Green

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Capítulo cuarto

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Durante un tiempo después del incidente, Emma me mantuvo rodeado de soledad. Por ejemplo, prohibió a la nueva cocinera que se acercara a mí. Ella, por su lado, se limitaba a llenar una escudilla con los restos de las cenas y a colocar esta en un rincón del garaje, en donde decidió que debía pasar buena parte del día. Cuando Emma me miraba, lo hacía fugazmente, con recelo y, creo, hasta con asco. Soy muy duro, lo sé, pero digo lo que pienso. Emma parecía detestar mi compañía; la evitaba sin disimulo. Para demostrármelo, busqué la ruptura de su dolorosa indiferencia por diversos medios, pero Emma me apartaba de inmediato sin escatimar fuerzas ni insultos. Así comprendí con desconcierto que, pese al acento de sus palabras, que la emparentaba de forma mágica con Él, y a esa tristeza connatural que se escondía en la bóveda de sus ojos, Emma estaba lejos de poder llevarme hasta mi progenitor. Enrique, por el contrario, no rebajó un palmo su amabilidad. Como siempre al llegar del trabajo, acudía a mi casita y me saludaba con gracia; y más tarde, al retirarse para dormir, volvía y se despedía con un beso. De todo ello deduje que mi tutor desconocía ese repentino recelo de Emma hacia mí, o lo conocía y no le daba importancia, o le daba importancia al recelo pero no a la causa que lo motivó, o era esto último lo que en realidad ignoraba. Como advertirán, me hallaba muy confundido. De lo único que estoy seguro es de que Emma llegó a tratarme con odio irremediable. Y que, mientras le duró ese sentimiento cruel, yo sufrí como un animal, dicho sea en la acepción que ustedes dan a esta palabra en casos como el que les cuento. A veces, Emma retrasaba con malicia mi almuerzo; otras, sin más, me lo negaba. No sólo dejó de jugar conmigo, sino que también me prohibió la entrada en el desván, en el que guardaban los chismes y cachivaches con los que yo solía entretener los ratos más creativos de mi ocio. En una ocasión me caí desde lo más alto de uno de los sauces del jardín y fui a estrellar mi cabeza contra el suelo, pero Emma no acudió en mi ayuda. Por fortuna, mi cabeza es dura como una roca —así lo certificó el veterinario que trató al dogo de los vecinos con motivo de una agria discusión que ambos mantuvimos— y el accidente no tuvo mayores consecuencias.

Tengo para mí que el episodio de la despedida de Juana debió de ser debatido en los encuentros quincenales de mujeres pías, y que fueron las conclusiones que allí se extrajeron las que no dejaron a Emma margen de maniobra. Así lo supongo porque varias de las señoras que los frecuentaban empezaron a mirarme con los mismos ojos que delataban a mi tutora, es decir, con una expresión de piadosa repugnancia similar a la de aquellos turistas que, en la tenería de Fez, arrojaban a Yusuf un par de dirhams como quien exorciza a un poseso. Además, suspendieron de consuno el suministro de cacahuetes. Y, en mi presencia, bajaban el volumen de su voz en un bisbiseo odioso. Y empleaban el reojo por sistema para medir la distancia que me separaba de ellas. Terminé, pues, acorralado por un pacto de ninguneo que se me hizo asfixiante. ¡Imagínense a mí, acostumbrado a ser el centro de las reuniones, dudando de la realidad misma de mi mismo cuerpo! ¡De ese, mi gracioso cuerpo, al que nadie hasta entonces había resultado indiferente! ¡Sería por algo, digo yo! De modo que abandoné mis brincos y mis cabriolas y, poco a poco, fui perdiendo eso que algunos llaman —supongo que con la tranquila irreflexión del hablar por hablar— la alegría de vivir. Si yo fuera humano, haber llegado tan temprano a ese elevado escalón social donde reside la sensatez, el comedimiento y otras distinciones del género adulto habría resultado para mí un buen motivo de orgullo. Sin embargo, mi insobornable animalidad no me concedía esa licencia. Así que, lejos de adquirir con la tristeza la belleza frágil de un poeta romántico, fui languideciendo hasta que yo mismo me percibí propietario de un inconfundible olor a muerto. A un hombre o, al menos, a algunos hombres se les disculpa que carezcan de humanidad. Pero un póngido no es tal si deja de hacer monerías. Este es, para mí, un principio ético que asumo con todas las consecuencias. De modo que yo mismo reconozco haber caído por aquel entonces en el pecado de la inutilidad. Y, lo que es peor, con desidia afronté mi fracaso: di, pues, por seguro que una inyección asesina, más tarde o más temprano, cumpliría con la honrosa misión de apartarme de este mundo.

