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Capítulo noveno

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El futuro se nos presentaba plagado de dificultades. La perspectiva de tener que reiniciar la ardua y humillante tarea de pordiosear un puesto de trabajo, opaco a los ojos de la Seguridad Social, nos abrumaba a todos. Sin embargo, el talante con el que nos enfrentábamos a esta adversidad era diferente en unos y en otros. Enrique se crecía, espoleado por una pasión de libertad recién descubierta. Lucía, en cambio, llegó a amenazar con abandonarnos si no encontrábamos una solución satisfactoria a nuestra descabellada apuesta por la solidaridad humana. No le faltaban razones para aquel ultimátum. Estaba muy enfadada con Enrique después de que mi padrastro hubiera dilapidado nuestros ahorros. Yo, por mi parte, permanecía a la expectativa pero confiado. No, no es que, en esto de lo venidero, los animales irracionales poseamos una fe ciega en lo que ustedes llaman «divina providencia». Ocurre, como creo haber dicho ya, que nuestro concepto de la existencia es muy primario y sólo nos permite conjugar el tiempo presente. Y este, el presente tan denostado, no deja de sorprendernos con su maravillosa y necesaria manera de decirnos que seguimos vivos. Una filosofía pedestre, lo reconozco, pero es que nuestro cerebro no da para más. Peor sería, en cualquier caso, que no tuviéramos ninguna, como tantas personas que conocí, que sólo se nutren de programas de televisión y así les va, a merced del primer

slogan publicitario.

Con todo, la suerte no nos dio la espalda, al menos por el momento. Llevábamos tres infructuosas semanas dedicadas a convencer a la mitad de la provincia de Lugo de la honradez de nuestras pretensiones laborales y nuestra moral mermaba de día en día. Nadie quería entender las razones por las que un hombre de correcta presencia y notoria educación se paseaba en demanda de un empleo de jornalero que no trascendiera al poder judicial, acompañado, para más inri, de una muchacha que, por edad, podía ser su hija y de un mono de testuz verde. Demasiado alambicado. Demasiado sospechoso. Nos denunciaron a la Guardia Civil en tres ocasiones. En la última de ellas, en Chao de Pousadoiro, se nos imputó la pertenencia a un supuesto comando rural de las Milicias Guerrilleiras, en cuyo esquema operativo yo cumplía la función de garantizar las comunicaciones internas del grupo gracias a un rudimentario código de muecas. Por fin aclaramos el malentendido con la más rigurosa y cierta de las explicaciones, lo que conmovió tanto al cabo de guardia que este se ofreció a buscarnos una solución. En efecto, hizo ante nosotros un par de llamadas telefónicas con las que logró localizar a un pariente lejano que, por casualidad, se encontraba no lejos de allí, realizando algunas compras. Tras una breve conversación, colgó satisfecho y luego nos comunicó que, a la mañana siguiente, vendrían a recogernos en furgoneta para llevarnos hasta O Ponte, una aldea maravillosa de la parroquia de Ouviaño, próxima al embalse de Salime, en la que hallaríamos trabajo sobrado y ambiente familiar. Aquella noche cenamos en el puesto de la benemérita institución, brindamos con vino del país por nuestra inesperada fortuna y dormimos en los catres del calabozo a pierna suelta, yo mismo ajeno a la sorpresa que el día siguiente habría de depararme.

Con el alba llegó la camioneta promisoria. Yo aún dormitaba cuando las presentaciones que hizo el cabo de la Guardia Civil llegaron confusas a mis oídos. Enrique y Lucía saludaron con emoción al alcalde pedáneo de O Ponte, un tal Manuel Bueno. Manuel Bueno les dio la bienvenida y en seguida preguntó por mí: sentía curiosidad por conocerme, dijo. A mí me llamó la atención el acento de aquel hombre: tenía una musicalidad parecida a la del cabo pero, bajo ella me pareció descifrar la dulce voz de Él. Todos los pelos de mi cuerpo se me erizaron. Salté del catre y asomé mi rostro al exterior con miedo al espejismo. ¡Pero ya no había duda: claro que era Él! ¡Tal vez un poco más viejo, pero era Él, con su inconfundible mostacho blanco! ¡Y había venido por mí! ¡Preguntaba por mí! ¡Era cierto! ¡No estaba soñando! Creí que el mundo reventaba en mil pedazos no más que por rendirme pleitesía. Corrí sobre la punta de mis dedos para salvar la breve distancia que nos separaba y di un brinco hasta su pecho. Lo rodeé con mis brazos y le cosí la cara a besos. El hombre me recibió con simpatía, me dio unos cuantos arrumacos y comentó algo sobre la gracia que me adornaba, pero no sacó a relucir nuestro pasado en la jungla, ni preguntó por mi duendecillo, ni dijo nada que a mí me hubiera llenado del placer de saberme su cómplice. Sólo me colocó en el asiento trasero de la furgoneta y me pidió que permaneciera tranquilo. Luego invitó a Lucía y a Enrique a recoger su equipaje y, después de despedirse de su pariente, el guardia, arrancó aquella tartana llena de toses y de quejidos. Dijo que tenía mucha prisa.

