Green

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Capítulo tercero

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Por cien dirhams y una serie de acuerdos complementarios cuyo alcance nunca conocí, el policía que me descubrió escondido en su moto me entregó a un intermediario ambulante de negocios varios, que lo mismo ofrecía tabaco, alcohol, merluza fresca o mujeres, que gestionaba visitas fuera de hora a la Kutubiyya, todo al mismo precio. De esta forma fue como di con mis pasos en Marrakech. Y allí me vi embarcado en una nueva y breve aventura, que ahora les narro.

De Marrakech recuerdo muchos rincones extraordinarios. Pero, sobre todo, mi memoria se detiene, como atraída por una fuerza magnética, en una explanada de nombre siniestro que, sin embargo, disponía del atardecer más hermoso que se haya visto nunca. Cuando el sol caía, inundaba el ágora de una luz ocre que, allá en el fondo, silueteaba los alminares de las mezquitas y de las palmeras con una franja rojiza, como de lava de reciente erupción. En Djema’a el-Fna, que así llamaban a la plaza, se congregaba cada día una fauna variopinta, mezcla abigarrada de buscavidas, ladronzuelos y honrados comerciantes al por menor, todos en frenética persecución de la divisa extranjera. Próximo al caño central, sentado en el suelo y provisto de pluma de ave, pergamino y paciencia estoica, se ubicaba un anciano escriba del que se decía que olía a santidad. El buen hombre aguardaba bajo el tórrido sol de mediodía a su fiel clientela de analfabetos (ya aprendí que los analfabetos suelen ser muy fieles): unos, urgidos por algún trámite burocrático; otros, por la llamada del amor filial, o fraternal, o nupcial. Junto a este pío varón extendía su sábana gris un vendedor de dientes naturales con garantía de sana procedencia, no obstante el fallecimiento previo de sus titulares, que el merchante pasaba por alto como podía. Y no muy lejos de aquí, un profeta serenísimo canjeaba dulce eternidad por presente dócil y crédulo, toda una ganga, mientras el encantador de serpientes empeñaba el prestigio de su flauta en conseguir que una cobra asomara la cabeza cesto arriba. Ocho negros atléticos danzaban sin descanso al ritmo endiablado de unos enormes tamboriles. En una esquina, el vendedor de zumos de naranja anunciaba salud a prueba de bombas, y una ristra de niños postulantes rodeaba al aguador para insultarlo. Allá y acullá eran ofrecidos al forastero bolsos de cuero de antílope autóctono, pipas de madera tallada, henna para teñir el pelo con colores diversos y relojes de cuarzo de origen japonés y precio haitiano, no me pregunten el truco. También, baratijas varias, collares con cuentas de cristal, cocodrilos de plástico y elefantes de ébano, y hasta un grupo de tres chimpancés, en piedra, que —ya lo explicaré— acabaría resultando crucial en mi vida: el primero se tapaba los ojos con sus propias manos; el segundo, las orejas; y el tercero, la boca. (Somos un testigo incómodo, lo reconozco.) Las niñas vendían cestas de mimbre y asaltaban a las mujeres extranjeras, a las que envidiaban sus ojos claros y sus pulseras de bisutería. En las azoteas de las cantinas próximas, en fin, reposaban los espectadores exhaustos de tanta libre concurrencia, y algún que otro efebo de sonrisa fácil se desperezaba, aburrido, a la espera serena del primer postor. Todo lo adornaba un aire de fiesta local; circunstancia esta que, quizá por descontrol administrativo, coincidía con todos y cada uno de los días del calendario para mayor fortuna de nuestros visitantes, que lo celebraban con generosos dispendios.

Hafiz, bajo cuyo pupilaje quiso mi sino que cayera, supo darme ocupación tan pronto se hizo con mi propiedad. Parecerá un destino cómodo: permanecer atento al sonido del disparador de cualquier cámara fotográfica. Como ya dije, Yo resulto bastante atractivo para esto de la fotografía; al menos, los turistas me consideraban con el suficiente interés como para gastarse un par de fotos en mí. Así pues, al menor ruido sospechoso, Yo debía dar un brinco sobre el sujeto de la cámara y bloquearle con mis largos brazos al tiempo que le gritaba en gesto desafiante. En ese momento, Hafiz, un tanto histriónico, reprendía al fotógrafo de mi elección y le requería para que me indemnizara a razón de cinco dirhams —dos, después del preceptivo regateo— por cada instantánea tomada. Comoquiera que, por aquel entonces, Hafiz me mantenía en penoso abandono, el increpado se allanaba sin demasiadas alegaciones con tal de deshacerse de mí y de todos los piojos que me acompañaban en la tarea. Luego se marchaba entre amenazas y murmuraciones, pero daba paso a otro turista, que al menor descuido caía en el cepo de mis brazos. Y así hasta el anochecer.