Lo de la inyección llegó con odiosa puntualidad. No fue letal, es cierto. Según pude oír, el líquido que me inocularon contenía hierro. El diagnóstico del veterinario había sido contundente y cristalino. Parece ser que yo era víctima de una extraña continencia sexual nunca antes advertida en los animales de mi especie. Otros individuos de los que se poseía historiales similares al mío conseguían realizar por sí solos ciertas terapias de drenaje y alivio que yo no logré comprender: Emma llegó a tiempo de taparme los oídos cuando el albéitar se disponía a ilustrarme en el asunto. Por el contrario, los ensayos practicados demostraban en mí una capacidad para la sublimación fuera de lo común; muy semejante, en todo caso, a la de los humanos. Se diría —siempre en palabras del experto: no quiero que mi afán por ser preciso se confunda con la vanidad— que poseía un grado de cultura extraordinariamente complejo, demasiado alto para mi naturaleza; aventuremos que me adornaba una especie de instinto sofisticado por no llamarlo, desnudamente, alma. El informe sostenía, entre otras observaciones a caballo entre el halago y la patología, que yo comprendía, con empatía desconcertante, la necesidad de las convenciones sociales y la conveniencia de reprimir el temperamento propio mediante un mecanismo de conciencia cívica, un tanto rudimentario, que bien podría apellidarse protomoral. En fin, se concluía que las roturas esporádicas de ese sorprendente equilibrio entre lo animal y lo humano, a fuer de extemporáneas, podrían llegar a resultar peligrosas para la integridad de los terceros con los que yo conviviera y que, sin perjuicio de un más exhaustivo análisis, debería ser reconducida, empleando para ello el estímulo de experiencias carnales con individuos de mi propia especie. Eso dijo el veterinario: «Recondúzcase». Y a mí no me sonó mal, todo hay que decirlo.

Pero con sinceridad sostengo que el informe médico abundaba en lo disparatado. Es muy probable que mi tristeza de aquellos días proviniera de mi frustrada sexualidad, pero de aquí a lo de las sublimaciones y represiones había un abismo. Lo que a mí me pasaba —aún hoy me ocurre— es que no entendía la significación de ciertos comportamientos en la sociedad de los hombres. En concreto, siendo francos, desconocía las razones y las circunstancias por las que la exhibición del geniecillo que habita en mi vientre podía resultar gozosa o trágica, según los casos. De aquí mi prudencia y contención en un asunto que, incluso así, aún hoy se me escapa muchas veces de las manos, nunca fuera mejor dicho.

Atendiendo a las recomendaciones veterinarias, Enrique sugirió a Emma la compra de una chimpancé. La discusión sobre el particular resultó violenta. El afán de mi padrastro por hallar una solución a mi astenia de soledad tropezó con la vehemencia de su mujer a la hora de augurar los mayores daños que la medicina acarrearía: paredes sucias, pelos en la moqueta, permanente estado de agitación por mi parte, insoportable hedor a hembra en celo inundando la atmósfera de la casa…; ¡hasta placentas por los pasillos llegó a anunciar! Toda una amplia panoplia de escatológicas catástrofes habría de acompañar a la llegada de la mona, así que incluso yo mismo deseé por un instante que el proyecto abortase sin más consideraciones. Ignoraba —no me avergüenzo al admitirlo— que las hembras de mi especie fueran tan desordenadas, lujuriosas y pestilentes, y en esta razón oculta quise ver el origen inconsciente de lo que el veterinario llamó «inapetencia», no sin un tono de conmiseración. Enrique, sin embargo, insistía en su desacuerdo con la descripción apocalíptica de Emma, y en la porfía puso tanto empeño que acabó siendo acusado por su esposa de corrupto instigador. Al final, Emma se atrevió a anunciar, en tono solemne, que yo estaba poseído por el vicio, y recomendó unas cuantas sesiones de duchas frías. Enrique pidió, entonces, aclaraciones a aquella revelación, y Emma se las aportó con sonrojo y en voz baja. No sé qué pudo haber dicho; lo cierto fue que, durante un cierto tiempo, Enrique se sumó a la legión de quienes me miraban de reojo y yo me quedé sin compañera, supuse que con carácter definitivo.

