Goldfinger

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Segunda parte: Coincidencia » Capítulo 9 - La miel en los labios

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CAPÍTULO 9

La miel en los labios

Goldfinger ya había puesto su bola en el tee. Bond caminó lentamente detrás de él, seguido por Hawker. Bond se detuvo y se inclinó sobre su driver.

—Creí que había dicho que jugaríamos según las normas estrictas del golf, pero le concederé este putt. Eso le coloca uno arriba.

Goldfinger asintió con gesto seco. Llevó a cabo su práctica de rutina y ejecutó su excelente y seguro drive.

El segundo hoyo tiene trescientos cuarenta metros, con un ángulo cerrado a la izquierda y profundos búnkers transversales para disuadir al jugador de tomar la ruta directa. Pero había una ligera brisa favorable. Goldfinger usaría un hierro-5 en su segundo golpe. Bond decidió intentar tenerlo más fácil y necesitar sólo un wedge para alcanzar el green. Se concentró y golpeó la bola con fuerza directamente hacia los búnkers. La brisa proporcionó un ligero empuje y dio alas a la bola para superarlos. Ésta cayó y desapareció en una hendedura justo antes del green. Un cuatro, con posibilidades de tres.

Goldfinger se alejó sin hacer comentarios. Bond alargó el paso y lo alcanzó.

—¿Cómo va su agorafobia? ¿No se resiente de ella con todo ese espacio abierto?

—No.

Goldfinger se desvió a la derecha. Observó la distante y medio oculta bandera, planeando su segundo golpe. Cogió su hierro-5 y dio un golpe bueno y estudiado que hizo un mal impacto antes del green y cayó en la espesa hierba de la izquierda. Bond conocía aquel terreno. Goldfinger tendría suerte si podía salir de allí en dos golpes.

Bond caminó hasta su bola, cogió el wedge y golpeó suavemente la bola, colocándola en el green con mucho efecto de frenado. La bola se retuvo y quedó a un metro más allá del hoyo. Goldfinger ejecutó un estimable golpe, pero falló el putt de tres metros y medio. Bond disponía de dos golpes para embocar desde un metro. No esperó a que le diesen el hoyo, sino que subió y ejecutó el putt. La bola quedó corta por un par de centímetros. Goldfinger se fue del green. Bond introdujo la bola. Empatados.

El tercero es un difícil par tres de doscientos veinte metros, sin visión de la bandera desde el tee. Bond eligió su madera-2 y dio un buen golpe. Debía estar en el green o cerca. El drive rutinario de Goldfinger fue bien ejecutado, pero probablemente no tenía fuerza suficiente para superar el tramo final del rough y rodar hasta la plataforma del green. En efecto, la bola de Goldfinger estaba en lo alto del terraplén que protegía el rough. Había quedado en una desagradable posición colgante, con un matojo de hierba bajo la bola. Goldfinger se paró y observó la posición. Parecía estar considerando su decisión. Pasó junto a la bola para pedir un palo al caddie. Su pie izquierdo pisó justo detrás de la bola, aplastando el matojo. Ahora Goldfinger podía coger el putter. Así lo hizo, consiguiendo que la bola rodara por el terraplén hacia el hoyo. Se detuvo a un metro del mismo.

Bond frunció el entrecejo. En el golf, el único remedio contra un tramposo es no volver a jugar con él. Pero eso de nada servía en aquel partido. Bond no tenía intención de jugar otra vez con aquel tipo. Y tampoco servía de nada empezar una discusión del tipo «usted ha hecho», «yo no he hecho», a menos que pillara a Goldfinger haciendo algo aún más escandaloso. Bond tenía que tratar de vencerle, trampas incluidas.

Ahora el putt de seis metros y medio de Bond no era ninguna broma. No era cuestión de intentar embocar, tenía que concentrarse en dejarla muerta. Como es habitual cuando se juega para asegurar, la bola quedó corta, más de un metro. Bond se esforzó mucho en el putt y lo embocó sudando. Apartó la bola de Goldfinger de un golpe. Pensaba seguir concediéndole putts no del todo claros hasta que repentinamente Bond le pediría embocar uno de ellos. Quizás entonces aquél parecería un poco más difícil.

Seguía el empate. El cuarto hoyo tiene cuatrocientos veinte metros. Se ejecuta un drive por encima de uno de los búnkers más altos y profundos del Reino Unido y luego viene un segundo golpe a través de una calle de lomas onduladas, hasta un green en meseta protegido por una última pendiente abrupta que hace que sea más fácil necesitar tres putts que dos.

Bond sacó los habituales cuarenta y cinco metros de ventaja en el drive y Goldfinger dio dos de sus respetables golpes hasta la depresión anterior al green. Bond, decidido a cobrar ventaja, cogió una madera-2 en lugar de una madera-3 y sobrepasó el green casi hasta dar contra la cerca del límite. Desde allí, bastante tuvo en bajar en tres para igualar.

