Green

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Capítulo noveno

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byah, el número mágico. Así fueron sucediéndose las generaciones, una tras otra, afanadas en un logro sobrehumano, casi imposible, hercúleo. Y, sobre todo, callado, secreto. Pues, obviamente, el conocimiento público de la sede del Adrham haría de la soberanía sobre aquélla un recurrente e imperecedero motivo de guerras fratricidas. Hasta que, a finales del siglo VI después de Cristo, un monje irlandés, sabio y santo, llamado Brandán, o Brandano, emprendió un largo y atormentado viaje por media Europa. Y, por fin, ungido sin duda por un destino sacramentado, dio con el feliz hallazgo, que sólo comunicó a sus fieles más próximos. La aventura de San Brandán ha dado lugar a múltiples conjeturas y leyendas, todas ellas maravillosas pero descabelladas, pues ignoran la causa verdadera de su descomunal periplo a través de mares y de océanos, de valles y de montes, de tierras cercanas y remotas. Por fortuna, la inteligencia de aquel varón único ha podido burlar las elucubraciones de sus más sesudos hagiógrafos, no por bienintencionados menos irresponsables. Así pues, por el bien de la humanidad, el lugar donde se halla el Adrham permanece en la penumbra, todavía hoy, para la inmensa mayoría de los mortales. Sin embargo, nosotros, los habitantes de O Ponte, sí lo conocemos, porque ese lugar no es otro que nuestra propia aldea. El Adrham, Enrique, Lucía, Green, es el viejo carvallo que se alza, solitario, en el huerto de nuestra iglesia. Sabemos que se trata del árbol sagrado por la tradición heredada de nuestros padres pero, también, por la evidencia de

byah en todas sus proporciones. Por ejemplo, en la relación que existe entre su altura y su grosor; y en la longitud que alcanza su sombra a las doce del mediodía del solsticio de verano. Además, cada primavera aparece sobre su corteza el signo inconfundible de la doble cuña, una marca que apenas permanece siete días, durante los cuales ha de mantenerse un severo ayuno. Sin duda no lo habréis advertido, pero

byah se encuentra presente en todo O Ponte. Es, exactamente, el quíntuplo del eje que soporta la rueda del molino de agua que se halla a las puertas de la aldea, junto al puente que nos da nombre. También es el cociente de dividir la longitud de la iglesia por su altura, y el resultado de multiplicar por tres el diámetro del brocal próximo a mi casa; una fuente que, por cierto, tiene más de doscientos años.

Byah es, en fin, el símbolo con el que distinguimos a nuestra cabaña. Desde hace catorce siglos, O Ponte soporta sobre sus espaldas este pesado secreto, consciente de su extraordinaria responsabilidad ante nuestro Señor y ante los hombres, no sólo como guarda y custodio del Adrham, al que se ha de proteger por encima de cualquier adversidad, sino como árbitro en que se constituirá el día en que el Sumo Hacedor decida poner fin a la historia de nuestra especie sobre la tierra. Ese día, nosotros, o quienes se hallen en nuestro lugar, deberemos contener la embestida de desesperados que invadirá la comarca para seleccionar de entre ellos a los más virtuosos, a aquellos que reúnan los méritos suficientes para alcanzar la perpetua felicidad. Como habréis podido imaginar, la tarea no resultará sencilla. Las tentaciones serán sugestivas y poderosas. El Diablo estará al acecho, dispuesto a pagar caro el privilegio de llenar con sus huestes la isla de la Salvación Eterna. Será preciso, pues, contar con un aliado de fuerza inconmensurable; un maestro santo y sabio como San Brandán, que nos ilumine con luz de omnisciencia y de justicia. Y esto que a continuación os diré no lo sabe nadie; ni siquiera mis queridísimos parroquianos de O Ponte, a quienes no puedo ni debo pedir perdón por haberlos mantenido hasta ahora en la ignorancia imperfecta, ya que así estaba escrito que se hiciera. El santo monje irlandés nos dejó dicho que, ante la ardua labor que nos aguarda, nosotros no estaríamos solos: en nuestro socorro, el Gran Druida llegaría a O Ponte pocos años antes del Último Día, acompañado de un extraño animal de cabeza verde, en cuyo cuerpo diminuto alberga la suprema sabiduría de Wotan-Odín. Pues bien, ocioso resulta a estas alturas de mi relato señalar que el Gran Druida ya ha llegado. El Gran Druida eres tú, Enrique, y Green es la señal inequívoca de tu poder y de tu glorioso destino. Por eso sería terrible que nos dejaras. Hasta ahora no quise asustarte con la revelación de tu descomunal responsabilidad, e intenté que no nos abandonaras recurriendo a otros argumentos menos graves y contundentes, como ese tan ingenuo como sincero del enorme amor que los pontinos os profesamos. Pero tú mismo has visto que no fuimos convincentes. Ahora nos queda no más que decirte la verdad: el final está muy cerca y sólo tú, Enrique, puedes salvarte y salvarnos. Sólo tú, Enrique… Eternamente».

