Goya

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Segunda parte » 14

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TRASLADADA LA CORTE a la residencia veraniega de San Ildefonso, también doña Josefa Tudó encontró insoportable la estancia en Madrid con el calor. Manuel no tuvo empacho en invitarla a San Ildefonso. Vivía en el pueblo, en la posada de los Embajadores, y pasaba las semanas en dulce aburrimiento con Conchita. Jugaba con ésta a las cartas o aprendía francés o rasgueaba su guitarra. Manuel logró que en determinadas horas entrara en el jardín del palacio. Y ella pasó así largas tardes delante de las famosas fuentes, la de la Fama o de Diana o de los Vientos, escuchando las charlas del agua en sus juegos; tarareaba algún romance y pensaba indolente, melancólica y bonachona en su joven esposo perdido en el océano, o en su pintor.

Con don Manuel hacía excursiones a los bosques de la montaña, alrededor del palacio; los caminos se cuidaban para la caza real. Iban a caballo al valle de Lozoya y al pinar de Balsaín; Pepa había aprendido equitación en Madrid. A veces Manuel hablaba de Goya, de su veraneo con los de Alba, y bromeaba obscenamente acerca del toro Francisco y la pequeña y graciosa duquesa. Pepa escuchaba, impasible, pero atenta, y no contestaba. Demasiado a menudo hablaba Manuel de Piedrahita. Era una satisfacción para él que el engreído duque, que se negara al tuteo, sirviera ahora de mofa general íntimamente ligado a Francisco. Le gustaba además que el pintor, complicado en tan honda pasión, dejara en paz a Pepa. No comprendía cómo un hombre, que tuvo la gloria de un amor con Pepa, se desviviera por Cayetana. Esa muñeca difícil, artificiosa, afectada, le indisponía. Una vez —pero esto no se lo contó a Pepa—, al preguntar en broma durante la audiencia de la reina: «¿Qué hace hoy nuestro amigo Francisco?», Cayetana impasible no recoció la indirecta, como aquella vez no recogiera el duque su tuteo.

Un día, durante una cabalgada hasta las ruinas del antiguo castillo de caza de Balsaín, se rió porque Francho, siempre en Piedrahita, no se hartase de la de Alba. Nada contestó Pepa. Pero más tarde, volvió de sorpresa sobre esas palabras. Se habían detenido a descansar, recostados en el suelo; el caballerizo les preparó algo de comer. «Por cierto que Francisco debería pintarme a caballo», dijo de repente. Don Manuel estaba por ponerse en la boca un trocito de pastel de liebre; dejó caer la mano. Pepa no era una buena amazona, pero estaba maravillosa en su montura, había que admitirlo; se comprendía que quisiera retratarse en traje de amazona. Pero montar a caballo había sido hasta poco tiempo atrás privilegio de los Grandes. No estaba realmente prohibido retratarse a caballo a las personas que no pertenecieran a la alta nobleza, pero nunca o casi nunca eso había acontecido. ¿Y qué diría la reina, qué diría todo el mundo si el primer ministro hacía pintar a la viudita Tudó a caballo? «Don Francisco», insinuó él, «está de vacaciones con los Albas en Piedrahita». Pepa, apenas sorprendida, contestó: «Si usted lo quiere, don Manuel, don Francisco accedería a pasar su veraneo en San Ildefonso». «Vous avez toujours des idées suprenantes, ma chérie», replicó don Manuel. Y ella en su duro francés preguntó: «Alors, viendra-t-il?». «Naturellement», respondió Manuel, «comme vous le désirez». «Muchas gracias», dijo Pepa.

Cuanto más pensaba Manuel en el deseo de Pepa, tanto más se divertía con la idea de quitar el pintor a la orgullosa familia. Pero sabía que Francho era capaz de rechazar con un pretexto su invitación; si quería realmente tenerlo allí, debía proceder en forma muy hábil. Pidió a María Luisa que aprovechara el ocio de San Ildefonso para un nuevo retrato para él y de la mano de Goya; él también encargaría un retrato suyo para ella. Perturbar la dicha pastoral de la osada Alba fué una idea que sedujo a doña María Luisa. Le parecía bien, declaró. Manuel podía comunicar a Goya que debía venir, porque tendría seguramente tiempo para unas sesiones.

