Goldfinger

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Primera parte: Casualidad » Capítulo 3 - El hombre que tenía agorafobia

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CAPÍTULO 3

El hombre que tenía agorafobia

El batir de las cortinas despertó a Bond. Apartó la única sábana y anduvo por la gruesa alfombra de pelo hasta la ventana panorámica que ocupaba toda una pared. Descorrió las cortinas y salió al soleado balcón.

Las baldosas, blancas y negras como un tablero de ajedrez, estaban tibias, casi calientes bajo sus pies, aunque no podían ser ni las ocho. Una brisa vigorosa llegaba soplando desde el mar, poniendo tirantes las banderas de todas las naciones que ondeaban a lo largo del embarcadero de la dársena privada para yates. La brisa era húmeda y con un fuerte olor a mar. Bond supuso que era la brisa que gustaba a los visitantes, pero que los residentes odiaban. Debía de oxidar los objetos metálicos de sus casas, manchar las páginas de sus libros, pudrir empapelados y cuadros y producir manchas de humedad en las ropas.

Doce plantas más abajo, los cuidados jardines, salpicados de palmeras y macizos de brillantes flores y trazados con pulcros senderos de grava entre avenidas de buganvillas, eran exquisitos y sosos. Unos jardineros estaban trabajando, rastrillando las veredas y recogiendo hojas con la letárgica lentitud de movimientos de los servidores negros. Dos segadoras cortaban el césped y, donde ya habían pasado, unos aspersores lanzaban graciosos pulsos de agua pulverizada.

Directamente debajo de Bond, la elegante curva del club Cabana descendía majestuosa hasta la playa: dos pisos de cabinas para cambiarse y, más abajo, una terraza salpicada de sillas y mesas y alguna ocasional sombrilla a rayas rojas y blancas. En el interior de la curva estaba el brillante óvalo verde de una piscina de dimensiones olímpicas, rodeada por fila tras fila de tumbonas con colchoneta sobre las cuales los clientes pronto estarían poniéndose morenos a cincuenta dólares diarios. Unos hombres con chaquetas blancas trabajaban entre ellas, arreglando las filas de tumbonas, dando la vuelta a las colchonetas y barriendo las colillas del día anterior. Más allá estaba la larga playa dorada y el mar, y más hombres pasaban el rastrillo por la arena, e instalaban las sombrillas y colocaban las colchonetas. No era de extrañar que la pulcra cartulina del interior del armario ropero de Bond dijese que el precio de la suite Aloha era de doscientos dólares por noche. Hizo un cálculo aproximado. Si tuviese que pagar la cuenta, en tres semanas se habría gastado el salario de todo un año. Bond sonrió alegremente para sí mismo. Entró de nuevo en la habitación, cogió el teléfono y encargó un delicioso y pródigo desayuno, un cartón de cigarrillos Chesterfield largos y los periódicos.

Cuando se hubo afeitado, tomado una ducha helada y vestido, eran las ocho. Salió al elegante salón y encontró a un camarero con uniforme de color ciruela y oro disponiendo su desayuno junto a la ventana. Bond echó una ojeada al Miami Herald. La primera plana estaba dedicada al fallo, el día anterior, de un misil balístico intercontinental norteamericano en el cercano Cabo Cañaveral y a unos malos resultados en una gran carrera de caballos en Hialeah.

Bond dejó el periódico en el suelo, se sentó y comió lentamente su desayuno pensando en los señores Du Pont y Goldfinger.

Sus pensamientos no le llevaron a ninguna conclusión. O bien Du Pont era un jugador mucho peor de cuanto él mismo se creía, lo cual parecía improbable según la lectura que hacía Bond de su carácter duro y astuto, o bien Goldfinger era un fullero. Si Goldfinger hacía trampas en el juego sin necesitar el dinero, entonces con toda seguridad también se habría enriquecido empleando ardides o prácticas poco escrupulosas a una escala mucho mayor. A Bond le interesaban los grandes criminales. Estaba ansioso por conocer a Goldfinger. Así como por descubrir el sumamente exitoso y, a la vista de los hechos, muy misterioso método de esquilmar a Du Pont. El día se presentaba muy entretenido. El ocioso Bond esperaba que se pusiese en marcha.

