Green

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Capítulo cuarto

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Lo de la inyección llegó con odiosa puntualidad. No fue letal, es cierto. Según pude oír, el líquido que me inocularon contenía hierro. El diagnóstico del veterinario había sido contundente y cristalino. Parece ser que yo era víctima de una extraña continencia sexual nunca antes advertida en los animales de mi especie. Otros individuos de los que se poseía historiales similares al mío conseguían realizar por sí solos ciertas terapias de drenaje y alivio que yo no logré comprender: Emma llegó a tiempo de taparme los oídos cuando el albéitar se disponía a ilustrarme en el asunto. Por el contrario, los ensayos practicados demostraban en mí una capacidad para la sublimación fuera de lo común; muy semejante, en todo caso, a la de los humanos. Se diría —siempre en palabras del experto: no quiero que mi afán por ser preciso se confunda con la vanidad— que poseía un grado de cultura extraordinariamente complejo, demasiado alto para mi naturaleza; aventuremos que me adornaba una especie de instinto sofisticado por no llamarlo, desnudamente, alma. El informe sostenía, entre otras observaciones a caballo entre el halago y la patología, que yo comprendía, con empatía desconcertante, la necesidad de las convenciones sociales y la conveniencia de reprimir el temperamento propio mediante un mecanismo de conciencia cívica, un tanto rudimentario, que bien podría apellidarse protomoral. En fin, se concluía que las roturas esporádicas de ese sorprendente equilibrio entre lo animal y lo humano, a fuer de extemporáneas, podrían llegar a resultar peligrosas para la integridad de los terceros con los que yo conviviera y que, sin perjuicio de un más exhaustivo análisis, debería ser reconducida, empleando para ello el estímulo de experiencias carnales con individuos de mi propia especie. Eso dijo el veterinario: «Recondúzcase». Y a mí no me sonó mal, todo hay que decirlo.

Pero con sinceridad sostengo que el informe médico abundaba en lo disparatado. Es muy probable que mi tristeza de aquellos días proviniera de mi frustrada sexualidad, pero de aquí a lo de las sublimaciones y represiones había un abismo. Lo que a mí me pasaba —aún hoy me ocurre— es que no entendía la significación de ciertos comportamientos en la sociedad de los hombres. En concreto, siendo francos, desconocía las razones y las circunstancias por las que la exhibición del geniecillo que habita en mi vientre podía resultar gozosa o trágica, según los casos. De aquí mi prudencia y contención en un asunto que, incluso así, aún hoy se me escapa muchas veces de las manos, nunca fuera mejor dicho.

Atendiendo a las recomendaciones veterinarias, Enrique sugirió a Emma la compra de una chimpancé. La discusión sobre el particular resultó violenta. El afán de mi padrastro por hallar una solución a mi astenia de soledad tropezó con la vehemencia de su mujer a la hora de augurar los mayores daños que la medicina acarrearía: paredes sucias, pelos en la moqueta, permanente estado de agitación por mi parte, insoportable hedor a hembra en celo inundando la atmósfera de la casa…; ¡hasta placentas por los pasillos llegó a anunciar! Toda una amplia panoplia de escatológicas catástrofes habría de acompañar a la llegada de la mona, así que incluso yo mismo deseé por un instante que el proyecto abortase sin más consideraciones. Ignoraba —no me avergüenzo al admitirlo— que las hembras de mi especie fueran tan desordenadas, lujuriosas y pestilentes, y en esta razón oculta quise ver el origen inconsciente de lo que el veterinario llamó «inapetencia», no sin un tono de conmiseración. Enrique, sin embargo, insistía en su desacuerdo con la descripción apocalíptica de Emma, y en la porfía puso tanto empeño que acabó siendo acusado por su esposa de corrupto instigador. Al final, Emma se atrevió a anunciar, en tono solemne, que yo estaba poseído por el vicio, y recomendó unas cuantas sesiones de duchas frías. Enrique pidió, entonces, aclaraciones a aquella revelación, y Emma se las aportó con sonrojo y en voz baja. No sé qué pudo haber dicho; lo cierto fue que, durante un cierto tiempo, Enrique se sumó a la legión de quienes me miraban de reojo y yo me quedé sin compañera, supuse que con carácter definitivo.

