Goldfinger

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Primera parte: Casualidad » Capítulo 7 - Pensamientos en un Aston Martin

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CAPÍTULO 7

Pensamientos en un Aston Martin

Bond siguió al coronel Smithers hasta el ascensor. Mientras lo esperaban, echó un vistazo por la alta ventana del final del pasillo. Daba al profundo pozo del patio posterior del Banco. Un pulcro camión color chocolate sin rótulos había entrado en el patio por las puertas de acero triples. Del mismo, estaban siendo descargadas unas cajas cuadradas de cartón y puestas en una corta cinta transportadora que desaparecía en las entrañas del Banco.

El coronel Smithers se acercó.

—Billetes de cinco libras —comentó—. Recién sacados de nuestra imprenta de Loughton.

Llegó el ascensor y entraron en él. Bond dijo:

—Los nuevos no me causan muy buena impresión —dijo Bond—. Se parecen a los de cualquier otro país. Los antiguos eran los billetes más bonitos del mundo.

Cruzaron el vestíbulo de entrada, débilmente iluminado y desierto.

—A decir verdad —dijo el coronel Smithers—, pienso lo mismo. El problema era que aquellas falsificaciones que hizo el Reichsbank[9] durante la guerra eran muy buenas, demasiado. Cuando los rusos capturaron Berlín, entre el botín se apoderaron de las planchas. Aunque se las pedimos al Banco Narodni, rehusaron entregárnoslas. Nosotros y el Tesoro lo consideramos demasiado peligroso. En cualquier momento, si Moscú lo hubiese querido así, habrían podido desencadenar un gran ataque contra nuestra moneda. Tuvimos que retirar los viejos billetes de cinco. Los nuevos no son gran cosa, pero por lo menos les costaría muchísimo falsificarlos.

El guardia nocturno les dejó salir hacia las escaleras. La calle Threadneedle estaba casi desierta. Empezaba la larga noche de la City. Bond se despidió del coronel Smithers y se encaminó hacia el metro. Nunca se había parado a pensar mucho sobre el Banco de Inglaterra, pero una vez había estado en su interior, decidió que la Vieja Dama de la calle Threadneedle podía ser una anciana, pero aún le quedaban unos cuantos dientes.

Bond tenía instrucciones de informar a M a las seis y así lo hizo. El rostro de M ya no era sonrosado y reluciente. La larga jornada lo había maltratado, sometido a tensión, arrugado. Cuando Bond entró y se sentó al otro lado del escritorio, se percató del esfuerzo consciente de M para aclarar su mente y enfrentarse al nuevo problema que el día le planteaba. M se enderezó en su sillón y cogió la pipa.

—¿Y bien?

Bond, que conocía la falsa beligerancia de aquel ladrido concreto, le contó lo esencial de la historia en menos de cinco minutos.

—Supongo que nos tendremos que encargar nosotros —dijo M pensativo cuando Bond hubo terminado—. No entiendo una palabra sobre la libra, los tipos de interés y todo eso, pero todo el mundo parece tomárselo muy en serio. Personalmente, yo hubiese jurado que la fuerza de la libra dependía de lo duro que trabajáramos los británicos y no de cuánto oro poseemos. Los alemanes no tenían mucho oro después de la guerra. Mire dónde están sólo en diez años. Sin embargo, ésta debe ser una respuesta demasiado fácil para los políticos, o, más probablemente, demasiado difícil. ¿Tiene alguna idea sobre cómo meterse con ese Goldfinger? ¿Hay forma de acercársele ofreciéndose a hacerle algún trabajo sucio o algo así?

—No llegaría a ningún lado dándole coba —respondió Bond pensativo—, pidiéndole trabajo, ni nada por el estilo, señor. Diría que es la clase de hombre que sólo respeta a las personas que son más duras y astutas que él. Le di una paliza y el único mensaje que recibí de él fue que le gustaría jugar al golf conmigo. Quizás lo mejor sea hacer exactamente esto.

