Goldfinger

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Primera parte: Casualidad » Capítulo 1 - Reflexiones frente a un bourbon doble

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CAPÍTULO 1

Reflexiones frente a un bourbon doble

Con dos bourbons dobles en el cuerpo, James Bond estaba sentado en la sala de embarque del aeropuerto de Miami pensando acerca de la vida y la muerte.

Matar gente formaba parte de su profesión. Como eso nunca le había gustado, cuando tenía que matar a alguien, lo hacía lo mejor que sabía y luego lo olvidaba. Como agente secreto con el raro prefijo doble 0 —la licencia del Servicio Secreto para matar—, era su deber ser tan frío respecto a la muerte como un cirujano. Si sucedía, sucedía. La compasión era poco profesional; peor aún, era carcomerse el espíritu sin necesidad.

Y, no obstante, había habido algo curiosamente impresionante en la muerte del mexicano. Y no porque no mereciera morir. Era un malvado, un hombre de esos que en México llaman capungos. Un capungo es un bandido que mata por cuarenta pesos, que son unos veinticinco chelines —aunque era probable que le hubiesen pagado más por intentar matar a Bond—, y, por su aspecto, había sido un instrumento de dolor y de aflicción toda su vida. Sí, ciertamente ya era hora de que muriese; pero cuando Bond lo mató, menos de veinticuatro horas antes, la vida había escapado de aquel cuerpo con tal rapidez, tan por completo, que Bond casi la había visto salir de su boca como sale, en forma de pájaro, en las pinturas haitianas primitivas.

¡Qué diferencia tan extraordinaria existía entre un cuerpo lleno de vida y un cuerpo vacío de ella! Ahora hay alguien, ahora no lo hay. Aquél había sido un mexicano con nombre y dirección, una cartilla de trabajo y quizá un permiso de conducir. Entonces, algo se había escapado de él, fuera de la envoltura de carne y ropa barata, convirtiéndolo en una bolsa de papel vacía que esperaba el camión de la basura. Y la diferencia, lo que se había ido del asqueroso bandido mexicano, era mayor que todo México.

Bond bajó los ojos hacia el arma homicida. El canto de su mano derecha estaba rojo e hinchado. Pronto le saldría un cardenal. Bond flexionó la mano, sobándosela con la izquierda. Había estado haciendo lo mismo a intervalos durante el rápido viaje en avión que lo alejó de allí. Aunque era un proceso doloroso, sabía que si mantenía la circulación en funcionamiento, la mano sanaría antes. No podía saberse cuándo se necesitaría de nuevo el arma. El cinismo asomó en las comisuras de los labios de Bond.

—National Airlines, «la Compañía de las Estrellas», anuncia la salida de su vuelo NA 106 con destino a La Guardia, Nueva York. Se ruega a los señores pasajeros que se dirijan a la puerta número siete. Pasen a embarcar, por favor.

El sistema de altavoces se apagó con un sonoro clic. Bond echó un vistazo a su reloj. Faltaban por lo menos diez minutos para que llamaran a los de Transamérica. Avisó a una camarera y le pidió otro bourbon doble con hielo. Cuando tuvo en la mano el ancho y macizo vaso, lo hizo girar para agrupar el hielo y se tragó la mitad de la bebida. Apagó la colilla de su cigarrillo y se quedó sentado con la barbilla apoyada en la mano izquierda, contemplando melancólicamente el centelleante asfalto por el cual la última mitad del sol se deslizaba magnífica en el Golfo.

La muerte del mexicano había sido el toque final de una mala misión, una de las peores: miserable, peligrosa y sin ningún aspecto bueno, excepto que lo había alejado del cuartel general.

Un hombre importante tenía unos campos de amapolas en México. Las flores no se empleaban para adornar. Se procesaban para obtener opio, el cual era vendido de inmediato y a un precio relativamente bajo por los camareros de un pequeño café en Ciudad de México llamado Madre de Cacao. El Madre de Cacao gozaba de total protección. Si uno necesitaba opio, entraba y pedía lo que quería junto con la consumición. Luego pagaba la bebida al cajero, y éste le decía cuántos ceros tenía que añadir a la cuenta. Era un negocio ordenado, sin interés alguno para nadie de fuera de México. Entonces, en la lejana Inglaterra, el gobierno, instado por las Naciones Unidas en su esfuerzo contra el narcotráfico, anunció que la heroína sería prohibida en Gran Bretaña. Aquello produjo la alarma en el Soho, así como entre médicos respetables que deseaban ahorrar sufrimientos a sus pacientes. La prohibición es la semilla del crimen. Muy pronto, los canales rutinarios de contrabando de China, Turquía e Italia quedaron prácticamente secos por la acumulación ilegal de reservas en Inglaterra. En Ciudad de México, un amable agente de importación-exportación llamado Blackwell tenía una hermana en Inglaterra adicta a la heroína. Él la adoraba y lo sintió mucho por la joven, y cuando ésta le escribió diciéndole que moriría si alguien no la ayudaba, él la creyó y comenzó a investigar el tráfico ilícito de drogas en México. A su debido tiempo, a través de amigos y amigos de amigos, llegó al Madre de Cacao y de allí al gran cultivador mexicano. En el curso de ese proceso adquirió conocimientos sobre la economía del comercio en cuestión, y decidió que si él podía hacer una fortuna y, al mismo tiempo, ayudar a la humanidad sufriente, había encontrado el Secreto de la Vida. El negocio de Blackwell se basaba en los fertilizantes. Tenía un almacén y una pequeña fábrica con una plantilla de tres personas para pruebas de suelos e investigaciones con plantas. Fue fácil persuadir al pez gordo mexicano de que, tras su respetable fachada, el equipo de Blackwell podía ocuparse de extraer heroína del opio. El mexicano organizó rápidamente el transporte a Inglaterra. Por un equivalente de mil libras el viaje, cada mes uno de los correos diplomáticos del ministerio de Asuntos Exteriores llevaba una maleta de más a Londres. El precio era razonable. El contenido de la valija (después de que el mexicano la depositara en la consigna de la estación Victoria y enviara por correo el resguardo a un hombre llamado Schwab, c/o Boox-an-Pix, Ltd, W. C. L.) valía veinte mil libras.