El plan era reunirse con Du Pont en el jardín a las diez. Simularían que Bond había llegado en avión desde Nueva York para tratar de vender a Du Pont un paquete de acciones que una compañía inglesa poseía de una propiedad canadiense de gas natural. Como el asunto era claramente confidencial, a Goldfinger no se le ocurriría pedir detalles a Bond. Acciones, gas natural, Canadá. Eso era todo lo que Bond tenía que recordar. Irían juntos hasta la terraza del club Cabana, donde se jugaba la partida, y Bond leería el periódico y observaría. Después del almuerzo, durante el cual Bond y Du Pont discutirían de sus «negocios», seguirían con la misma rutina. Cuando Du Pont le preguntó si podía facilitarle alguna otra cosa, Bond le había pedido el número de la suite de Goldfinger y una llave maestra, explicándole luego que si Goldfinger era algún tipo de tahúr profesional, o hasta un experto aficionado, viajaría con las herramientas habituales del oficio: cartas marcadas y «afeitadas», el artilugio para darse cartas por la manga, etcétera. Du Pont había dicho a Bond que le daría la llave cuando se reunieran en el jardín. No tendría dificultad alguna en conseguirla del director.

Después de desayunar, Bond se relajó y contempló el mar, en segundo término. No estaba excitado por la labor que tenía entre manos, sólo interesado y divertido. Era justo la clase de trabajo que necesitaba para lavarse el paladar después de lo de México.

A las nueve y media Bond dejó su suite y vagó por los pasillos de su planta —perdiéndose en su camino hacia el ascensor— para hacer un reconocimiento de la disposición del hotel. Después de haberse encontrado dos veces con la misma camarera, le preguntó el camino y bajó en el ascensor. Discurrió por entre los primeros madrugadores en las galerías comerciales Pineapple. Echó una ojeada a la cafetería Bamboo, al bar Rendezvous, al comedor La Tropicala, al Kittekat Klub para niños y a la discoteca BoomBoom. Luego se encaminó resueltamente al jardín. Du Pont, vestido ahora «de playa» por Abercrombie Fitch, le dio la llave maestra de la suite de Goldfinger. Fueron paseando sin prisas hacia el club Cabana y subieron por los dos cortos tramos de escaleras hasta la terraza superior.

La primera visión que Bond tuvo de Goldfinger fue sorprendente. En el extremo opuesto de la terraza, justo debajo de la fachada del hotel, un hombre estaba recostado en una tumbona con las piernas levantadas. No llevaba encima más que un eslip de satén amarillo, gafas de sol y un par de amplias aletas metálicas bajo la barbilla. Dichas aletas, que parecían sujetas alrededor del cuello, se extendían por encima de sus hombros y luego se curvaban ligeramente en puntas redondeadas.

—¿Qué demonios lleva alrededor del cuello? —preguntó Bond.

—¿Nunca ha visto uno? —Du Pont estaba sorprendido—. Es un truco para ponerse moreno. Estaño pulido. Refleja el sol hacia debajo del mentón y detrás de las orejas, lugares donde normalmente el sol no llega.

—Entendido —dijo Bond.

Cuando estaban a unos pocos metros de la figura yacente, Du Pont llamó alegremente con la que a Bond le pareció una voz demasiado fuerte.

—¡Eh, hola!

Goldfinger no se movió.

—Es muy sordo —dijo Du Pont con tono normal.

Se encontraban a los pies de Goldfinger, y Du Pont repitió su saludo.

Goldfinger se incorporó rápidamente, quitándose las gafas de sol.

—¡Hola, qué tal! —Se desprendió las aletas del cuello, las dejó cuidadosamente en el suelo junto a él y se levantó pesadamente. Observó a Bond con mirada inquisitiva.

—Tengo el gusto de presentarle al señor Bond, James Bond. Un amigo mío de Nueva York. Paisano suyo. Ha venido a verme para tratar un asunto de negocios.

Goldfinger tendió la mano.

—Encantado de conocerle, señor Bomb.

Bond le estrechó la mano. Era dura y seca. Hizo una levísima presión sobre la suya y la retiró. Durante un instante, los pálidos ojos azul claro de Goldfinger se abrieron del todo y miraron fijamente a Bond. Le atravesaron el rostro hasta la parte posterior del cráneo. Entonces los párpados cayeron, el telón se cerró sobre los rayos X y Goldfinger cogió la placa revelada y la deslizó en su sistema de archivos.

—Así que hoy no hay partida. —Su voz fue plana, descolorida. Las palabras eran más una constatación que una pregunta.

—¿Qué quiere decir con que no hay partida? —gritó Du Pont con estridencia—. ¿No pensará que voy a dejar que se quede con todo mi dinero? Tengo que recuperarlo o nunca me iré de este maldito hotel. —Du Pont se rió intensamente—. Le diré a Sam que prepare la mesa. Mi amigo James dice que no sabe mucho de cartas y que le gustaría aprender el juego. —Se volvió hacia Bond—. ¿No es así, James? ¿Seguro que estarás bien con el periódico y tomando el sol?