Nunca sabré adónde me habría conducido la conciencia de apestado en la que me instalé. Durante un tiempo dejé de comer, dejé de dormir y casi dejo de jugar. Como mi Primo, recuérdese, que se empeñó en no despegar los ojos del cielo y acabó siendo el cuenco de un puñado de moscas. Me recluí en mi casita del jardín, que no abandonaba si no era para evacuar toda clase de aguas, mayores y menores, porque si de algo no me desprendí, fue del amor por las camas limpias. Renuncié al desván, renuncié al garaje, renuncié a espiar a las visitas. Y así, habiendo tirado por la borda el interés por los estímulos que me unían a la vida, me vi ligero de esperanzas que mantener, de manera que empezó a sobrarme todo, hasta las mismas energías. También las tiré por la borda. De este modo, la debilidad me fue liberando de las necesidades. Me alimentaba de mí mismo, pues, y cuanto menos iba quedando de mí, menos ganas tenía de comerme. Digamos que me estaba ensimismando; que estaba volviéndome sobre mí, como introduciéndome en mi propio ombligo, y que acabaría como empecé, hecho de nada, igual que un calcetín que, vuelto del revés, desapareciera por el agujero del dedo gordo hacia un mundo misterioso pero más prometedor.

Así habría terminado, sin duda. Mas de nuevo ocurrió el milagro. Yo languidecía en mi lecho, febril, cuando me despertó un murmullo que procedía del porche de la casa. Varias personas hablaban en voz baja. Una de ellas era Emma, sin duda. También escuché el runrún de una lengua extranjera. ¡Pero otra voz parecía la de Él! Me puse en pie, las patas trémulas, y me asomé al ventanuco de la caseta. En efecto, allí estaba. ¡Era Él, claro que sí! Pude ver con claridad su largo mostacho blanco. Discutía con dos hombres pelirrojos y uniformados, provistos de sendos fusiles, mientras Emma parecía suplicar un poco de piedad. Intenté gritar, pero sólo se me escapó un triste lamento. Quise, entonces, romper el candado que me salvaguardaba de las visitas inoportunas. Tampoco lo conseguí. Volví, pues, a mis gritos, cada vez más altos. Quizás así habría conseguido hacerme oír, pero el dogo de los vecinos, que permanecía al acecho, se puso a ladrar y tapó mis aullidos con su imponente vozarrón. Le supliqué que se callara, mas no me hizo caso. De repente, uno de los hombres pelirrojos dirigió su vista hacia el lugar de la monumental bronca. Comentó algo con su compañero. Luego cargó el fusil y emprendió el camino hacia nosotros. Escaló por el olivo hasta que se hubo colocado a escasos centímetros de mí. Me di por muerto. Sin embargo, el hombre no se molestó en dedicarme siquiera una mirada. Me ignoró con desprecio. Sí apuntó con su cañón hacia el dogo y le descargó dos tiros que enmudecieron al perro para siempre. Luego bajó con presteza del árbol, corrió hasta el porche y, junto con su compinche, a empujones, arrastró a Él hacia el otro lado de la verja de la casa. Emma fue tras ellos, llorando. Gritaba: «¡No le hagáis daño, que Green lo necesita!». Pero, una vez más, todo resultó inútil. Desaparecieron, supongo que sin dejar rastro. Emma, tras un instante de desconcierto, se acercó unos pasos hacia mí. La vi derramar unas cuantas lágrimas. Aun así, con gran esfuerzo, me dedicó una sonrisa. Al final, giró sobre sí misma y entró en la casa. Y no hubo más. En ese punto creo que me desmayé.

A la mañana siguiente todo volvió a ser como antes. Enrique me dio el adiós cortés de todos los días antes marcharse hacia su trabajo y Emma, olvidada de su reciente sonrisa, regresó a sus gélidas salutaciones. Hasta los vecinos se habían provisto de un nuevo dogo, igual de idiota y ladrador que el anterior. El único que había cambiado fui yo. No es que hubiera decidido regresar a mi vida de siempre, pero al menos me había concedido un plazo para revisar la decisión de encerrarme en mí mismo. Alguien jugaba conmigo, lo sabía. Además, Él estaba cerca y no podía defraudarle. Debería recuperar el resuello y, si no el optimismo de los viejos tiempos, sí, al menos, el propósito de intentar que las cosas me vinieran dadas de otra manera. A todo esto, el duende, a solas, me dio la razón. Y de esta manera supe que regresaba a la buena senda.

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