A medida que la narración de Manuel Bueno avanzaba y ganaba en rotundidad y belleza, un escalofrío me fue invadiendo desde dentro y hacia afuera hasta erizar todos y cada uno de mis pelos. El escenario no podía ser más propicio para las experiencias numinosas: la luz refulgente del orujo en combustión; el vaho narcotizante de la queimada; el coro de viejos plañideros, asustados ante la arrebatadora confesión de su alcalde; la atmósfera azul, metálica, envolvente y mágica que las palabras de Él supieron crear. Y, sobre todo, ¡el descubrimiento de que en mi interior albergaba no un genio cualquiera, sino nada menos que la suprema sapiencia de Wotan-Odín, un personaje del que lo desconocía todo, pero cuyo nombre sonaba estruendoso y omnipotente…! Todo esto, y la jarra de vino de la que di cuenta durante la exposición de Manuel Bueno, hicieron de mí un repentino y ferviente converso de la causa pontina. Por eso, cuando Enrique, también él borracho, intentó protestar, tachando la perorata del alcalde de batiburrillo cosmogónido, o así, yo arrojé la jarra de barro contra la pared para atajarlo. Luego cogí una vela con resolución de municipal desairado y, enmendándole la plana al botarate, con gran solemnidad, ante la expectación de todos, salí de la taberna y me fui hacia el árbol del huerto de la iglesia, en el que me instalé con gran florilegio de muecas y ademanes. Manuel Bueno se persignó cien veces, como si no acabara de creerse el prodigio que su discurso había obrado. Los ancianos, todos a una, se arrodillaron ante mí y se pusieron a rezar, abrumados por la rotundidad de su fe, de aquella brutal forma confirmada. A Lucía le dio un vahído, pero la vieja Amparo acudió con una pócima y la recuperó para las plegarias en un santiamén. El único que no se postró ante mi santidad fue Enrique, quien ya venía sospechando desde hacía tiempo de mis especiales dotes para la comedia. Al contrario, optó por retirarse del lugar, lo que hizo no sin antes levantar el puño y dirigirlo hacia mí en inequívoco gesto de advertencia. De esta forma transcurrió la noche, entre cánticos espirituales y preces improvisadas, hasta que llegó el alba y Manuel Bueno, más sereno, comunicó a los fieles su decisión de otorgar a mi padrastro el rango de prepósito local, con derecho a báculo y exoneración de tareas ingratas. Luego ordenó a los feligreses que se retiraran a sus casas.

Aquella misma mañana, Enrique convocó a Lucía para debatir el estado de cosas en el que nos encontrábamos. Enrique, más sutil que la noche anterior, menos irritado aunque igual de descreído, sostuvo que O Ponte entero se había vuelto loco. Tal vez, dijo, nos hallábamos ante un extraño proceso colectivo de demencia senil. Por eso, no resultaba honrado que nos aprovecháramos de aquel estatuto de privilegio en el que Manuel Bueno nos había instalado con tan buena fe como precipitación. En consecuencia, debíamos encontrar con urgencia el modo y el momento de renunciar a aquella infausta canonjía, pero sin violentar unas creencias que, aunque absurdas, eran las que regían las vidas de aquellas pobres gentes. Lucía protestó, negándose a repudiar lo que ella misma había visto con sus propios ojos. La mujer estaba cansada de tanto racionalismo; estaba harta de Aristóteles, de Newton y de Voltaire9, y no entendía que no diéramos una oportunidad al mito del sagrado Adrham, después de habérsela dado con creces a una manera de vivir que, por el momento, sólo nos había traído un sinfín de complicaciones. «¡Mira para lo que te ha servido todo lo que sabes, tu imaginación y tu inteligencia! —replicó a su compañero con facundia y rotundidad—. Esa, tu mentalidad de ingeniero, te ha impedido hasta ahora ver más allá de tus propias narices. ¡Pero hay otras realidades que tú ni siquiera sospechas! ¡Tal vez estén aquí, en esta maravillosa tierra que tan bien nos ha acogido! Por una vez en tu vida, Enrique, haz de tu experiencia una tabla rasa; aparca las reservas de tu cerebro y entrégate por entero al dictado de tu corazón». Yo aplaudí con entusiasmo la intervención de Lucía, lo que no dejó de apuntalar las tesis de la muchacha con una nueva evidencia. «¡Ahí lo tienes! —dijo, señalándome con el dedo—. He aquí la santísima voluntad de Wotan-Odín, expresada a través de nuestro mono. ¿Qué otra prueba necesitas para convencerte de la responsabilidad que tienes en esta historia?». Enrique me arrojó una mirada afilada como cuchilla de barbero mientras masticaba su respuesta. Imaginé que, de un momento a otro, me sacudiría una bofetada de las de doble recorrido así que, para disuadirlo, me apresuré a taparme los ojos, la boca y los oídos, por ese orden, como sé que a los humanos les gusta vernos a los chimpancés. Fue un gesto de complicidad que Lucía interpretó como le vino en gana. «¿Lo ves? ¡Green te está pidiendo que le concedas la ocasión de demostrarte quién es en realidad! ¿Se la vas a negar tú, precisamente tú, que lo has estado llevando de aquí para allá sin norte ni sentido?». Mi padrastro nos miró con perplejidad; luego se encogió de hombros, batió las manos con desprecio, dio media vuelta sobre sí mismo y se marchó entre murmullos de indignación. Una hora después regresó con una propuesta: nos quedaríamos en O Ponte el tiempo necesario para confirmar la verdad de San Brandán. Yo me arrojé a sus brazos y lo llené de besos.