—Me encantará descansar un poco —dijo Bond—. He viajado demasiadas horas.

La mirada perforó de nuevo a Bond y luego se apartó.

—Voy a ponerme algo de ropa. Pensaba ir a recibir una clase de golf del señor Armour esta tarde en el Boca Ratón. Pero las cartas tienen prioridad entre mis aficiones. Mi tendencia a separar las muñecas demasiado pronto con los hierros medios tendrá que esperar. —Su mirada se posó sin interés en Bond—. ¿Juega usted al golf, señor Bomb?

Bond levantó la voz:

—En alguna ocasión, cuando estoy en Inglaterra.

—¿Y dónde juega?

—En Huntercombe.

—¡Ah!, un pequeño campo muy agradable. Yo me he hecho socio hace poco del Royal St. Marks. Sandwich está cerca de una de mis empresas. ¿Lo conoce?

—He jugado allí.

—¿Cuál es su handicap?

—Nueve.

—¡Qué coincidencia! El mismo que yo. Tenemos que jugar un partido algún día. —Goldfinger se agachó y recogió sus aletas metálicas. Se dirigió a Du Pont—: Dentro de cinco minutos estoy con usted. —Se fue andando lentamente hacia las escaleras.

A Bond le hizo gracia. Aquella nota de desdén social había sido realizada con el correcto tono distraído propio del magnate a quien en realidad le importa un bledo que alguien esté vivo o muerto; pero ya que se encuentra allí y vivo, no tiene reparos en situarlo en una categoría próxima.

Du Pont dio instrucciones a un camarero de chaqueta blanca. Otros dos estaban ya preparando una mesa de juego. Bond fue hasta la barandilla que rodeaba la terraza y miró hacia el jardín de abajo, reflexionando sobre Goldfinger.

Le había impresionado. Era uno de los hombres más tranquilos que Bond había conocido. Se notaba en la economía de sus movimientos, de sus palabras, de sus expresiones. Goldfinger no malgastaba esfuerzos inútiles y, sin embargo, había algo enroscado, comprimido, en la inmovilidad de aquel hombre.

Al levantarse Goldfinger, lo primero que chocó a Bond fue que todo él estaba desproporcionado: era bajo, de no más de un metro y medio de estatura, y sobre el grueso cuerpo y toscas piernas de campesino se hallaba situada, casi directamente encima de los hombros, una enorme cabeza que parecía perfectamente redonda. Era como si Goldfinger hubiese sido montado con piezas de otros cuerpos. Nada parecía encajar. Quizá, pensó Bond, Goldfinger tenía obsesión por el bronceado para ocultar su fealdad. Sin el camuflaje pardo rojizo, el pálido cuerpo sería grotesco. El rostro, bajo la vertical del cabello de zanahoria cortado casi al rape, resultaba tan asombroso, sin ser tan feo, como el cuerpo. Tenía forma de luna, sin el aspecto de la luna. La frente era delicada y alta y las finas cejas rojizas estaban justo encima de los grandes ojos azul claro orlados con pálidas pestañas. La nariz, carnosa y aguileña, sobresalía entre pómulos altos y mejillas más musculosas que gordas. La boca, delgada y completamente recta, se veía bien dibujada. Tenía el mentón y las mandíbulas sólidas y rebosantes de salud. En resumen, pensó Bond, era el rostro de un pensador, tal vez de un científico, despiadado, sensual, estoico y duro. Una extraña combinación.

¿Qué más podía adivinar? Bond desconfiaba siempre de los hombres bajos. Desde la infancia crecían con complejo de inferioridad. Toda la vida se afanaban por ser grandes, mucho más que quienes se habían burlado de ellos de pequeños. Napoleón era bajo, Hitler también. Los bajos causaban todas las desgracias en el mundo. ¿Y qué se podía esperar de un hombre bajo y deforme, de cabello rojo y rostro raro? Todo junto producía un auténtico y total inadaptado. Se sentían ciertamente sus represiones. Había tal energía en aquel hombre, que daba la impresión de que si se le ponía una bombilla en la boca, se encendería. La idea le hizo sonreír. ¿En qué canales descargaba Goldfinger su fuerza vital? ¿En hacerse rico? ¿En el sexo? ¿En el poder? Probablemente en los tres. ¿Cuál sería su historia? Quizás ahora era inglés, pero ¿y cuando nació? No era judío, aunque podía tener sangre judía. Ni latino, ni nada más meridional. Tampoco eslavo. Tal vez alemán… ¡No, debía de ser báltico! Tenía que proceder de allí, de uno de los viejos países bálticos. Probablemente huyó para escapar de los rusos. Habrían advertido a Goldfinger, o sus padres se olieron dificultades y lo hicieron salir a tiempo. ¿Y qué sucedió entonces? ¿Cómo se había abierto camino hasta convertirse en uno de los hombres más ricos del mundo? Algún día sería interesante averiguarlo. De momento, bastaba con descubrir cómo ganaba a las cartas.

