Goldfinger

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Tercera parte: Acción hostil » Capítulo 17 - El Congreso de los hampones

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CAPÍTULO 17

El Congreso de los hampones

—Fort Knox. —Bond sacudió la cabeza con gesto grave—. ¿No es un poco exagerado para dos hombres y una muchacha?

Goldfinger se encogió de hombros con impaciencia.

—Le ruego que se guarde su sentido del humor durante una semana, señor Bond. Después ríase cuanto quiera. Tendré bajo mi mando a un centenar de hombres y mujeres aproximadamente. Serán personas escogidas entre las seis bandas de gangsters más poderosas de Estados Unidos. Esta fuerza representará la unidad de combate más dura y compacta jamás reunida en tiempo de paz.

—Muy bien. ¿Cuántos hombres guardan la cámara acorazada de Fort Knox?

Goldfinger sacudió lentamente la cabeza. Llamó una vez a la puerta tras él, que se abrió de inmediato. Chapuzas estaba en el umbral, agazapado, alerta. Cuando vio que la reunión seguía siendo pacífica se enderezó y esperó.

—Tendrá muchas preguntas que hacer, señor Bond —dijo Goldfinger—. Serán respondidas esta tarde. Empezaremos a las dos y media. Ahora son las doce en punto. —Bond miró su reloj y lo puso en hora—. Usted y la señorita Masterton asistirán a la reunión en que se hará la propuesta a los jefes de las seis organizaciones que he mencionado. Sin duda, dichas personas harán las mismas preguntas que se le ocurren a usted. Todo se explicará. A continuación se pondrá a efectuar el trabajo de detalle con la señorita Masterton. Pida lo que quiera. Chapuzas se cuidará de su bienestar y estará siempre vigilándoles. No se desmanden o serán inmediatamente eliminados. Y no pierdan tiempo tratando de escapar o de ponerse en contacto con el mundo exterior. He contratado sus servicios y voy a exigir hasta el último átomo de los mismos. ¿Acepta el trato?

—Siempre he querido ser millonario —contestó secamente Bond.

Goldfinger se estudiaba las uñas. Luego le echó a Bond una última mirada, salió y cerró la puerta tras de sí.

Bond se quedó mirando hacia ella y luego se pasó ambas manos por el pelo y el rostro.

—Bueno, bueno —dijo en voz alta a la habitación vacía. Se levantó y, a través del cuarto de baño, se dirigió a la habitación de la chica y llamó a la puerta de separación.

—¿Quién es?

—Yo. ¿Estás visible?

—Sí. —La voz no reflejó entusiasmo alguno—. Entra.

Estaba sentada en el borde de la cama, poniéndose un zapato. Llevaba la misma ropa con que Bond la conoció. Parecía fría, sosegada y poco sorprendida por lo que la rodeaba. Volvió la cabeza hacia Bond. Su mirada era reservada, desdeñosa.

—Tú nos has metido en esto. Sácanos —dijo fría y escuetamente.

—Puede que lo consiga —repuso Bond, amable—. Ya nos he sacado de nuestras tumbas.

—Después de meternos en ellas.

Bond miró pensativo a la chica. Decidió que sería poco galante darle unos azotes, por así decirlo, con el estómago vacío.

—Así no iremos a ninguna parte, Till. Estamos juntos en esto, nos guste o no. ¿Qué quieres para desayunar o almorzar? Son las doce y cuarto y yo ya he comido. Pediré que te traigan tu comida y luego vendré a explicarte la situación. Esto sólo tiene una salida y Chapuzas, ese mono coreano, la vigila. Entonces, ¿desayuno o almuerzo?

Ella se suavizó un poco.

—Gracias. Huevos revueltos y café, por favor. Y tostadas con mermelada.

—¿Cigarrillos?

—No, gracias. No fumo.

Bond regresó a su habitación y golpeó a la puerta. Ésta se abrió un par de centímetros.

—Muy bien, Chapuzas —dijo—, no voy a matarte de momento.

La puerta se abrió un poco más. El rostro del coreano permanecía impasible. Bond hizo el pedido y la puerta se cerró. Se sirvió un bourbon con soda y, sentado en el borde de la cama, se preguntó cómo conseguiría que la muchacha se pusiera de su lado. Desde el principio estaba resentida con él. ¿Era sólo a causa de su hermana?

