaz habilidad. Sería como un guiño entre iniciados. En cuclillas, frente a ella, comencé a acariciarme hasta conseguir que el trasgo asomara su cabecilla por el empeine. Juana mudó su gesto de tristeza por otro de perplejidad y, cuando se recuperó del pasmo, lanzó una sonora carcajada. Entusiasmado por la reacción de la cocinera, yo también me reí con estruendo sin dejar de sobar a mi pequeño amigo. Y en estas fiestas estábamos los tres cuando, otra vez de improviso, Emma irrumpió en la cocina. Interrumpí bruscamente el frotamiento y Juana, sobreponiéndose a la fascinación, se incorporó dócil y nerviosa. Mi tutora me miró con sequedad y ojos lelos, pero no hizo ningún comentario, quizá porque habría resultado muy enojoso para ambos. Tan pronto como recuperó el sentido de la situación, se dirigió a Juana en tono adusto y le indicó que un taxi la aguardaba a la puerta de la casa. Juana asintió sumisa y, tal vez, avergonzada; y, olvidada de mí, por un instante enajenada, abandonó la cocina y mi vida para siempre. Le perdoné el desplante, por supuesto. Y le deseé toda la suerte del mundo. Algo me dice que no la consiguió, pero esto no es más que una intuición tal vez arbitraria cuyo fundamento ignoro, y a mucha honra.

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