Goldfinger

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Primera parte: Casualidad » Capítulo 2 - Echar una cana al aire

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CAPÍTULO 2

Echar una cana al aire

A Bond le gustaba el anonimato.

—Así es —su respuesta fue desalentadora.

—Bien, ésta es una extraordinaria coincidencia. —El hombre le tendió su mano.

Bond se incorporó lentamente para estrechársela y la soltó. La mano era pulposa e inarticulada, como una bolsa de fango con forma de mano, o un guante de goma hinchado.

—Mi nombre es Du Pont. Junius Du Pont. Creo que no me recordará, pero ya nos conocemos. ¿Le importa que me siente?

¿Aquel rostro, aquel nombre? Sí, había algo familiar en ellos. De tiempo atrás. No en América. Bond buscaba en sus archivos mentales mientras evaluaba rápidamente al hombre. El señor Du Pont tenía unos cincuenta años; de piel rosada, bien afeitado y vestido con el disfraz convencional con que Brooks Brothers ocultan la vergüenza de los millonarios americanos. Llevaba un traje tropical marrón oscuro, sin cruzar, y una camisa de seda blanca. Las puntas del estrecho cuello estaban unidas con un alfiler de oro bajo el nudo de una fina corbata a rayas oscuras rojas y azules que era casi de la brigada de la Guardia. Los puños de la camisa sobresalían un centímetro por debajo de las bocamangas de la chaqueta y mostraban gemelos cabochon[1] de cristal con señuelos para trucha en miniatura en su interior. Los calcetines eran de seda gris marengo y los zapatos, de color caoba vieja, muy brillantes, pregonaban la firma de Peal. El hombre llevaba un oscuro sombrero de paja de ala estrecha, con una ancha banda de color burdeos.

El señor Du Pont se sentó enfrente de Bond y sacó cigarrillos y un encendedor Zippo de oro liso. Bond se percató de que sudaba ligeramente. Decidió que el señor Du Pont era lo que aparentaba, un americano muy rico, ligeramente azorado. Sabía que lo había visto antes, pero no tenía ni idea de dónde o cuándo.

—¿Fuma?

—Gracias. —Era un Parliament. Bond simuló no darse cuenta del encendedor que le ofrecían. No le gustaba que le dieran fuego. Cogió su propio mechero y encendió el cigarrillo.

—Francia, año 51, Royale les Eaux. —El señor Du Pont miró con impaciencia a Bond—. Aquel casino. Ethel, o sea la señora Du Pont, y yo estábamos a su lado en la mesa la noche en que usted jugó aquella gran partida contra el francés.

La memoria de Bond retrocedió rápidamente. Sí, por supuesto. Los Du Pont habían sido los números 4 y 5 en la mesa de bacarrá; Bond, el 6. Entonces le parecieron personas inofensivas. Había estado contento de tener aquel sólido baluarte a su izquierda la fantástica noche en que arruinó a Le Chiffre. Ahora Bond lo veía todo de nuevo: la brillante luz sobre el tapete verde, las rosadas manos de cangrejo agitándose sobre la mesa en busca de las cartas. Olió el humo y el áspero aroma de su propio sudor. ¡Qué noche! Bond miró al señor Du Pont y sonrió con el recuerdo.

—Sí, tiene usted razón. Siento no haberlo reconocido antes. Pero fue toda una noche. No pensaba en nada, salvo en mis cartas.

El señor Du Pont sonrió a su vez, contento y aliviado.

—¡Pero, hombre, señor Bond, claro que lo comprendo! Y espero que me disculpe por interrumpirle. Verá… —Chasqueó los dedos para llamar a una camarera—. Pero tenemos que tomar una copa para celebrarlo. ¿Qué tomará?

Bourbon con hielo, gracias.

—Y un Haig con agua.

Cuando la camarera se hubo ido, el señor Du Pont se inclinó hacia delante, sonriente. Un ligero aroma a jabón o a loción para después del afeitado cruzó por encima de la mesa. ¿Lentheric?

—Sabía que era usted. En cuanto lo vi aquí sentado. Pero me dije a mí mismo: Yo debía volar esta noche con Transamérica y cuando anunciaron el retraso observé su rostro y, si me disculpa, señor Bond, estaba bastante claro por su expresión que usted también iba en ese vuelo. —Esperó que Bond asintiera y continuó rápidamente—. Así que corrí al mostrador y eché un vistazo a la lista de pasajeros. Efectivamente, allí estaba, «J. Bond».

