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Capítulo sexto

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Me explicaré mejor. Enrique convivía, desde hacía varias semanas, con la intratable sospecha de que su trabajo estaba siendo manipulado con fines inconfesables. El sistema informático que diseñara como herramienta de uso civil del Metro estaba concluso y sólo requería algunas correcciones menores para su puesta en funcionamiento. Sin embargo, la compañía, presidida ahora, tras un golpe de mano sorpresivo, por un individuo de currículum incierto, había paralizado las últimas tareas de ajuste sin dar ninguna explicación. Desde el primer día de su llegada a la presidencia del metro, la labor de este personaje con relación a Enrique había sido oscura, arbitraria y hasta provocativa, toda una invitación a la dimisión, que mi padrastro no presentó por el sumo amor que profesaba por su obra. La idea de que el proyecto pudiera ser saboteado, o entregado en bandeja de plata a los servicios de espionaje de alguna potencia extranjera, le obsesionaba tanto que llegó a pedir audiencia al mismísimo ministro del ramo: sólo consiguió con ello levantar sospechas acerca de su equilibrio mental. No le fue difícil comprender, pues, que, por alguna extraña y oculta causa, había caído en desgracia ante sus superiores. En estas circunstancias, cualquier otro se habría conformado con imputar el fracaso a la envidia ajena, pero Enrique tuvo que exprimir mil veces el cerebro para encontrar en sí mismo el origen del contratiempo. Al final obtuvo lo que su terquedad anunciaba: se volvió irascible de un día para otro y se dedicó a responder con bocinazos a los más inocentes requerimientos de sus allegados. Por supuesto, Emma fue el más frecuente objeto de sus fobias, de modo que también ella terminó por subirse al carro de los dislates. Pero lo hizo de una forma peculiar: permaneció callada y, por no ir drenando poco a poco todas sus insatisfacciones, llegó a acumular tanta bilis en el alma que hasta sus silencios olían a amargura.

Aunque parezca una ironía, Sheila y yo éramos los únicos que manteníamos la sensatez y la autoestima; algo que, muchas veces, resultaba incómodo a los ojos de los demás. Eso de ser portaestandarte de la cordura o, al menos, de una cierta serenidad interior provocaba en quienes nos rodeaban un odio irracional, un deseo absurdo de eliminar aquel privilegio contaminándolo con la enfermedad propia, vampirizándolo. Emma, por ejemplo, nos sometía a travesuras de diversa importancia: dejaba a medio anudar uno de los extremos de la hamaca del jardín; nos colocaba la comida en lugares desconcertantes de la casa —debajo del coche o dentro de una bolsa que colgaba a dos metros del suelo— y, además, lo hacía a horas intempestivas; nos obligaba a calzarnos en pies y manos una especie de ridículas babuchas si queríamos entrar en la casa… Incluso llegó a instalar en la caseta un inmenso despertador que, desde entonces, programó nuestras vidas con un ritmo de funcionario que acabó haciéndosenos insoportable. Buscaba, sin duda, que Sheila y yo rompiéramos las buenas relaciones que nos mantenían como una pareja ejemplar. Sin embargo, no lo consiguió nunca. Al contrario, he de decir que, cada vez que Emma organizaba alguna fechoría, nosotros respondíamos con una cópula tanto más perfecta cuanto mayor era el escarnio que la mujer perseguía. Lo que más dolía a mi madrastra, sin embargo, era que, durante esos actos de respuesta heroica, yo acariciara con ternura la panza oronda de mi compañera. Tengo para mí que reacciones como la nuestra, que ustedes podrían atribuir a esa conquista de la especie humana que llaman orgullo, deben de estar inscritas, también, en algún código de la selva, pues es lo cierto que a Sheila y a mí nos salían del alma o, al menos en mi caso, del mismísimo duende.

Como ya dejé dicho, la tragedia estaba servida. Ocurrió una tarde aciaga de calor. Yo jugaba con Sheila junto al manzano del jardín cuando Emma me llamó a su lado, dos horas antes de lo habitual. Acepté contento la propuesta, pensando que en la casa estaría mucho más fresco y podría dormirme a satisfacción. Sheila, en cambio, se enfadó bastante y me preguntó con los ojos llenos de rabia hasta cuándo iba a seguir siendo el bufón de corte de aquella mujer. (Tal vez no fueran estos los términos empleados por su estremecedor y compulsivo silencio, pero es que, llegado a este punto de mi relato, el pensamiento se me rebela y se vuelve contra mí mismo; no puedo evitarlo.) Ajeno a las consecuencias de mi despecho, respondí dándole la espalda con crueldad. Sheila se quedó clavada sobre la rama, ahíta de tristeza.