Ahora nos tocaba trabajar a Lucía y a mí. Si queríamos quedarnos en O Ponte con Él, teníamos que promover toda clase de argumentos a favor de su religión. Por mi parte, decidí de inmediato trasladar mi residencia a las ramas más confortables del Adrham. Ni siquiera Enrique pudo evadirse de la sorpresa. En consecuencia, se instituyó el rito que se llamó «de ofrenda a Green», que obligaba a todos los habitantes de la aldea a visitarme una vez al día. Ante mí rezaban y, de vez en cuando, me hacían objeto de sus donativos: exvotos tétricos al principio —piernas y brazos ortopédicos, un sudario encontrado bajo una losa de la iglesia, la foto de una niña muerta por tuberculosis, vestida de primera comunión…—; frutas y pan más tarde, justo después de un penoso altercado que sostuve con una de mis parroquianas, empeñada en depositar ante mí las uñas de los pies de su marido, que habían sido halladas intactas en la exhumación fortuita de su cadáver. Lucía, por su lado, quiso documentarse en las fuentes primigenias del mito de la isla de la Salvación Eterna, y se enfrascó en largas y sesudas charlas con Manuel Bueno, en las que este fue desgranando poco a poco los arcanos de los

abdish, su concepción mística del Hombre y, por último, el misterio de la llamada «navegación de San Brandán», periplo jamás iluminado por cuantos historiadores se acercaron a él, y que encierra la solución a todas las incógnitas relativas al destino último de las ánimas —de las de ustedes; tiempo habrá de subrayarlo—. El verbo de Manuel Bueno era tan cálido que mi madrastra acabó muy pronto por derribar las escasas y débiles reservas que le impedían abrazar sin condiciones la nueva fe. Todos los elementos de su historia encajaban de forma matemática y artística, es decir, de forma inatacable; no dejaban resquicio alguno a la contradicción ni al vacío y, además, componían un mosaico hermoso y sugestivo; tan hermoso y sugestivo que el riesgo de cometer una estupidez por entregarse a él era compensado con creces por el placer casi táctil de vivir aquella voluptuosa creencia.