—Buena manera para uno de mis mejores hombres de pasar el tiempo. —El sarcasmo en la voz de M fue cansino, resignado—. De acuerdo. Hágalo. Pero si lo que dice es cierto, será mejor que le gane. ¿Cuál será su historia de cobertura?

Bond se encogió de hombros.

—Aún no lo he pensado, señor. Quizás es mejor que decida dejar Universal Export. No tiene futuro. Mientras estoy de vacaciones busco algo. Estoy pensando en irme a Canadá. Me he hartado de esto. Algo así. Pero tal vez es mejor que juegue según vaya viendo las cartas. No le considero una persona fácil de engañar.

—De acuerdo. Informe de sus progresos. Y no piense que no estoy interesado en este caso. —La voz de M cambió, así como su expresión. Sus ojos se hicieron apremiantes, dominantes—. Voy a darle una información que el Banco no ha dado. Resulta que yo también sé el aspecto que tienen los lingotes de Goldfinger. En realidad, hoy he tenido uno de ellos en mis manos, con la Z grabada y todo. Llegó con la redada que hicimos la semana pasada cuando se «incendió» la oficina del director local de Redland en Tánger. Habrá visto las marcas. Bien, es el vigésimo de esos lingotes de oro que ha llegado a nuestras manos desde la guerra.

—Pero ese lingote de Tánger —lo interrumpió Bond— salió de la caja fuerte de SMERSH.

—En efecto, ya lo he comprobado. Los otros diecinueve lingotes con la Z grabada han sido cogidos a agentes de SMERSH. —M hizo una pausa. Dijo suavemente—: ¿Sabe, 007?, no me sorprendería en absoluto que Goldfinger resultara ser el banquero en el extranjero, el tesorero como si dijéramos, de SMERSH.

James Bond aceleró el Aston Martin en el último par de kilómetros de recta y efectuó una reducción deportiva a tercera y luego a segunda en la pequeña cuesta, antes de la inevitable lentitud del tráfico al cruzar Rochester. Retenido por la tenaza de terciopelo de los discos delanteros, el motor expresó su protesta con un suave petardeo de los tubos de escape gemelos. Bond puso otra vez tercera, superó el semáforo al final de la bajada y se situó con resignación detrás de la caravana que se arrastraría durante un cuarto de hora, si tenía suerte, a lo largo de Rochester y Chatham.

Bond volvió a poner segunda y dejó el coche a su paso. Alcanzó la ancha cajetilla metálica de cigarrillos Morland del asiento de al lado, sacó uno sin mirar y lo encendió con el mechero del tablero de instrumentos.

Había escogido la A2 en lugar de la A20 para ir a Sandwich, porque quería echar una mirada rápida a la tierra de Goldfinger, a Reculver y a aquellas extensiones abandonadas y melancólicas del Támesis que Goldfinger había escogido como madriguera. Cruzaría a continuación la isla de Thanet hasta Ramsgate, dejaría su bolsa en el Channel Packet, tomaría un almuerzo temprano y saldría hacia Sandwich.

El coche era de la organización. A Bond le ofrecieron el Aston Martin DB III o un Jaguar 3.4. Se había quedado con el DB III. Cualquiera de los dos coches habría convenido a su cobertura, un joven acomodado y bastante aventurero, con afición a las cosas buenas y rápidas de la vida. Pero el DB III tenía la ventaja de un tríptico actualizado, de un discreto color gris acorazado y ciertos extras que podrían resultarle útiles o no: mandos para alterar el tipo y color de las luces anteriores y posteriores, si de noche era seguido o seguía a alguien; parachoques de acero reforzados, delante y detrás, por si tenía que embestir; un Colt 45 de cañón largo en un compartimiento secreto bajo el asiento del conductor; un receptor de radio, sintonizado para captar un aparato llamado Homero, y gran cantidad de espacios ocultos que engañarían a la mayoría de agentes de aduanas.