Emma me recibió con un tazón de pan y leche. Durante todo el banquete no dejó de acariciarme el lomo al mismo tiempo que me susurraba canciones tiernas de cuna. Nunca antes me había atendido así, con tanta complacencia y hasta calor, pero reconozco que, si bien me sentí objeto de una extraña e impermeable perversión, aquellas carantoñas acompasadas y dulces me agradaron sobremanera. Si, como imagino, humanismo es, en simetría con bestialismo, una desordenada atracción sexual de los animales hacia los individuos del género humano, confieso que un cierto cosquilleo humanista recorrió mi cuerpo a lo largo de todos sus nervios. No obstante, supe contener la acometida efervescente de la sangre, no tanto por una timidez incipiente de carácter moral que, ya por entonces, tenía bloqueado el automatismo de mis instintos como por el hecho de que Sheila nos observaba desde su atalaya del jardín y amenazaba con dejar de ser la mona dócil que a mí tanto me atraía.

Después del opíparo banquete, Emma me colocó en una mecedora y, sin dejar de acariciarme, acompañó los vaivenes de la silla con el ronroneo monótono de una hermosa nana. Aunque la cancioncilla me instaba de manera apremiante a dormirme, bajo amenaza de un perverso secuestrador de niños insomnes, yo no me dejé llevar por la zozobra de tan inquietante perspectiva, pero sí por el arrullo de Emma, que pronto me dejó arrobado y feliz. Si ustedes andan despiertos comprenderán que no recuerde lo que aconteció de inmediato. Puedo suponer, sin embargo, que el geniecillo que habita en mi vientre decidió escaparse por un momento, aprovechando mi sueño: a mí me queda, al menos, la memoria de una placentera sensación de ingravidez precisamente ahí donde los varones residencian el origen de sus albedríos. Todo esto formaría parte del hechizo al que Emma me había sometido, porque sólo así se explica que una escena de por sí trivial, que se había repetido en innumerables ocasiones a lo largo de los últimos meses, guarde aún hoy esa impronta mágica que ustedes llaman vivencia. No me duelen prendas el reconocerlo: aquel estallido de serena placidez fue, para mí, algo significativo, delicioso, imborrable: una experiencia que ya forma parte esencial de mi arsenal de recuerdos.

Muy poco antes de que todo se precipitase, yo estaba escuchando por enésima vez, con los ojos cerrados, la canción de cuna que me susurraba Emma. Entonces, Sheila se presentó ante nosotros airada y nerviosa y, sin más salutación que la de mostrar sus magníficas defensas bucales, me agarró por una pata y me arrojó al suelo desde la mecedora. Emma se envalentonó e hizo frente a Sheila, cogiéndola en peso y lanzándola por los aires contra la mesa del comedor. Pese a lo aparatoso del golpe, mi compañera se incorporó de inmediato y, sin concederse un segundo para recuperar el resuello, volvió a la carga contra Emma. Mujer y mona se enzarzaron cuerpo a cuerpo; rodaron sobre la alfombra y el parqué y, al mismo tiempo, se prodigaron en dentelladas que, por milagro, acababan en un castañeteo idiota contra el aire. De nuevo en pie, Emma levantó a Sheila por las axilas y ya se disponía a defenestrarla cuando la mona tuvo el arresto de propinarle una bofetada brutal. Emma retrocedió y se golpeó la cabeza contra la chambrana del hogar. Quedó aturdida un instante eterno, aunque no soltó a mi compañera de sus brazos. Sheila, pues, vio el final muy cerca cuando abrió sus fauces buscando la yugular de la mujer. Emma, sin embargo, acertó a hacerse con un puñal damasquino que reposaba, hasta entonces inútil, sobre la repisa de la chimenea, junto a los monos que no querían ver, ni oír, ni hablar: le incrustó el acero por la espalda, a la altura del corazón, y, ya agonizante mi pobre compañera, sobre el suelo, continuó asestándole en su vientre, una tras otra, más de diez cuchilladas, hasta que la sangre y sus propios gritos terminaron por ahogarla. Se desmayó. Por fortuna para la mujer, la cocinera apareció en escena en el preciso instante en el que yo recuperaba el resuello. Venía provista de un terrible facón de carnicero. De lo contrario, no sé bien qué atrocidad habría podido cometer este que les habla, aprovechando la indefensión de Emma.