El señor Du Pont se puso cómodo, satisfecho de su agudeza. Cuando las bebidas llegaron, alzó su copa.

—A su salud, señor. Éste debe ser mi día de suerte.

Bond esbozó una sonrisa evasiva y bebió.

Du Pont se inclinó de nuevo hacia delante. Miró a su alrededor. No había nadie en las mesas próximas. No obstante, bajó la voz.

—Supongo que se estará diciendo: «Bueno, está muy bien esto de ver otra vez a Junius Du Pont, pero ¿cuál es el motivo?, ¿por qué se siente tan contento de verme justo esta noche?». —El señor Du Pont enarcó las cejas como si representara el papel de Bond. Este puso una expresión de cortés interrogación. El señor Du Pont se recostó aún más sobre la mesa—. Espero que me disculpe, señor Bond. No es mi costumbre entrometerme en los secre…, esto…, asuntos de otras personas. Pero después de aquella partida en el Royale, alguien comentó que usted no sólo era un gran jugador de cartas, sino también… ¿cómo diría yo?, que usted era una especie de… ¿investigador? Ya sabe, algo como un agente de inteligencia.

La indiscreción del señor Du Pont le había hecho enrojecer intensamente. Se recostó en la silla y, sacando un pañuelo, se enjugó la frente. Miró ansioso a Bond.

Éste se encogió de hombros. La mirada de los ojos gris azulado que se clavó en los ojos del señor Du Pont, que se habían vuelto duros y vigilantes a pesar de su azoramiento, era una mezcla de candor, ironía y disculpa.

—Solía meterme en ese tipo de cosas. Secuelas de la guerra. Uno aún se cree que es divertido jugar a los indios. Pero eso no tiene futuro en tiempo de paz.

—Claro, claro. —El señor Du Pont hizo el gesto de quitar importancia al asunto con la mano que sostenía el cigarrillo. Su mirada eludió la de Bond mientras hacía la siguiente pregunta y esperaba la consabida mentira.

«Dentro de este traje de Brooks Brothers hay un lobo. Es un hombre astuto», pensó Bond.

—Y ahora que se ha retirado —sonrió paternalmente el señor Du Pont—, ¿a qué se dedica, si me perdona la pregunta?

—Importación y exportación. Trabajo para Universal. Tal vez conozca la firma.

Du Pont le siguió el juego.

—Hum. ¿Universal? Déjeme pensar. ¡Ah, sí, claro que he oído hablar de ellos! No puedo decir que hayamos hecho negocios juntos, pero supongo que nunca es demasiado tarde. —Soltó una risita untuosa—. Tengo un montón de intereses por todas partes. En lo único en que puedo honradamente decir que no estoy interesado es en los productos químicos. Tal vez sea mi desgracia, señor Bond, pero no soy uno de los Du Pont de industrias químicas.

Bond decidió que el hombre estaba bastante satisfecho de la rama Du Pont a que pertenecía. No hizo comentario alguno. Echó un vistazo al reloj para urgir a Du Pont a que mostrara sus cartas. Se dijo a sí mismo que jugaría las suyas propias con cautela. Du Pont tenía un amable rostro sonrosado de bebé, con una boca fruncida y curvada hacia abajo un poco femenina. Parecía tan inofensivo como cualquiera de los norteamericanos de mediana edad con cámara fotográfica que se ven delante del palacio de Buckingham. Pero Bond percibía muchos rasgos duros y agudos tras aquella fachada anticuada.

El perceptivo ojo del señor Du Pont captó la mirada de Bond al reloj y consultó el suyo propio.

—¡Caramba! Ya son las siete y yo sigo aquí hablando sin ir al grano. Mire, señor Bond, tengo un problema sobre el cual me gustaría consultarle. Si pensaba pasar la noche en Miami, y puede dedicarme su tiempo, me haría un gran favor aceptando ser mi huésped. —El señor Du Pont levantó la mano—. Le prometo que estará cómodo. Resulta que poseo una parte del Floridiana. Quizá haya oído decir que lo inauguramos alrededor de Navidad. Tengo la satisfacción de decir que va muy bien. Le estamos quitando el sitio al viejo Fountain Blue —el señor Du Pont sonrió con indulgencia—. Así es como llamamos aquí al Fontainebleau. Bien, ¿qué me dice, señor Bond? Tendrá la mejor suite, aunque ello represente echar a la calle a algunos buenos clientes de pago. Y me haría un gran favor. —La expresión de Du Pont era implorante.

