Goya

Goya


Segunda parte » 29

Página 52 de 100

29

EN ARANJUEZ, en la Sala de Ariadna, Agustín vió con admirada conciencia cómo bajo las manos del hábil amigo se tornaba visible a todo el mundo lo que él había visto mentalmente. Además, Esteve comprobó con profunda alegría otra cosa: «La familia de don Carlos» se convertía en un cuadro político. Pero se cuidó de expresar su observación, porque Goya no pensaba pintar «política». Creía en el poder absoluto de los reyes, simpatizaba con el monarca bondadoso, lleno de dignidad, y con la reina que sabía cortar para sí con insaciable apetito una enorme tajada del pastel del mundo. Mas las desdichas de España, los barcos hundidos, el tesoro nacional saqueado, la debilidad y jactancia de la reina, la miseria del pueblo, todo esto rebullía en su cerebro, durante la labor, aun sin quererlo. Y justamente al no pintar odios, del brillo de uniformes, condecoraciones y joyas, de todo el centelleo de estos atributos de la realeza grata al Señor, la mísera humanidad del jefe saltaba a la vista de cualquiera con un realismo desnudo y brutal.

Nunca trabajaron los dos tan bien juntos. Si Esteve contraía apenas la cara fiel y regañona, Goya sabía que algo fallaba. «¿Qué te parece la boca de la reina?», preguntaba Goya, por ejemplo. Agustín se rascaba pensativo la cabeza y en seguida Goya cerraba apretados los labios de la soberana en el cuadro, en lugar de la boca sonriente del boceto. «En realidad, el infante Antonio se parece tremendamente al rey», juzgaba Agustín, y Goya subrayaba en el acto el aspecto pasmosamente majestuoso de don Carlos para tornar pedante la dignidad del hermano. Goya trabajaba perseverante. Como antes, cuando pintó los cuadros de la Inquisición, siguió su labor hasta tarde en la noche, a la luz de velas colocadas también en la visera metálica de su sombrero bajo. Pintaba a conciencia, pero despreciando todo lo accesorio. Debía dejar anónima la cara de la eventual esposa del heredero; él le hizo volver simplemente la cabeza. Había olvidado hasta el final a la hija mayor del rey, la Regente de Portugal. Agustín se la recordó. «Déjala, en dos minutos salgo del paso», contestó Goya y siguió pintando la gruesa cabezota del infante Antonio Pascual. Lo llamaron a comer y siguió trabajando. Cuando terminó la cabeza, lo llamaron de nuevo. «Vé tú», le dijo a Esteve, «iré en seguida, pintaré rápidamente la princesa Regente». Y la sopa estaba todavía caliente, cuando ya la cabeza insulsa de la infanta asomaba entre el infante don Antonio y el larguirucho príncipe Luis. Tampoco para pintarse a sí mismo tardó más de una hora. Complacido y malicioso, el Goya de carne y hueso hizo un guiño al Goya pintado, que estaba en la oscuridad, un poco diluido como habían pedido, pero fácil de reconocer y nada modesto.

Contra lo que esperara Esteve, Goya estuvo de buen humor constantemente. Él y la reina trataron siempre de facilitarle la labor. Le enviaron los trajes y las condecoraciones que necesitaba y, entre carcajadas, Goya colocó al amigo el Toisón de Oro y metió a un lacayo gordinflón en las ropas del rey, obligándolo a pararse como si fuera don Carlos, con perversa alegría de parte de Agustín. Y llegó el día en que Goya retocó las últimas luces, para preguntarse después a sí mismo y al amigo: «¿Está terminado?».

Agustín miró. Allí estaban los trece Borbones, la dura y cruda verdad de las pobres caras y la mágica y aturdidora plenitud de los colores de su atávica realeza. «Sí, está terminado», afirmó Agustín. «¿Se parece a la “Familia de Felipe” de van Loo?», preguntó Goya. «No», contestó Esteve y sonrió con toda la cara. «Tampoco a las “Damas de corte” de Vélazquez», añadió y su tosca risa se mezcló con la clara y satisfecha risa de Goya.