Este procedimiento dio excelentes resultados durante los primeros meses de actividad. Los turistas acudían, incautos, al reclamo de mis chillidos. Y, cuando se veían sorprendidos por mi atenazadora reacción, ya era demasiado tarde para emprender la huida, de modo que días hubo que cerramos el negocio con más de cien dirhams en los bolsillos (de Hafiz). Por otro lado, como apenas si existían costes —Hafiz aplicaba los de mi mantenimiento a otros conceptos menos perentorios pero más apetitosos a su paladar—, esta economía de la extorsión apuntaba a empresa de gran envergadura. En una ocasión, sin embargo, un lamentable incidente introdujo un punto de inflexión en la buena racha de nuestra productividad. Ocurrió que, advertido por un clic de la proximidad de una cámara fotográfica, me abalancé con precipitación desgraciada sobre un individuo que resultó ser inocente. No sólo era inocente, lo que, por sí solo, no habría cambiado mucho la situación; también era enorme, fornido, brutal. Únanse a ello un orgullo de juramentado y un sentido medieval de la justicia y podrán imaginar con facilidad lo que allí aconteció. El hombre me cogió por las muñecas y las apretó con tanta fuerza que mis dedos se abrieron como un guante hinchado a presión; luego me elevó por encima de su cabeza y, tras darme varias vueltas por el aire, me lanzó sin piedad contra el vendedor de zumos de naranja. La menor de las consecuencias fue que tuvimos que dedicar el resultado íntegro de dos meses de trabajo a sufragar los desperfectos ocasionados en el negocio de cítricos de nuestro vecino. De mis magulladuras y moretones no hablaré porque, a estas alturas, los tengo considerados como un gaje más de este curioso oficio en que consiste vivir entre ustedes.

Pasado el tiempo, nuestra empresa recuperó parte de su rentabilidad, pero ya nunca llegó a alcanzar los magníficos beneficios de sus comienzos. Además, nos vigilaba la policía y su distracción nos resultaba tan enojosa como onerosa. Por lo que a mí respecta, los diversos avatares económicos por los que pasamos no me afectaron en gran medida, sobre todo porque la remuneración que percibía —en especies, dicho sea de paso— rozaba valores marginales tales que ni las etapas de mayor penuria eran capaces de revisar a la baja mi salario. Alguna vez concebí la posibilidad de resucitar viejos tiempos y descubrir a Hafiz las facultades del duendecillo que antaño me dieron cierta fama, pero al fin opté por mantener la discreción, convencido de que aquella habilidad terminaría por volverse en mi contra tan pronto como se hiciera pública. Así pues, mi vida transcurrió sin grandes emociones ni sobresaltos, con mucha hambre y suciedad, pero sin demasiadas humillaciones ni innecesarios sufrimientos. Hafiz me ignoraba sin contemplaciones, remordimientos ni malentendidos. Las cosas estaban claras entre él y Yo. Con el atardecer de cada jornada nos retirábamos a nuestra choza, en las afueras de la ciudad, junto al cementerio (muy cerca, por cierto, de la que albergaba al vendedor de dientes naturales). Entonces, mi dueño me entregaba un trozo de pan y, a veces, una minúscula porción de kefta o un par de naranjas de sabor amargo que arrancaba de los árboles públicos. Luego me abandonaba a mis anchas mientras él, ahora clandestino, se emborrachaba en la trastienda de una cantina próxima, violentando así las normas del Corán que, por lo demás, observaba de forma harto escrupulosa. Yo aprovechaba para jugar con lo poco que quedaba a mi mano: una manta, un par de tazas, un candil, algo de hierbabuena. Por fin saltaba histérico desde una mesa al suelo de tierra y, desde este, otra vez a la mesa, hasta conseguir caer extenuado sobre una vieja piel de cabra que me servía de lecho: allí recordaba a Madre, su leche y su sonrisa, y veía a Hermano decirme adiós desde su trono de orquídeas, hasta que me llegaba el sopor y me dormía, eso sí, con placer y a discreción.

