Goldfinger

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Tercera parte: Acción hostil » Capítulo 20 - Viaje al holocausto

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CAPÍTULO 20

Viaje al holocausto

—Señor, nos llaman de Control Aéreo. Quieren saber quiénes somos. Dicen que estamos en espacio aéreo restringido.

Goldfinger se levantó de su asiento y fue a la cabina del piloto. Bond le vio coger el micrófono de mano. Su voz le llegó con claridad por encima del apagado zumbido del Beechcraft Executive de diez plazas.

—Buenos días. Habla el señor Gold, de Paramount Pictures Corporation. Estamos llevando a cabo un reconocimiento autorizado del territorio para una próxima superproducción de la famosa incursión de los Confederados en 1861, que acabó con la captura del general Sherman en Muldraugh Hill. Sí, eso es. Cary Grant y Elizabeth Taylor son los protagonistas. ¿Cómo dice? ¿Autorización? Por supuesto que tenemos autorización. Déjeme ver un momento —Goldfinger no consultó nada—. Sí, aquí está. Firmada por el jefe de Servicios Especiales del Pentágono. Claro, por supuesto, el comandante del Centro Acorazado debe de tener una copia. De acuerdo y gracias. Espero que le guste la película. Hasta luego.

Goldfinger borró la expresión jovial de su rostro, devolvió el micrófono y abandonó la cabina. Permaneció en pie, apuntalándose, mirando a sus pasajeros.

—Bien, señores y señora, ¿creen que ya han visto bastante? Supongo que me darán la razón en que está todo muy claro y que lo de ahí abajo coincide con sus copias del plano de la ciudad. No quisiera descender a menos de los dos mil metros. Quizás podríamos dar una última vuelta y marcharnos. Chapuzas, saca los refrescos.

Se produjo un murmullo de comentarios y preguntas que Goldfinger atendió uno a uno. El coreano se levantó del lado de Bond y fue a la parte trasera. Bond fue tras él y, bajo su mirada dura y suspicaz, entró en el pequeño lavabo, cerró la puerta y se sentó con calma.

No había tenido oportunidad alguna en el viaje a La Guardia. Se acomodó con Chapuzas en el asiento posterior de un discreto Buick. Las portezuelas habían sido cerradas desde fuera por el conductor y las ventanillas también estaban bien ajustadas. Goldfinger viajó delante, con un panel de separación detrás. Chapuzas se sentó un poco ladeado, con sus manos provistas de crestas córneas sobre los muslos como pesadas herramientas. No apartó los ojos de Bond hasta que el coche rodeó el límite de los hangares particulares y llegó junto al avión privado. Flanqueado por Goldfinger y Chapuzas, Bond no tuvo más alternativa que subir al avión y sentarse, con Chapuzas a su lado. Diez minutos más tarde llegaron los demás. No hubo comunicación con ellos, salvo un intercambio de secos saludos. Habían cambiado: no hacían observaciones agudas ni charlaban sin necesidad. Eran hombres en pie de guerra. Incluso Pussy Galore, con un impermeable de dacrón negro y un cinturón de cuero también negro, parecía un joven guardia de las SS. Una o dos veces se volvió en el avión y miró a Bond bastante pensativa, pero no respondió a su sonrisa. Quizás simplemente no entendía dónde encajaba Bond, quién era.

Cuando volviesen a La Guardia, seguirían la misma rutina. Era en ese momento o nunca. Pero ¿dónde? ¿Entre las hojas de papel higiénico? Pero podrían ser manipuladas demasiado pronto, o no tocadas durante semanas. ¿Vaciarían el cenicero? Tal vez no. Pero había algo que seguro que sí moverían.

La manija de la puerta traqueteó. Chapuzas se impacientaba. Quizás Bond estaba pegando fuego al avión.

