Goldfinger

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Tercera parte: Acción hostil » Capítulo 22 - El último ardid

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CAPÍTULO 22

El último ardid

Habían pasado dos días. Félix Leiter serpenteaba ágilmente con el Studillac negro por entre el perezoso tráfico del puente de Triborough. Sobraba tiempo para tomar el avión de Bond, el Monarch vespertino de la BOAC a Londres, pero Leiter disfrutaba haciendo tambalear la pobre opinión que Bond tenía de los coches americanos. El garfio de acero que le hacía de mano derecha puso la segunda y el bajo coche negro saltó a un estrecho pasillo entre un gigantesco camión congelador y el culo de un Oldsmobile cuya ventanilla trasera estaba casi tapada por adhesivos turísticos.

El cuerpo de Bond fue lanzado violentamente atrás por el tirón de los 300 caballos y la boca se le cerró de golpe. Cuando la maniobra quedó ultimada, un airado toque de claxon se hubo desvanecido tras ellos.

—Ya es hora de que dejes los coches de niños —dijo tranquilamente Bond— y te compres uno de verdad. Tienes que empezar a ir deprisa. Eso de ir pedaleando envejece. Un día de éstos dejarás de moverte del todo, y cuando uno deja de moverse es cuando empieza a morir.

Leiter se echó a reír.

—¿Ves aquel semáforo en verde de allí delante? —preguntó—. Te apuesto a que soy capaz de llegar antes de que se ponga rojo. —El coche saltó hacia delante como si le hubiesen dado una patada. Hubo una breve laguna en la vida de Bond: la impresión de volar como una becada y la de un muro de acero de coches que de alguna manera se separaban delante del latigazo del claxon triple de Leiter; un centenar de metros en que el velocímetro llegó a marcar ciento cuarenta y cinco. Después se encontró con que habían pasado el semáforo y circulaban elegantemente por el carril central.

—Si te encuentras un agente de tráfico con malas pulgas —dijo Bond con calma—, ni este carné de Pinkerton que llevas será suficiente. No es tanto por lo lento que eres conduciendo, sino por retener a todos los coches detrás por lo que te multarán. La clase de coche que necesitas es un buen Rolls Royce Silver Ghost viejecito con grandes ventanillas panorámicas para disfrutar de las bellezas de la naturaleza. —Bond hizo un gesto señalando un coche que era un enorme montón de chatarra a su derecha—. Cincuenta como máximo y puede parar, y hasta ir marcha atrás si quieres. Bocina de pera. Encaja con tu estilo pausado. Precisamente supongo que pronto habrá uno en el mercado, el de Goldfinger. Y hablando de eso, ¿qué demonios ha pasado con Goldfinger? ¿Todavía no lo han pillado?

Leiter miró su reloj y se coló en el carril exterior. Redujo la velocidad del coche a sesenta y cinco.

—Para serte sincero —dijo con expresión seria—, todos estamos un poco preocupados. Los periódicos nos aguijonean, o más bien a la gente de Edgar Hoover, sin dejarnos en paz. Primero se enfadan con esas restricciones de seguridad sobre ti. No podíamos decirles que no era culpa nuestra y que alguien de Londres, un viejo inglés llamado M, había insistido en esto. Así que vuelven a la carga. Dicen que nos movemos como caracoles, y esas cosas. Y te aseguro, James —la voz de Leiter era sombría y apenada—, que no tenemos pista alguna.

»Localizaron la locomotora. Goldfinger había fijado los controles a cincuenta por hora y la había dejado circulando por la vía. En algún lugar, él y ese coreano saltaron, y probablemente también la Galore y los cuatro hampones, porque todos ellos han desaparecido. Desde luego, encontramos aquel convoy de camiones esperando en la autovía que va hacia el este, en las afueras de Elizabethville. Pero ningún conductor. Aunque es probable que muy disperso, en algún lugar se esconden Goldfinger y un equipo muy peligroso.