A pesar de todo, en Djema’a el-Fna la vida era divertida. Durante las horas de mayor afluencia, la plaza hervía de gente de todas las razas y condiciones y se convertía en un inmenso escaparate de extravagancias a precio de saldo. Unos individuos, por lo común los que iban a fisgar con sus carteras abultadas, eran más bien pálidos y de ojos claros. Otros tenían la piel oscura, cobriza o negra. También había cabras, serpientes, arañas y ratones, y algún dromedario que oteaba el ágora con rumiante indiferencia. En cuanto a mis clientes, los más se reían, no sin recelo, cuando se veían aherrojados por mis brazos; otros chillaban con gritos de asco, invocando la ayuda de alguna autoridad policial que, comisión mediante, nunca llegaba a tiempo; y alguno, como quedó dicho, se tomaba la justicia por su mano. Pero, en general, una buena parte de quienes me fotografiaban daba por satisfactoria la experiencia de haberme tenido en sus brazos y pagaba con gusto, o con alivio, la tasa impuesta por Hafiz. Los niños, por su lado, solían arrojarme cacahuetes, de gran valor nutritivo, y esto me servía para compensar las carencias de la dieta a la que mi amo y señor me tenía sometido.

La plaza nos permitía, además, trabar amistad con los compañeros de tenderete y aprendíamos de ellos cosas muy heterogéneas que nos entretenían y, en ocasiones, nos resultaban de gran utilidad. De esta manera, supe cómo distinguir al turista acaudalado del viajero de oferta ‘fin de semana’ con sólo mirar a uno y a otro sus manos. También me hice con unos cuantos trucos para sobrevivir a las mazmorras de Marrakech sin dejar la dignidad por los suelos; por fortuna, no me hicieron falta. En cuanto a las diversas funciones de intendencia que la plaza requería, teníamos repartidos los principales papeles entre los elementos de mayor versatilidad. El encargado de las relaciones con los extranjeros era Hafiz, que dominaba los vocablos elementales de cinco lenguas, si no con la soltura de un diplomático, sí, al menos, con la eficacia de un croupier. Los aprendía y ensayaba en sus excursiones nocturnas, en las que gustaba de alternar con turistas que, a cambio de información, le pagaban su compañía por los lugares prohibidos de la ciudad. En ocasiones, Hafiz me llevaba consigo. Y, aunque nunca me dejó traspasar la puerta de acceso de los locales que frecuentaba, para mí era suficiente diversión permanecer a la espera de su regreso, ahí, en la calle, en donde, de manera indefectible, acababa organizándose en torno mío una asamblea de desocupados con ganas de alargar la noche.

Una de esas noches ocurrió un milagro. Yo aguardaba a Hafiz a la puerta de un inmueble frecuentado por turistas de gama baja. El amo y sus amigos me habían hecho beber más de lo habitual, así que, por esta vez, agradecí que se me hubiera abandonado al relente. Entonces fue cuando, a escasos quince pasos de donde me encontraba, parecióme ver que Él cruzaba la calle con cierta prisa. Tardé en reaccionar, conmovido por la aparición, atenazado por la somnolencia, pero, cuando lo hice, grité como no lo había hecho jamás. Sin embargo, Él no me escuchó. Así pues, decidí ir en su busca. Vi su espalda encorvada doblar la primera esquina, a la derecha. Luego cruzó la calzada. Al mirar a ambos lados de la calle pude apreciar —de perfil, es verdad— su largo mostacho blanco. Volví a gritarle, sin éxito. El hombre caminaba más rápido que Yo. Insistí con chillidos rabiosos. Incluso le lancé una naranja que hallé en mi camino. Todo resultaba inútil, y ya lo perdía de vista. Entonces pensé que, tal vez, el gnomo que albergo en mi interior podría ayudarme. Era mi última oportunidad, de modo que no lo dudé más tiempo y la emprendí con los frotamientos. El trasgo no tardó en asomar su cabecilla sonrosada, y Yo me vi cerca de conseguir mi propósito. Tal vez Él se habría presentado como por arte de magia, pero no hubo chance para que se consumara el ensalmo. Un coche enorme y negro, escoltado por cuatro policías en moto, frenó en seco en mitad de la calle. No me inmuté, convencido de que no podía dejar a medias lo que me traía entre manos. De repente, de la puerta trasera del vehículo salió un hombre de traje negro, elegantísimo, con las manos enjoyadas hasta la extenuación. Se colocó ante mí con los brazos en jarras y me miró con desprecio, como retándome a un duelo incierto, pero Yo seguí a lo mío, reconozco que con un punto de desfachatez. El jerifalte no lo pudo soportar: giró sobre sí mismo, se dirigió hacia el coche, abrió la portezuela y, antes de cerrarla con un estruendo, gritó a uno de los policías: «¡Agente, lleve a ese cerdo al cementerio y dele allí mismo matarile!». La referencia a un animal que no era de mi especie me hizo pensar que la cosa no iba conmigo, pero fue un error de apreciación que a punto estuvo de costarme la vida. Por fortuna, el policía al que se le había ordenado mi ajusticiamiento era uno de los que nos vigilaban de cerca en Djema’a el-Fna. Por eso, sólo cumplió parte del mandato: el de llevarme hasta el camposanto. Me dejó a la puerta de mi casa. Antes de irse, alargó el dedo índice hacia mis narices y prometió que se cobraría el favor que acababa de hacernos a Hafiz y a mí. Y Yo, con el miedo aún en el cuerpo, no pude más que encogerme de hombros y, en seguida, correr hacia mi piel de cabra, en donde lloré sin consuelo hasta el amanecer. Sólo me rescató de mis pesares la satisfacción de saber que Él seguía estando en mi camino y que, por tanto, mi intuición y, quizá, mi duende, no me alejarían nunca de su estela.