Bond ya había decidido aceptar a ciegas. Fuese cual fuese el problema de Du Pont —chantaje, gánsteres, mujeres—, sería una de las típicas preocupaciones de un hombre rico. Se le presentaba en bandeja una tajada de aquella vida fácil que había estado anhelando. «Cógela pues». Bond empezó a decir algo excusándose cortésmente, pero el otro lo interrumpió:

—Venga, venga, señor Bond. Y créame que le quedo agradecido, muy agradecido por ello.

Chasqueó los dedos para llamar a la camarera. Cuando ésta acudió, se giró y pagó la cuenta fuera de la vista de Bond. Como muchos hombres muy ricos, consideraba que enseñar su dinero y dejar ver el importe de la propina era una exhibición indecente. Se metió de nuevo el fajo de billetes en el bolsillo derecho del pantalón (el bolsillo de atrás no es el lugar adecuado entre los ricos) y cogió a Bond por el brazo. Notando la reticencia de Bond al contacto, retiró la mano. Bajaron por la escalera que conducía al vestíbulo principal.

—Ahora arreglaremos lo de su reserva —dijo, dirigiéndose hacia el mostrador de Transamérica. Con unas pocas frases secas demostró su poder y eficiencia en su reino americano, que era el suyo.

—Sí, señor Du Pont. Naturalmente, señor Du Pont. Yo me ocuparé de esto, señor Du Pont.

En el exterior, un resplandeciente Chrysler Imperial se acercó al bordillo de la acera con un suave susurro. Un chófer de aspecto duro con un uniforme color crema se apresuró a abrir la portezuela. Bond entró y se arrellanó en la blanda tapicería. El interior del coche estaba deliciosamente fresco, casi frío. El representante de Transamérica salió corriendo del vestíbulo con la maleta de Bond, se la entregó al chófer y, tras una inclinación de cabeza, regresó a la terminal.

—Al Bill’s on the Beach —ordenó Du Pont al chófer, y el gran coche se deslizó suavemente por el atestado aparcamiento y salió a la carretera.

Du Pont se retrepó en el asiento.

—Espero que le gusten los cangrejos de piedra, señor Bond. ¿Los ha probado alguna vez?

Bond dijo que sí y que le gustaban mucho.

Du Pont habló acerca del Bill’s on the Beach y sobre los méritos relativos de la carne de los cangrejos de piedra y los de Alaska, mientras el Chrysler Imperial cruzaba rápidamente el centro de Miami por el bulevar Biscayne y atravesaba la bahía Biscayne por la carretera elevada Douglas MacArthur. Bond hizo los comentarios apropiados, dejándose llevar por la elegante corriente de la velocidad, la comodidad y la conversación intrascendente de ricos.

Se detuvieron delante de una fachada blanca de tablas y estuco que imitaba el estilo Regencia. Un garabato de neón rosado decía: bill’s on the beach. Mientras Bond se apeaba, Du Pont dio instrucciones al chófer. Bond oyó sus palabras:

—La suite Aloha. Si hay algún problema, diga al señor Fairlie que me llame aquí, ¿de acuerdo?

Subieron algunos escalones. En el interior, la gran sala estaba decorada de blanco, con cortinas de muselina rosa en las ventanas. Sobre las mesas había lamparitas rosas. El restaurante estaba atestado de personas bronceadas con trajes tropicales caros: brillantes camisas de colores chillones, tintineantes brazaletes de oro, gafas oscuras con monturas enjoyadas, lindos sombreros de paja nativos. Había una confusión de aromas. Predominaba el olor ácido de cuerpos que han estado al sol todo el día.

Bill, un italiano panzudo, se precipitó hacia ellos.

—Caramba, señor Du Pont. Es un placer, señor. Un poco lleno hoy. En seguida lo arreglamos. Por aquí, por favor. —Sosteniendo una gran carta encuadernada en piel por encima de su cabeza, el hombre se abrió camino entre los comensales hasta la mejor mesa de la sala, una mesa rinconera para seis. Retiró dos sillas, chasqueó los dedos para llamar al maître y al sumiller, puso dos cartas abiertas frente a ellos, intercambió cumplidos con Du Pont y los dejó.

Du Pont cerró la carta de golpe.