»No subieron al crucero Sverdlovsk en Norfolk. Pusimos vigilantes vestidos de paisano distribuidos por los muelles e informaron que zarpó según lo previsto, sin embarcar ningún extraño. Ni un gato se ha acercado al almacén de East River, y nadie ha sido visto en Idlewild o en las fronteras de México o Canadá. Apuesto a que ese Jed Midnight se los ha llevado de alguna forma a Cuba. Si hubiesen cogido dos o tres camiones del convoy y corrido como locos, podrían haber llegado a Florida, a algún lugar como Daytona Beach, a primera hora del día “D +1”. Y Midnight está endemoniadamente bien organizado por allí. La Guardia Costera y las Fuerzas Aéreas han puesto todos los medios disponibles, pero aún no ha salido nada. Pero podrían haberse escondido durante el día e ido a Cuba durante la noche. Tienen a todo el mundo muy preocupado, y no ayuda el hecho de que el presidente esté echando chispas.

Bond pasó el día anterior en Washington, pisando las mejores y más espesas alfombras rojas. Hubo discursos en la Casa de la Moneda, un gran almuerzo de homenaje en el Pentágono, un incómodo cuarto de hora con el presidente, y el resto del día un enorme trabajo con un equipo de taquígrafos en las oficinas de Edgar Hoover, con un colega de Bond de la estación A presente. Al término de aquello, tuvo un animado cuarto de hora de conversación con M a través del transmisor cifrado de la Embajada. M le contó lo sucedido en el extremo europeo del caso.

Como Bond había esperado, el telegrama de Goldfinger a Universal Export fue tratado como una emergencia. Se registraron las fábricas de Reculver y Coppet y se encontraron pruebas adicionales del contrabando fraudulento de oro. Se avisó al Gobierno indio acerca del avión de Mecca que ya estaba camino de Bombay y aquel extremo de la operación estaba en vías de limpiarse. La Brigada Especial suiza encontró casi de inmediato el coche de Bond y siguió la ruta por la que se habían llevado a éste y a la chica a América, pero allí, en Idlewild, el FBI había perdido el rastro. M parecía complacido por la forma en que Bond había llevado la operación Gran Slam, pero dijo que el Banco de Inglaterra estaba importunándole acerca de los veinte millones de libras esterlinas en oro de Goldfinger. Éste lo había reunido todo en el Paragon Safe Deposit Co., de Nueva York, pero lo había retirado el día «D −1». Él y sus hombres se lo habían llevado en un camión cubierto. El Banco de Inglaterra tenía preparado un Real Decreto para embargar el oro cuando fuera encontrado y entonces habría un proceso para probar que había sido sacado de contrabando de Inglaterra, o como mínimo que era oro originalmente sacado de contrabando y cuyo valor se había incrementado por diversos medios dudosos. Pero ese asunto lo llevaban ahora la Secretaría de Hacienda norteamericana y el FBI y, puesto que M no tenía jurisdicción en Estados Unidos, era mejor que Bond regresara a casa cuanto antes y ayudara a poner las cosas en orden.

Ah, sí —hacia el final de la conversación, la voz de M había sonado hosca—, había habido una amable solicitud al primer ministro para que se permitiera a Bond aceptar la Medalla al Mérito norteamericana. Por supuesto, M había tenido que explicar por medio del primer ministro que el Servicio no quería entrar en ese tipo de cosas, en especial si procedían de países extranjeros, por muy amigos que fueran. Una lástima, pero M sabía que aquello era lo que Bond habría esperado. Conocía las reglas. Bond dijo que sí, desde luego, y que muchas gracias, y que tomaría el siguiente vuelo de regreso.

Ahora, mientras circulaban sin prisas por la autopista Van Wyck, Bond se sintió vagamente insatisfecho. No le gustaba dejar cabos sueltos al final de un caso. No había caído en el saco ninguno de los peces gordos, y él había fracasado en las dos tareas encomendadas, coger a Goldfinger y sus lingotes de oro. La operación Gran Slam sólo fue abortada por un milagro. Pasaron dos días antes de que se ocupasen del Beechcraft, y la limpiadora que encontró la nota había ido a Pinkerton sólo media hora antes de que Leiter partiera hacia la Costa del Golfo para ocuparse de un gran escándalo en las carreras. Pero a partir de ahí, Leiter se movió realmente a toda marcha, con su superior, y luego en el FBI y en el Pentágono. La información del FBI sobre el historial de Bond, junto con el contacto con M a través de la CIA, bastaron para llevar el caso al presidente antes de transcurrida una hora. Después, se trató sólo de urdir el gigantesco farol en el que participaron todos los habitantes de Fort Knox de una u otra forma.