El quinto era de nuevo otro golpe largo, seguido del segundo golpe preferido de Bond del recorrido: por encima de búnkers y a través de un valle, entre altas dunas de arena hasta una lejana y burlona bandera. Es un hoyo exigente, para el cual resulta esencial empezar con un drive bien colocado. Bond estaba en el tee, en lo alto de las colinas de arena, haciendo una pausa antes del golpe, al tiempo que contemplaba el distante y reluciente mar y la lejana media luna de los blancos acantilados de Pegwell Bay. Se colocó en posición y visualizó la zona de hierba del tamaño de una pista de tenis que constituía su objetivo. Llevó el palo hacia atrás con tanta lentitud como él sabía e inició el descenso hasta la terrorífica aceleración final, antes de que la cabeza del palo encontrara la bola. Se produjo un sordo sonido metálico a su derecha. Era demasiado tarde para detenerse. Bond enfocó desesperadamente la bola y trató de mantener su swing de una sola pieza. Se oyó el feo cloc de una bola mal golpeada. La cabeza de Bond se levantó como un resorte. Era un golpe muy alto, con efecto hacia la izquierda. ¿Tendría suficiente recorrido? ¡Vamos! ¡Vamos! La bola dio en la cima de una montaña de rough y botó al otro lado. ¿Habría alcanzado el principio de la calle?

Bond se volvió hacia Goldfinger y los caddies con una feroz mirada. Goldfinger se estaba incorporando. Sostuvo la mirada de Bond con indiferencia.

—Lo siento, se me ha caído el driver.

—No lo vuelva a hacer —dijo Bond con aspereza. Bajó del tee y entregó su driver a Hawker. Éste sacudió la cabeza comprensivo. Bond sacó un cigarrillo y lo encendió. Goldfinger ejecutó su drive hasta sus ciento ochenta metros en línea recta de rigor.

Bajaron la colina en silencio, con un Goldfinger inesperadamente comunicativo.

—¿Para qué firma trabaja?

—Universal Export.

—¿Y dónde para eso?

—Londres. Regent’s Park.

—¿Qué exportan?

Bond se despertó de sus amargas reflexiones. «¡Eh, pon atención! Esto es un trabajo, no un juego. De acuerdo, te ha hecho fallar el drive, pero tienes que pensar en tu cobertura. No dejes que te provoque hasta el punto de cometer errores en esto. Construye tu historia».

—Oh, de todo —dijo Bond con acento despreocupado—, desde máquinas de coser hasta tanques.

—¿Cuál es su especialidad?

Bond sentía la mirada de Goldfinger sobre él.

—Me ocupo de la parte de armas ligeras. Paso casi todo el tiempo vendiendo quincalla variada a jeques y rajás, a cualquiera que el ministerio de Asuntos Exteriores considere que no la quiere para dispararnos a nosotros.

—Un trabajo interesante —el tono de Goldfinger fue monótono y aburrido.

—No mucho. Estoy pensando en dejarlo. He venido a pasar una semana de vacaciones para pensarlo bien. No hay mucho futuro en Inglaterra. Acaricio la idea de irme a Canadá.

Goldfinger dijo simplemente:

—¿De veras?

Habían cruzado el rough y Bond sintió alivio al ver que su bola se había impulsado adelante desde la colina hasta la calle. Ésta se curvaba ligeramente a la izquierda, y Bond había conseguido incluso sacarle unos palmos de ventaja a Goldfinger. Le tocaba jugar a éste. Goldfinger cogió su madera-3. No pretendía alcanzar el green, sino simplemente salvar los búnkers y correr por el valle.

Bond aguardó el seguro golpe habitual. Observó su propia posición. Sí, podía utilizar la madera-2. Se oyó el golpe sordo y leñoso de un golpe errado. La bola de Goldfinger golpeó la varilla, rodó a gran velocidad por el suelo y fue a parar a los yermos rocosos del búnker del Infierno, el más amplio de todos y el único no cuidado —por ser de guijarros— del recorrido.

Por una vez, Homero se había dormido[21], o, mejor dicho, levantado la cabeza. Quizá la mitad de su mente estaba ocupada en lo que Bond le había contado. ¡Bravo! Pero Goldfinger aún podía terminar con tres golpes más. Bond cogió su madera-2. No podía permitirse jugar de manera conservadora. Se concentró en la bola, viendo mentalmente la trayectoria de cañón de ochenta y ocho milímetros a través del valle y luego los dos o tres botes que la llevarían hasta el green. Se situó un poco a la derecha para tener en cuenta su tendencia. ¡Ahora!

De su derecha le llegó el suave sonido de un tintineo. Bond se apartó de la bola. Goldfinger, de espaldas a él, miraba el mar, absorto en su contemplación, mientras su mano derecha jugaba «inconscientemente» con las monedas que tenía en el bolsillo.

Bond esbozó una severa sonrisa.

—¿No podría dejar de trasegar su oro hasta después de que juegue?

Goldfinger no se volvió ni respondió. El ruido cesó.

Bond volvió a su golpe, intentando desesperadamente aclarar su mente de nuevo. Consideró que la madera-2 era un riesgo excesivo. Se precisaba un golpe demasiado bueno. Se la devolvió a Hawker, cogió la madera-3 y lanzó la bola con seguridad a través del valle. Ésta corrió bien al caer y se detuvo al borde del green. Un cinco, tal vez un cuatro.

Goldfinger salió bien del búnker y dejó el chip muerto. Bond hizo un putt demasiado largo y falló el de vuelta. Continuaba el empate.