—¿Le importaría dejarlo en mis manos? —preguntó a Bond—. Si hay algo que no le guste, devuélvalo. —Y, dirigiéndose al maître, ordenó—: Cangrejos de piedra. Que no sean congelados. Frescos. Mantequilla fundida. Tostadas gruesas. ¿De acuerdo?

—Muy bien, señor Du Pont.

El sumiller, frotándose las manos, ocupó el lugar del maître.

—Dos botellas de champán rosado. Pommery del 50. Copas de plata. ¿De acuerdo?

—Pegfecto, señog Du Pont. ¿Un cóctel paga empezag?

Du Pont se volvió hacia Bond y le sonrió enarcando las cejas.

—Un Martini seco con vodka —pidió Bond—, por favor. Con una corteza de limón.

—Que sean dos —dijo Du Pont—·. Dobles.

El sumiller se marchó deprisa. Du Pont se repantigó y sacó los cigarrillos y el encendedor. Miró la sala a su alrededor, contestó a un par de saludos con una sonrisa y una elevación de la mano y echó un vistazo a las mesas más próximas. Luego acercó su silla a la de Bond.

—Me temo que no podemos evitar el ruido —dijo en tono de disculpa—. Sólo vengo aquí por los cangrejos. No parecen de este mundo. Confío que usted no sea alérgico a ellos. Una vez traje aquí a una chica, hice que comiera cangrejos, y los labios se le hincharon como neumáticos de bicicleta.

A Bond le divertía el cambio operado en él. Aquella forma viva de hablar, el tono autoritario que empleaba una vez creía tenerlo ya enrolado y en su nómina. Era un hombre distinto del tímido y azorado pretendiente que le había abordado en el aeropuerto. ¿Qué querría de Bond? La proposición llegaría de un momento a otro.

—No tengo ningún tipo de alergia —repuso Bond.

—Bien, bien.

Hubo una pausa. Du Pont levantó y bajó la tapa de su encendedor varias veces. Se dio cuenta de que hacía un ruido irritante y lo puso a un lado. Mirándose las manos puestas sobre la mesa ante sí, preguntó:

—¿Ha jugado alguna vez a la canasta, señor Bond?

—Sí, es un juego interesante. Me gusta.

—¿La canasta de uno contra uno?

—La he jugado, pero no es muy divertida. Si no se hacen tonterías, si ninguno de los dos las hace, tiende a nivelarse. Es la ley de las probabilidades en las cartas. La posibilidad de que haya mucha diferencia en el juego no existe.

Du Pont asintió con énfasis.

—¡Eso es! Así me lo he dicho muchas veces a mí mismo. Al cabo de un centenar de partidas, dos jugadores equivalentes acabarán igualados. No es tan interesante como el gin rummy o el Oklahoma, pero en cierto modo me gusta por eso. Se pasa el tiempo, se juegan muchas cartas, se tienen altibajos, y al final nadie sale trasquilado, ¿no cree?

Bond asintió. Llegaron los martinis.

—Traiga otros dos dentro de diez minutos —ordenó Du Pont al camarero. Luego se volvió hacia Bond. Su rostro reflejaba malhumor y desánimo. Dijo—: ¿Qué pensaría, señor Bond, si le dijera que he perdido veinticinco mil dólares en una semana jugando a la canasta de dos? —Bond iba a responder, pero Du Pont levantó la mano—. Y entienda que soy un buen jugador de cartas. Soy miembro del club Regency. Juego mucho con gente como Charlie Goren, Johnny Crawford[2], al bridge, por supuesto. Pero lo que quiero decir es que en la mesa de juego, sé dónde estoy. —Du Pont sondeó los ojos de Bond.

—Si ha estado jugando todo el tiempo con el mismo jugador, le han hecho trampa.