Para Enrique, sin embargo, aquella amalgama de religión hebrea, herejía celta y mitología escandinava le resultaba, cuando menos, extravagante. Lucía lo llamó, por eso, terco, estúpido y petulante; y yo, ya envalentonado, le arrojé dos manzanas a la cabeza la tarde en que insistió en romper de una vez por todas con lo que acabó llamando «ridícula pantomima». Manuel Bueno, que presenciaba el incidente en silencio, escondido tras una sebe, tuvo que intervenir en el preciso instante en el que yo me había hecho con un melón que habría resultado fatídico para la salud de mi padrastro. El anciano varón se dirigió a Enrique y, cargado de emoción pero también de autoridad, le anunció una nueva revelación: le mostraría el verdadero cuaderno de San Brandán, escrito de puño y letra del santo, con el que cualquier duda acabaría por convertirse, de mantenerla, en abominable herejía. Enseguida nos indicó, a los tres, el camino de la iglesia. Llegamos hasta el presbiterio y, tras el ara, nos señaló una urna de piedra tallada que presentaba unos extraños motivos ornamentales: un árbol, un hombrecillo alimentándose con sus raíces, y una larga fila de hombres y de mujeres en dolorosos y convulsos trances. «Data del siglo III después de Nuestro Señor», dijo Manuel Bueno con gran solemnidad. «Pues este calendario es gregoriano, o sea, de fines del XVI», replicó Enrique señalando el que aparecía en una de las esquinas de la estela. Él lo examinó con detenimiento. Carraspeó. Por fin deshizo el equívoco: «Se trata de una interpolación del obispo Obdulio de Medina Sidonia», dijo sin inmutarse. Y, sin más, levantó con esfuerzo la tapa de la urna y sacó de su interior un legajo de viejos papeles, protegido por una cinta de color azul. Se lo entregó a Enrique para que lo leyera con detenimiento y luego se lo devolviera, pues la condición de custodio del sagrado texto, heredada por línea patrilineal desde tiempos inmemoriales, era intransferible bajo pena de excomunión. «Está escrito en una extraña lengua que yo os enseñaré a interpretar —enarcó las cejas como para cargar de misterio sus palabras—. De cualquier forma, sois personas instruidas y podréis sacar gran parte de su sentido por mera intuición. Será bueno que la imaginación supla las lagunas de vuestro entendimiento». Aquel libro contenía, según Manuel Bueno, todas y cada una de las razones que explicaban por qué el Adrham se hallaba en O Ponte, y cuál sería la misión que el Gran Druida habría de cumplir el Día del Juicio Final. Dicho todo esto, Manuel Bueno tosió dos veces y pidió permiso para ausentarse, dejándonos absortos y boquiabiertos ante aquel maravilloso y único ejemplar escrito en una jerga que a Enrique, erre que erre, se le antojó mezcla macarrónica de inglés doméstico y

galego de laboratorio. Mi padrastro no tenía remedio.

Durante varias jornadas, Lucía y Enrique se sumergieron en la febril lectura del texto de San Brandán, lo cual me dejó el campo libre para afinar y poner al día la religión de la que nosotros ya éramos sus más conspicuos sacerdotes. Tenía para mí que al mito del sagrado Adrham le faltaba algo de fanfarria y autobombo. Mi experiencia entre los hombres empezaba a ser densa y ya me había enseñado que todo talismán ha de poner de manifiesto su excelsa condición con majestuosidad y, sobre todo, estridencia, sin concesión alguna a la timidez ni al recato. Hacía falta ceremonial a todo pasto. Por eso, tomándome la liturgia por mi mano, decidí de inmediato desplegar una nueva y amplia batería de excentricidades, muchas de ellas inspiradas en mi pasado marroquí. Hacia el mediodía daba el toque de fajina con una salva de gritos a discreción: bastaba con frotarme la panza para verme al instante cubierto de manzanas, nueces y mazorcas de maíz. Por la tarde visitaba a aquel de los aldeanos que hubiera sido más generoso conmigo y le entregaba una astilla del árbol mágico. Esta sencilla y barata atención sirvió, tal como había calculado, para colocarme en muy pocos días en la opulencia; circunstancia que, por acompañar siempre a las jerarquías religiosas, según tenía entendido, confirmaba lo acertado de mi resolución. De noche me dejaba caer por la taberna y allí daba cuenta de siete chupitos de aguardiente —el número siete resultaba, a veces, ineludible—, tras los cuales farfullaba una canción con mi característico acento del sur. Los parroquianos correspondían entonando el «Dios te salve» y yo, entonces, abandonaba el lugar entre hipos y trastazos. Y ya al alba, por fin, subía hasta la copa del Adrham y desde allí gritaba al pueblo con rabia, golpeándome el pecho y agitando nerviosamente las ramas a mi alcance, hasta que todo O Ponte se congregaba en torno al viejo roble para entonar cánticos religiosos. Y de esta manera, obsérvese, pude cumplir con mi designio, aquel que Él me había anunciado: el mundo se postraba a mis pies.

Fueron tiempos felices, sólo sobresaltados por alguna que otra intervención agria de Enrique, quien de cuando en cuando creía haber descubierto algún indicio de impostura en la postura de Manuel Bueno. Así, cuando midió la altura y la longitud de la iglesia de O Ponte para demostrar que la proporción entre ambas magnitudes no era igual al número

byah. Manuel Bueno tuvo que sacarlo de su error: tal proporción debía ser corregida mediante el multiplicador