El sexto, llamado «La Virgen» con bastante propiedad, es un hoyo corto, famoso en el mundo del golf. Con un green estrecho, casi rodeado de búnkers, puede requerir cualquier palo entre un hierro-8 y un hierro-2, según el viento. Ese día, para Bond, era un siete. Efectuó un golpe alto, a la derecha, para que el viento llevara la bola al sitio. Terminó seis metros más allá de la bandera, para un difícil putt con un lomo en medio. Debería ser un tres. Goldfinger cogió su hierro-5 y golpeó recto. La brisa desvió la bola, que rodó hasta el profundo búnker de la izquierda. ¡Buenas noticias! Tendría enormes dificultades para conseguirlo en tres.

Caminaron en silencio hasta el green. Bond echó un vistazo al búnker. La bola de Goldfinger estaba profundamente enterrada. Bond se dirigió hacia la suya mientras escuchaba las alondras. Eso iba a colocarle uno arriba. Esperó que Hawker sacase su putter, pero aquél estaba en el otro lado del green, observando muy atento cómo hacía Goldfinger su jugada. Éste bajó al búnker con el blaster. Dio un salto para tener una visión del hoyo y se dispuso a ejecutar el golpe. El ánimo de Bond se elevó al mismo tiempo que el palo. Pensaba golpearla con delicadeza, una técnica inútil en aquella posición tan enterrada. Su única esperanza habría sido hacerlo volar todo. El palo descendió con suavidad, sin prisa. ¡Con apenas un puñado de arena, la bola salió del profundo búnker describiendo un arco, dio un bote y quedó lista para embocar!

Bond tragó saliva. ¡Maldición! ¿Cómo demonios había conseguido Goldfinger aquello? Ahora, envidia aparte, Bond tenía que tratar de acabar en dos golpes. Fue a ello, falló el hoyo por un par de centímetros y la bola rodó un metro más allá. ¡Infiernos y condenación! Bond se dirigió lentamente para su putt, apartando la bola de Goldfinger. «¡Vamos, no hagas el idiota!». Pero el fantasma de aquel gran cambio —de un uno arriba casi seguro a un posible uno abajo— hizo a Bond desear que la bola se colase en el hoyo más que golpearla para que lo hiciera. La caprichosa bola, carente de decisión, resbaló por el borde. ¡Uno abajo!

Bond estaba irritado consigo mismo. Él, y sólo él, había perdido aquel hoyo. Había necesitado tres putts para seis metros. Verdaderamente tenía que concentrarse y empezar a jugar bien.

En el séptimo, de cuatrocientos cincuenta metros, ambos efectuaron buenos drives y el impecable segundo golpe de Goldfinger lo dejó a cuarenta y cinco metros del green. Bond cogió su madera-2. ¡A por el empate! Pero golpeó desde arriba, la cabeza del palo descendió demasiado por delante de las manos y la amortiguada bola fue a parar a uno de los búnkers de la derecha. No era una buena posición, pero tendría que colocarla en el green. Bond cogió un arriesgado hierro-7 y no consiguió sacarla. Goldfinger cumplió el par cinco. Dos abajo. Empataron el corto octavo en tres. En el noveno, Bond, decidido a llegar a la mitad con sólo uno abajo, trató de nuevo de hacer demasiado desde una mala posición. Goldfinger cumplió el par cuatro, para cinco de Bond. ¡Tres abajo a medio recorrido! No pintaba bien. Bond pidió a Hawker una bola nueva. Éste la desenvolvió con lentitud, esperando a que Goldfinger sobrepasara el altozano camino del siguiente tee.

—¿Vio lo que hizo en «La Virgen», señor? —preguntó Hawker con tono suave.

—Sí, maldito sea. Fue un golpe curioso.

Hawker estaba sorprendido.

—Oh, ¿no vio lo que hizo en el búnker, señor?

—No, ¿qué fue? Me encontraba demasiado lejos.

Los otros dos estaban fuera de la vista, más allá de la cuesta. Hawker bajó en silencio a uno de los búnkers que protegían el noveno hoyo, hizo un hoyo con la punta del pie y dejó caer la bola en el mismo. Después se colocó detrás de la semienterrada bola con los pies muy juntos. Miró a Bond.

—¿Recuerda que saltó para ver la dirección del hoyo, señor?

—Sí.

—Observe, señor. —Hawker miró hacia la bandera del noveno y saltó, igual que Goldfinger había hecho, como para tomar la dirección. Luego miró de nuevo a Bond y señaló la bola a sus pies. El pesado impacto de ambos pies justo detrás de la bola había nivelado el agujero en que había estado aquélla y la había expulsado hacia afuera, de forma que se encontraba en una posición perfecta para un golpe fácil, justo para el golpe corto que parecía completamente imposible en la posición de Goldfinger en «La Virgen».

Bond miró a su caddie en silencio durante un momento.

—Gracias, Hawker. Dame el palo y la bola. Alguien va a quedar segundo en este partido, y que me zurzan si voy a ser yo.

—Sí, señor —dijo Hawker impasible. Se marchó cojeando por el corto atajo que le llevaría a medio camino de la calle del décimo.

Bond subió con paso lento la cuesta hacia el tee del décimo. Apenas miró a Goldfinger, que estaba en el tee agitando el driver con impaciencia. Bond estaba expulsando todo de su mente, todo salvo una fría y agresiva resolución. Por primera vez desde el primer tee sintió plena confianza en sí mismo. Todo lo que necesitaba era una señal de los cielos y su juego cogería fuerza.