«Tal vez convendría mostrárselo a don Miguel», propuso Esteve; el señor Bermúdez estaba allí con don Manuel, y Agustín se gozó de la cara asombrada del buen conocedor. Don Miguel estableció en seguida su juicio. El cuadro le indisponía, le chocaba; con todo su arte era bárbaro. Pero titubeó antes de hablar. ¿No había estado seguro de sí cuando se trató de Lucía y sin embargo no había tenido razón Goya en su equívoco retrato? Tal vez, también con este cuadro tenía razón Francisco, no por un verdadero saber, sino por su instinto inexplicable y profundo.

«Es un cuadro extraordinario», dijo finalmente Miguel. «Muy distinto, muy original. Pero…». Se calló. Necesitaba un impulso. Era imposible que su teórica, elaborada trabajosamente durante décadas, pudiera estar tan equivocada. Y se debía a la estética de los grandes antiguos, heredada por él por encima del humanismo de parte de dos milenios, si criticaba semejante barbaridad. «Admiro tu manera de aplicar el color, Francho», dijo. «Choca con las reglas, pero confieso que esta masa de luces, este dominado tumulto de colores es arte elevadísimo. Mas ¿por qué cargas tu belleza con tantos detalles repulsivos? ¿Por qué obligas a quien mira a soportar tanta fealdad, tanta oposición? Soy el primero en apreciar nuevos efectos, aunque sean audaces, pero esto no lo entiendo. Y hay otras cosas más que no entiendo de tu cuadro. ¿Infracciones a la regla? Santo y bueno. Las acepto. Pero esto es mera infracción, atropello total. Me gusta el realismo sano, pero tus Borbones ya no son retratos, sino caricaturas. ¿Y por qué esa composición ultrasimple, primitiva? No conozco una obra, ni antigua ni contemporánea, a la que puedas referirte. No lo tomes a mal, Francho, te admiro y soy amigo tuyo, pero aquí disiento completamente». Y autoritariamente concluyó por decir: «Este cuadro es un fracaso».

Agustín lamentó que se hubiese mostrado la tela a este borrico culto, que ni en su dolor por Lucía supiera abrir los ojos. Con amargura adelantó la cabezota y se aprestó a contestar. Goya le hizo seña de que se callara. «Mi buen amigo, no lo tomo a mal», dijo indiferente el pintor a Miguel.

Pero Bermúdez siguió hablando. «¿Vieron los reyes el cuadro?», preguntó preocupado. «Esbocé cada personaje», contestó Goya, y ellos vieron cada esquicio. «Durante el trabajo no les dejé ver nada». «Perdona, Francho», dijo Miguel. «Sé que rara vez se soportan los consejos, pero yo debo ser franco contigo y no puedo callar mi aviso. No muestres el cuadro tal como está. Te lo suplico». Y sin temer la irritación que veía crecer en los ojos de Goya, continuó: «¿No puedes por lo menos hacer un poco más simpáticos a los soberanos? En realidad, eres el único de todos nosotros que los ve con más tolerancia». «No los veo ni con tolerancia ni con dureza; los veo cómo son. Ellos son así y así se quedan. Para siempre…».

El cuadro se secó, fué barnizado; el señor Julio Dacher, ebanista francés, colocó el marco. Se convino el día en que la familia real lo vería.

Por última vez estuvo Goya en la Sala de Ariadna, paseándose delante de su obra terminada, esperando. Se abrieron las puertas, la gran familia entró. Venían de un paseo por los jardines, vestidos con sencillez, con pocas cruces, y con ellos venía también el Príncipe de la Paz. Con el numeroso séquito estaba Miguel. Al entrar, don Carlos sacó dos relojes, los confrotó y dijo: «Diez horas, veintidós minutos. Catorce de junio. Don Francisco, usted ha entregado el cuadro en el plazo fijado».