¿Por qué había hecho Goldfinger aquella enigmática observación acerca de las «inclinaciones» de la joven? En ella había algo que él mismo también notaba, algo reservado, adverso. Era hermosa, deseable, pero había en ella un núcleo frío y duro que Bond no podía entender o definir. De todos modos, lo principal era conseguir que colaborase; de lo contrario, la vida en prisión se les haría intolerable.

Bond volvió a la habitación de ella. Dejó ambas puertas abiertas para poder escuchar. Aún estaba sentada en la cama, envuelta en una recogida inmovilidad. Observó atentamente a Bond. Éste, apoyado en la jamba de la puerta, dio un largo trago a su whisky.

—Es mejor que sepas que soy de Scotland Yard —dijo, mirándola a los ojos; el eufemismo bastaría—. Vamos detrás de ese Goldfinger. Pero no le importa. Cree que nadie nos encontrará como mínimo durante una semana. Tal vez tenga razón. Ha salvado nuestras vidas porque quiere que trabajemos para él en un crimen; en un asunto muy gordo. Está bastante chiflado, pero tiene un montón de trabajo de planificación y papeleo preparado. Debemos ocuparnos de esa parte. ¿Sabes taquigrafía y mecanografía?

—Sí. —Sus ojos brillaban—. ¿Cuál es el crimen?

Bond se lo explicó.

—Desde luego —dijo luego—, suena completamente ridículo y no me sorprendería que unas cuantas preguntas y respuestas bien planteadas hagan ver a esos gangsters, si no se lo hacen ver a Goldfinger, que todo el asunto es imposible. Pero no sé. Goldfinger es un hombre extraordinario. Por lo que sé de él, nunca se mueve hasta que las posibilidades le son favorables. Y no creo que esté loco, por lo menos no más loco que otros genios, como científicos y todo eso. Y no hay duda de que es un genio en su campo concreto.

—Entonces, ¿qué vas a hacer al respecto?

Bond bajó la voz.

—Qué vamos a hacer nosotros, querrás decir —la corrigió él—. Nosotros le seguiremos el juego. Y hasta el final. Nada de gandulear ni de hacer cosas raras. Estaremos ansiosos por el dinero y le daremos un servicio absolutamente de primera. Aparte de salvar nuestras vidas, que nada significan para él, es la única esperanza de que nosotros o, mejor dicho, yo (porque ésta es mi especialidad) tenga la oportunidad de chafarle la guitarra.

—¿Cómo piensas conseguir tal cosa?

—No tengo ni la más remota idea. Ya saldrá algo.

—Y tú esperas que yo esté de tu lado.

—¿Por qué no? ¿Alguna otra sugerencia?

Ella frunció los labios con obstinación.

—¿Por qué tendría que hacer lo que tú digas?

Bond suspiró.

—No es el momento de reivindicaciones feministas. O eso o te matan después del desayuno. Tú decides.

La boca se curvó hacia abajo con repugnancia. Se encogió de hombros y dijo, descortés:

—Oh, bueno, de acuerdo. —De repente, sus ojos llamearon—. Pero no se te ocurra tocarme, nunca, o te mataré.

Se oyó el clic de la puerta de la habitación de Bond. Éste miró con dulzura a Tilly Masterton.

—El reto tiene su atractivo; pero no te preocupes, no voy a aceptarlo. —Dio media vuelta y salió tranquilamente de la habitación.

Uno de los coreanos pasó por su lado llevando el desayuno de la joven. En su habitación, otro coreano había dejado una mesa de mecanógrafa, una silla y una máquina de escribir Remington portátil. Las dispuso en el rincón opuesto a la cama. Chapuzas estaba en el umbral de la puerta tendiéndole una hoja de papel. Bond se le acercó y la cogió.

Era una hoja de memorándum. La letra, escrita con bolígrafo, era pulcra, cuidada, legible e impersonal. Decía: Preparar diez copias de este orden del día.

Reunión bajo la Presidencia del Sr. Gold

 

Secretarios:

J. Bond

Srta. Tilly Masterton

 

 

Asistentes:

Helmut M. Springer: La Banda Púrpura. (Detroit).

Jed Midnight: Sindicato de la Sombra. (Miami y La Habana).

Billy (Sonrisas). Ring: La Máquina. (Chicago).

Jack Strap: La Pandilla de las Lentejuelas. (Las Vegas).