Por el camino, Él nos habló de su aldea. En O Ponte nos encontraríamos como en nuestra casa, aseguró. Yo me fijé en sus ojos reflejados en el espejo retrovisor y pareció que me guiñaba uno de ellos. Quizá, pensé, aguardaba el momento propicio para darme instrucciones o comunicarme alguna confidencia. En O Ponte, continuó Manuel Bueno, dispondríamos de hogar y podríamos ganarnos la vida como labriegos. También habría que realizar alguna tarea de albañilería pues, aunque modestas, las obras públicas del pago tenían su importancia. O Ponte contaba, además, con cantina y colmado y, si bien la luz eléctrica aún no había llegado hasta allí, los vecinos suplían aquella deficiencia con candelas y divertidas tertulias, a la orilla de un riachuelo próximo en verano, y en torno a una hermosa chimenea, en el bar, cuando el frío apretaba en invierno. Aquella escueta descripción de la aldea me emocionó pues tenía algo, acaso la sugestión de la selva en la que viví durante mi infancia, que me hizo pensar que Él hablaba para mí; sólo para mí.

El recorrido hasta llegar a O Ponte, aunque tortuoso por la inclemencia de los caminos y el ruidoso motor de la furgoneta, resultó, pues, esperanzador. Un espectáculo magnífico de tierras escarpadas, abruptas, verdes y perfumadas por el aroma de mil clases de flores palió con creces las incomodidades del viaje. Ignoro en qué entretuvieron sus pensamientos Enrique y Lucía durante el trayecto, pero yo me encontré a mí mismo como el ser más dichoso del planeta. Me miraba las manos, las patas y el ombligo, me veía pequeño y hasta escuchimizado, y sin embargo —me decía para mis adentros, hinchado de orgullo— había sido capaz de superar el reto titánico que Él me había impuesto, después de un largo periplo por medio mundo. Acaricié con dulzura el gusanillo dormido y de repente vinieron a mi memoria sus primeras palabras, aquellas que me dedicó en el sueño de bienvenida: «Sigue el camino que te indicaré, y acabarás en la casa del hombre del mostacho blanco». Le di las gracias por ello. Luego inspiré con fuerza, llené mis pulmones de aire, cerré los ojos y me encontré con Madre, que abrazaba a Hermano y me sonreía. Sí, lo había conseguido, Madre: el esfuerzo había merecido la pena y, por fin, muy pronto, tan pronto como Él hiciera un chasquido con sus dedos, el mundo se rendiría a mis pies. Sólo me restaba, por tanto, un expediente menor. Luego hallaría la ocasión de regresar a la comuna de mi infancia y regodearme ante Machomasfuerte de mi propia felicidad. Pero eso ya se andaría. ¡Ah, la vida!

Para los vecinos de O Ponte, el bagaje con el que se presentó su alcalde después de varios días de ausencia constituyó toda una sorpresa. No querría parecer petulante pero, sin duda, fue mi presencia la que despertó mayor curiosidad entre la veintena de aldeanos que se congregó a nuestro alrededor. Manuel Bueno tuvo que llamar al sosiego, y lo hizo con un discurso lleno de aquella retórica que a mí tanto me encandilaba. Su voz, ahora sí, se parecía cada vez más a la de Él, adquiría por momentos su tonalidad primigenia, en la misma medida en que, curiosamente, su rostro se iba derritiendo como el hielo en la fragua crepitante de los recuerdos. Era Él y no lo era; era su bigote blanco y la magia de hacer tangibles las palabras; era una luz que venía de atrás, siempre refulgente, renovada ahora bajo la responsabilidad del tiempo, que todo lo deforma, para convertirla en juego de mis anhelos. Era eso y mucho más; era tantas cosas que me estremecí, primero; y luego me llamé idiota.