Los Borbones de carne y hueso, no como en el cuadro, sino desordenados, contemplaron sus retratos, y detrás, tanto en la realidad como en la sombra del cuadro, al artista que los había agrupado y retratado. La tela era toda resplandor, regio realmente, y en él estaban ellos grandes y vivientes, más grandes y vivientes aún, inconfundibles para cualquiera que los hubiese visto aun fugazmente una sola vez. Callaban, un poco confundidos: el cuadro era tan grande… Y nunca habíanse visto en un cuadro así, cada uno en tan ilustre compañía. Don Carlos, macizo en el centro del cuadro y de la sala. Le gustó el conjunto, se gustó a sí mismo. Maravillosa su chaqueta… Se nota que es de seda, y qué exacto el pomo de la espada y qué reales las condecoraciones. Se ve imponente, firme, inconmovible; se percibe la fuerza de sus huesos, a pesar de los años y de la gota. «Como una roca», pensó luego. «Yo el Rey de las Españas y de Francia», pensó también. «Un gran cuadro». Y estuvo por decir a Francisco algo gentil en broma, pero aguardó antes una palabra de su esposa.

Fea, envejecida, sin adornos, María Luisa está allí entre su esposo, su amigo y sus hijos, y sus ojos agudos y rápidos examinan a la reina fea, pintada envejecida y acicalada en la tela. Muchas cosas de esa mujer pintada disgustarán a la gente; a ella no, y le dice que sí a la mujer del cuadro. Tiene cara fea, pero es única, obliga a mirarla, se adhiere a la memoria, Sí, ella es así, María Luisa de Borbón, princesa de Parma, reina de las Españas y de Indias, hija de un gran duque, esposa de un rey, madre de futuros reyes, decidida y capaz de tomar de la vida lo que puede, sin miedo ni arrepentimientos, hasta que la lleven al Escorial, al panteón de los reyes. Si tuviera que morir en ese instante, ella podría decir que hizo de su vida lo que quería. Alrededor están sus hijos. Y María Luisa mira complacida al pequeño y gracioso infante que tiene de la mano a la reina pintada, y a la pequeña y bonita infanta que le pone el brazo en el hombro. Tiene los hijos que desea, vivos, robustos, no sólo los del tonto gordinflón que necesitaba para conquistar para ella y para ellos el rango merecido, sino también los de aquel a quien ella deseó más que a nadie, y si el mundo no se derrumba éstos también subirán algún día a un trono europeo. Hijos hermosos, sanos y vivaces, que heredan del amigo la buena estampa y de ella la inteligencia. El cuadro es bueno y fiel, no dulzón, relamido; sí, en cambio, fuerte, duro y soberbio. Lástima, solamente, que su Manuel no esté también…

El silencio duró mucho. Goya comenzó a inquietarse. Miró rabiosamente a Miguel. ¿Provocarían una desgracia sus predicciones mezquinas y ceñudas? Josefa también tenía miedo. ¿Dirían realmente Sus Majestades que los había pintado antipáticos? Sin embargo, nunca tuvo una idea irrespetuosa; hasta sintió estimación por el rey y simpatía por esa mujer anhelosa de vivir, que es reina y maja al mismo tiempo. Él ha pintado la realidad. Siempre lo hizo así y su realidad gustó siempre a todos, a los majos, a los Grandes y aun a la Inquisición. Con eso contó llegar a ser primer pintor del rey y ¿fracasaría ahora? ¿Por qué no abren la boca de una vez, el tonto y la ramera?

Y entonces, María Luisa abre la boca. «Muy bien hecho, don Francisco», dijo la reina. «Es un cuadro fiel, sincero, adecuado para mostrar a la posteridad cómo somos los Borbones». Ruidosamente, intervino en seguida don Carlos: «Un cuadro excelente. Un cuadro de familia, exactamente como lo deseábamos. ¿Su tamaño?». Goya informó: «Dos metros ochenta de alto por tres y treinta y seis de ancho». «Grande en todo sentido», declaró satisfecho el rey, y bromeando, como si Goya fuera uno de sus primeros doce Grandes, dijo: «Cubríos, Goya».