El décimo del Royal St. Marks es el hoyo más peligroso del recorrido. El segundo golpe hasta el escurridizo green con cavernosos búnkers a derecha e izquierda y una escarpada loma más allá, ha roto muchos corazones. Bond recordó que Philip Scrutton, con cuatro bajo par en la Copa de Oro, dio catorce golpes en aquel hoyo, siete de los cuales fueron golpes de ping-pong de uno a otro búnker, de lado a lado del green. Bond sabía que Goldfinger jugaría su segundo golpe al borde del green o un poco antes, y se contentaría con un cinco. Bond tenía que ir a por él y conseguir un cuatro.

Dos buenos drives y Goldfinger, en efecto, llegó bien al borde del green con su segundo. Un posible cuatro. Bond cogió su hierro-7, se colocó muy desviado para compensar la brisa y lanzó la bola al cielo. Al principio pensó que se había colocado demasiado desviado, pero entonces la bola empezó a flotar hacia la izquierda. Cayó y se detuvo en la blanda arena arrastrada al green por el viento desde el búnker de la derecha. Un incómodo putt de cuatro metros y medio. En ese momento Bond hubiera firmado un empate. En efecto, Goldfinger dejó el putt a menos de un metro. Eso, pensó Bond mientras se dirigía a su putt con decisión, tenía que embocarlo. Ejecutó el putt con bastante vivacidad para cruzar la arena en polvo y vio con horror que la bola se deslizaba como un rayo por el resbaladizo green. ¡Cielos, iba a quedarle un putt de vuelta de un metro, si no de dos! Pero de súbito, como atraída por un imán, la bola se desvió derecha al hoyo, dio en la parte posterior de la cazuela, botó hacia arriba, y cayó en el agujero con un tamborileo audible. ¡La señal de los cielos! Bond fue hacia Hawker, le guiñó un ojo y cogió el driver.

Dejaron a los caddies, bajaron la cuesta y se dirigieron al siguiente tee. Goldfinger dijo fríamente:

—Ese putt debió haberse ido fuera del green.

—¡El hoyo está ahí para algo! —contestó Bond con brusquedad.

Colocó su bola en el tee y ejecutó su mejor drive del día con la brisa a favor. ¿Wedge y un putt? Goldfinger hizo su golpe de rigor y se pusieron de nuevo en marcha.

—Por cierto —dijo Bond—, ¿qué fue de aquella encantadora señorita Masterton?

Goldfinger miró recto al frente.

—Dejó el empleo.

Bond pensó: «¡Bien por ella!».

—Ah, tengo que ponerme en contacto con esa joven otra vez. ¿A dónde fue?

—No sabría decírselo. —Goldfinger se alejó de él en dirección de su bola. El drive de Bond estaba fuera de la vista, más allá de la cresta que dividía la calle. No podía encontrarse a más de cuarenta y cinco metros de la bandera. Bond creyó saber qué pasaba en ese momento por la cabeza de Goldfinger, lo mismo que pasa por la cabeza de la mayoría de jugadores de golf cuando huelen los primeros aromas de una buena ventaja fundiéndose. A Bond no le sorprendería ver ese rutinario swing acelerarse un poco.

En aquella situación, el partido terminaría si Bond cometiese un error y dejase escapar a su presa del anzuelo. Tenía una posición algo cuesta abajo, un chip fácil aparte de eso, pero hacia el green más traidor del recorrido. Bond lo jugó con valentía y la bola acabó a menos de dos metros de la bandera. Goldfinger salió bien de su bunker, pero falló el largo putt. Bond ya sólo estaba uno abajo. Empataron el anguloso duodécimo con sendos poco gloriosos cinco y el largo decimotercero también con cinco los dos. Goldfinger tuvo que embocar un buen putt para conseguirlo.

Una tenue arruga de concentración había aparecido en la amplia y lisa frente de Goldfinger. Bebió un vaso de agua del grifo situado junto al tee del catorce. Bond lo esperó. ¡No quería oír un agudo sonido metálico hecho con aquel vaso de estaño, cuando podía irse fuera de los límites, más allá de la cerca de la derecha, y el drive contra el viento favorecía el efecto a la derecha! Bond puso su mano izquierda más arriba para incrementar su atracción y ralentizó el swing. El drive, muy a la izquierda, era sólo correcto, pero por lo menos se había mantenido dentro de los límites. Goldfinger, indiferente en apariencia al peligro de fuera límites, ejecutó su golpe normativo. Ambos negociaron el canal transversal sin perjuicio y se produjo otro empate en cinco. Todavía uno abajo y sólo cuatro hoyos más.

El quince, un hoyo de cuatrocientos veinte metros, es quizás el único en que quien le da más fuerte puede esperar ganar con claridad un golpe. Dos maderas a romper le dejan a uno más allá de la línea de búnkers que se encuentra justo junto al green. Goldfinger tenía que jugar antes de dicha línea en su segundo golpe. Era difícil que lograra bajar de cinco, y era tarea de Bond efectuar un segundo golpe realmente divino después de un drive apenas correcto.