—¿Todo listo? —gritó Du Pont a Goldfinger, que se dirigía por la terraza hacia la mesa de juego. Vestido con un traje azul oscuro bien cortado y una camisa blanca con el cuello abierto, Goldfinger componía una figura casi pasable. Pero nada podía disimular la gran cabeza como un balón de fútbol pardo y rojo, y el aparato auditivo color carne conectado a su oído izquierdo no suponía una mejora.

Du Pont se sentó de espaldas al hotel. Goldfinger se acomodó enfrente y cortó una baraja. Du Pont montó el corte, empujó la otra baraja hacia Goldfinger, le dio un golpecito para indicar que ya estaban barajadas y que no quería molestarse en cortar. Goldfinger empezó a dar.

Bond se acercó lentamente y se sentó en una silla al lado de Du Pont. Se echó hacia atrás, con aire despreocupado. Representó la comedia de doblar su periódico por la página de deportes y observó el reparto de naipes.

En cierto modo, Bond ya se lo esperaba, pero allí no había trampa. Goldfinger repartía con rapidez y eficiencia, pero sin traza del Agarre Mecánico, aquellos tres dedos curvados alrededor del lado largo de los naipes y el índice en la parte exterior del lado corto superior, el agarre que significa que se está preparado para dar las cartas de debajo o las segundas. Tampoco llevaba ningún sello para rayarlas, ni un esparadrapo en un dedo para marcarlas.

Du Pont se volvió hacia Bond.

—Reparto de quince cartas —comentó—. Se roban dos y se descarta una. Aparte de eso, las reglas Regencia corrientes. Nada de líos con los treses rojos que cuentan uno, tres, cinco u ocho, o cualesquiera de esas tonterías europeas.

Du Pont recogió sus naipes. Bond se dio cuenta de que los ordenaba como un experto, no según un valor descendiente de izquierda a derecha, ni poniendo sus comodines, de los cuales tenía dos, a la izquierda, una pauta que podría ayudar a un adversario observador. Du Pont juntaba sus cartas buenas en el centro de su mano, con las desaparejadas y las combinaciones incompletas a ambos lados.

Empezó el juego. Du Pont robó primero, una milagrosa pareja de comodines. Su cara no lo traicionó. Se descartó con aire despreocupado. Sólo precisaba otras dos cartas buenas para un cierre oculto. Pero necesitaba tener suerte. Robar dos cartas dobla las posibilidades de coger las que se necesitan, pero también dobla las de coger cartas inútiles que estropean la mano.

Goldfinger jugaba más despacio, con una lentitud casi irritante. Tras robar, una y otra vez fue de una carta a otra antes de decidir su descarte.

En su tercer turno, Du Pont había mejorado su mano hasta el punto de que sólo necesitaba una de cinco cartas para salir y cerrar, cogiendo a su adversario con un montón de cartas que se contarían en su contra. Como si Goldfinger se diera cuenta del peligro que corría, abrió con cincuenta e hizo una canasta con tres comodines y cuatro cincos. También se sacó de encima algunas combinaciones más y terminó con sólo cuatro cartas en la mano. En cualquier otra circunstancia, habría sido una jugada ridículamente mala, pero tal como fue, había ganado unos cuatrocientos puntos en lugar de perder más de cien, pues en su siguiente turno el Sr. Du Pont completó su mano y, con la mayor parte de su triunfo evaporado por la espantada de Goldfinger, cerró oculto con las dos canastas precisas.

—Por Dios que esta vez casi lo destrozo. —La voz de Du Pont tuvo un deje de exasperación—. ¿Qué demonios le ha hecho salir corriendo?

—He olido el peligro —dijo Goldfinger con indiferencia. Contó sus puntos, los anunció y los anotó, esperando mientras Du Pont hacía lo mismo. Luego cortó el mazo, se echó hacia atrás y observó a Bond con educado interés.

—¿Estará aquí mucho tiempo, señor Bomb?

Bond sonrió.

—Es Bond, B-O-N-D. No, tengo que regresar a Nueva York esta noche.

