Goya

Goya


Tercera parte » 9

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DE ZARAGOZA llegó inesperadamente su madre para consolarlo. Tuvo elogios para la difunta; durante una visita anterior, no había hecho buenas migas con Josefa. Había viajado sola, aunque Tomás y el párroco querían acompañarla; había pensado en Francho; ambos hubieran pedido dinero. Le hubiera gustado venir con Zapater, pero éste desgraciadamente estaba enfermo con su vieja tos; escupía sangre. Goya se desesperó; las palabras de la madre le infundían supersticiosa angustia; temía por la vida de Martín. Muchos de sus amigos sobrevivían solamente en sus retratos. ¿No había muerto Josefa después que la retrató? Cuando retrataba a una persona con cariño, le quitaba un poco de vida para colocarla en la tela. Traía desgracia Francisco, lo mismo que Cayetana; tal vez en eso consistía su vínculo con la de Alba.

La presencia de su madre, tan razonable, le ayudó a vencer sus ideas negras. La anciana era fuerte, y tal como él la había retratado, no revelaba el menor signo de decadencia física. Lástima que no le tuviera simpatía a su nieto Javier. «No me gusta este joven», dijo en forma brusca. «Tiene todo lo malo de los Bayeu y los Goya. Narigón, mentiroso y disipado. Debes decirle lo que se merece, Francho». Mas tampoco al elegante y distinguido Javier le gustaba mucho la ruda abuela. En cambio, competían en atenciones para doña Engracia los amigos, Agustín, Miguel, Quintana. Don Miguel quería que Goya la presentara en la Corte, pero la anciana se opuso. «No me corresponde», dijo, «como no te corresponde a ti, Francho. Si se nace patán, no se llega a caballero».

No se quedó mucho tiempo y además insistió en regresar sola. ¿No había viajado solo él también hasta Zaragoza? «Para una vieja será más fácil que para un sordo», explicó. Antes de partir, le dió unos consejos parecidos a las advertencias de Josefa. Tenía que ser prudente, ahorrar, ser parco en dar dinero al hermano y al cuñado, los dos cuervos codiciosos. «Puedes dejarles algo en tu testamento», opinó, «pero mientras vivan, no les aumentes un real del subsidio. Y sobre todo no te hagas el grande, Paco. ¡No vuelvas a ser petulante! Ya ves dónde se llega. Cuanto más lindo es el traje que llevas, tanto más fea la suciedad que lo mancha». La dejó en la diligencia. El mayoral, el primer cochero y los ayudantes arrearon las bestias. «¡Macho, macho!», gritaban y entre los gritos, desde el coche, doña Engracia lo saludó: «¡Que la Virgen te proteja, Paco!». El gran vehículo partió: Goya pensó que no era probable que volviese a ver a la anciana.

Le preocupó a Francisco el que la madre no hubiese podido entenderse con su hijo Javier. Él lo amaba y lo mimaba; le gustaba lo que decía y cómo lo decía. La madre no tenía razón, no podía tenerla; el joven merecía ser mimado. Lo retrató. Esto le ayudó a conocerlo. No dejaba de ver las debilidades percibidas en él por Josefa y su madre, las mismas de aquel petimetre que era el marqués de San Adrián. Pero en el retrato puso todo su amor por el hijo. Hizo un joven fatuo, lleno sin embargo de irónica delicadeza por su porte atrayente y satisfecho de sí. Amplia y elegante chaqueta de color gris perla, suntuoso calzón, altas botas negras, abiertos los pies; guantes amarillos, bastón de paseo, tricornio; dijes colgantes del chaleco, y a los pies del esbelto joven, un grueso perro blanco con una cinta roja. Aparece con cara alargada, rizos rubios en la frente, los ojos de la madre y la gruesa nariz del padre. La figura surge en una oleada de tonos grises, delicados, matizados, mágicamente fundidos.

Concluido el retrato, Goya entendió lo que Josefa y su madre no admiraban en Javier; él lo quería tal como era y le agradaban su afectación y su gusto por la elegancia y el lujo. Y de pronto no le agradó más la casa en que vivía, esa casa magníficamente instalada en la Carrera de San Jerónimo. Elena había muerto, como Mariano; estaba solo con Javier y los pequeños. La casa y los muebles estaban viejos, gastados. Compró otra en las inmediaciones de Madrid, pero ya en el campo, a orillas del Manzanares, cerca de la Puerta de Segovia; una casa vieja, espaciosa, de dos pisos, una verdadera quinta con amplio terreno y una vista magnífica: a un lado la querida pradera de San Isidro; al otro, la sierra de Guadarrama. Arregló la quinta casi pobremente. Sonrió al ver que a Javier esa mezquindad no le gustaba mucho y lo incitó a arreglarse sus cuartos con el lujo que quisiera. Le dejó los valiosos sillones de la casa anterior, y casi todos los cuadros; conservó para sí el retrato de Cayetana, pintado por capricho. En su amplia habitación puso apenas lo necesario y eliminó tapices y telas preciosas dejando las paredes desnudas.

A menudo contempló esas paredes con astuta sonrisa; tenía el plan de pintarlas con escenas de su mundo; guiarían su pincel su propia observación, su propia fantasía; valdrían solamente sus propias reglas, y ese su mundo interior sería, a pesar de todo, el mundo real. Antes de hacerlo, tenía que aprender mucho. Lo alcanzado en su arte era apenas una primera altura. Como aquel que trepado a las primeras estribaciones contempla toda la ancha sierra sin nubes; así él, en estos años de dolor, de delirio, de sordera, de soledad, de claridad, veía ahora su verdadera meta, lejos, muy alta, La intuyó oscuramente una vez cuando pintó la humillación de Olavide, la Inquisición, la casa de los locos y otros cuadritos. Ahora lo veía más claro: la faz exterior debía completarse con la interior; la desnuda realidad del mundo, con los sueños de su mente. Y sólo cuando pudiera pintar así, decoraría las paredes de su quinta.