Sr. Solo: Unione Siciliana.

Srta. Pussy Galore: Las Mezcladoras de Cemento. (Harlem, Nueva York).

 

 

Orden del día:

 

Proyecto con el nombre clave de OPERACIÓN GRAN SLAM.

 

(Refrescos).

Al pie Goldfinger había escrito: Le recogerán a usted y a la Srta. Masterton a las 2:20 horas. Vayan ambos preparados para tomar notas. Traje de etiqueta, por favor.

Bond sonrió. Los coreanos abandonaron la habitación. Él se sentó a la mesita, metió el papel carbón entre varios folios y comenzó a escribir a máquina. Al menos demostraría a la chica que estaba dispuesto a hacer su parte. ¡Cielos, menuda tripulación! Hasta la Mafia había acudido. ¿Cómo les había persuadido Goldfinger para que acudieran? Y ¿quién demonios era aquella señorita Pussy Galore?

Bond tuvo listas las copias a las dos. Fue a la habitación de Tilly y se las dio, junto con un cuaderno de taquigrafía y lápices. También le leyó la nota de Goldfinger.

—Es mejor que se meta esos nombres en la cabeza —le dijo—. Seguramente no será muy difícil identificarles. Si tenemos dudas, podemos preguntar. Voy a ponerme mi traje de etiqueta. —Le sonrió—. Quedan veinte minutos.

Ella asintió.

Mientras andaba por el pasillo detrás de Chapuzas, Bond oyó los sonidos del río: el chapoteo del agua contra los pilotes bajo el almacén, el largo y lúgubre toque de sirena de un transbordador despejando su ruta, el lejano ruido sordo de los motores diesel. En algún lugar bajo sus pies un camión arrancó, aceleró y se alejó gruñendo, probablemente hacia la autovía del West Side. Debían estar en la planta superior de un largo edificio de dos. La pintura gris del pasillo olía a reciente. No había puertas laterales. La luz procedía de globos en el techo. Llegaron al final del pasillo. Chapuzas llamó a la puerta. Se oyó el ruido producido por una llave Yale girando en la cerradura y el de dos juegos de cerrojos descorriéndose. La puerta se abrió y pasaron a una gran sala brillantemente iluminada por el sol.

La sala se encontraba al final del almacén y un amplio ventanal, que ocupaba casi toda la pared frontal, enmarcaba el río y la distante confusión parda de Jersey City. La sala había sido preparada para la conferencia. Goldfinger se sentaba de espaldas a la ventana ante una gran mesa circular con un tapete verde, jarras llenas de agua, blocs de notas amarillos y lápices. Había nueve cómodos sillones, y sobre seis de los blocs, unos paquetes blancos rectangulares sellados con cera roja. A la derecha, contra la pared, había una larga mesa de bufet resplandeciente de plata y cristal tallado. Las botellas de champán estaban en cubiteras de plata y había una hilera de otras botellas. Entre los diversos alimentos, Bond distinguió dos latas de dos kilos de caviar Beluga y varias terrinas de foie-gras. En la pared opuesta al bufet colgaba una pizarra sobre una mesa en la cual había papeles y una gran caja de cartón cuadrangular.

Goldfinger les observó acercarse por la espesa alfombra color burdeos. Hizo un gesto señalando el sillón de su izquierda para Tilly Masterton y el de su derecha para Bond. Tomaron asiento.

—¿El orden del día? —Goldfinger cogió las copias, leyó el encabezamiento de una de ellas y las devolvió a la joven. Hizo un gesto circular con la mano y ella se levantó y distribuyó las copias por la mesa. Luego él metió la mano debajo de la mesa y pulsó un timbre oculto. La puerta del fondo de la sala se abrió y uno de los coreanos entró y se quedó esperando—. ¿Está todo listo? —El coreano asintió—. Ya sabéis que nadie puede entrar en esta sala excepto las personas que aparecen en la lista. Bien. Alguno de ellos, quizás todos, traiga un acompañante. Los acompañantes se quedarán en la antesala. Ocúpate de que tengan todo lo que deseen. Allí hay cartas y dados. Chapuzas. —Goldfinger miró al coreano, que se había quedado detrás del sillón de Bond—. Vete a tu puesto. ¿Cuál es la señal? —Chapuzas levantó dos dedos—. De acuerdo, dos timbrazos. Puedes irte. Ocúpate de que todo el personal lleve a cabo su labor a la perfección.