Nunca sabré adónde me habría conducido la conciencia de apestado en la que me instalé. Durante un tiempo dejé de comer, dejé de dormir y casi dejo de jugar. Como mi Primo, recuérdese, que se empeñó en no despegar los ojos del cielo y acabó siendo el cuenco de un puñado de moscas. Me recluí en mi casita del jardín, que no abandonaba si no era para evacuar toda clase de aguas, mayores y menores, porque si de algo no me desprendí, fue del amor por las camas limpias. Renuncié al desván, renuncié al garaje, renuncié a espiar a las visitas. Y así, habiendo tirado por la borda el interés por los estímulos que me unían a la vida, me vi ligero de esperanzas que mantener, de manera que empezó a sobrarme todo, hasta las mismas energías. También las tiré por la borda. De este modo, la debilidad me fue liberando de las necesidades. Me alimentaba de mí mismo, pues, y cuanto menos iba quedando de mí, menos ganas tenía de comerme. Digamos que me estaba ensimismando; que estaba volviéndome sobre mí, como introduciéndome en mi propio ombligo, y que acabaría como empecé, hecho de nada, igual que un calcetín que, vuelto del revés, desapareciera por el agujero del dedo gordo hacia un mundo misterioso pero más prometedor.

Así habría terminado, sin duda. Mas de nuevo ocurrió el milagro. Yo languidecía en mi lecho, febril, cuando me despertó un murmullo que procedía del porche de la casa. Varias personas hablaban en voz baja. Una de ellas era Emma, sin duda. También escuché el runrún de una lengua extranjera. ¡Pero otra voz parecía la de Él! Me puse en pie, las patas trémulas, y me asomé al ventanuco de la caseta. En efecto, allí estaba. ¡Era Él, claro que sí! Pude ver con claridad su largo mostacho blanco. Discutía con dos hombres pelirrojos y uniformados, provistos de sendos fusiles, mientras Emma parecía suplicar un poco de piedad. Intenté gritar, pero sólo se me escapó un triste lamento. Quise, entonces, romper el candado que me salvaguardaba de las visitas inoportunas. Tampoco lo conseguí. Volví, pues, a mis gritos, cada vez más altos. Quizás así habría conseguido hacerme oír, pero el dogo de los vecinos, que permanecía al acecho, se puso a ladrar y tapó mis aullidos con su imponente vozarrón. Le supliqué que se callara, mas no me hizo caso. De repente, uno de los hombres pelirrojos dirigió su vista hacia el lugar de la monumental bronca. Comentó algo con su compañero. Luego cargó el fusil y emprendió el camino hacia nosotros. Escaló por el olivo hasta que se hubo colocado a escasos centímetros de mí. Me di por muerto. Sin embargo, el hombre no se molestó en dedicarme siquiera una mirada. Me ignoró con desprecio. Sí apuntó con su cañón hacia el dogo y le descargó dos tiros que enmudecieron al perro para siempre. Luego bajó con presteza del árbol, corrió hasta el porche y, junto con su compinche, a empujones, arrastró a Él hacia el otro lado de la verja de la casa. Emma fue tras ellos, llorando. Gritaba: «¡No le hagáis daño, que Green lo necesita!». Pero, una vez más, todo resultó inútil. Desaparecieron, supongo que sin dejar rastro. Emma, tras un instante de desconcierto, se acercó unos pasos hacia mí. La vi derramar unas cuantas lágrimas. Aun así, con gran esfuerzo, me dedicó una sonrisa. Al final, giró sobre sí misma y entró en la casa. Y no hubo más. En ese punto creo que me desmayé.

A la mañana siguiente todo volvió a ser como antes. Enrique me dio el adiós cortés de todos los días antes marcharse hacia su trabajo y Emma, olvidada de su reciente sonrisa, regresó a sus gélidas salutaciones. Hasta los vecinos se habían provisto de un nuevo dogo, igual de idiota y ladrador que el anterior. El único que había cambiado fui yo. No es que hubiera decidido regresar a mi vida de siempre, pero al menos me había concedido un plazo para revisar la decisión de encerrarme en mí mismo. Alguien jugaba conmigo, lo sabía. Además, Él estaba cerca y no podía defraudarle. Debería recuperar el resuello y, si no el optimismo de los viejos tiempos, sí, al menos, el propósito de intentar que las cosas me vinieran dadas de otra manera. A todo esto, el duende, a solas, me dio la razón. Y de esta manera supe que regresaba a la buena senda.

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