Terminamos todos en la cantina, celebrando el encuentro con un aguardiente limpio y fresco cuyos solos efluvios me colocaron en un estado de evanescencia maravilloso. Laudelino, un anciano borrachín y encantador, me dio a probar un par de sorbos de su copa. Intenté cantar, pero no lo conseguí. En cambio, sí pude dar unas cuantas volteretas y reírme a mandíbula batiente. Enrique y Lucía hicieron comentarios elogiosos sobre mi modestísima animalidad, y destacaron mi extraordinaria inteligencia —son palabras de ellos, no mías—. Yo comprobé que Manuel Bueno asentía y esto me alivió. Por fin, Él volvió a tomar la palabra para ofrecernos, de nuevo en tono solemne de hombre de Estado, «la tradicional hospitalidad de O Ponte, cuna de ilustres prohombres, sede de gloriosas gestas y esperanza inmarcesible —esto dijo, y a Enrique lo consternó— de vida eterna». Acto seguido invitó a los aldeanos a reincorporarse a sus tareas y a nosotros nos rogó que le acompañáramos hasta su casa, una de cuyas dependencias quedaría para el uso de mis padrastros. A mí, por cierto, se me asignó una espléndida cuadra, tan amplia y acogedora que, sin miedo a la exageración, puedo afirmar que constituyó el mejor albergue que jamás haya disfrutado, si exceptuamos el cielo estrellado bajo las ubres de Madre. Disponía de cuantas utilidades pudiera imaginar: un ancho pesebre, en el que instalé mi camastro, un nutrido montón de hierba seca y un par de vigas de madera, atacada por un inagotable filón de sabrosísimas termitas. Gozaba, además, de absoluta independencia, no estaba sujeto al odioso horario de los hombres y, por fin, era autosuficiente en materia de manutención. Durante algún tiempo sentí vergüenza de esta vida que llegué a calificar de regalada; hasta que, harto de luchar contra mi mala conciencia —producto, sin duda, de la contaminación humana—, acabé por convencerme de que ese y no otro era el destino que me merecía, aquel que mi primer tutor había vaticinado para mí. Y de esta manera di por zanjada la cuestión.

De modo que las primeras semanas de estancia en O Ponte resultaron espléndidas, no obstante no haber tenido ocasión de arrancarle a Manuel Bueno una sola palabra acerca de nuestra lejana vida en la selva; un gesto liviano, siquiera, que compartiera conmigo el recuerdo exclusivo de los viejos tiempos. Por fortuna, después de tantos años presintiéndolo cerca de mí, yo ya me había hecho a la idea de que, para amar a Él, no era preciso entenderlo, así que sobrellevaba su aparente indiferencia con un estoicismo de prestaciones muy prácticas. Tenía la seguridad, en todo caso, de que muy pronto se presentaría ante mí y aclararía de una vez por todas su misterio. Enrique y Lucía, por su parte, estaban satisfechos porque al fin podían compartir un trabajo en común que, además, les dejaba largas y apacibles horas de asueto. Por la mañana labraban unas tierras comunales, atendían a media docena de vacas de Manuel Bueno, preparaban los establos para los animales y, una vez por semana, cubrían el turno de llevar las lecheras de O Ponte al encuentro con la cisterna que llamaban «de la