El sol estaba bajando y las sombras de los cuatro hombres empezaban a alargarse. Bond se había colocado en posición. La bola estaba bien situada. Se había quedado con el driver. Un silencio absoluto los rodeaba mientras hacía sus dos enérgicos movimientos. Era un golpe crucial. «Recuerda pararte en lo alto del swing, bajar despacio y soltar un latigazo con la cabeza del palo en el último instante». Bond empezó a llevar el palo hacia atrás. Algo se movió en el extremo de su ojo derecho. Venida desde ninguna parte, la sombra de la enorme cabeza de Goldfinger se aproximó a la bola en el suelo, la envolvió y continuó su curso. Bond dejó que su swing se hiciese pedazos por etapas. Seguidamente se apartó de su bola y levantó la vista. Los pies de Goldfinger aún se movían. Estaba mirando atentamente el cielo.

—Las sombras, Goldfinger, haga el favor. —El tono de Bond fue de furia contenida.

Goldfinger se detuvo y miró a Bond. Enarcó imperceptiblemente las cejas en señal de interrogación. Retrocedió y se quedó quieto, sin decir nada.

Bond volvió a su bola. «¡Y ahora, relájate! Al diablo con Goldfinger. Dispara esta bola hasta el green. Manténte tranquilo y golpéala». Hubo un momento en que el mundo se detuvo, y luego…, luego, de alguna forma, Bond la golpeó en una trayectoria baja que la subió elegantemente hasta salvar las lejanas rompientes de los búnkers. La bola dio en el terraplén situado bajo el green, botó debido al impacto y rodó fuera de la vista al platillo de los alrededores de la bandera.

Hawker acudió y cogió el driver de las manos de Bond y echaron a andar juntos.

—Es uno de los mejores golpes que he visto en treinta años —dijo con seriedad. Luego bajó la voz—: Creí que él iba a pegársela otra vez, señor.

—El condenado casi lo consigue, Hawker. Fue Alfred Blacking quien golpeó esa bola, no yo. —Bond sacó los cigarrillos, ofreció uno a Hawker y encendió el suyo. Dijo con voz queda—: Empatados a falta de tres hoyos. Habrá que estar atento en esos tres hoyos, ¿entiendes lo que quiero decir?

—No se preocupe, señor, no le quitaré la vista de encima.

Llegaron al green. Goldfinger había caído dentro y tenía un putt largo para cuatro, pero la bola de Bond estaba a sólo cinco centímetros del hoyo. Goldfinger recogió su bola y abandonó el green. Empataron el corto dieciséis en tres buenos golpes. Quedaban los dos largos hoyos finales. Cuatro golpes ganarían en cualquiera de ellos. Bond efectuó un buen drive centrado. Goldfinger lanzó el suyo muy a la derecha, en el rough espeso. Bond caminó tratando de no estar demasiado eufórico, de no vender la piel del oso antes de cazarlo. Ganar aquel hoyo supondría que con sólo empatar en el decimoctavo ganaría el partido. Rogó porque la bola de Goldfinger no se pudiera jugar o, mejor aún, se hubiera perdido.

Hawker se había adelantado. Ya había dejado su bolsa y estaba muy ocupado —demasiado ocupado, para el gusto de Bond— buscando la bola de Goldfinger cuando llegaron.

Era un mal asunto: terreno enmarañado, hierba espesa y exuberante cuyas raíces aún conservaban el rocío de la noche anterior. A menos que tuviesen mucha suerte, sería impensable encontrar la bola. Tras unos minutos de búsqueda, Goldfinger y su caddie fueron aún más lejos, donde el rough se aclaraba en matojos aislados. «Eso está bien», pensó Bond. La bola no parecía haber ido por allí. Entonces pisó algo. Infiernos y condenación. Le hubiera gustado patearla.

Se encogió de hombros, se inclinó y dejó cuidadosamente la bola al descubierto, tratando de no mejorar su posición. Sí, era una Dunlop 65.

—Aquí está —gritó de mala gana—. Ah, no, disculpe. Usted jugaba con una número Uno, ¿no?

—Sí —respondió impaciente la voz de Goldfinger.

—Bueno, ésta es una número Siete. —Bond la recogió y fue hacia Goldfinger.

Goldfinger echó una mirada superficial a la bola.

—No es mía —dijo, y continuó hurgando entre los matojos con la cabeza de su driver.

Era una bola buena, sin marcar y casi nueva. Bond se la metió en el bolsillo y continuó buscando. Echó un vistazo a su reloj. Casi se habían agotado los cinco minutos reglamentarios. Medio minuto más, y bien sabía Dios que iba a reclamar el hoyo. Normas estrictas de golf, había estipulado Goldfinger. «¡De acuerdo, amigo, las tendrás!».

Goldfinger regresó junto a Bond, apartando y removiendo los matojos con diligencia.

—Me temo que se acaba el tiempo —dijo Bond.

Goldfinger gruñó. Empezó a decir algo cuando se oyó un grito de su caddie:

—Aquí está, señor. Dunlop número Uno.

Bond siguió a Goldfinger al lugar donde se encontraba el caddie, sobre una pequeña meseta de terreno más elevado. Estaba señalando hacia abajo. Bond se inclinó e inspeccionó la bola. Sí, una Dunlop Uno casi nueva en una posición sorprendentemente buena. Era un milagro, algo más que un milagro. Bond paseó una dura mirada de Goldfinger a su caddie.