Todos felicitaron exageradamente a don Francisco. Don Miguel le apretó fuertemente la mano, con rara animación en la cara. Había estado esperando angustiosamente la palabra del rey. De corazón se alegraba del final de ese asunto y porque no debía sorprenderle que al bárbaro rey le gustara esa bárbara obra. El Príncipe de la Paz murmuró algo al oído del soberano, quien repuso en voz alta: «Podemos hacer en seguida una leve alusión a eso» y con ancha sonrisa, casi gritando, se volvió a Goya: «Dentro de un par de días, mi querido, tendrá usted una agradable sorpresa». Manuel confirmó: «Sí, Francho, ya está resuelto».

Desde la muerte de Bayeu, Goya había deseado el nombramiento de primer pintor. Dos minutos antes, dudaba de ello. Ya estaba resuelto. No deseaba ya nada más. Sentía el poder y la plenitud, su obra triunfaba, Agustín lo reconocía, los conocedores también. Y lo reconocerían los franceses y los alemanes y la posteridad. Idioma universal. El joven Quintana había dado con la palabra justa. Ese día llegaba el triunfo visible, mañana, la maravillosa amiga.

Regresó a Madrid. Preparó su viaje a Andalucía. Mientras trabajaba, apenas pensó en Cayetana; ahora ardía de deseo, se moría de impaciencia. No podía pintar; el olor de los colores, la simple vista de una tela, lo rechazaban. Pero no se atrevía a irse, sin tener antes en sus manos el nombramiento. No creería en nada hasta que lo tuviese por escrito y con los sellos respectivos. Había un abismo entre la palabra y su cumplimiento, y temía a los demonios siempre en acecho. Por eso, para no provocarlos, no dijo una palabra de la promesa real ni a Agustín, ni a Josefa, ni a nadie. Se consumía aguardando y no osaba irse.

El tesorero de la corona, don Rodrigo Soler, lo visitó. «Por lo que se refiere a los honorarios, don Francisco», le explicó, «creemos que se trata de seis cabezas a dos mil reales y cinco a mil. Usted verá que incluimos a Su Alteza, el niño. Usted reconocerá que no corresponde pagar las cabezas de las infantas ausentes, ni la suya, la décima cuarta». Goya juzgó que la recompensa no era generosa, pero tampoco mezquina.

Pasó otro día. Pasaron dos, tres. El nombramiento era válido sólo después de pasar por todas las oficinas respectivas; funcionarios perezosos o adversos podían demorar ese curso. Lógicamente, Goya debía esperar. Pero su impaciencia se tornó morbosa, su oído empeoró. Cada vez más impaciente, lo atormentaba la idea de irse a Andalucía en seguida, sin pensar en las consecuencias.

El cuarto día, después de la visita del tesorero, llegó don Manuel, acompañado por Pepa. Un lacayo de calzas rojas, con una gran carpeta, se mantenía discretamente apartado.

«Me hablaron de su cuadro, don Francisco», charloteó Pepa, «y con ayuda de don Manuel, un poco a escondidas de Sus Majestades, fuí a Aranjuez para verlo. Contrasta con mis ideas, pero me intereso mucho por su arte. Es un buen cuadro, verdaderamente un cuadro. No sólo el más grande, sino el mejor que usted ha hecho. A veces se le va un poco la mano. El príncipe heredero de Parma, por ejemplo, es sin duda demasiado alto. El conjunto sin embargo es excelente. Y tan pintoresco…».