—¿Con cuánto personal cuenta? —preguntó Bond con indiferencia.

—Veinte. Diez coreanos y diez alemanes. Son hombres excelentes, escogidos uno por uno. En este edificio suceden cosas muy importantes. Es como bajo cubierta en un buque de guerra. —Goldfinger puso las manos planas sobre la mesa, delante de él—. Y ahora, con respecto a sus tareas. Señorita Masterton, usted tomará nota de cualquier cuestión práctica que surja, lo que a veces es probable que exija una acción de mi parte. No se moleste en la discusión y la charla, ¿entendido?

Bond se alegró de ver que Tilly Masterton tenía ahora un aspecto inteligente y serio. Ella asintió enérgicamente.

—Desde luego.

—En cuanto a usted, señor Bond, me interesan las reacciones que le produzcan los asistentes. Sé muchas cosas de todas esas personas. En sus territorios, son los jefes supremos. Están aquí sólo porque los he sobornado para que vinieran. No saben nada de mí y tengo que convencerles de que sé de qué hablo y que los conduciré al éxito. La codicia hará el resto. Pero puede haber uno (o más) que quiera retirarse. Probablemente me lo harán saber. Ya he tomado medidas especiales para esos casos. Pero pueden surgir casos dudosos.

»Durante la discusión, haga garabatos con el lápiz en este orden del día. Con naturalidad, vaya poniendo un más o un menos junto a cada nombre según considere a cada uno en favor o en contra del proyecto. Tiene que hacer que yo vea el signo que les pone. Su opinión puede ser de utilidad. Y no olvide, señor Bond, que si hay un traidor entre ellos o un reticente, podríamos estar rápidamente muertos o en la cárcel de por vida.

—¿Quién es esa Pussy Galore de Harlem?

—La única mujer al frente de una banda en Norteamérica. Necesitaré algunas mujeres para esta operación. Es por completo de fiar. Era trapecista. Tenía una compañía llamada «Pussy Galore y sus Gatas». —Goldfinger no sonrió—. Cuando la compañía no triunfó, ella las entrenó como ladronas, ladronas de balcón. El grupo se convirtió en una banda de extraordinaria crueldad. Es una organización lesbiana que ahora se llama a sí misma «Las Mezcladoras de Cemento». Incluso las grandes bandas norteamericanas las respetan. Es una mujer notable.

Un timbre emitió un débil sonido bajo la mesa. Goldfinger se irguió. La puerta del fondo de la sala se abrió de golpe y entraron cinco hombres. Goldfinger se levantó de su sillón y los saludó con una inclinación de cabeza. Dijo:

—Me llamo Gold —se presentó—. Hagan el favor de sentarse.

Se produjo un ligero murmullo. En silencio, los cinco hombres se reunieron en torno a la mesa, separaron los sillones y se sentaron. Cinco pares de ojos miraron con fría y cautelosa expectación a Goldfinger. Éste se sentó.

—Caballeros —dijo con voz pausada—, en el paquete que tienen cada uno de ustedes encontrarán un lingote de oro de veinticuatro quilates valorado en quince mil dólares. Les agradezco la cortesía de su asistencia. El orden del día se explica por sí solo. Quizás, mientras esperamos a la señorita Galore, podríamos repasar sus nombres para información de mis secretarios, el señor Bond y la señorita Masterton, aquí presentes. No se tomarán notas de esta reunión, excepto de las acciones que ustedes quieran que se lleven a cabo, y les puedo asegurar que no hay micrófonos. Así pues, señor Bond, a su derecha está el señor Jed Midnight, del «Sindicato de la Sombra», que opera en Miami y La Habana.

Midnight era un hombre grande y de aspecto vividor, de rostro jovial, pero con una mirada lenta y cautelosa. Vestía un traje tropical azul claro y una camisa de seda blanca adornada con palmeras verdes. El complicado reloj de oro que llevaba en la muñeca debía de pesar un cuarto de kilo.

—Qué hay —saludó a Bond con una sonrisa tirante.

—Luego tenemos al señor Billy Ring, que controla la famosa «Máquina» de Chicago.