—Ha debido tener una suerte infernal —comentó con voz queda.

El caddie se encogió de hombros. La mirada de Goldfinger permanecía tranquila, imperturbable.

—Así parece. —Se volvió a su caddie—. Creo que a ésta podemos darle con una madera-3, Foulks.

Bond se apartó pensativo y luego se giró para ver el golpe. Fue uno de los mejores de Goldfinger. La bola se elevó por encima de un lejano lomo de rough hacia el green. Quizás había ido al búnker de la derecha.

Bond se dirigió hacia donde Hawker, con una larga hoja de hierba colgando de su boca torcida en una mueca, estaba en la calle observando el final del golpe. Bond le dirigió una amarga sonrisa.

—¿Está mi buen amigo en el búnker —preguntó en un tono contenido—, o el hijo de puta ha ido al green?

—Al green, señor —respondió Hawker impertérrito.

Bond llegó a su bola. Las cosas se habían puesto difíciles de nuevo. Una vez más estaba luchando por un empate después de haber tenido una victoria segura en el bolsillo. Miró hacia la bandera, estimando la distancia. Era complicado.

—¿Hierro-5 o hierro-6?

—Con el seis debería bastar, señor. Un bonito golpe. —Hawker le entregó el palo.

«Ahora aclárate la mente. Hazlo despacio y pensándolo bien. Es un golpe fácil. Dale con fuerza para que llegue con energía al terraplén y vaya al green. Quédate quieto y la cabeza baja». ¡Clic! La bola, golpeada con la cara ligeramente curvada, siguió con exactitud la trayectoria que Bond pretendía. Cayó en el terraplén. ¡Perfecto! No, maldita sea. En su segundo bote había dado en el terraplén, se había detenido en seco, vacilante, para luego rodar de nuevo hacia atrás y abajo. ¡Rayos y truenos! ¿Fue Hagen[22] el que dijo: «El drive es para exhibirse, y el putt para forrarse»? Dejarla muerta desde debajo de aquel terraplén era uno de los putts más difíciles del recorrido. Bond sacó sus cigarrillos y encendió uno, preparándose mentalmente para su siguiente golpe, vital para salvar el hoyo, ¡siempre y cuando aquel hijo de puta de Goldfinger no embocara el suyo desde nueve metros!

Hawker llegó a su lado a paso lento.

—¡Qué milagro encontrar aquella bola! —dijo Bond.

—No era su bola, señor. —Hawker ponía de manifiesto un hecho.

—¿Qué quieres decir? —El tono de Bond fue tenso.

—Un billete cambió de manos, señor. Tal vez uno de cinco libras. Foulks debe de haber dejado caer esa bola por la pernera de sus pantalones.

—¡Hawker!

Bond se detuvo en seco. Miró a su alrededor. Goldfinger y su caddie estaban a cincuenta metros, caminando lentamente hacia el green.

—¿Lo juras? —preguntó Bond furioso—. ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Hawker hizo una mueca de falsa vergüenza, pero una astuta beligerancia brillaba en sus ojos.

—Porque su bola estaba debajo de mi bolsa de palos, señor. —Cuando vio la expresión asombrada de Bond añadió en tono de disculpa—: Lo siento, señor. Debía intentarlo después de cuanto ha estado haciéndole a usted. No lo habría mencionado, pero tenía que enterarse que se la ha vuelto a jugar.

Bond no pudo reprimir la risa.

—Bueno, Hawker, eres un as —exclamó con admiración—. ¡Así que ibas a ganar tú solo el partido por mí! —Luego añadió con amargura—: ¡Pero, demonios, ese tipo es el colmo! Tengo que poder con él. Es necesario. ¡Ahora, pensemos! —Echaron a andar lentamente.

Bond tenía su mano izquierda en el bolsillo del pantalón, manoseando distraído la bola que había recogido en el rough. El mensaje llegó a su cerebro de repente. «¡Ya lo tengo!». Se acercó a Hawker, echando un vistazo a los otros. Goldfinger se había detenido. Estaba de espaldas a Bond y sacaba el putter de su bolsa. Bond dio un codazo a Hawker.

—Toma esto. —Deslizó la bola en su nudosa mano. Luego le dijo en voz baja, con urgencia—: Asegúrate de ser tú quien llegue antes a la bandera. Cuando recojas las bolas del green, con independencia de cómo haya ido el hoyo, dale ésta a Goldfinger. ¿De acuerdo?

Hawker reanudó su marcha, imperturbable. Su rostro no reflejaba expresión alguna.

—Entiendo, señor —dijo en su tono normal—. ¿Utilizará el putter en ésta?

—Sí. —Bond llegó a su bola—. Dame la dirección, ¿quieres?

Hawker subió al green. Se situó a un lado de la dirección del putt, dio la vuelta hasta detrás de la bandera y se puso en cuclillas. Al cabo de un instante se enderezó.

—Un poco por fuera del borde derecho, señor. Putt firme. ¿Bandera, señor?

—No, déjala, haz el favor.