Por desgracia, Schwab era un mal hombre, indiferente a la humanidad sufriente. Pensaba que si los delincuentes juveniles norteamericanos consumían millones de dólares al año en heroína, lo mismo podían hacer sus primos y primas británicos. En dos habitaciones de Pimlico, su personal cortaba la heroína con bicarbonato y la enviaba a discotecas y locales de atracciones.

Schwab ya había hecho una fortuna cuando la Brigada de Estupefacientes del Departamento de Investigación Criminal le echó el guante. Scotland Yard decidió dejarle ganar un poco más de dinero mientras investigaba su fuente de suministro. Lo pusieron bajo vigilancia y, a su debido tiempo, los condujo a la estación Victoria y de allí al correo diplomático mexicano. En ese momento, puesto que estaba implicado un país extranjero, había que avisar al Servicio Secreto. Bond recibió la orden de descubrir de dónde procedía el suministro del correo y destruir el canal en su origen.

Bond cumplió lo mandado. Voló a Ciudad de México y se dirigió rápidamente al Madre de Cacao. Una vez allí, haciéndose pasar por un comprador para el mercado de Londres, llegó hasta el pez gordo mexicano. Éste lo recibió amistosamente y le remitió a Blackwell. A Bond le cayó bastante bien Blackwell. No sabía nada de su hermana, pero era evidente que se trataba de un aficionado, y su amargura por la prohibición de entrada de heroína en Inglaterra sonaba sincera. Bond se deslizó una noche en su almacén, puso una bomba de termita y se fue. Se sentó en un café, a dos kilómetros de distancia, y vio las llamas subir por el horizonte de tejados, mientras oía la algarabía de las campanas de los bomberos. A la mañana siguiente llamó a Blackwell por teléfono. Colocó un pañuelo sobre el micrófono y habló a través de él.

—Siento que perdiera su negocio anoche. Temo que su seguro no cubra ese surtido de tierras que estaba investigando.

—¿Quién es? ¿Con quién hablo?

—Soy inglés. Ese material suyo ha matado a bastantes chicos por allí y ha hecho daño a muchos otros. Santos ya no volverá más a Inglaterra con su valija diplomática. Schwab estará en la cárcel esta noche. Ese muchacho llamado Bond con quien usted se ha estado viendo tampoco se escapará de la red. La policía ya lo está buscando.

Del otro lado de la línea llegaron palabras temerosas.

—De acuerdo, pero no vuelva a hacerlo. Limítese a los fertilizantes.

Bond colgó.

Blackwell no tenía la percepción suficiente. Evidentemente, el pez gordo mexicano era el que se había dado cuenta de la pista falsa. Bond había tenido la precaución de cambiar de hotel; pero aquella noche, cuando regresaba de una última copa en el Copacabana, un hombre se interpuso de pronto en su camino. Vestía un sucio traje blanco de hilo y se cubría con una gorra de chófer blanca, demasiado grande para su cabeza. Había profundas sombras azules bajo sus pómulos aztecas. En un extremo de una boca como una cuchillada llevaba un mondadientes y en el otro un cigarrillo. Sus ojos tenían el brillo producido por la marihuana.

—¿Le gustan las mujeres? ¿Le va un cha-cha-cha?

—No.

—¿Una mulata? ¿Un buen culito salvaje?

—No.

—¿Fotos guarras?

El gesto de la mano deslizándose bajo la chaqueta era tan conocido por Bond, tan preñado de viejos peligros, que cuando la mano salió disparada y el largo dedo plateado buscó su garganta, Bond estaba equilibrado y preparado para ello.