Para dar mayor importancia al mensaje, el Príncipe de la Paz envió a Piedrahita un correo especial. Francisco estaba pasando semanas tranquilas y gozosas. La digna presencia del duque les imponía a él y a Cayetana mucha reserva. Pero don José y la anciana marquesa veían evidentemente en Cayetana a una criatura vivaz, mimada, cuyos caprichos aceptaban con tolerancia, aunque estuviesen fuera de lugar, y los dejaban solos a los dos cuanto tiempo querían. Dos o tres veces por semana el duque hacía música. La marquesa escuchaba atenta y admirada, pero lógicamente por amor a su hijo. Francisco y Cayetana, en cambio, gustaban solamente de las canciones y danzas populares, de tonadillas y seguidillas, y las melodías del duque eran para ellos demasiado selectas. Sólo las entendía el doctor Peral.

Don José pidió a Goya que lo retratara, y éste lo hizo, no sin inhibiciones al comienzo, luego con interés creciente y, al fin, con empeño. Surgió así la figura de un señor muy distinguido, melancólico, con grandes y bellos ojos pensativos, en quien se explica fácilmente la pasión por el clavicordio y sus notas. Goya retrató también a la marquesa y, al hacerlo, la comprendió más profundamente alegre, gentil, pero con una leve tristeza en el bello rostro no envejecido aún. Ciertamente entendía y perdonaba la forma de vivir de su nuera, pero la viuda del décimo marqués de Villafranca cuidaba de la dignidad y Goya creyó a veces percibir en sus palabras una casi imperceptible cuita de que la pasión de Cayetana fuese más honda y peligrosa de lo conveniente; sus palabras sonaban para el pintor como una advertencia y el retrato no salía de sus manos con la rapidez que deseaba. Finalmente lo acabó, y Goya vió que la cara abierta, delicada y viva, las cintas azules y la rosa que él diera a la anciana, formaban un cuadro feliz. Pero ella sonriendo le dijo: «Me pintó usted una pobre vejez en la cara, don Francisco. No sabía que se me notara tan claramente». Luego, más vivazmente agregó: «Pero el cuadro es admirable, y si usted tiene tiempo todavía para mujeres de mi edad, tendría que retratarme otra vez».

Cayetana estaba siempre infantilmente alegre. Se había destinado a Goya el casino o palacete, donde vivía solo. Allí lo veía diariamente Cayetana. Generalmente llegaba al anochecer, cuando refrescaba; la acompañaba doña Eufemia vestida dignamente de negro; a veces traía también a la negrita María Luz y al paje Julio, y casi siempre a dos o tres de sus gatos. Procedía naturalmente, como una niñita casi. Traía una guitarra y exigía que Francisco cantara seguidillas que oyeran juntos. A veces, la anciana dueña tenía que contar cuentos de brujería. Cayetana creía que Francho tenía cualidades de brujo y lo incitaba a tomar lecciones de una famosa hechicera. Doña Eufemia discutía esa aptitud, porque no tenía grandes orejas pegadas. La gente con lóbulos bien marcados debía abstenerse de los intentos de magia; alumnos de esta clase, eso había ocurrido, quedaban a mitad de la metamorfosis y perecían miserablemente. Una vez recibió Cayetana la visita de su fallecida doncella Brígida, quien le predijo que sus relaciones con el señor pintor de Corte durarían mucho tiempo y acabarían apenas después de muchos disgustos y de mucho amor y dolor.

Goya, a nuevas instancias de la de Alba, volvió a intentar retratarla. Pintaba lentamente, ella se impacientó. «No soy el apresurado Lucas», dijo él con rencor; llamaba así a Lucas Giordano, que pintó rápidamente muchas telas para Carlos II, mereciendo mucha estima y mucho… dinero. Mas, a pesar de sus esfuerzos, tampoco esta vez pudo acabar el cuadro. «Esto ocurre», declaró ella sólo a medias, en broma, «porque no quieres ver que entre las damas de Madrid soy la única verdaderamente maja».