—E-xac-ta-men-te. —Du Pont dio un manotazo al mantel y se echó hacia atrás—. E-xac-ta-men-te. Es lo que pensé después de perder durante cuatro días seguidos. Así que me dije: «Este hijo de puta está haciéndome trampas, por Dios que descubriré cómo lo hace y lo expulsaré de Miami». De manera que doblé las apuestas y luego las volví a doblar. Eso le gustó bastante. Y vigilé cada carta que jugaba, cada movimiento que hacía. ¡Nada! Ni un indicio, ni una señal. Las cartas no estaban marcadas. Baraja nueva siempre que yo quería. Mis propias cartas. Nunca vio mi mano, no podía porque siempre me sentaba justo frente a él. Ningún mirón para soplarle. Y el tipo continuó ganando y ganando. Esta mañana ha vuelto a ocurrir. Y otra vez esta tarde. Al final yo estaba tan furioso con la partida… No lo demostré, faltaría más… —Bond pensaría que no sabía comportarse—. He pagado educadamente. Pero sin decirle nada a ese tipo, he hecho la maleta, he ido al aeropuerto y he comprado un pasaje en el primer vuelo a Nueva York. ¡Figúrese! —Du Pont levantó los brazos—. Huía. Pero veinticinco de los grandes son veinticinco de los grandes. Ya me veía llegando a cincuenta, a cien. Y no soportaba otra de esas malditas partidas, y mucho menos ser incapaz de descubrir a ese tipo. Así que me fui. ¿Qué le parece? ¡Yo, Junius Du Pont, arrojando la toalla porque ya no podía sufrir otra paliza!

Bond gruñó con simpatía. Llegó la segunda ronda de bebidas. Bond estaba ligeramente interesado, siempre le atraía cualquier asunto relacionado con las cartas. Casi podía ver la escena: los dos hombres jugaban y jugaban; uno de ellos barajaba y repartía tranquilamente y anotaba su puntuación, mientras que el otro arrojaba siempre sus cartas al centro de la mesa con un gesto de disgusto contenido. Era evidente que le hacían trampas a Du Pont. ¿Cómo?

—Veinticinco mil es mucho dinero —dijo Bond—. ¿Cuáles eran las apuestas?

Du Pont parecía sentir vergüenza.

—Un cuarto de dólar el punto, después cincuenta centavos, y luego un dólar. Muy elevadas, supongo, con partidas de unos dos mil puntos de promedio. Incluso a un cuarto de dólar, ya sube a quinientos dólares la partida. A dólar el punto, si se pierde continuamente, es un horror.

—Alguna vez debe haber ganado.

—Por supuesto, pero de alguna manera, justo cuando yo tenía al hijo de puta listo para la matanza, él se sacaba de encima todas las cartas que podía exponer. Se escabullía. Ganaba calderilla, pero sólo cuando él necesitaba ciento veinte para abrir y yo tenía todos los comodines. Ya sabe cómo es la canasta, hay que descartarse bien. Se ponen cebos para que el de enfrente pique y te dé toda la baraja. Pero diantre, ¡parecía tener poderes ocultos! Cada vez que yo le tendía una trampa, la eludía, y casi siempre que él me ponía una a mí, yo caía en ella. En cuanto a darme la baraja, bueno, cuando él estaba en apuros escogía las cartas más condenadamente raras, se descartaba de semifallos, ases, Dios sabe de qué, y siempre le salía bien. Era como si supiese todas las cartas de mi mano.

—¿Algún espejo en la sala?

—¡Diablos, no! Siempre jugábamos al aire libre. Decía que quería ponerse moreno. Ciertamente, lo consiguió. Rojo como un tomate. Sólo jugaba por la mañana y por la tarde. Decía que si lo hacía por la noche no podía dormir.

—¿Quién es ese hombre? ¿Cómo se llama?

—Goldfinger.

—¿Nombre de pila?

—Auric. Significa dorado, ¿no? Desde luego, lo es. Tiene el cabello de un color rojo fuego.

—¿Nacionalidad?

—No lo creerá, pero es británico. Con residencia en Nassau. Aunque por el apellido se diría que es judío, no lo parece. En el Floridiana somos muy restrictivos, no le habrían dejado entrar si lo fuese. Tiene pasaporte de Nassau. Cuarenta y dos años. Soltero. De profesión, agente de bolsa. Lo he sabido por el pasaporte. Me lo dejaron ver por mediación del detective del hotel.

—¿Qué clase de agente de bolsa?

Du Pont sonrió ferozmente.

—Ya se lo pregunté. Y me respondió: «Oh, cualquier cosa que se presente». Es una persona de carácter evasivo. Se cierra en banda si se le hace una pregunta directa. Pero charla con bastante animación de cosas banales.

—¿Tiene dinero?