Bond vio una oportunidad y ganó cincuenta metros, deslizándose en un hueco de diez metros dejado por un turismo familiar de reacciones lentas. El conductor, que llevaba el distintivo infalible del mal conductor, un sombrero encasquetado firmemente en el centro exacto de la cabeza, dio un bocinazo irritado. Bond sacó el brazo por la ventanilla y levantó un puño enigmáticamente cerrado. La bocina calló.

Y ahora, se preguntó, ¿qué pensar de esa hipótesis de M? No carecía de sentido. Los rusos tenían reconocida fama de incompetencia para pagar a sus hombres. Sus centros siempre se quedaban sin fondos y sus agentes se quejaban a Moscú de no poder hacer ni una comida decente siquiera. Tal vez SMERSH no obtenía las divisas necesarias del ministerio del Interior. O quizás el ministerio del Interior no las podía obtener del ministerio de Hacienda. Pero siempre había ocurrido lo mismo: problemas financieros interminables que eran causa de oportunidades perdidas, promesas rotas y un peligroso despilfarro de tiempo de radio. Por eso sería lógico tener un astuto cerebro financiero en algún lugar fuera de Rusia que pudiera, no sólo transferir fondos a los centros, sino también, en este caso, generar los beneficios suficientes como para hacer que los centros de SMERSH funcionaran en el extranjero sin ayuda financiera de Moscú. Y no sólo eso. Al mismo tiempo, Goldfinger erosionaba sensiblemente la base monetaria de un país enemigo.

Si aquello tenía algo de cierto, era típico de SMERSH: un brillante esquema, impecablemente llevado a cabo por un hombre excepcional. Y eso, reflexionó Bond mientras subía rugiendo la cuesta de entrada a Chatham, adelantando a media docena de vehículos, explicaría en parte la codicia de Goldfinger por conseguir más y más dinero. La devoción a la causa, a SMERSH y quizá la perspectiva de una Orden de Lenin serían el estímulo para hacerse hasta con diez o veinte mil dólares si las probabilidades eran correctas o podían ajustarse favorablemente. Los fondos para la Revolución Roja, para la disciplina del terror que era la particular especialidad de SMERSH, nunca serían bastantes. Goldfinger no ganaba el dinero para sí mismo. Lo hacía para la conquista del mundo. El pequeño riesgo de ser descubierto, como lo había sido por Bond, no significaba nada. ¿Por qué? ¿Qué condena conseguiría el Banco de Inglaterra si pudiera hacer públicas todas y cada una de sus operaciones anteriores? ¿Dos años? ¿Tres?

El tráfico se hacía menos denso por las afueras de Gillingham. Bond volvió a ir más rápido, pero con tranquilidad, sin apresuramientos, siguiendo sus reflexiones mientras manos y pies efectuaban sus movimientos automáticamente.

Por consiguiente, el año treinta y siete SMERSH debió haber enviado a Goldfinger con su cinturón de oro alrededor de su joven cintura. Habría demostrado sus aptitudes especiales, sus inclinaciones adquisitivas, durante su formación en la escuela de espías de Leningrado. Le habrían dicho que estallaría una guerra, que tenía que ocultarse y empezar a acumular oro en secreto.

Goldfinger nunca tenía que ensuciarse las manos, ni verse nunca con agente alguno, no debía recibir ni transmitir nunca ningún mensaje. Debían haber establecido cierta rutina. «Vauxhall del 39 de segunda mano. Adjudicado a la primera oferta de 1000 libras», «Rover inmaculado, 2000 libras», «Bentley, 5000 libras»… Siempre un anuncio que no atrajera la atención o algo de correspondencia. Los precios serían demasiado elevados y la descripción inadecuada. Quizás en la sección de anuncios personales del Times. Y, obediente, Goldfinger dejaría el lingote de dos mil libras o el de cinco mil en el primero de una larga, muy larga, serie de buzones acordados en Moscú antes de irse. Un puente concreto, un árbol hueco, bajo una piedra en algún lugar de un arroyo, en cualquier sitio de Inglaterra. Y jamás, bajo ningún concepto, volvería a visitar aquel buzón. Correspondía a Moscú hacer que el agente llegara al tesoro escondido.