—¡Qué pena! —La boca de Goldfinger se curvó en un cortés lamento. Volvió a sus cartas y la partida prosiguió. Bond cogió su periódico y miró, sin verlos, los resultados de béisbol, mientras escuchaba la tranquila rutina del juego. Goldfinger ganó la mano, así como la siguiente y la otra. Ganó la partida. La diferencia era de mil quinientos puntos: mil quinientos dólares para Goldfinger.

—¡Ya estamos otra vez! —sonó lastimera la voz de Du Pont.

Bond bajó el periódico.

—¿Es que gana a menudo?

—¡A menudo! —la voz fue un bufido—. ¡Gana siempre!

Cortaron de nuevo y Goldfinger empezó a dar.

—¿No se juegan nunca el sitio? —preguntó Bond—. Con frecuencia he visto que cambiar de sitio ayuda a la suerte. Tentar a la fortuna y todo eso.

Goldfinger paró de repartir y dirigió una mirada seria a Bond.

—Desgraciadamente, señor Bond, eso no es posible o yo no podría jugar. Como le expliqué al señor Du Pont en nuestra primera partida, padezco una oscura enfermedad, agorafobia, es decir, terror a los espacios abiertos. No soporto el horizonte abierto, tengo que sentarme de cara al hotel. —Continuó repartiendo.

—¡Oh, lo siento mucho! —La voz de Bond mostraba seriedad e interés—. Realmente, es un mal extraño. Siempre he entendido la claustrofobia, pero no su inversa. ¿Cómo se le originó?

Goldfinger recogió sus cartas y empezó a ordenar su mano.

—No tengo ni idea —dijo tranquilamente.

Bond se levantó.

—Bueno, creo que voy a estirar un poco las piernas. Me acercaré a ver cómo está la piscina.

—Buena idea —dijo Du Pont jovial—. Tómatelo con calma, James. Tenemos tiempo de sobra para hablar de negocios durante el almuerzo. Esta vez procuraré pasar por la piedra a mi amigo Goldfinger en lugar de al revés. Nos vemos luego.

Goldfinger no levantó la mirada de sus cartas. Bond se alejó con paso lento por la terraza, paseando delante de algún ocasional cuerpo echado, hasta la barandilla del extremo opuesto que daba sobre la piscina. Permaneció allí un rato, contemplando las hileras de carnes rosadas, morenas y blancas tendidas abajo en las tumbonas. Hasta su nariz ascendió un fuerte olor a aceite bronceador. En la piscina había unos cuantos niños y jóvenes. Un hombre, evidentemente un saltador profesional, quizá el profesor de natación, estaba en el trampolín. Se equilibró sobre las puntas de los pies, como un musculoso dios griego de cabello rubio. Botó una sola vez y voló hacia afuera y abajo, con los brazos extendidos como alas, que luego juntó en forma de flecha para hender el agua por donde tenía que pasar el cuerpo. El impacto dejó sólo una pequeña turbulencia. El saltador salió del agua como un resorte, sacudiendo juvenilmente la cabeza. Hubo unos cuantos aplausos. El hombre braceó con lentitud por la piscina con la cabeza sumergida y los hombros moviéndose con despreocupado vigor. Bond pensó: «¡Buena suerte! No podrás seguir haciendo esto más de cinco o seis años». Los saltadores de trampolín no pueden hacerlo durante mucho tiempo a causa de los repetidos golpes del cráneo contra el agua. Junto con los saltos de esquí, que tienen el mismo efecto contundente en todo el cuerpo, el salto de trampolín es el deporte de menor duración. Bond retransmitió mentalmente al saltador:

«¡Date prisa en sacar todo lo que puedas! Dedícate al cine ahora que aún tienes el cabello rubio».

Bond se giró y miró atrás en la terraza a los dos jugadores de canasta bajo la vertical del hotel. De modo que a Goldfinger le gustaba estar de cara al hotel. ¿O acaso quería que Du Pont estuviese de espaldas al mismo? ¿Y por qué? ¿Cuál era la suite de Goldfinger? La 200, la suite Hawai; la de Bond, en el piso más alto, era la 1200. Por tanto, si todo era simétrico, la suite de Goldfinger estaría directamente debajo de la de Bond, pero en la segunda planta, a unos dieciocho metros por encima de la terraza del club Cabana, a dieciocho metros de la mesa de juego. Bond contó hacia atrás. Examinó cuidadosamente la fachada donde debían estar los aposentos de Goldfinger. Nada. Un balcón soleado y vacío. Una puerta abierta al oscuro interior de la suite. Bond midió distancias y ángulos. Sí, debía ser así. ¡Así tenía que ser! ¡Muy listo el señor Goldfinger!

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