Don Manuel dijo: «Vengo con carácter oficial. Debo hacerle una grata comunicación». Hizo una seña al lacayo que le entregó una pieza con grandes sellos. «Me interesé personalmente», declaró, «para que no demorara tres semanas más. Y hoy puedo entregarle a usted el documento. ¿Quiere que se lo lea?». Goya sabía de qué se trataba y Manuel tenía derecho al agradecimiento, pero el pintor no podía ocultar una leve irritación. «Hoy mi oído falla otra vez», contestó. «¿Puedo leerlo yo mismo?». «Como usted quiera», replicó agriamente el ministro.

Goya leyó: «El rey, nuestro señor, desea premiar sus grandes servicios y darle una prueba de su alto favor, que sirva de incitación para los demás profesores de la Academia y le pruebe a usted cuánto aprecia su Majestad la maestría en el nobilísimo arte de la pintura. Por esta razón, el rey, nuestro señor, se dignó nombrarle Primer Pintor de la corte, con honorarios anuales de cincuenta mil reales, a partir de hoy. Además, el tesoro nacional está facultado para pagarle quinientos ducados anuales para los gastos del coche. Más adelante, el Tesorero arreglará con usted un subsidio para una residencia adecuada. Quiera Dios conservarle a usted muchos años. El primer Ministro don Manuel, Príncipe de la Paz». Realmente conmovido, Goya dijo roncamente: «Muchas gracias, don Manuel». «Nada tienes que agradecer, querido», repuso don Manuel. Su leve mal humor se había disipado, viendo la profunda emoción del artista. Pepa en cambio contempló a Goya con sus bellos ojos impúdicos y dijo: «Quise ser la primera en felicitarte, Francho».

Ya solo Goya releyó una, dos veces, el documento. Le complacía el subsidio de residencia y la suma destinada a los gastos del coche, que siempre le causaban remordimientos; se le reconocía que el vehículo le era indispensable. A veces, había considerado al rey bastante mezquino, porque se ahorraba los honorarios del Primer Pintor. Había sido injusto, porque don Carlos era generoso y sabía apreciar las artes. Nada le importaría que los amigos lo censurasen.

Cuando comunicó a Josefa el nombramiento, ésta suspiró aliviada. Su hermano repetía siempre que el pintor debe fundir la verdad con la belleza. Francho había desdeñado esta forma, y hasta hacía poco ella había temido que Sus Majestades no aprobasen la forma en que él había pintado sus sagradas personas. Por primera vez, ahora, estaba convencida de que su Francho no debía su encumbramiento a su hermano ni a su parentesco con el mismo, sino a que era un gran artista por derecho propio.

Al amigo Martín Zapater, Goya le escribió: «Hace mucho que no te escribo, recargado de trabajo como he estado. De buen trabajo. Hoy no me extenderé mucho; debo partir de prisa para el sur, para reunirme con cierta ilustre dama; ya sabes quién es. He sido nombrado Primer Pintor del rey y necesitaré tu consejo para invertir dinero. He encargado a mi Agustín que te envíe una copia del diploma. Muéstraselo a mi madre y a mis hermanos y a todos en Zaragoza, especialmente a fray Joaquín de Fuendetodos, que nunca supo si podía creer en mí o no. Estoy por marcharme en mi coche, que el rey me pagará en lo sucesivo —quinientos ducados por año—, gracias a la Virgen. Me siento agotado por la labor y por mi suerte. Compra un par de gruesos cirios para la Virgen del Pilar. Martín de mi corazón, Sus Majestades se deshacen por tu amigo Francho».

Fué a Aranjuez para dar gracias a Sus Majestades. Pidió un correo extraordinario para el sur. Inmediatamente después de la audiencia se cambió de ropa, envió el uniforme de gala a Madrid y partió para Andalucía.

Exigió prisa y más prisa, pero al segundo día, el experto cochero se dispuso a dar un rodeo, porque el camino principal estaba lleno de baches y de bandidos. Mas Goya no quiso saber nada. Entregó un reluciente ducado de oro al asombrado auriga. «No temas compadre», le dijo. «En tu coche viaja un hombre con buena estrella».

Ir a la siguiente página

Report Page