Más tarde, después de la guerra, cuando Goldfinger hubiese prosperado, convirtiéndose en un hombre importante, los buzones ya no serían puentes o árboles. Se le darían fechas y números de cajas de seguridad o casilleros de consignas en estaciones. Pero seguiría en vigor la norma de que Goldfinger nunca debería volver a la escena, y no exponerse jamás. Quizás sólo recibía instrucciones una vez al año, en un encuentro casual en un parque o por medio de una carta deslizada en su bolsillo durante un viaje en tren. Pero siempre serían lingotes de oro, anónimos, imposibles de rastrear si eran capturados, salvo por la minúscula Z que su vanidad había labrado en su obra y con la cual un gris sabueso del Banco de Inglaterra llamado coronel Smithers se había tropezado en el curso de su labor.

Bond circulaba por los interminables huertos de los agricultores de Faversham. El sol se había asomado por detrás de la niebla de Londres. Se veía el distante brillo del Támesis a su izquierda. Había tráfico en el río: largos petroleros relucientes, rechonchos mercantes, antediluvianos pontones holandeses… Bond abandonó la carretera de Canterbury y pasó a la incongruentemente suntuosa autovía que discurre por el mundo de bungalows baratos de las áreas de vacaciones: Whitstable, Herne Bay, Birchington, Margate. Continuó sin prisas a ochenta por hora, sosteniendo con poca firmeza el volante, mientras oía el sosegado ronroneo de los tubos de escape, a cuyo compás encajaba las piezas de sus pensamientos en el rompecabezas, al igual que había hecho dos noches antes con el rostro de Goldfinger en el Retrato Robot.

Y, reflexionaba Bond, al tiempo que Goldfinger inyectaba un millón, dos millones de libras al año en las sangrientas fauces de SMERSH, amontonaba sus reservas, continuaba aumentándolas. Mientras hacía que trabajaran para él siempre que las probabilidades eran favorables, acumulaba el excedente para el día en que las trompetas del Kremlin sonasen y todos los recursos áureos fueran movilizados. Y nadie fuera de Moscú había seguido el proceso, nadie sospechaba que Goldfinger, el joyero, el metalúrgico, el residente en Reculver y en Nassau, el respetable socio del Blades, del Royal St. Marks de Sandwich, era uno de los mayores conspiradores de todos los tiempos, que había financiado el asesinato de centenares, quizá millares de víctimas de SMERSH por todo el mundo. SMERSH, Smiert Spionam, Muerte a los Espías, ¡el aparato criminal del Presidium[10]! Y sólo M lo sospechaba, sólo Bond lo sabía. Y allí estaba Bond, lanzado contra aquel hombre por una serie de casualidades, un rosario de coincidencias que había empezado con la avería de un avión en el otro extremo del mundo.

Bond sonrió para sí con acritud. Con cuánta frecuencia había sucedido eso en su profesión, la minúscula bellota de coincidencia que se había encumbrado en el poderoso roble cuyas ramas oscurecían el cielo. Y, una vez más, se ponía en marcha para derribar aquel peligroso desarrollo. ¿Con qué? ¿Con una bolsa de palos de golf?

Un Ford Popular repintado de color azul celeste con grandes guardabarros amarillos iba circulando por el centro de la calzada. Bond dio un par de toques cortos y educados a la bocina. No hubo reacción. El Ford Popular iba a unos sesenta y cinco kilómetros por hora. ¿Por qué querría alguien ir a más de esa respetable velocidad? El del Ford encorvó obstinadamente sus hombros y siguió su marcha. Bond le lanzó un fuerte bocinazo, esperando que se apartara. Tuvo que frenar cuando el otro no se apartó. ¡Maldito tipo! ¡Por supuesto! La tensa figura habitual, con las manos demasiado altas en el volante y el inevitable sombrero, esta vez un bombín negro horrible, sobre una gran cabeza en forma de obús. En fin, pensó Bond, al fin y al cabo se trataba de la úlcera de estómago del otro. El hombre redujo y el DB III pasó desdeñoso por el interior a toda velocidad. «¡Estúpido hijo de puta!».