Los dos «japoneses» fueron capturados fácilmente y se confirmó, por parte de los expertos en guerra química, que los dos litros de GB transportados en su equipaje como ginebra habrían bastado para asesinar a toda la población de Fort Knox. Se hizo cantar rápidamente, y a la fuerza, a ambos hombres la versión del telegrama de confirmación a Goldfinger, y se envió dicho telegrama. Luego el Ejército declaró una emergencia. Bloqueos de carreteras, ferrocarriles y del espacio aéreo desviaron todo el tráfico del área de Fort Knox, con excepción de los convoyes de los gangsters, a los cuales no se puso impedimento alguno. El resto fue puro teatro, incluidos la saliva rosa y los gemidos de los bebés, que se incluyeron para añadir bonitos toques de verosimilitud.

Sí, todo había sido muy satisfactorio por lo que respectaba a Washington, pero ¿qué decir del lado inglés? ¿A quién le importaba en Estados Unidos el oro del Banco de Inglaterra? ¿A quién le importaba que hubiesen asesinado a dos chicas inglesas en el curso de aquel asunto? ¿A quién le preocupaba realmente que Goldfinger estuviera todavía en libertad ahora que el oro norteamericano estaba de nuevo a salvo?

Cruzaron la gris planicie de Idlewild, pasando junto a los diez millones de dólares de esqueletos de acero y cemento que algún día serían un aeropuerto adulto, y salieron al grupo provisional de cajas de hormigón que Bond conocía tan bien. Ya les llegaban las educadas voces metálicas. «Pan American World Airways anuncia la salida de su vuelo President PA 100», «Transworld Airways llamando al capitán Murphy. Capitán Murphy, por favor». Y las vocales en forma de pera y la pronunciación aflautada de la BOAC: «BOAC anuncia la llegada de su vuelo BA 491 procedente de Bermudas. Los pasajeros desembarcarán por la puerta número nueve».

Bond cogió su maleta y se despidió de Leiter.

—Bueno, gracias por todo, Félix. Escríbeme todos los días.

Leiter le estrechó con fuerza la mano.

—Eso está hecho, chico. Y tómatelo con calma. Di a aquel viejo cabrito de M que te vuelva a mandar pronto. En la próxima visita nos tomaremos un poco de tiempo fuera del servicio. Ya es hora de que vengas a verme a mi Estado natal. Me gustaría presentarte a mi pozo de petróleo. Bueno, adiós.

Leiter se metió en su coche y aceleró, alejándose del vestíbulo de entrada. Bond levantó la mano. El Studillac hizo un derrapaje en seco en la carretera de acceso. Hubo un destello de respuesta del garfio de acero de Leiter por la ventanilla, y desapareció.

Bond suspiró. Recogió su maleta y entró para dirigirse al mostrador de la BOAC.

A Bond no le molestaban los aeropuertos siempre que estuviera solo. Le quedaba media hora de espera y le apetecía pasear por entre la multitud, tomarse un bourbon con soda en la cafetería y perder un poco de tiempo escogiendo algo para leer en el quiosco. Compró Modern Fundamentals of Golf de Ben Hogan y el último de Raymond Chandler y deambuló hasta la tienda de recuerdos para ver si encontraba algo divertido para su secretaria.

Una voz masculina sonó en el sistema de megafonía de la BOAC. Enunció una larga lista de pasajeros del Monarch a los que se requería en el mostrador. Diez minutos después, Bond estaba pagando uno de los últimos y más caros bolígrafos del mercado, cuando oyó su propio nombre. «Se ruega al señor James Bond, pasajero del vuelo Monarch n.º 510 de BOAC a Gander y Londres, que se presente en el mostrador de la BOAC. Señor James Bond, por favor». Evidentemente se trataba de aquel infernal formulario de impuestos para decir cuánto había ganado durante su estancia en Estados Unidos. Por principio, Bond nunca iba a la oficina de Ingresos Internos de Nueva York para obtener la acreditación, y sólo una vez tuvo que discutir al respecto en Idlewild. Salió de la tienda y fue hasta el mostrador de la BOAC.

—¿Podría ver su certificado sanitario, por favor, señor Bond? —dijo, cortés, el empleado.

Bond extrajo el documento de su pasaporte y lo entregó.

El hombre lo examinó cuidadosamente.