consellería». Por las tardes empedraban la rúa principal de la aldea con adoquines, en tiempos donados por un cantero que quiso ser diputado regional y terminó en la cárcel, reo de estupro. (Manuel Bueno, hombre culto, viajero impenitente en su juventud, visionario de pro, consideraba que aquella calzada acabaría por convertirse en el primer eslabón que enlazaría a O Ponte con el futuro.) Al atardecer, Enrique y Lucía se daban un baño relajante en una tina, se vestían con ropas que olían a almidón, cenaban fresquísimos productos del campo —ensaladas y hortalizas, huevos, frutas…— y luego acudían a la tertulia de la cantina, donde los más viejos narraban increíbles historias de meigas y de hombres que se transformaban en lobos, mientras Julio, el aguardentero, ofrecía sus caldos a las llamas de la queimada. También yo, empujado por la nostalgia de mis noches infantiles, en verano, acudía a estas fiestas y me dejaba llevar por aquellos extraordinarios cuentos, tan sugerentes que me aplacaban la vena animal y me tenían embobado y boquiabierto. Tal era mi receptiva quietud que en la aldea llegaron a creer que me hallaba enfermo, como si un mono no tuviera derecho a ese reposo intelectual que hasta al más estúpido de los seres humanos se le concede. Enrique atajó la maledicencia con prontitud y, de paso, narró sus propias aventuras. Escuchar de mi padrastro los episodios penosos que habíamos tenido que vivir durante los últimos meses fue, por cierto, muy aleccionador. Y es que su versión, con no faltar un ápice a la verdad, resultaba divertida y hasta edificante. Yo mismo, que entendía y padecía la estúpida situación a la que nos había llevado el divorcio de Enrique, me sorprendía con su gracejo y era incapaz de contener la risa cuando le oía aquellas palabras hilarantes. Creo que a esta forma de buscar y encontrar asilo en el territorio franco de las palabras la llaman ustedes «humor». Si me admiten un consejo de miserable primate, consérvenla: es una de esas facultades que les honra.

Así transcurrieron días muy felices, entre la placidez de un trabajo mal remunerado pero nada sofocante y la diversión doméstica de vivir al límite de la imaginación. Yo, por mi parte, permanecía a la espera de una señal que, estaba seguro, Manuel Bueno habría de darme, quién sabe con qué maravilloso designio.

Que nadie se engañe: O Ponte ofrecía, también, incomodidades y aburrimiento en dosis superiores a las que ustedes, los hombres de la civilización acomodada, están dispuestos a admitir: el pago carecía de televisión, de cine y de veterinario, por citar tres ejemplos de extrema perentoriedad. Para compensar estas contrariedades, de vez en cuando llegaba Lucas, el cartero, con noticias al por menor, y, todos los domingos, un sacerdote muy joven pero adusto que decía misa en latín y pasaba lista, y, ya metidos en harina, informaba acerca de las novedades acontecidas en el resto de la nación —así llamaba a nuestro territorio—, sobre todo en materia de religión y de deportes. Pero el problema más grave que padecía la aldea estribaba en la ausencia absoluta de juventud: el parroquiano de menor edad ya no cumpliría los sesenta años. De modo que se sentía latir el amago permanente de una tromboflebitis aguda, de un achaque pulmonar o de un incordio hepático, sin que los potingues de la vieja Amparo, que había ejercido de enfermera durante la guerra civil, sirvieran para afrontar la desazón con un algo de serenidad. Además —valoraban Lucía y Enrique—, ¿qué futuro les aguardaría a ellos el día que el último de aquellos buenos aldeanos se apuntara en el banderín de enganche para el más allá? De modo que ambos venían sopesando desde hacía algún tiempo los pros y los contras de aquella vida y, aunque el presente les resultara reconfortante, la inminencia del otoño los tenía desalentados y sin eso que en la urbe se llama «motivación». Así que, tras largas discusiones, llegaron al convencimiento de que más temprano que tarde deberíamos abandonar O Ponte. A mí, como habrán supuesto, me metían en el mismo saco.

El día que comunicaron a Manuel Bueno esta decisión, O Ponte vivió una de las jornadas más convulsas que haya podido registrarse en sus anales: se paralizaron las tareas agrícolas, se dejó a los animales campear libremente y la lánguida campana de la iglesia, tras largos años de afonía, volvió a sonar con un ritmo inequívoco de duelo. Todos lamentaban nuestra partida e hicieron lo posible por evitarla. Así, nos regalaron doce gallinas, cinco conejos y una vaca, y al tiempo reconocieron que no habían sabido compartir con nosotros los escasos recursos que Dios había puesto a disposición de todo el pueblo. El aguardenteiro se ofreció a transmitirnos la fórmula secreta para destilar el mejor orujo del país; Pacho, el gaitero, nos propuso clases gratuitas para tocar el instrumento; y Manuel Bueno llegó a comprometer el nombre de la futura rúa principal de O Ponte, colocándola desde ahora y a perpetuidad bajo la advocación de Enrique y de Lucía. Sin embargo, cuanto mayores y más íntimas eran las razones que los aldeanos de O Ponte aducían para impedir nuestra marcha, más urgente se hacía para mis padrastros dar curso a su decisión.