Instaló pobremente su casa, pero prestó mucho valor a su vestimenta. Se vistió a la moda aburguesada de París. Con traje de Corte se mostraba sólo cuando estaba prescrito; inauguró el sombrero alto y duro, el bolívar; cubrió con el cabello las orejas. La gente lo vió a menudo en su jardín, robusto, digno, con cara leonina, muy sombrío. Lo llamaron «el sordo de la huerta» y su casa fué «la quinta del sordo». Siempre llevaba papel y lápiz para «conversar» con los demás, y allí muy a menudo echaba dibujitos rápidos, primeros esbozos, escenas instantáneas de su paisaje interno y del otro que lo rodeaba. Aprendió el nuevo procedimiento de Agustín, trabajó mucho con él, le pidió consejo sin reparos.

Compartió el estudio con Esteve, como antes. Mas ahora le molestaba la presencia del ayudante fiel y sensitivo. Alquiló para sí una habitación en una casona llena de inquilinos en el barrio más ruidoso, en una esquina de la calle de San Bernardino. Aquí también colocó los muebles más necesarios y los utensilios para los aguafuertes, planchas de cobre, una prensa y los demás instrumentos. La claridad del amplio cuarto acentuaba su desnudez. El traje cuidado chocaba con la pobreza del taller, y Goya sonrió pensando que ya no estaba Josefa para reprocharle con sus muecas el uso de esas prendas. De al lado, de abajo, de la calle animada, llegaba el ruido; pero Goya nada oía y trabajaba en sus nuevas y audaces intentonas. El desnudo taller se convirtió en su querida ermita.

El nuevo método de Esteve permitía tonalidades nuevas, nunca logradas. Era hermoso. Porque el mundo que llevaba dentro y quería confiar a las planchas, era rico y múltiple. Hombres, cosas y experiencias juveniles, campesinas, pequeño-burguesas, hombres y cosas de su vida en la Corte, el mundo de Madrid y de las residencias del rey. Creyó a veces que el pasado estaba muerto y que sólo quedaba el cortesano Goya. Al ensordecer, en cambio, viajando con el arriero Gil, supo que el pasado vivía, y le agradó. Era ahora un nuevo Goya, más sabio, que aprendió viviendo con campesinos y burgueses, con cortesanos y príncipes, con el hampa y los espectros. Cuando joven, quiso subir y conquistó el mundo. Pero aprendió que, al imponerse a ese mundo, el destino cae sobre uno. Se adaptó y gozó alegremente la vida de la Corte; y el destino siguió colgado de un cabello sobre él; era la ruina personal y artística. No hay que romper los cantos vivos, hay que tratar de redondearlos, y de redondear al mundo y a sí mismo.

Lo vivido estaba destinado sólo a traerlo hasta allí, a ese cuarto desnudo, y todo lo pintado y dibujado había sido solamente ejercicio físico para lo que debía hacer ahora. En la ermita dejó que el mundo se le impusiera y, al mismo tiempo, lo obligó a ser tal como él lo veía. Así lo esbozó en el papel, lo grabó en las planchas. ¡Hombre! Era distinto que pintar retratos de encargo, para que el retratado se reconociera en la tela. Aquí pintaría la verdad real. ¡Hombre! ¡Qué placer! Le gustó la sencillez y la economía impuesta por el material de su nuevo arte. Luz y color eran cosas magníficas, embriagaban; no dejaría de pintar, pero a veces en su soledad maldijo de sus cuadros anteriores, llenos de color como el trasero de un mono. Oh, no; para estas visiones nuevas, punzantes, amargas y divertidas no había más que el blanco y el negro.

Había comunicado a la Academia que con pesar tenía que solicitar el relevo de su cargo a causa de su sordera. La Academia lo nombró presidente honorario y con ocasión de su retiro organizó una buena exposición de sus obras. El rey prestó «La familia de Carlos», acerca de la cual corrían muchos rumores. A la inauguración no concurrieron solamente los miembros de la Corte, para demostrar su mecenismo y su amistad por Goya, sino todos los liberales de Madrid. Y ante la obra gloriosa y discutida, la mayoría de aquellos que la veían por primera vez, se quedaban sin aliento.

Acompañado por el presidente del comité de la Academia, marqués de Santa Cruz, Goya llegó hasta su obra por entre la multitud tensa y respetuosa. Casi modesto en su traje, más viejo que sus años, los ojos apretados, el labio inferior salido, Goya contempló sus Borbones; detrás de él había cortesanos, burgueses y artistas. Estalló una ovación. «¡Viva España!», se gritaba, «¡Viva Goya!». Pero Goya nada percibió. El marqués de Santa Cruz le tiró de la manga y le hizo girar suavemente; Francisco lo vió todo y se inclinó serio.

El Gran Inquisidor don Ramón de Reynoso y Arce contempló el cuadro que le había sido descrito como audaz desafío de lo divino.

Y no encontró exagerado lo que le anticiparan los suyos. «Si yo fuera el rey Carlos», dijo en latín, «no hubiera hecho a Goya primer pintor; hubiera pedido al Santo Oficio que dictaminara si no había allí un crimen de lesa Majestad».

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