—Lo siento mucho, señor —dijo—, pero ha habido un caso de tifus en Gander e insisten en que todos los pasajeros en tránsito que no se hayan vacunado en los últimos seis meses deben hacerlo. Resulta muy molesto, señor, pero Gander es muy meticuloso con estas cosas. Es una pena que no hayamos podido hacer un vuelo directo, pero hay un fuerte viento en contra.

Bond odiaba las vacunas.

—Mire —dijo con irritación—, estoy lleno de pinchazos de uno u otro tipo. ¡Me los han dado durante veinte años por una condenada razón u otra! —Miró a su alrededor. Al ver la zona próxima a la puerta de embarque de la BOAC curiosamente desierta, preguntó—: ¿Qué sucede con los demás pasajeros? ¿Dónde están?

—Todos han accedido, señor. Les están poniendo la vacuna. No tardará ni un minuto, señor, si tiene la bondad de pasar por aquí.

—Oh, bueno, está bien. —Bond se encogió de hombros con impaciencia. Siguió al hombre detrás del mostrador por una puerta, a la oficina del director delegado de la BOAC. Había el acostumbrado médico con bata blanca y una mascarilla en la cara, con la jeringuilla a punto.

—¿Es el último? —preguntó al empleado de la BOAC.

—Sí, doctor.

—Bien. Quítese la chaqueta y arremánguese el brazo izquierdo, por favor. Es una pena que sean tan quisquillosos en Gander.

—¡Vaya un numerito! —exclamó Bond—. ¿De qué tienen miedo? ¿De que se extienda la peste negra?

Sintió el áspero olor a alcohol y el pinchazo.

—Gracias —dijo Bond malhumorado. Se bajó la manga y fue a coger su chaqueta del respaldo de la silla. Su mano bajó en su busca, falló y continuó bajando más y más hacia el suelo. Su cuerpo siguió el camino de la mano, abajo, abajo, abajo…

En el avión todas las luces estaban encendidas. Parecía haber muchas plazas libres. ¿Por qué tenía que estar pegado a un pasajero cuyo antebrazo acaparaba el apoyabrazos central? Bond se dispuso a levantarse y cambiar de asiento. Pero una oleada de náuseas lo invadió. Cerró los ojos y esperó. ¡Qué extraño! Nunca se mareaba. Sintió el sudor frío en el rostro. Pañuelo. Secarse. Abrió de nuevo los ojos y se miró los brazos. Tenía las muñecas atadas a la butaca. ¿Qué había sucedido? Le habían puesto la vacuna y se había desmayado o algo así. ¿Se habría puesto violento? ¿Qué demonios significaba todo aquello? Miró a su derecha y se quedó petrificado de horror. Chapuzas se sentaba a su lado. ¡Chapuzas! ¡Chapuzas con uniforme de la BOAC!

El coreano lo miró con indiferencia y pulsó el timbre de la azafata. Bond oyó el agradable din don en la zona de servicio. Le llegó el frufrú de una falda junto a él. Miró hacia arriba. ¡Era Pussy Galore, elegante y fresca con el uniforme azul de las azafatas!

—Hola, guapo —dijo dedicándole aquella mirada profunda y escrutadora que él recordaba tan bien…, ¿de cuándo? De hacía siglos, en otra vida.

—Por todos los diablos —dijo con desesperación Bond—, ¿qué está ocurriendo? ¿De dónde sales?

La chica le sonrió alegre.

—De comer caviar y beber champán. Desde luego vosotros, los ingleses, os dais la gran vida cuando subís a seis mil metros. No hay rastro de coles de Bruselas, y si hay té, todavía no me he tropezado con él. Ahora tómatelo con calma. Tu tío quiere hablar contigo. —Recorrió el pasillo con parsimonia, haciendo ondular las caderas, y desapareció por la puerta de la carlinga.

Ya nada podía sorprender a Bond. Goldfinger, con un uniforme de capitán de la BOAC que le iba bastante grande y la gorra en el mismo centro de su cabeza, cerró la puerta de la carlinga a su espalda y anduvo por el pasillo hacia Bond, a quien miró severo.