El fracaso en retratar a Cayetana fué la única sombra para Goya en Piedrahita. Todo lo demás era luminoso y alborozado. Y en esta pacífica calma, irrumpió el correo de calzas rojas con la carta del Príncipe de la Paz que invitaba a Goya a San Ildefonso. Francisco se sintió orgulloso y consternado. Ciertamente, los reyes destinaban exclusivamente al descanso y a la paz su residencia entre las montañas de Segovia, en su palacio veraniego de San Ildefonso. Los asuntos de gobierno se trataban sin prisa, el ceremonial del momento era más simple; los soberanos recibían sólo a Grandes de primera clase y amigos de confianza; ser invitado al descanso en San Ildefonso era una distinción muy apreciable. Sin embargo, aun lisonjeado, Goya estaba molesto. Estas semanas en Piedrahita eran las más bellas de su vida y nada les perturbaba. ¿Qué diría Cayetana si quisiera marcharse?

Le mostró el mensaje. La de Alba no había hecho a su amiga el honor de hablar con él de aquella perversa amenaza. Tampoco ahora se lo hizo, se dominó. «Tiene que explicar su negativa muy gentilmente, con suma prudencia, Francho», dijo tranquilamente. «Seguramente la italiana cree haber imaginado una forma inteligente y distinguida para echarme a perder el verano. Se pondrá verde de rabia al recibir una negativa». Goya la miró casi enloquecido. No se le había ocurrido que la carta no había sido escrita tal vez para el artista, sino que María Luisa quería jugar una mala partida a su enemiga Cayetana. Sólo ahora entendía toda la verdad: detrás de la invitación estaba Pepa.

Entre tanto, Cayetana fué rompiendo lentamente, jugueteando, con sus agudos y redondos dedos de chiquilla, la carta de Manuel. Sin tener conciencia de los gestos de la de Alba, Goya vió exactamente que la forma de sus ademanes quedaba para siempre impresa en él. «Soy pintor de Corte», dijo vacilando, «y Manuel se refiere a la reina». «Por lo que veo, el mensaje no es de la soberana», contestó la de Alba. Y en voz baja, infantil pero dura, agregó: «¿Tiene usted que saltar cuando Manuel Godoy se lo ordena?».

Una furia incontenible invadió a Goya. ¿No sabía Cayetana que él no era todavía primer pintor del rey? ¿Que dependía del favor de doña María Luisa? Por otra parte, Cayetana estaba allí en esa aburrida casa de Piedrahita sólo por él, se ofendería amargamente si se marchaba. «Puedo posponer mi viaje», contestó mansamente, «por dos o tres días, quizás por cuatro o cinco». «Muy gentil por su parte, don Francisco», repuso con la cruel amabilidad que sólo ella podía infundir a las palabras. «Por favor, dígale usted al mayordomo para cuándo quiere el coche».

Mas ahora le volvió vivo el recuerdo de aquella noche en que él tuvo que aguardar, por ella, la noticia de la grave enfermedad de su hijita Elena. «Comprenda usted», estalló, «no soy ningún Grande. Soy pintor, un vulgar pintor, que depende de los encargos de doña María Luisa. Y también», agregó mirándola a los ojos sombríamente, «de los de don Manuel». Ella no contestó; pero más de lo que hubiesen podido lograr las palabras, enfureció a Goya el ligero desprecio infinitamente arrogante de la cara de Cayetana. «Nada te interesan mis triunfos», gritó. «Nada te importa de mi arte. Sólo cuidas tu placer». Ella se fué, sin prisa, con su menudo paso firme, pero casi aleteante.

Goya se despidió de la marquesa, de don José.

Y tratando de ser dueño de sí, trató de ver a Cayetana. Mas la dueña le dijo secamente que Su Excelencia estaba ocupada. «¿Cuándo podré verla?», preguntó don Francisco. «Su Excelencia estará ocupada todo el día hoy y también mañana», contestó con gentil indiferencia doña Eufemia.

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