Así pues, los días que vinieron después de aquel esperanzador incidente se me hicieron si no dulces, al menos soportables. Sin embargo, incluso ese espectáculo variopinto y en permanente convulsión que era Djema’a el-Fna amenazaba con convertirse en angustioso a fuerza de diverso e impredecible. La penuria económica, por otro lado, no aportaba compensación alguna a aquel riesgo, de modo que algo parecido a eso que ustedes llaman tedio y que, según se dice, a animales como Yo no nos está permitido saborear, había empezado a visitar mi corazón con insistencia.

Fue durante uno de aquellos días de hastío cuando conocí a Emma y a Enrique. Llegaron hasta mí en medio de un nutrido grupo de turistas que, en seguida, se interesó por mi figura, pequeña y simpática según los comentarios más frecuentes. Yo me fijé de inmediato en la mujer, no sólo porque fuera más hermosa y dulce que las demás —que lo era—, sino, sobre todo, porque hablaba en la misma lengua que Él y con un acento similar al suyo, de un suave timbre que lo hacía inconfundible. Con seguridad, aposté, sabría algo de mi progenitor, con el que habría venido a la ciudad. Adiviné, además, que, tras las gafas oscuras que llevaba para protegerse de la luz del sol, se escondían unos ojos cargados de una tristeza similar a la que a mí me embargaba. Todo, pues, la hacía muy atractiva, irresistible. Por eso, cuando los clics y fogonazos de las cámaras fotográficas comenzaron a caer, permanecí paralizado ante la mujer, que me sonrió con una mueca delicada. Perplejo por mi pasividad, Hafiz me dio una patada en el trasero y Yo salté, sin dudarlo más, sobre los brazos de Emma, tal vez la única que no había disparado una sola instantánea. Pero la mujer no se enfadó ante mi descaro; al contrario, me acogió en su pecho sin asustarse y me rodeó con sus brazos. Hafiz no se atrevió a encararse con ella, como era obligado cuando pretendía cargar de autoridad sus exigencias de pago, sino que, un tanto desconcertado por mi reacción, no supo más que pedir disculpas. A Emma, sin embargo, le divirtió el incidente. Preguntó cómo me llamaba, a lo que Hafiz le respondió que «Mono», simplemente «Mono». «¡Pero eso no es un nombre!», exclamó Emma con disgusto, y así fue como me enteré que Yo carecía de un atributo al que, al parecer, tenía derecho. Intenté, entonces, que se me aclarase el misterio que me había impedido, sin saberlo, disfrutar hasta aquel instante de algo tan íntimo y peculiar8, pero en esto intervino Enrique, quien regañó a Emma por no haberse desecho —dijo tal que así— «de ese saco de pelos con pulgas». Emma recapacitó y me dejó caer al suelo sin que Yo tuviera tiempo para reaccionar. Desde mi desdichada estatura a ras de tierra, la miré con ansiedad por encontrar en sus ojos una razón para el desplante; mas, como no di con ella, me puse a gritar como un histérico. Acobardado, Enrique se apresuró a sacar un billete de diez dirhams para comprar a Hafiz la ocasión de la huida. Este lo aceptó sin regateos, así que, con la autorización en regla, mis visitantes se alejaron tan veloces como habían llegado. Yo me quedé largo rato en el suelo, llorando de pura rabia y de puro amor; llorando, también, por la ocasión perdida de seguir los pasos que, supuse, habrían podido conducirme hasta Él.