Esto mismo lo comprendió muy pronto Manuel Bueno y por eso, a primera hora de la tarde, a la vista de que arreciaban las presiones sentimentales, se vio obligado a leer un bando por el que, a partir de ese instante, quedaban prohibidos de manera concluyente «los agasajos sensibleros y las arremetidas persuasorias que, a lo largo de la jornada, no han hecho más que empañar la merecida fama de hospitalarios de los pontinos». Al mismo tiempo, el edicto invitaba a todo el pueblo a la fiesta que, «en honor de sus ilustres visitantes», tendría lugar en la taberna de la aldea aquella misma noche, y anunciaba que, en el transcurso de la misma, el alcalde pedáneo haría uso «de la potestad que le viene conferida por su rango» para transmitir a sus huéspedes, con la solemnidad debida, «la secreta verdad que nos hermana en el privilegio».

Para mis padrastros, aquel bando resultó desconcertante, aunque tuvo la virtud de suspender de raíz las muestras de desconsuelo que nuestra anunciada partida había espoleado entre los habitantes de O Ponte. Sin embargo, la calma chicha que trajo consigo terminó por hacerse molesta. A medida que las horas iban pasando y que la fiesta de despedida se acercaba con su amenaza, latente pero segura, de cariñoso chantaje, más vacía les fue pareciendo a Enrique y a Lucía su decisión de marchar, y más odiosa para mí la aparente indiferencia con la que Él despachaba un trance tan definitivo. Le di muchas vueltas a este argumento; tantas, que la cabeza se me llenó de fuego, gritos y dolor, como si hubiera sido asaltada por los mismos hombres uniformados y pelirrojos que en otros tiempos acabaron con mi comuna. Pero ahora no estaba dispuesto a dejarme vencer, de modo que, al anochecer, brinqué sobre mi pesebre y me fui a casa de Manuel Bueno. Asomé la cabeza por la ventana de la cocina y lo descubrí sentado ante una mesa, escribiendo en una especie de libreta marrón. Di dos golpes en el cristal. Manuel Bueno alzó la vista y su mirada se iluminó. Fue hacia mí, me dio un abrazo y se puso a llorar sin recato. Yo lo besé en la frente. Intenté decirle que no se preocupara por mí, pero él no me entendió. «¿En qué estarás pensando?», preguntó lleno de congoja. Ahora, de repente, comprendí la causa de su aparente distanciamiento: el viejo no disponía de aquellos artilugios y máquinas a través de los cuales antaño podíamos comunicarnos con singular facilidad. Sin embargo, pronto mudó las lágrimas por un rictus amable de sus labios y me juró que haría lo imposible para impedir nuestro viaje. «No puedes imaginarte cuánta felicidad has traído a mi corazón, Green. Pero ahora no tengo mucho tiempo para nosotros». Luego me pidió que me fuera, pues aún le quedaba mucha tarea por resolver. Asentí, confiado en su inteligencia. Volvimos, pues, a abrazarnos y, de esta manera, arrobado por el calor que dejó en mi pecho, sellé para siempre todas mis dudas. Como en la sonrisa de mi Madre, en la de Él confirmé que las cosas estaban sucediendo como tenían que suceder.

Por fin cayó la noche y Manuel Bueno, ataviado con un elegantísimo aunque viejo traje de pana negro y un vistoso lazo de color malva anudado en torno al cuello, a modo de corbata, se presentó en nuestra casa. Estaba alegre y dicharachero; su rostro jovial distaba mucho de aquel sombrío con el que leyera el bando de despedida. No hizo ningún comentario sobre nuestra marcha y sí, en cambio, dedicó varias frases entrañables a alabar el buen gusto de Lucía para adornarse con sencillez. Y, en seguida, nos invitó a salir. A mí —esta vez sí— me guiñó un ojo.