—Ya va, mono —dijo Bond—. Se puso de pie y levantó el asiento. Se arrancó el paquetito de la parte interior del muslo y lo pegó en el borde del asiento debajo de la parte delantera. Tendrían que levantar el asiento para poder aplicar los productos de limpieza, y eso lo harían tan pronto como el avión volviera al hangar. Las palabras 5000 $ DE RECOMPENSA le miraban intensamente. Ni la limpiadora más apresurada dejaría de verlo, siempre y cuando no se le adelantara alguien. Pero Bond no creía que ninguno de los pasajeros levantara el asiento. El pequeño cubículo era demasiado estrecho para estar cómodo. Bajó con cuidado el asiento, hizo correr un poco de agua en el lavabo, se lavó la cara, se atusó un poco y salió.

El coreano lo esperaba con cara de pocos amigos. Empujó a Bond a un lado, miró por todo el lavabo y salió de nuevo, cerrando la puerta. Bond volvió a su asiento. Ahora el mensaje de SOS estaba en la botella y la botella había sido confiada a las olas. ¿Quién lo encontraría? ¿Cuánto tardarían en hacerlo?

Todos, hasta el piloto y el copiloto, fueron al maldito lavabo antes de aterrizar. Cada vez que uno de ellos salía, Bond esperaba sentir la fría boca del cañón de una pistola en su cuello, las ásperas palabras de sospecha, el crujido del papel al ser desenrollado. Pero finalmente estuvieron de nuevo en el Buick, cruzando a toda velocidad Triborough y las afueras de Manhattan, para luego seguir el río por la avenida, hasta cruzar las bien guardadas puertas del almacén, y de nuevo al trabajo.

Ahora se trataba de una carrera, una carrera entre la calmada, parsimoniosa y eficiente máquina de Goldfinger y el diminuto reguero de pólvora que Bond había encendido. ¿Qué estaría sucediendo afuera? A cada hora de los tres días siguientes, la imaginación de Bond se representaba lo que podría estar ocurriendo: Leiter hablando con su superior, la conferencia, el rápido vuelo a Washington, el FBI y Hoover[31], el Ejército, el presidente. Leiter insistiendo en respetar las condiciones de Bond de que no se hiciese ningún movimiento sospechoso, que no se iniciara ninguna investigación, que nadie se moviera ni un centímetro, salvo acordar algún plan rector que se ejecutaría el mismo día para meter a toda la pandilla en el saco, de manera que ninguno de ellos escapara. ¿Aceptarían las condiciones de Bond o no querrían correr ese riesgo? ¿Habrían hablado a través del Atlántico con M? ¿Habría insistido M en que Bond debía ser sacado de allí de algún modo? No, M lo entendería. Estaría de acuerdo en que había que prescindir de la vida de Bond. En que nada debía poner en peligro la gran limpieza. Desde luego, tendrían que coger a los dos «japoneses» y, de alguna manera, sacarles el mensaje cifrado que Goldfinger estaría esperando para el día «D −1».

¿Era así como estaría sucediendo o sólo habría confusión? Leiter ausente en otra misión. «¿Quién es ese 007? ¿Qué representa? Algún chiflado. Eh, Smith, comprueba esto, ¿quieres? Vete al almacén y echa un vistazo. Lo siento, señor, no hay cinco de los grandes para usted. Aquí tiene, para un taxi hasta La Guardia. Me temo que le han engañado».

¿O si, aún peor, no había ocurrido nada de todo eso? ¿Y si el avión seguía aún en un rincón del aeropuerto, desatendido?

Día y noche, el tormento de esos pensamientos pasaba por la cabeza de Bond mientras se despachaba el trabajo, las horas transcurrían y la mortífera máquina seguía zumbando tranquilamente. Con un torbellino de febril actividad final el día «D −1» llegó. Luego, por la noche, la nota de Goldfinger:

Primera fase de la operación cumplida. Tomar el tren a medianoche, como está planeado. Llevar copias de todos los planos, programas y órdenes de operaciones.

G.