—Bueno, señor Bond, así que la Fortuna quería que jugáramos la partida hasta el final. Pero esta vez, señor Bond, ya no le queda ninguna carta en la manga. ¡Ja! —El seco ladrido sonó como una mezcla de ira, resignación y respeto—. Realmente, ha resultado usted ser un lobo en mi rebaño. —La gran cabeza negó lentamente—. ¿Por qué lo dejaría vivo? ¿Por qué no lo aplastaría como a una cucaracha? Usted y la chica me fueron útiles. Sí, estaba en lo cierto sobre eso. Pero fue de locos correr ese riesgo. Sí, de locos. —La voz bajó de tono y se hizo más lenta—. Y ahora, dígame, señor Bond, ¿cómo lo hizo? ¿Cómo se comunicó?

—Tendremos una conversación —repuso Bond muy tranquilo—, y le contaré ciertas cosas, pero no hasta que me hayan quitado estas ataduras y me haya traído una botella de bourbon, hielo, soda y un paquete de Chesterfield. Entonces, cuando usted me haya dicho lo que yo quiero saber, decidiré qué le cuento yo. Como se suele decir, mi situación no es favorable o como mínimo no lo parece. Por consiguiente, nada tengo que perder, y si quiere sacarme algo, será bajo mis condiciones.

Goldfinger miró hacia abajo con rostro grave.

—No tengo ninguna objeción que hacer a sus condiciones. En consideración a sus habilidades como adversario, podrá pasar su último viaje cómodamente. Chapuzas —el tono era brusco—. Toca el timbre para llamar a la señorita Galore y desata estas correas. Ponte en el asiento de enfrente. No puede hacer ningún daño en la parte trasera del avión, pero no debe acercarse a la puerta de la carlinga. Si es preciso, mátalo de inmediato, pero prefiero que llegue a nuestro destino vivo. ¿Comprendido?

—Arrg.

Cinco minutos después Bond tenía lo que quería. La bandeja del respaldo de delante había sido bajada y en ella estaban la bebida y los cigarrillos. Se sirvió un bourbon bien cargado. Goldfinger se había sentado en la butaca del otro lado del pasillo, expectante. Bond cogió el vaso y le dio un sorbo. Iba a beber un trago mayor cuando vio algo. Dejó cuidadosamente el vaso sin tocar el pequeño posavasos redondo de papel que se había adherido al fondo del mismo. Encendió un cigarrillo, cogió de nuevo el vaso y le quitó los cubitos de hielo, echándolos en la cubitera. Se bebió el licor casi hasta el final. Así pudo leer las palabras a través del fondo del vaso. Volvió a dejarlo en la bandeja, sin tocar el posavasos. El mensaje decía:

«Estoy contigo. Besos. P.»

Bond se movió un poco y se puso cómodo.

—Bueno, Goldfinger —dijo—, vayamos al grano. En primer lugar, ¿qué está ocurriendo? ¿Cómo se hizo con este avión? ¿A dónde nos dirigimos?

Goldfinger cruzó una pierna sobre otra y desvió la vista de Bond al pasillo.

—Cogí esos camiones —dijo en un tono tranquilo, familiar— y fui campo a través hasta las cercanías del cabo Hatteras. Uno de los camiones llevaba mis reservas personales de oro en lingotes. Los otros dos llevaban a mis conductores, personal de reserva y aquellos gangsters. No necesitaba a ninguno de ellos, excepto a la señorita Galore. Retuve al grupo del personal que iba a necesitar, pagué a los demás unas sumas cuantiosas y los fui dispersando por el camino.

»En la costa, después de dejar a la señorita Galore en un camión con un pretexto, celebré una reunión con los cuatro jefes de bandas en un lugar desierto. Maté a los cuatro de la manera que acostumbro, una bala para cada uno. Volví a los camiones y expliqué que habían preferido que les diera oro y actuar con independencia. Me quedaban seis hombres, la joven y el oro.

»Alquilé un avión y volé hasta Newark, Nueva Jersey: las cajas con el oro pasaron por plomo en los aparatos de rayos X. Una vez en Newark, fui solo a cierta dirección de Nueva York, desde la que hablé con Moscú por radio y les expliqué las desventuras de la operación Gran Slam. En el transcurso de la conversación mencioné su nombre. Mis amigos, a quienes creo que conoce —Goldfinger miró con dureza a Bond—, responden al nombre colectivo de SMERSH. Reconocieron el nombre de Bond y me informaron de quién es usted. De inmediato entendí muchas cosas que antes habían permanecido en la sombra para mí. Los de SMERSH dijeron que tendrían un enorme placer en interrogarle. Consideré la cuestión.