Hawker se apartó. Goldfinger estaba junto a su bola, a la derecha del green. Su caddie se había detenido debajo de la pendiente. Bond se inclinó para el putt. «¡Venga, calamidad! Ésta ha de quedar muerta o te daré unos azotes. Quieto. La cabeza del palo bien alineada en la dirección y seguir hacia el hoyo. Podría entrar. ¡Ahora!». La bola, golpeada firmemente con el centro del palo, había subido la pendiente e iba camino del hoyo. «¡Demasiado fuerte, maldita sea! ¡Dale al palo de la bandera!». Obediente, la bola describió una curva, golpeó con fuerza el palo de la bandera y rebotó hacia atrás ocho centímetros: ¡más muerta que Carracuca!

Bond dejó escapar un profundo suspiro y recogió el cigarrillo que había tirado. Echó una mirada a Goldfinger. «Ahora te toca a ti, hijo de puta, jódete. ¡Y que me parta un rayo si la embocas!». Pero Goldfinger no podía arriesgarse a intentarlo. Se detuvo sesenta centímetros antes.

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Bond con generosidad—. Empatados y sólo un hoyo más.

Era vital que Hawker recogiese las bolas. Si le hubiese hecho embocar a Goldfinger el putt corto, habría sido el mismo Goldfinger quien recogiera la bola del hoyo. Además, Bond no quería que Goldfinger fallara aquel putt. No formaba parte del plan.

Hawker se inclinó y recogió las bolas. Hizo rodar una hacia Bond y dio la otra a Goldfinger. Salieron del green, con Goldfinger por delante como era habitual. Bond observó que la mano de Hawker iba a su bolsillo. ¡Esperemos que Goldfinger no se dé cuenta de nada en el tee!

Pero con un empate y un solo hoyo por jugar, uno no examina su bola. Los movimientos se hacen más o menos automáticos. Se piensa en cómo colocar el drive, si se intenta alcanzar el green con el segundo golpe o bien en jugar a alcanzar el borde del mismo; también se piensa en la fuerza del viento o en el crucial número cuatro, que hay que conseguir como sea para ganar o, como mínimo, para empatar.

Teniendo en cuenta la impaciencia de Bond porque Goldfinger jugara a continuación (aunque fuera una sola vez) aquella traicionera Dunlop número Siete que se parecía tanto a una número Uno, su drive para iniciar los cuatrocientos diez metros del dieciocho fue digno de elogio. Si quería, llegaría al green. ¡Si quería!

Goldfinger se encontraba ya en el tee. Se había inclinado. La bola estaba en el soporte, con su falsa cara hacia él, pero Goldfinger se había incorporado, retirándose luego para efectuar sus dos concienzudos swings de ensayo. Fue hacia la bola con cautela, sin prisa. Se plantó encima de la misma y se balanceó, mirándola con atención. «¡Ahora lo vería! ¡Seguramente se pararía y se inclinaría en el último instante para inspeccionar la bola!». ¿No acabaría nunca con aquel balanceo? Pero la cabeza del palo ya iba hacia atrás y descendía, con la rodilla izquierda correctamente doblada hacia la bola y el brazo del mismo lado recto como el palo de una escoba. ¡Crac! La bola salió en un bonito drive, uno de los mejores que Goldfinger había realizado, derecha a la calle.

El corazón de Bond se llenó de júbilo. «¡Ya te tengo, hijo de puta! ¡Ya te tengo!». Bond bajó alegremente del tee y con lentitud por la calle, planeando los pasos siguientes, que ahora podrían ser excéntricos y tan diabólicos como quisiera. Goldfinger estaba derrotado ya, ¡con sus propias armas! Había que cocerlo a fuego lento, con exquisitez.

Bond no sentía remordimientos. Goldfinger le había hecho trampa por dos veces y se había salido con la suya. De no ser por sus trampas en «La Virgen» y en el hoyo diecisiete, por no mencionar su mejora de la posición en el tercero y las diversas veces en que había tratado de distraerle, Goldfinger ya estaría derrotado. Si Bond necesitaba una trampa para corregir la tarjeta, se trataba tan sólo de justicia poética. Además, en aquel enfrentamiento se jugaba algo más que un partido de golf. Bond tenía el deber de ganar. De acuerdo con la imagen que se había hecho de Goldfinger, necesitaba ganar. Si salía derrotado, el marcador entre ambos quedaría igualado. Si ganaba el partido, como iba a hacerlo, se encontrarían dos a cero, un estado de cosas intolerable, adivinaba Bond, para un hombre que se sentía todopoderoso. «Ese Bond —se diría Goldfinger— tiene algo. Posee cualidades que me pueden ser útiles. Es un duro aventurero con muchos trucos en la manga. Es la clase de hombre que necesito para…» ¿para qué? Bond lo ignoraba. Quizás no tuviera nada para él. Tal vez su imagen de Goldfinger era errónea, pero desde luego no había ninguna otra forma de acercarse a aquel tipo.

Goldfinger cogió prudente su madera-3 para el largo segundo golpe por encima de los búnkers transversales hasta la estrecha entrada del green. Hizo un swing de práctica más que los habituales y efectuó el golpe exacto y controlado hasta el borde del green. Se aseguraba un cinco, quizás un cuatro. ¡Para lo que le iba a servir!