raj, comúnmente empleado por la secta protofrancmasona del Cincel, a la que pertenecía Genarino d’Arcachon, restaurador del templo en el siglo XVIII. Algo muy parecido ocurrió con la sombra que provoca el viejo carvallo a las doce del mediodía del solsticio de verano, circunstancia que sólo tiene lugar en aquellos años en los que el 12 de marzo, conmemoración de la muerte de San Brandán, cae en miércoles. «Vete tú a saber por qué —le espetó Manuel Bueno a Enrique—. Si el Adrham fuera cristalino perdería la categoría de misterio». En cuanto al diámetro del brocal, los diecinueve centímetros que le faltaban para observar la

ley de byah correspondían a la suma de los dígitos del año en que fue inaugurada —1783—, marca invisible que los artesanos de la época gustaban de dejar en sus faenas. De modo que, tantas veces como mi padrastro intentó desenmascarar las falsedades de la mitología pontina con argumentos matemáticos o de simple sentido común, tantas fueron las ocasiones que dispuso Manuel Bueno para neutralizar aquellos con respuestas incontestables por incontrastables. Al fin y al cabo, había dicho el anciano del mostacho blanco elevando su delgado índice hacia el cielo, «nuestras creencias son del orden religioso porque resultan impenetrables. Y no le demos más vueltas, que es pecado de soberbia».

Nunca acepté la aversión de Enrique hacia ese magnífico dogma de la impenetrabilidad, con lo bien que empezaba a irnos gracias a él. Sin embargo, la testarudez de mi padrastro se empeñó en ponerle la proa, y ello tuvo consecuencias que a la postre serían infaustas para todos. Por mi parte, yo no disponía de demasiados recursos para oponerme al ingenuo afán racionalista de Enrique. Lucía, en cambio, se había despojado de sus escasísimas reservas y convertido a la carbonera fe pontina, así que tomaba las objeciones de su compañero por el pito de un sereno. Su exclusiva preocupación, por aquellos días, era el nulo papel que la leyenda del Adrham había reservado para ella. La muchacha no alcanzaba a comprender que, habiendo llegado hasta allí empujada por el gran protagonista de la historia, su misión en la misma resultara no más que decorativa. Consultó el asunto con Manuel Bueno y este, tras intensas jornadas de estudio ante el legajo de San Brandán, dio con la solución del enigma. No cabía ninguna duda: Lucía era la sacerdotisa que anunciaba el parágrafo 12.4.a:

Outra mitade do mankind, oficíese of vicaria túnica. Alabada sea la clarividencia del monje irlandés. Enrique se irritó sobremanera ante lo que calificó de retorcimiento abusivo de unas cuantas palabrejas y acusó a su compañera de haber perdido el estribo. Lucía, desconcertada por el escepticismo del Gran Druida ante su propia Verdad, volvió a pedir consejo al bueno de Manuel Bueno. San Brandán, cómo no, también disponía de respuesta para tan interesante pregunta. El parágrafo 107.5 no podía ser más explícito:

Quien plus non crédere, a os homes portarayos the light. Pero este nuevo y contundente argumento tampoco sirvió para convencer a Enrique, secuestrado por una especie de superstición que le impedía ver lo que los demás casi palpábamos.

El distanciamiento entre mis padrastros se hizo definitivo cuando Lucía decidió que, cada sábado, debería dormir junto a mí, en el regazo del Adrham. Enrique protestó, pero sólo consiguió que la muchacha se afianzara en su resolución. Discutieron con acritud, se insultaron, y luego Enrique se dirigió hacia la iglesia, subió hasta el campanario, convocó al pueblo en asamblea y, cuando hubo confirmado que no faltaba ningún pontino, lanzó un discurso inflamado a favor de la inteligencia del género humano, «tan tristemente castigada en estos pagos». Por fin, dio un corte de mangas y se retiró.

A la mañana siguiente, en O Ponte no se hablaba de otra cosa. La profecía del parágrafo 214.8 del legajo de Brandano se había cumplido ce por be. El episodio de «El Gran Druida poniendo a prueba la fe de los custodios del Adrham» estaba descrito con tal claridad que no podía sino suponerse en el santo un propósito inequívoco de advertencia. ¿Qué otra interpretación, si no, cabría dar a la frase

Faciendo rimas, espurgóseyos under the life?, sostuvo Manuel Bueno con elocuencia irrebatible. Así pues, el Gran Día Final estaba cerca, y todos deberían extremar sus precauciones para saber distinguir la voz del Diablo entre los balidos de las ovejas.

De modo que Enrique acabó por convencerse de que la impermeabilidad del mito del carvallo sagrado resultaba perfecta, inexpugnable, y que el uso de la razón sólo serviría para confirmar la robustez de una creencia tanto más sólida cuanto más insólita fuera. Decidió, pues, cambiar de armas, y a fe que se salió con la suya, aun cuando todos saltamos por la tronera.

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