»En su momento, concebí el plan que ahora ve en ejecución. Haciéndome pasar por amigo de usted, no tuve problemas para averiguar en qué vuelo tenía hecha la reserva. Tres de mis hombres alemanes fueron miembros de la Luftwaffe. Me aseguraron que no tendrían dificultad en pilotar este avión. El resto son sólo cuestiones de detalle. Por medio del engaño, la suplantación y el uso de una cierta dosis de fuerza, a todo el personal de la BOAC en Idlewild, a la tripulación de este aparato y a los pasajeros, se les pusieron las inyecciones de las que ahora deben estar recuperándose. Nos pusimos la ropa de la inconsciente tripulación, cargamos el oro en el avión, a usted se le trajo en camilla, y, a su debido tiempo, la nueva tripulación de la BOAC, con su azafata, subió a bordo y despegamos.

Goldfinger se interrumpió y levantó una mano, con gesto resignado.

—Desde luego, tuvimos pequeños problemas. Se nos indicó «seguir la pista de acceso Alfa hasta la pista de aterrizaje cuatro», y sólo lo conseguimos a base de seguir un avión de la KLM. La rutina de Idlewild no es fácil de dominar y debemos haber parecido algo torpes e inexpertos, pero, señor Bond, con serenidad, nervios de acero y unos modales broncos e intimidatorios nunca es difícil imponerse a la mentalidad de unos funcionarios que, después de todo, son sólo empleados de poca importancia. Creo, por lo que mi operador de radio dice, que han puesto en marcha la búsqueda de este avión. Ya nos estaban haciendo preguntas antes de salir fuera del alcance del VHF en Nantucket. Luego, el sistema de Alerta Lejana nos interrogó por la alta frecuencia. Eso no me importó. Tenemos combustible suficiente.

»Ya hemos obtenido autorización de Moscú para ir a Berlín Oriental, Kiev o Murmansk. Tomaremos la ruta que la climatología nos dicte. No debería haber problema, pero si lo hubiese, me desembarazaría de él hablando por radio. Nadie derribará un valioso avión de la BOAC. El misterio y la confusión nos protegerán hasta que estemos bien metidos en territorio soviético y entonces, como es lógico, habremos desaparecido sin dejar rastro.

Bond pensó que no había nada fantástico o imposible para Goldfinger desde que oyó los detalles de la operación Gran Slam. El robo de un Stratocruiser, tal como acababa de exponérselo Goldfinger, era absurdo, pero no más que sus métodos de contrabando de oro o su adquisición de una cabeza nuclear. Más tarde, cuando se analizaban esas Cosas, aunque tenían un toque de magia, incluso de genio, eran desempeños lógicos, aunque también raros, debido a su magnitud. Hasta la minúscula maniobra para estafar a Du Pont había sido brillantemente ideada. No le cabía la menor duda: Goldfinger era un artista, un científico del crimen tan grande en su campo como Cellini o Einstein en los suyos.

—Y ahora, señor Bond, del Servicio Secreto británico, hicimos un pacto. ¿Qué tiene que decirme? ¿Quién le puso tras mi pista? ¿Qué sospechaban? ¿Cómo se las ha arreglado usted para estropear mis planes? —Goldfinger se recostó en su asiento, se puso las manos sobre el estómago y se quedó mirando al techo.

Bond le dio una versión censurada de la verdad. No hizo mención alguna de SMERSH, ni de la localización del buzón, y nada dijo sobre los secretos del Homero, un dispositivo que podría ser nuevo para los rusos.

—Así que ya lo ve, Goldfinger —concluyó Bond su relato—, sólo se salió con la suya por muy poco. De no haber sido por la intervención de Tilly Masterton en Ginebra, a estas horas usted estaría en el saco, estaría sentado en una cárcel suiza hurgándose los dientes a la espera de ser enviado a Inglaterra. Usted subestima a los ingleses. Pueden ser lentos, pero llegan. ¿Cree que estará muy seguro en Rusia? Yo no las tendría todas conmigo. Incluso hemos sacado a gente de allí antes de ahora. Voy a darle un último proverbio para su colección, Goldfinger: «Nunca te hagas el listo con Inglaterra».

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