Ocho kilómetros más adelante Bond cruzaba el dantesco mundo televisivo de Herne Bay. El aullido de Manston sonaba a lo lejos, a su derecha. Un escuadrón de tres Super Sabres se disponía a aterrizar. Pasaron en vuelo rasante bajo el horizonte de su derecha como si se hundieran en la tierra. Con la mitad de su mente Bond oyó el rugido de sus reactores mientras aterrizaban y se deslizaban hasta los hangares. Llegó a un cruce. Hacia la izquierda, el poste indicador señalaba Reculver. Debajo había un símbolo de monumento antiguo por la iglesia de Reculver. Bond frenó, pero no se detuvo. Nada de merodear. Continuó circulando despacio, con los ojos bien abiertos. La línea de costa estaba demasiado expuesta para que un pesquero hiciera otra cosa que no fuese atracar o fondear. Era probable que Goldfinger hubiera utilizado Ramsgate, un puerto bastante pequeño. La aduana y la policía seguramente sólo estaban atentos al brandy que llegaba de Francia. Había un tupido grupo de árboles entre la carretera y la orilla. Bond tuvo una visión momentánea de tejados y de una chimenea de fábrica de mediano tamaño con un delgado penacho de humo ligero o de vapor. Debía ser allí. Pronto llegó a la puerta de una larga avenida. Un cartel discretamente autoritario decía: ALEACIONES THANET, y debajo: prohibida la entrada excepto por negocios. Todo muy respetable. Bond siguió adelante, despacio. No había nada más que ver. Tomó el siguiente giro a la derecha, a través de la planicie de Manston hasta Ramsgate.

Eran las doce. Bond inspeccionó su habitación, una doble con baño, en el piso superior del Channel Packet. Desempaquetó sus pocas pertenencias y luego bajó a la cafetería, donde se tomó un vodka con tónica y dos bocadillos de jamón. Luego volvió al coche y condujo lentamente hasta el Royal St. Marks, en Sandwich.

Bond llevó sus palos a la tienda del profesional y entró hasta el taller. Alfred Blacking estaba poniendo empuñadura nueva a un driver[11].

—Hola, Alfred.

El profesional levantó la mirada. Su rostro tostado y curtido por el sol se quebró en una amplia sonrisa.

—¡Que me aspen si no es el señor James! —Se estrecharon las manos—. Debe hacer quince o veinte años. ¿Qué le trae por aquí, señor? Precisamente alguien me dijo hace poco que estaba usted en el servicio diplomático o algo así. Siempre en el extranjero. ¡Caramba! ¿Todavía con aquel golpe plano, señor? —Alfred Blacking juntó sus manos e hizo un movimiento en arco bajo y plano.

—Mucho me temo que sí, Alfred. Nunca he tenido tiempo de corregirlo. ¿Cómo están la señora Blacking y Cecil?

—No me puedo quejar, señor. Cecil quedó subcampeón en el campeonato de Kent el año pasado. Debería ganarlo este año si puede dejar la tienda y salir al campo un poco más.