En formación cerrada, con Bond y Tilly Masterton —él con bata de cirujano blanca, ella vestida de enfermera— inmovilizados en el centro, el contingente de Goldfinger atravesó rápidamente el vestíbulo casi vacío de la estación Pennsylvania hasta el tren especial que aguardaba. Todos, incluido Goldfinger, vestían las ropas blancas convencionales y los brazaletes de un destacamento médico de campaña y el débilmente iluminado andén estaba atestado con las fantasmagóricas figuras de los miembros de las bandas de gangsters que esperaban. El silencio y la tensión encajaban con los de un destacamento de emergencia acudiendo a toda prisa al escenario de un desastre, y las camillas y trajes protectores que se cargaban en los departamentos añadían dramatismo a la escena. El jefe de estación estaba hablando tranquilamente con Midnight, Strap, Solo y Ring en forma de jefes médicos. Cerca estaba Pussy Galore con una docena de enfermeras de rostro pálido que esperaban con la mirada baja, como si estuviesen junto a una tumba abierta. Sin maquillaje y con los exóticos peinados remetidos en los gorros azul oscuro de la Cruz Roja, se habían entrenado bien. Estaban efectuando una excelente representación: obedientes, compasivas, con una gran dedicación al alivio de los sufrimientos humanos.

Cuando el jefe de estación vio a Goldfinger y a su grupo acercándose, se apresuró.

—¿Doctor Gold? —preguntó con expresión preocupada—. Me temo que las noticias que llegan no son muy buenas. Supongo que esta noche saldrá en los periódicos. Todos los trenes están retenidos en Louisville y no tenemos respuesta de la estación de Fort Knox. Pero los llevaremos allí. ¡Dios Todopoderoso, doctor! ¿Qué está sucediendo? La gente que viene de Louisville habla de que los rusos han esparcido algo desde el aire. Por supuesto, yo no me creo esa clase de rumores, pero ¿de qué se trata? —El jefe de estación miró intensamente a Goldfinger—. ¿Alimentos envenenados?

La expresión de Goldfinger fue solemne.

—Amigo, eso es lo que tenemos que descubrir —dijo con voz amable—. Por eso vamos allá a toda prisa. Si quiere que haga una conjetura, pero le advierto que no es más que una conjetura, yo creo que nos encontramos ante una forma de la enfermedad del sueño; tripanosomiasis la denominamos.

—¿Usted cree? —El jefe de estación estaba impresionado por el nombre de la enfermedad—. Bueno, créame, doctor, todos nos sentimos muy orgullosos de usted y de sus muchachos de las Fuerzas de Emergencia. —Tendió la mano a Goldfinger y éste se la estrechó—. Mucha suerte, doc y ahora, si sus hombres y enfermeras suben al tren, haré que salga a toda velocidad.

—Gracias, señor. Mis colegas y yo no olvidaremos su ayuda. —Goldfinger hizo una breve reverencia. Su contingente se puso en marcha.

—¡Pasajeros al tren!

Bond se encontró en un coche-cama con Tilly Masterton al otro lado del pasillo y los coreanos y alemanes a su alrededor. Goldfinger estaba en la parte delantera del vagón hablando alegremente con sus sátrapas. Pussy Galore paseaba. Ignoró el rostro vuelto hacia arriba de Tilly Masterton, pero lanzó hacia Bond su habitual mirada escrutadora. Se oyeron los golpes de las puertas al cerrarse. Pussy Galore se detuvo y puso un brazo en el respaldo del asiento delante de Bond y lo miró.

—Hola, guapo. Tiempo sin verte. Tu tío parece que no te deja ir mucho sin correa.

—Hola, belleza —dijo Bond—. Este vestido te cae de maravilla. Me siento algo débil. ¿Por qué no me cuidas un poco?

Los ojos violeta oscuro lo examinaron atentamente.

—¿Sabes, señor Bond? Tengo la impresión de que hay algo falso en ti. Mi instinto me lo dice. ¿Qué estáis haciendo exactamente tú —echó la cabeza hacia atrás de una sacudida— y esa muñeca en este tinglado?

—Todo el trabajo.

El tren empezó a moverse. Pussy Galore se enderezó.

—Quizá sí. Pero si alguna cosilla va mal en este follón, apuesto a que el Guapo sabrá por qué. ¿Me sigues?

No esperó la respuesta de Bond, sino que siguió hacia delante y se sumó a la reunión de jefes de estado mayor.