—¡Ah! —dijo Du Pont explosivamente—. Eso es lo más extraordinario. Está forrado. ¡Forrado de verdad! Hice que mi banco se informara sobre él en Nassau. Está podrido de dinero. En Nassau, se encuentran millonarios a diez centavos la docena, pero él está el primero o el segundo de la lista. Al parecer, guarda el dinero en lingotes de oro. Los mueve mucho por todo el mundo para beneficiarse de las fluctuaciones en el precio del oro. Actúa como un maldito banco federal. No confía en el dinero. No puedo decir que no tenga razón en esto, y si es uno de los hombres más ricos del mundo, algo bueno debe tener su sistema. Pero el tema es: si es tan rico, ¿por qué demonios quiere limpiarme unos asquerosos veinticinco de los grandes?

Un enjambre de camareros alrededor de su mesa libró a Bond de pensar una respuesta. Con gran ceremonia, una amplia fuente de plata llena de cangrejos de gran tamaño y con los caparazones y pinzas rotos, fue depositada sobre el centro de la mesa. Se colocó una salsera de plata rebosante de mantequilla fundida y una larga hilera de tostadas al lado de cada plato. Las copas de champán se llenaron de espuma rosada. Finalmente, con una zalamera sonrisa de satisfacción, el maître pasó detrás de sus asientos y, uno después de otro, les ató alrededor del cuello sendos baberos largos de seda blancos que les llegaban hasta el regazo.

Bond se acordó de Charles Laughton en el papel de Enrique VIII, pero ni Du Pont ni los comensales vecinos parecieron sorprendidos por aquella aparatosa exhibición. Du Pont lanzó un regocijado:

—¡Cada uno a lo suyo! —Reunió varios pedazos de cangrejo en su plato, los regó generosamente con mantequilla fundida y les hincó el diente. Bond siguió su ejemplo y se puso a comer, o mejor dicho a devorar, la comida más deliciosa de su vida.

Los cangrejos de piedra eran el marisco más tierno y sabroso que había probado nunca. Quedaba perfectamente contrastado por las secas tostadas y el sabor ligeramente quemado de la mantequilla fundida. El champán parecía tener un sutilísimo aroma a fresas. Estaba helado. Después de cada bocado de cangrejo, la rosada bebida dejaba el paladar limpio para el siguiente. Ambos comieron sin parar, sin apenas cambiar una palabra hasta terminar el plato.

Con un ligero eructo, Du Pont se limpió por última vez la barbilla de mantequilla con el babero de seda y se retrepó. Su rostro estaba encendido. Miró con orgullo a Bond.

—Señor Bond —dijo con reverencia—, dudo que en algún lugar del mundo alguien haya comido una cena tan buena como ésta. ¿Qué opina usted?

Bond pensó: «Yo pedía vida fácil, vida de rico. ¿Que si me gusta comer como un cerdo y escuchar observaciones como ésta?». De repente, la idea de compartir otra cena como aquélla, o cualquier otra comida, con Du Pont le repugnó. Se sintió momentáneamente avergonzado de su aversión. Era su parte puritana la que no podía aceptarlo. Había formulado su deseo, y éste no sólo se había cumplido, sino que le había atiborrado.

—No entiendo de esto —respondió Bond—, pero estaba muy bueno.

Du Pont quedó satisfecho. Pidió café. Bond rehusó el ofrecimiento de puro y licor. Encendió un cigarrillo y esperó con interés que se le presentara la oferta. Sabía que habría alguna. Era evidente que todo aquello formaba parte del señuelo. Bien, ya llegaría.

Du Pont se aclaró la garganta.

—Y ahora, señor Bond, tengo una proposición que hacerle. —Miró a Bond, tratando de captar su reacción por adelantado.

—¿Sí?

—Seguramente ha sido providencial encontrarle de aquel modo en el aeropuerto. —La voz de Du Pont era grave y sincera—. No he olvidado nunca nuestro primer encuentro en el Royale. Recuerdo todos los detalles: su sangre fría, su osadía, su manejo de las cartas. —Bond tenía la mirada en el mantel. Pero Du Pont, que ya se había cansado de su perorata, añadió apresuradamente—: Señor Bond, le pagaré diez mil dólares si se queda como invitado mío hasta que descubra cómo ese Goldfinger me gana a las cartas.

Bond lo miró a los ojos.

—Es una generosa oferta —dijo—, señor Du Pont, pero debo regresar a Londres. He de estar dentro de cuarenta y ocho horas en Nueva York para coger mi avión. Si ustedes juegan sus sesiones habituales mañana (por la mañana y por la tarde), supongo que tendría tiempo suficiente para encontrar la respuesta. Pero mañana por la noche habré de irme, tanto si puedo ayudarle como si no. ¿Hecho?

—Hecho —respondió Du Pont.

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