No pretendo hacer un juicio contra mi madrastra. Como dicen ustedes, supongo que en su propio pecado halló más tarde la penitencia. Prefiero, ahora, rendir un breve homenaje a Sheila, a mi hermosa y dócil amiga, que perdió su vida por mí en un trance de celos, tan estúpida y genuinamente humano. Con Sheila aprendí todo lo que un animal como yo debe conocer. Mientras permanecía a su lado, me olvidaba de lo superfluo, de tantas cosas que complicaban mi vida sin añadirle un ápice de interés. Con Sheila supe lo que era el amor. Y, gracias a eso, reconociéndome en ella, me sentí a mí mismo tal cual era, Yo, sin que esos atributos que ustedes tanto admiran en mí me transformaran en un ser especial, con un derecho condicionado a la existencia. No, yo no era un hombre raro en medio de hombres ordinarios, sino un ser distinto; distinto hasta la maravilla —permítaseme la petulancia—; con vida y dignidad propias. Con Sheila descubrí, pues, que la lógica de la naturaleza me amparaba en mi propósito de seguir viviendo, y que la libertad no es un estatuto administrativo sino un estado de ánimo, esa orgullosa desfachatez con la que uno, viéndose y amándose en el otro, debe clamar por sí mismo. También supe, gracias a Sheila, que la vida no es un tránsito fútil y sin sentido hacia el más allá de los cuentos rescatados por almas fabuladoras, sino la más preciosa y frágil de nuestras pertenencias, a la que debemos, por ello, adorar y respetar. Todo esto me enseñó Sheila de la única forma que ella sabía: sin palabras ni ritos, sin ambages ni rodeos, con la estridencia primaria que las confesiones importantes requieren: me lo enseñó muriéndose ella misma, tendida inmóvil sobre la alfombra del salón, en medio de un charco de sangre que manaba a borbotones de su vientre fecundo.

Sin embargo, tardé varios días en ordenar estas ideas y sentimientos. Hasta que ello ocurrió, permanecí triste, dolorido, preso de una congoja atenazante que me tuvo postrado en el serón de la caseta sin ánimo siquiera para comer. En cuanto a la explicación del incidente, Enrique y todo el círculo de sus amistades aceptaron sin reparos la versión de los hechos dada por Emma. Según dicha versión, mi madrastra se encontraba reposando la siesta en la mecedora del salón cuando se vio sorprendida por el brutal ataque de Sheila, la cual, histérica, se habría abalanzado sobre ella con voluntad inequívoca de arrancarle la piel a dentelladas. Arcanos de la naturaleza de los póngidos, coló de matute la explicación etológica por el móvil criminal. A la descripción de la pelea —desigual en un principio al negarse la mujer a su propia defensa por temor a dañar la buena gestación de la mona— no le faltaron notas de intenso y conmovedor dramatismo, como cuando Emma, vencida ya sobre el suelo, prefirió recibir una fortísima bofetada de Sheila antes que utilizar el atizador de la chimenea. Por fin, viendo que de la boca de mi compañera comenzaba a manar la baba inconfundible de la rabia, comprendió que la pobre Sheila estaba poseída por una enfermedad que no tenía remedio. Debía, por tanto, evitarle sufrimientos fatales e inútiles, así que, allí mismo, con harto dolor, emocionada, tuvo que darle una muerte terapéutica —eso dijo, terapéutica—, mucho menos cruel que la que le esperaba a la vuelta de la esquina.

Por lo que a mí y a mi futuro atañía, se llegaron a lanzar las propuestas más descabelladas y peregrinas: desde mi internamiento clínico, en régimen de cuarentena, hasta la simple aniquilación eutanásica, pasando por la archirrepetida y vulgar cantinela del parque zoológico, estribillo idiota que con pertinaz inquina planeaba sobre mi testuz como un ave de mal agüero. Por suerte, nada de todo esto ocurrió porque una serie de acontecimientos imprevistos cambiaron, de la noche a la mañana, el curso de esta historia.

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