Fue una noche confusa y agitada. Debían guardar las apariencias ante los ojos curiosos y benévolos de los revisores. Las conferencias de última hora en uno u otro extremo del tren tenían que revestir la apariencia de serios cónclaves médicos: nada de fumar puros, blasfemar o escupir. Los celos y rivalidades entre las bandas debían mantenerse bajo un control rígido. La fría suficiencia de la Mafia, en especial en relación con Jack Strap y su blanda pandilla de vividores del Oeste, habría desembocado en un tiroteo si los jefes no hubiesen estado preparados para detectar los asuntos y en alerta constante para evitarlos. Todos esos pequeños problemas psicológicos habían sido previstos por Goldfinger, que había tomado sus medidas.

Las mujeres de las «Mezcladoras de Cemento» viajaban aparte, no había bebida y los jefes de banda mantuvieron a sus hombres ocupados con instrucciones adicionales, ejercicios simulados con planos y largas discusiones sobre sus planes de huida con el oro. Había un disimulado espionaje de los planes de los demás, y Goldfinger era llamado a menudo para juzgar a quién debían corresponder tal ruta a la frontera mexicana, al desierto o Canadá. Bond encontraba sorprendente que se pudiese mantener tan tranquilo a un centenar de los peores maleantes de Norteamérica, con los nervios a flor de piel por la excitación y la codicia. Era Goldfinger el que había conseguido aquel milagro. Además de su sosegada y peligrosa apariencia, la minuciosidad de la planificación y la confianza que traslucía calmaba la batalla de nervios y creaba una especie de espíritu de equipo entre las bandas rivales.

Cuando el galope de acero del tren alcanzó las llanuras de Pennsylvania, los pasajeros fueron cayendo en una modorra inquieta y sobresaltada. Pero no Goldfinger, ni Chapuzas. Permanecieron despiertos y vigilantes, y pronto Bond abandonó cualquier idea que pudiera tener de utilizar uno de sus cuchillos ocultos contra el coreano y hacer una tentativa de escapar cuando el tren pasase por una estación o en una curva.

Bond dormitó a intervalos, considerando, imaginando, sopesando las palabras del jefe de estación. Con toda seguridad, éste las consideraba ciertas, sabía que en Fort Knox había una emergencia. ¿Eran sus noticias de Louisville ciertas o formaban parte del gigantesco plan de cobertura que se necesitaría para meter en el saco a todos los miembros de la conspiración? Si se trataba de un plan de cobertura, ¿con qué meticulosidad habría sido preparado? ¿Metería alguien la pata? ¿Se produciría alguna horrible chapuza que pondría sobre aviso a Goldfinger a tiempo? Y si las noticias eran auténticas, si el veneno había tenido éxito, ¿qué quedaba que él pudiera hacer?

Bond había tomado una decisión sobre un punto. De alguna forma, en la confusión de la Hora H, se acercaría a Goldfinger y le cortaría el cuello con uno de sus cuchillos ocultos. ¿Qué conseguiría con ello, aparte de ser un acto de venganza personal? ¿Aceptaría la gente de Goldfinger las órdenes de otro hombre para armar la ojiva y dispararla? ¿Quién sería lo bastante fuerte y frío como para tomar el relevo? ¿El señor Solo? Quizás sí. La operación quizás tendría éxito sólo a medias, se largarían con gran cantidad de oro, pero los hombres de Goldfinger estarían perdidos sin él para guiarlos. Y mientras tanto, fuese lo que fuese lo que Bond pudiera hacer luego, tenían ya sesenta mil personas muertas. ¿Había podido hacer algo para evitarlo? ¿Había tenido alguna posibilidad de matar a Goldfinger? ¿Hubiera servido de algo hacer una escena en la estación de Pennsylvania? Bond se quedó mirando su reflejo en el cristal de la ventanilla, oyó el agradable tintineo de los timbres en los pasos a nivel y el aullido del silbato de la locomotora abriéndose paso, mientras se destrozaba los nervios con dudas, preguntas y reproches.

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