Casi automáticamente, Bond aplicó la «parada defensiva contra puñalada artera» del libro. Su brazo derecho cortó el aire mientras su cuerpo giraba con él. Los dos antebrazos de los antagonistas se encontraron a mitad de camino entre ambos cuerpos; el de Bond apartó el brazo armado del mexicano de su objetivo y abrió su guardia para un demoledor gancho corto al mentón con el puño izquierdo. La dura y rígida muñeca de Bond no había recorrido mucho espacio, tal vez medio metro, pero la parte posterior de su palma, con los dedos extendidos para dar rigidez, había llegado bajo la barbilla del hombre con terrible fuerza. El impulso casi lo levantó de la acera. Quizá fue ese golpe el que mató al mexicano, rompiéndole el cuello, pero mientras se caía tambaleándose hacia el suelo, Bond había retrasado su mano derecha y golpeado de canto la tensa garganta al descubierto. Era el golpe mortal, con el borde de la mano a la nuez de Adán, aplicado con los dedos cerrados como una hoja, que había sido el recurso favorito de los comandos. Si el mexicano aún seguía vivo, con toda seguridad estaba muerto antes de tocar el suelo.

Bond se paró un momento, jadeando, y miró el arrugado montón de ropa barata tirado en el polvo. Echó un vistazo a ambos extremos de la calle. No había nadie. Vio algunos coches circulando. Quizá habían pasado otros durante la lucha, pero ésta se había desarrollado en las sombras. Bond se arrodilló junto al cuerpo. No había pulso. Los ojos, que habían estado tan brillantes por la marihuana, comenzaban a ponerse vidriosos. La casa en que había vivido el mexicano estaba vacía. Su inquilino se había ido.

Bond tiró del cuerpo y lo apoyó contra una pared, entre sombras más espesas. Se limpió las manos en la ropa, comprobó que tenía la corbata en su lugar y se fue a su hotel.

Al amanecer, Bond se había levantado y afeitado e ido en coche al aeropuerto, donde tomó el primer avión que salía de México. Resultó que iba a Caracas. Una vez en Caracas, esperó en la sala de tránsitos un vuelo a Miami, en un Constellation de la Transamérica, que esa misma noche le llevaría a Nueva York.

El altavoz zumbó y sonó de nuevo:

—Transamérica siente anunciar un retraso en la hora de salida de su vuelo TR 618 a Nueva York debido a un problema técnico. La salida tendrá lugar a las ocho de la mañana. Se ruega a los señores pasajeros que pasen por el mostrador de Transamérica, donde se efectuarán los trámites para su alojamiento nocturno. Gracias.

¡Vaya! ¡Ahora esto! ¿Debería cambiar de vuelo o pasar la noche en Miami? Bond había olvidado su copa. La cogió y, echando la cabeza hacia atrás, se tragó el bourbon hasta la última gota. El hielo tintineó alegremente contra sus dientes. Eso era. Tenía una buena idea. Pasaría la noche en Miami y se emborracharía, se pondría de bebida hasta las cejas de forma que cualquier furcia que hubiese recogido tuviera que llevarlo a la cama. Hacía años que no se emborrachaba. Ya iba siendo hora. Esa noche de más, como caída del cielo, era una noche libre, una noche perdida. Le daría un buen uso. Era hora de dejarse ir. Estaba demasiado tenso, demasiado introspectivo. ¿Qué demonios hacía entristeciéndose por aquel mexicano, aquel capungo enviado para matarle? Se había tratado de matar o de morir. De todos modos, las personas se mataban entre sí continuamente, por todo el mundo. La gente utilizaba sus automóviles para matar. Propagaban enfermedades infecciosas por todas partes, arrojaban microbios a las rostros de sus congéneres, dejaban las espitas del gas abiertas en las cocinas, llenaban de monóxido de carbono los garajes cerrados. ¿Cuántas personas, por ejemplo, estaban implicadas en la fabricación de bombas de hidrógeno, desde los mineros que extraían el uranio hasta quienes poseían acciones de las minas? ¿Había alguien en el mundo que no estuviera de alguna manera, aunque sólo fuese a nivel estadístico, implicado en matar a su vecino?

La última luz del día se había ido. Bajo el añil del cielo, las luces de las pistas centelleaban de verde y amarillo y producían pequeños reflejos en la aceitosa superficie de asfalto. Con un rugido ensordecedor, un DC7 rodó estrepitosamente por la pista verde principal. Las ventanas de la sala de tránsito vibraron con suavidad. La gente se levantó a mirar. Bond trató de leer sus expresiones. ¿Tenían la esperanza de que el avión se estrellara, proporcionándoles algo que ver, algo de qué hablar, algo que llenara sus vacías vidas? ¿O le deseaban suerte? ¿Cómo se sentirían los sesenta pasajeros? ¿Vivir o morir?

Los labios de Bond se curvaron. «Basta. Ya está bien de ser tan condenadamente morboso. Todo eso no es más que la reacción después de una misión sucia. Estás cansado, harto de tener que ser duro. Precisas un cambio. Has visto demasiada muerte. Necesitas un pedazo de vida tranquila, suave, ardiente».

Bond tuvo conciencia de unos pasos que se aproximaban y se detenían a su lado. Levantó los ojos. Vio a un hombre de mediana edad, aseado y de aspecto pudiente. Su expresión era de azoramiento, de turbación.

—Discúlpeme, pero seguramente usted es el señor Bond… ¿el señor…, ejem, James Bond?

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