La sorpresa fue que, aquella misma tarde, Emma acudió a la plaza, esta vez sola. Al verla, comencé a aplaudir y a gritar, preso de la emoción y de la intuición irreprimible que me anunciaba que aquella mujer se convertiría en mi libertadora. A la primera oportunidad, salté sobre ella y la plaqué sin contemplaciones mientras la besaba en la frente y en las mejillas. Hafiz, abrumado, se arrojó sobre mí y me insultó en una lengua desconocida y salivar, pero Emma le aplacó con buenas palabras y cincuenta dirhams. A cambio, le pidió permiso para mantenerme unos minutos en sus brazos. Hafiz aceptó el negocio —como condescendiendo, por cierto—, de modo que Emma y Yo nos pasamos media hora maravillosa jugando como niños, haciéndonos muecas absurdas y riéndonos con estruendosa libertad. Mi salto mortal sobre el suelo consiguió arrancarle gritos de entusiasmo. Pero fue con mi aullido de almuecín malherido con el que casi se desternilla. Cuando mejor lo estábamos pasando, Hafiz se cansó de nuestros entretenimientos y me reclamó con gesto huraño. Emma se plegó a sus exigencias sin condiciones. Se limitó a darme un beso en la frente y se alejó con prisa del lugar, dejándome a solas con el angustioso convencimiento de que jamás volvería a verla. Recuerdo aquel atardecer rojizo en Djema’a el-Fna como uno de los más tristes de mi vida.

Sin embargo, Emma volvió a sorprenderme. Al día siguiente, muy temprano, acudió otra vez a la plaza, pero de nuevo acompañada de su esposo. Ambos estaban excitados: ella, porque venía a dar satisfacción a un antojo que la maltrataba; él, mucho mayor que la mujer —de edad, por tanto, insobornable—, porque sin duda consideraba que aquel deseo de su esposa no pasaba de ser un capricho idiota que, incluso así, debía ser cumplido. Hablaron con Hafiz largo tiempo. Hafiz era muy gracioso cuando trapicheaba: gesticulaba como un payaso y sus aspavientos, poco depurados, rozaban lo grotesco. En esto pertenecía a la escuela de Yusuf, que daba a la primera oferta del cliente tratamiento de ignominia y acababa aceptando la última con invocaciones a Alá, como si el latrocinio viniera impuesto por una lógica de la fatalidad que algún día reventaría por los aires. De este modo, cuando Hafiz juró por sus muertos que antes se degollaba a sí mismo en la plaza pública que pasar por la cifra que le diera Enrique como definitiva, supe que el negocio estaba cerrado. No llegué a conocer nunca el precio, y bien que lo siento, pues no descubro nada si digo que nadie es ajeno a los cantos que puedan venirle de su cotización en el mercado.

Cuando Emma y Enrique me llevaron consigo me sentí como un recién excarcelado por buena conducta. Recuerdo que miré hacia atrás y vi a Hafiz, quien, perdido como uno más entre decenas de personas iguales a él, contaba con ansiedad el dinero del rescate. A cambio de ese precio, aquel hombre de aspecto miserable había dejado de significar todo lo que a mí me había asfixiado hasta aquel momento. Ahí se quedaba, y me parecía imposible. Para celebrarlo, grité de alegría con todas las fuerzas que me permitieron mis pulmones. Mis nuevos tutores se entregaron sin recato a las carcajadas y aplaudieron conmigo a rabiar. Por cierto, de camino hacia el hotel tuvieron a bien bautizarme. Barajaron varios nombres, discutieron sobre las virtudes y los inconvenientes de unos y de otros, y al final concluyeron que, puesto que me coronaba una indeleble mancha verde sobre la testuz, habrían de llamarme Green, al parecer el otro vocablo con el que el castellano designa a aquel color. Me sonó bien a los oídos ese nombre, y desde entonces lo paseo en lugar de Yo, que es más dado a la monotonía.

Hasta llegar al país de mis nuevos amos —según creo, el mismo en el que ahora me encuentro, llamado por algunos España—, aún tuve que pasar por unos cuantos incidentes y trámites aduaneros y sanitarios, de los cuales recuerdo con dolorosa nitidez las cinco inyecciones que me aplicaron en los brazos y que me dejaron inútil para el aplauso durante varios días. Sin duda, fue más divertida la discusión que Enrique sostuvo con un meticuloso agente de Algeciras, empeñado en inspeccionarle su intimidad, pero empezando por la parte baja de la espalda. El malentendido se despejó cuando un confidente policial aclaró que «el hombre del mono» que traficaba con hachís se trataba, en realidad, de un operario del servicio de mantenimiento de la compañía marítima que nos había trasladado hasta la península. El mono, concretaron, era azul.

Al margen de estas contrariedades de carácter menor, y a pesar de que Él no hizo acto de presencia en ningún momento no obstante suponerlo muy cerca de nosotros, el viaje en barco resultó entretenido y, sobre todo, cargado de expectativas maravillosas.

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