Bond apoyó sus palos contra la pared. Estaba contento de encontrarse allí de nuevo. Todo seguía igual. Hubo un tiempo, cuando aún no tenía veinte años, en que había hecho dos recorridos diarios en St. Marks. Blacking siempre había querido cogerlo por su cuenta. «Un poco de práctica, señor James, y tendría handicap cero. En serio, de verdad lo conseguiría. ¿Para qué quiere quedarse siempre alrededor de seis? Lo tiene todo excepto ese golpe plano y el querer enviar la bola fuera de la vista, cuando no hay necesidad de ello. Y tiene el temperamento. Un par de años, quizás sólo uno, y le tendría en el campeonato amateur». Pero algo le dijo a Bond que no habría mucho golf en su vida y que si le gustaba el juego, sería mejor que se olvidase de las lecciones y que jugase tanto como pudiese. Sí, debía hacer unos veinte años desde que hizo su último recorrido en St. Marks. Jamás había vuelto, ni cuando surgió aquel condenado asunto del Moonraker en Kingsdown, dieciséis kilómetros más allá, en la costa. Quizás había sido sentimentalismo. Desde lo de St. Marks, Bond había jugado mucho al golf durante los fines de semana cuando estaba en el cuartel general. Pero siempre en los campos de los alrededores de Londres: Huntercombe, Swinley, Sunningdale, el Berkshire. El handicap de Bond había subido hasta nueve. Pero era un nueve auténtico, y tenía que serlo con los partidos que le gustaba jugar, los nassaus[12] a diez libras con los duros y joviales hombres que estaban siempre tan ansiosos de invitarte a un par de kümmels[13] después de comer.

—¿Hay alguna posibilidad de jugar, Alfred?

Blacking miró por la ventana de atrás el espacio para aparcar que rodeaba la alta asta de la bandera. Movió la cabeza.

—No tiene muy buen aspecto, señor. No vienen muchos jugadores a mitad de semana en esta época del año.

—¿Y contigo?

—Lo siento, señor. No estoy libre. Juego con un socio del club. Es un compromiso fijo, cada día a las dos. Y el problema es que Cecil ha ido a Princes a practicar un poco para el campeonato. ¡Qué condenada lata! —Alfred jamás empleaba una palabra más fuerte—. Tenía que pasar. ¿Cuánto tiempo se quedará, señor?

—No mucho. No te preocupes. Daré unos golpes a una bola por ahí con un caddie. ¿Quién es ese individuo con quien juegas?

—Un tal señor Goldfinger, señor. —El tono de Alfred era desalentador.

—¡Ah, Goldfinger! Sé de quien se trata. Lo conocí el otro día en América.

—¿Ah sí, señor? —Resultaba evidente que a Alfred se le hacía difícil creer que alguien conociese al señor Goldfinger. Observó atentamente el rostro de Bond en busca de alguna reacción más.

—¿Es bueno?

—Así, así, señor. Un nueve muy justito.

—Ha de tomarse el juego muy en serio si juega contigo cada día.

—Bueno, sí, señor. —Su rostro tenía la expresión que Bond recordaba tan bien. Significaba que Blacking tenía una opinión desfavorable de un socio concreto, pero era un empleado del club demasiado bueno para transmitirla.

Bond sonrió.

—No has cambiado, Alfred. Lo que quieres no decir es que nadie más se ofrece a jugar con él. ¿Te acuerdas de Farquharson? Era el jugador más lento de Inglaterra. Te recuerdo haciendo un recorrido tras otro con él hace veinte años. ¿Qué pasa con Goldfinger?

El profesional se echó a reír.

—El que no ha cambiado es usted, señor James. Siempre ha sido puñeteramente curioso. —Se acercó un paso y bajó la voz—. La verdad es, señor, que algunos socios piensan que el señor Goldfinger es un poco marrullero. Ya sabe, mejora su bola y todo eso. —Alfred cogió el driver que sostenía, adoptó la postura correcta, miró hacia un agujero imaginario y movió el extremo del palo hacia arriba y hacia abajo sobre el suelo, como si golpeara una bola imaginaria—. Veamos, ¿está para jugarla con una madera-2? ¿Qué opinas, caddie?

Alfred Blacking rió entre dientes.