Bond pensó que nunca había visto a nadie que mereciera menos el nombre de «Billy». Era un rostro de pesadilla, y como él lo sabía, mientras se volvía hacia Bond, observaba la reacción de éste. Era el pálido rostro de un niño en forma de pera, de piel blanda y un tejado de cabello color pajizo, pero los ojos, que debían haber sido azul claro, eran de color marrón tostado. El blanco de los ojos se veía alrededor del iris dando a su dura y pensativa mirada fija una cualidad hipnótica, no suavizada por un tic en el párpado derecho que le hacía guiñar el ojo con el ritmo de los latidos del corazón. En algún momento en los comienzos de la carrera del señor Ring, alguien le había cortado el labio inferior —tal vez había hablado demasiado—, y eso le confería una falsa sonrisa permanente, como la mueca de una calabaza de Halloween. Tendría unos cuarenta años. Bond lo evaluó como un asesino despiadado.

Esbozó una alegre sonrisa dirigida a la dura mirada fija del ojo izquierdo del señor Ring y miró al siguiente hombre, que Goldfinger le presentó como el señor Helmut Springer, de la «Banda Púrpura de Detroit».

Springer tenía la mirada vidriosa de quien está o muy forrado o muy muerto. Los ojos eran canicas opacas azul claro que inspeccionaron brevemente a Bond y volvieron a dirigirse hacia adentro en una introversión total. El resto del señor Springer era «distinguido»: traje a rayas llevado con naturalidad, camisa de Hathaway y loción Aqua Velva. Daba la impresión de ser alguien fuera de lugar, como el que lleva un billete de primera clase en un compartimiento de tercera, un hombre con butaca de platea, que por error ha sido colocado en el gallinero.

El señor Midnight se puso la mano delante de la boca y dijo en voz baja, sólo para Bond:

—No se deje engañar por el Duque. Mi amigo Helmut fue quien introdujo la camisa de piqué en el hampa. Su hija estudia en Vassar, pero es el dinero a cambio de «protección» el que paga sus bastones de hockey. —Bond le dio las gracias con la cabeza.

—Y el señor Solo, de «Unione Siciliana».

El señor Solo tenía un rostro pesado y oscuro, melancólico por la conciencia de muchas culpas y muchos pecados. Sus gruesas gafas de concha lanzaron un breve reflejo en dirección a Bond, y luego se inclinó de nuevo para seguir con su ocupación de limpiarse las uñas con una navaja de bolsillo. Era un hombre grande y fornido, medio boxeador, medio maître de restaurante, y resultaba imposible saber qué pasaba por su cabeza o dónde residía su fuerza. Pero sólo hay un jefe de la Mafia en Norteamérica, y si el señor Solo ocupaba aquel puesto, pensó Bond, se lo habría ganado por la fuerza y el terror. Y era el ejercicio de ambos lo que lo mantenía ahí.

—¿Qué hay?

El señor Jack Strap, de la «Pandilla de las Lentejuelas», tenía el encanto artificial de un presentador de casino de Las Vegas, pero Bond supuso que había sido el heredero de los llorados y desaparecidos hermanos Spang gracias a otras cualidades. Era un hombre expansivo, vestido de manera llamativa, de unos cincuenta años. Estaba terminando un puro. Se lo fumaba casi como si se lo comiera, masticándolo con hambre. De vez en cuando volvía la cabeza a un lado y escupía discretamente un fragmento del mismo en la alfombra detrás suyo. Tras esta forma compulsiva de fumar debía esconderse una gran tensión. El señor Strap tenía rápidos ojos de prestidigitador. Parecía saber que sus ojos asustaban a la gente porque en ese momento, no queriendo asustar a Bond, les confería amabilidad frunciéndolos en los bordes.

Se abrió la puerta del fondo de la sala. Una mujer con un traje negro de corte masculino y una alta pechera de encaje color café estaba en el umbral. Cruzó lenta y desenfadadamente la sala y se quedó detrás del sillón vacío. Goldfinger se había levantado. Ella lo examinó cuidadosamente y luego paseó la mirada alrededor de la mesa. Pronunció un aburrido «hola» colectivo y se sentó.

—Hola, Pussy —la saludó Strap, y los demás, salvo el señor Springer, que se limitó a inclinar la cabeza, emitieron discretos sonidos de saludo.

—Buenas tardes, señorita Galore —dijo Goldfinger—. Justamente terminábamos con las formalidades de las presentaciones. El orden del día está delante de usted, junto con el lingote de oro de quince mil dólares que les he pedido que acepten para compensarles los gastos y molestias por asistir a esta reunión.