Bond, tras mucho teatro simulando esmerarse, hizo bajar sus manos muy por delante del palo y amagó el golpe de su hierro-3, de manera que la bola apenas hubiera superado los búnkers transversales. A continuación, ejecutó un golpe con el wedge que dejó la bola en el green, seis metros más allá de la bandera. Estaba donde quería, lo bastante en peligro como para que Goldfinger saboreara el dulce aroma de la victoria y lo bastante bien como para hacerle sudar de verdad para conseguir su cuatro.

Y en verdad Goldfinger estaba sudando. Tenía una mueca salvaje de concentración y avidez mientras se inclinaba para el largo putt subiendo el terraplén y hacia el hoyo. Ni muy fuerte, ni muy flojo. Bond podía leer todos los pensamientos angustiados que se cruzaban por su cabeza. Goldfinger volvió a enderezarse y cruzó pausadamente el green hasta detrás de la bandera para verificar la dirección de su golpe. Regresó de nuevo lentamente junto a su línea de tiro, quitando de camino con el dorso de la mano una o dos briznas de hierba y una mota de abono. Se inclinó de nuevo, hizo uno o dos swings de ensayo y se dispuso a ejecutar el putt, con las venas latiéndole en las sienes y una profunda hendedura de concentración en el ceño.

Goldfinger ejecutó el putt y siguió a la bola en su recorrido. Fue un bello putt que se detuvo quince centímetros más allá del hoyo. ¡Goldfinger estaba ahora seguro de que, a menos que Bond enterrase su difícil putt de seis metros, el partido era suyo!

Bond se entregó a una larga comedia para estudiar su putt.

Pasó largo tiempo, dejando que la tensión se acumulara como un nubarrón sobre las largas sombras del pálido y fatídico green.

—Bandera, por favor. Éste voy a enterrarlo.

Bond cargó sus palabras con un tono de mortal certeza, mientras consideraba si fallar el hoyo por la derecha, por la izquierda, o dejarlo corto. Se inclinó para el putt y falló, lanzando muy a la derecha del hoyo.

—¡He fallado, maldita sea! —Bond puso amargura y rabia en su voz. Fue hasta el hoyo y recogió las dos bolas, manteniéndolas bien a la vista.

El rostro de Goldfinger estaba radiante por el triunfo.

—Bueno gracias por el partido. Parece que después de todo yo era demasiado bueno para usted.

—Es usted un hándicap nueve realmente bueno —dijo Bond con el punto de acritud justo. Miró las bolas en su mano para coger la de Goldfinger y entregársela. Dio un respingo de sorpresa—. ¡Caramba! —Miró fijamente a Goldfinger—. Usted juega con una Dunlop número Uno, ¿no es así?

—Sí, desde luego. —Un sexto sentido de desastre barrió el triunfo del rostro de Goldfinger—. ¿Por qué? ¿Qué sucede?

—Bueno —dijo Bond en tono de disculpa—. Me temo que ha estado jugando con la bola errónea. Aquí está mi Penfold Corazones y esto ésta es una Dunlop número Siete. —Tendió las dos bolas a Goldfinger. Éste se las arrancó de la mano y las examinó febril.

La sangre fue agolpándose en el rostro de Goldfinger. Se quedó moviendo la boca, miraba las bolas, luego a Bond y de nuevo a las bolas.

—Es una pena que juguemos ciñéndonos al reglamento —comentó Bond dulcemente—. Me temo que esto significa que ha perdido el hoyo. Y, por supuesto, el partido.

Bond observaba a Goldfinger con indiferencia.

—Pero, pero…

Eso era lo que Bond había estado ansiando, quitarle la miel de los labios. Se quedó quieto esperando, sin decir nada.

La rabia desfiguró como una bomba el rostro por lo general tranquilo de Goldfinger.

—La bola que usted ha encontrado en el rough era una Dunlop Siete. Su caddie me la dio. En el diecisiete. Me dio la bola equivocada a propósito, el maldito tram…

—Eh, cálmese —dijo Bond sin alterarse—. Se encontrará usted con una denuncia por difamación si no va con cuidado. Hawker, ¿dio usted la bola equivocada al señor Goldfinger, por error o por lo que sea?

—No, señor. —La expresión de Hawker permanecía impasible. Luego dijo con indiferencia—: Si quiere saber mi opinión, señor, el error puede haberse producido en el hoyo diecisiete, cuando el caballero encontró su bola muy lejos de donde todos la habíamos visto caer. Un siete se parece mucho a un uno. Yo diría que ha sucedido eso, señor. Habría sido un milagro que la bola del caballero hubiese llegado hasta el lugar donde la encontró, tan lejos.

—¡Gilipolleces! —Goldfinger lanzó un bufido de rabia y se volvió airado hacia Bond—. Usted vio que mi caddie había encontrado una número Uno.

Bond sacudió la cabeza dubitativo.

—En realidad me temo que no la miré de cerca. Sin embargo —la voz de Bond se tornó enérgica y seria—, es asunto del jugador asegurarse de que está utilizando la bola correcta, ¿no cree? No entiendo que alguien culpe a otra persona si él mismo coloca en el tee una bola errónea y juega tres golpes con ella. De todos modos —empezó a alejarse del green—, muchas gracias por el partido. Tenemos que repetirlo un día de éstos.

Goldfinger, magníficamente iluminado por el sol poniente, pero con una larga sombra negra cosida a sus tobillos, siguió a Bond lentamente, la mirada elevada en su espalda.

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