—Bueno —prosiguió—, claro, cuando ha terminado de dar golpes al terreno de detrás de la bola, ésta se ha elevado un par de centímetros y está para una madera-2. —La cara de Alfred Blacking se aproximó de nuevo. Dijo evasivo—: Pero no son más que habladurías, señor. Yo nunca he visto nada. Un caballero poco hablador. Tiene una casa en Reculver. Solía venir mucho por aquí, pero en los últimos años ha venido a Inglaterra sólo durante unas semanas cada vez. Telefonea y pregunta si alguien quiere jugar, y cuando no hay nadie, contrata a Cecil o a mí. Esta mañana ha llamado preguntando si había alguien por aquí. A veces se deja caer algún foráneo. —Alfred Blacking miraba inquisitivo a Bond—. ¿Supongo que no querrá jugar con él esta tarde? Parecerá raro estando usted aquí y buscando un partido. Sobre todo si le conoce. Usted podría pensar que he tratado de quedármelo para mí o algo así. Eso no estaría bien.

—Tonterías, Alfred. Tú necesitas ganarte la vida. ¿Por qué no jugamos un partido de tres?

—No quiere, señor. Dice que son demasiado lentos, y yo estoy de acuerdo. No se preocupe por mi tarifa. Hay mucho trabajo pendiente en la tienda y estaré encantado de dejarlo por una tarde. —Alfred Blacking consultó su reloj—. Llegará en cualquier momento. Tengo un caddie para usted. ¿Se acuerda de Hawker? —Alfred Blacking se rió con indulgencia—. El mismo viejo Hawker. Él también estará encantado de verle de nuevo por aquí.

—Bueno, gracias, Alfred. Tengo interés en ver cómo juega ese tipo. Pero ¿te importaría contar otra historia? Digamos que me he dejado caer por tu negocio para hacerme arreglar un palo.

Antiguo socio. Solía jugar aquí antes de la guerra. Y necesito una madera-4 de todas formas. La que me vendiste ha empezado a abrirse un poco por las juntas. Coméntalo de manera despreocupada. No digas que has mencionado que él estaba por aquí. Me quedaré en la tienda para que pueda decidir sin ofenderse; tal vez no le gusta mi cara, o algo así. ¿De acuerdo?

—Muy bien, señor James. Déjemelo a mí. Ahí llega su coche, señor. —Blacking señaló por la ventana. A unos ochocientos metros, un coche amarillo claro estaba girando desde la carretera para tomar la avenida privada—. Un armatoste de aspecto curioso. El tipo de automóvil que solíamos ver por aquí cuando yo era un muchacho.

Bond contempló el viejo Silver Ghost avanzar majestuoso por la avenida hacia el club. ¡Era toda una belleza! El sol relucía en el cromado radiador y en el capó de aluminio que recubría el motor invertido bajo la alta pantalla perpendicular de vidrio del parabrisas. El portaequipajes del techo de la pesada carrocería de limusina en forma de carroza —tan fea veinte años atrás, tan extrañamente bonita en la actualidad— era de latón bruñido, al igual que los faros Lucas «King of the Road» —que miraban altivos la carretera a su frente— y la ancha boca de la vieja boa que era la bulbosa bocina. El coche entero, excepto el techo, las rayas de la carrocería y los paneles curvos bajo las ventanillas, que eran negros, era de color amarillo claro. A Bond le pasó por la cabeza que el presidente sudamericano lo había acaso copiado de la famosa escudería amarilla que lord Lonsdale había conducido para ir al Derby y a Ascot.

¿Y ahora qué? En el asiento del conductor se sentaba una figura con guardapolvo y gorra color café con leche, con la gran cara redonda oculta tras unas gafas de piloto negras. A su lado había una achaparrada figura de negro, con un sombrero hongo encasquetado en la cabeza. Las dos figuras miraban al frente con una curiosa inmovilidad. Era casi como si llevaran un coche fúnebre.

El vehículo se acercaba. Los seis pares de ojos —los de los dos hombres y los grandes globos gemelos del coche— parecían mirar a Bond a través de la pequeña ventana.

En un gesto instintivo, Bond dio unos pasos atrás hacia los oscuros escondrijos del taller. Se percató del movimiento y sonrió para sí. Cogió el putter de alguien, se inclinó y, con aire pensativo, simuló un golpe a un nudo del suelo de madera.

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