La señorita Galore cogió su paquete y lo abrió. Después de sopesar en su mano el reluciente ladrillo amarillo, dirigió una mirada directa y suspicaz a Goldfinger.

—¿Es todo de lo mismo?

—Todo.

Ella le sostuvo la mirada.

—Discúlpeme por preguntárselo —dijo con el tono seco de una compradora difícil en una tienda.

A Bond le gustó su aspecto. Notaba el desafío sexual que todas las lesbianas hermosas provocan en los hombres. Le divertía su actitud inflexible, que decía a Goldfinger y a la sala: «Todos los hombres sois unos hijos de puta y unos tramposos. No intentéis ningún truco masculino conmigo, no me interesan. Soy de una clase distinta». Bond calculó que tendría unos treinta y pocos años. Tenía una palidez atractiva que recordaba a Rupert Brooke[29], pómulos altos, una mandíbula bellamente dibujada, y los únicos ojos violeta que Bond había visto nunca. Eran del auténtico violeta oscuro de una flor de pensamiento y miraban con franqueza al mundo desde debajo de unas rectas pestañas negras. Sus cabellos, tan negros como los de Tilly Masterton, estaban cortados desordenadamente a la garçon. La boca era una firme cuchillada de bermellón oscuro. Bond hubo de reconocer que era una mujer espléndida y lo mismo, según se percató, pensó Tilly Masterton, que miraba a la señorita Galore con ojos embelesados y labios anhelantes. Bond decidió que ya estaba todo aclarado con respecto a Tilly Masterton.

—Ahora tengo que presentarme yo —dijo Goldfinger—. No me llamo Gold. Éstas son mis credenciales. Por medio de operaciones diversas, la mayoría ilegales, he acumulado una gran suma de dinero en veinte años. En la actualidad, dicha suma es de sesenta millones de dólares. —En la mesa se produjo un murmullo respetuoso—. Mis operaciones, en su mayor parte, se han limitado a Europa, pero quizás les interese saber que fundé y posteriormente me deshice de los «Distribuidores de la Amapola Dorada» que operaba en Hong-Kong. —El señor Jack Strap silbó suavemente—. La agencia de viajes «Aterrizaje Feliz», que tal vez alguno de ustedes haya utilizado en una emergencia, fue organizada y poseída por mí hasta que la disolví.

Helmut Springer se encajó un monóculo sin aro en uno de sus ojos vidriosos para examinar a Goldfinger más de cerca.

—Menciono estos pequeños negocios para mostrarles que, aunque es posible que ustedes no me conozcan, en el pasado he actuado en muchas ocasiones, creo, en beneficio de todos ustedes.

—¡Bueno, lo que hay que saber! —murmuró Jed Midnight con algo parecido al respeto en su voz.

—Así, señores… y…, esto, señora, es cómo les conocí y por qué he invitado aquí esta noche a lo que sé por propia experiencia que es la aristocracia, si me permiten la expresión, del crimen en América.

Bond estaba impresionado. En apenas tres minutos, Goldfinger había puesto la reunión de su lado. Ahora todo el mundo lo miraba con profunda atención. Hasta los ojos de Pussy Galore estaban arrebatados. Bond no sabía nada de los «Distribuidores de la Amapola Dorada» o de la agencia «Aterrizaje Feliz», pero debían haber funcionado como relojes a juzgar por las expresiones de sus antiguos clientes. Ahora todo el mundo estaba pendiente de las palabras de Goldfinger como si éste fuera Einstein.

El rostro de Goldfinger no mostró emoción alguna. Hizo un gesto con la mano derecha como quitando importancia al asunto.

—He mencionado dos de mis proyectos que tuvieron éxito. Eran pequeños. Ha habido muchos otros de mayor calibre. Ninguno de ellos ha fracasado y, por lo que yo sé, mi nombre no está en los archivos policiales de ningún país. Digo esto para demostrarles que conozco a fondo mi (su) profesión. Y ahora, señores y señora, les propongo que se asocien conmigo en una empresa que, con toda seguridad, dentro de una semana pondrá en cada una de sus tesorerías la suma de un billón de dólares. —Goldfinger levantó la mano—. En Europa y en América tenemos distintos puntos de vista del significado de la expresión matemática «un billón». He empleado la palabra en el sentido de mil millones. ¿Me explico?

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