Cuando entramos en la taberna, O Ponte entero nos recibió con un sonoro aplauso. Un par de mujeres, vestidas de riguroso luto, se arrojaron sobre nosotros entre lágrimas y sollozos. Manuel Bueno tuvo que atajar a otras dos que, sumadas a las primeras, habrían convertido la fiesta en un perfecto velatorio. «Hoy debemos estar más felices que nunca —dijo sin convencimiento— porque vamos a ganar unos amigos más allá de las estrechas fronteras de nuestro pueblo». Y, a renglón seguido, ordenó a Pacho, el gaitero, que arrancara con una muñeira.

La noche transcurrió amablemente. Comimos tortilla de patatas, ensalada de lechuga y tomate, botillo, chorizos y lacón, pimientos con ajo y aceite, y hasta un arroz con leche espolvoreado con canela que estaba delicioso. No faltó el espeso vino del país, que yo bebí gracias a que Laudelino, una vez más, pudo apartar para mí una jarra de barro llena de aquel precioso líquido. Cantamos viejas habaneras y el aguardenteiro nos regaló con un par de solos melancólicos como el eco de una voz lejana en las montañas. Recordé a Madre —caprichos de la memoria— y se me hizo un nudo en la garganta. Alguien me gritó y yo, de repente sobrepuesto, arranqué por monerías. Llovieron las carcajadas y los aplausos. Yo también me reí y batí las palmas. Fue un autohomenaje, lo reconozco, pero lo necesitaba… Y el aguardiente empezó a circular. Pronto, las velas que alumbraban el recinto se fueron extinguiendo y al final no hubo más luz que la que emitían los vapores ardientes de la queimada, en el centro de la escena. Los efluvios del líquido flameante, el aire sobrecargado de humo y de morriña y el juego de sombras que, adheridas a las sinuosas paredes, respondía al baile del fuego azul crearon una atmósfera mágica propicia a las confidencias. Oímos el aullido triste de un lobo. Sentí miedo. Fue entonces cuando busqué la mirada de Manuel Bueno y este, sabiéndome ansioso, la recogió en su corazón; luego tomó la palabra y dijo, más o menos, lo que sigue.

«Queridos Lucía y Enrique. Escucha tú también, Green, pues habrás de oír la parte que te toca en esta historia. Vosotros llegasteis a O Ponte sin pretenderlo. Mas no por casualidad. Nosotros fuimos quienes os trajimos hasta aquí. Os dimos trabajo, comida y alojamiento. Participasteis en nuestras fiestas y tertulias. Nos ayudasteis con generosidad en las tareas comunales. E, incluso, llegasteis a sentir las penas y las alegrías de estos pagos como propias. También nosotros, los pontinos, hemos ido comprendiendo con el tiempo que vuestras inquietudes y esperanzas se parecían mucho a las nuestras, y que cada vez era menor la distancia que os separaba del espíritu secular de O Ponte. Sin embargo, quizá por insano egoísmo —del que soy el primero en inculparme— no hemos querido, hasta el momento, abrir por entero nuestro corazón hacia vosotros. Hora es que lo hagamos contándoos nuestro secreto. Y este dicho secreto no es otro que el que a continuación paso a exponer.

»Cuenta una leyenda ancestral que, cuando Adán y Eva fueron engañados por la serpiente, Dios se dejó arrastrar por una profunda tristeza. Así, de su omnisciente ojo, que nunca antes llorara y que nunca después lo hará, brotó una sola lágrima. Esta lágrima cayó en un lugar desconocido del planeta y dio por fruto un magnífico árbol llamado Adrham, bajo el cual se abrirá, el día del juicio final, un pasadizo por el que las primeras setenta y siete mil setecientas setenta y siete almas que lo alcancen podrán llegar hasta la isla de la Salvación Eterna. Pues bien, hace ya muchos, muchos, muchos años, la secta caldea de los

abdish dio con el número mágico que permitiría descubrir el lugar exacto donde se halla este árbol sagrado. Nosotros sabemos que este número, conocido como

byah en la tradición caldea, es el resultado de dividir la longitud de una circunferencia por la mitad del lado del cuadrado que se inscribe en la misma, y se representa por dos cuñas horizontales cuyos vértices opuestos se entrecruzan. Desde este extraordinario descubrimiento, los

abdish se desparramaron por el mundo en busca de la señal de

byah en la naturaleza; más en concreto, en busca de un árbol cuyo enigma sólo pudiera ser resuelto con el concurso de

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