Goldfinger

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Segunda parte: Coincidencia » Capítulo 10 - En el Feudo

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CAPÍTULO 10

En el Feudo

Hay ricos que emplean sus riquezas como una porra. Bond, deleitándose en el baño, pensó que Goldfinger era uno de ellos. Se trataba de la clase de hombre que creía que le estaba permitido aplastar el mundo con su dinero, apartando a porrazos molestias y oposiciones con su grueso fajo de billetes. Había creído que quebrantaría los nervios de Bond haciendo que se jugara diez mil dólares, una picadura de mosquito para él, pero sin duda una pequeña fortuna para Bond. En la mayoría de circunstancias habría tenido éxito. Se precisan nervios de acero para «saber esperar» en el swing y para mantener la cabeza baja en los putts cortos cuando un montón de dinero depende de cada golpe, a lo largo de dieciocho hoyos. Los profesionales del golf, que juegan por su pan y por el de sus familias, conocen el frío aliento de la casa de caridad en sus cogotes cuando llegan empatados al tee del dieciocho. Ése es el motivo de que se cuiden —evitando fumar o beber— y porque suele ganar el que tiene menos imaginación.

Pero Goldfinger ignoraba que, en el caso de Bond, estar bajo tensión era la forma natural de vivir para él y que la presión y el peligro lo relajaban. Y no podía saber que Bond quería jugar con él haciendo las máximas apuestas posibles, ni que tendría los fondos del Servicio Secreto respaldándole si perdía. Goldfinger, tan acostumbrado a manipular a otros, había estado ciego frente a la manipulación de que, por una vez, había sido objeto.

¿De verdad lo había estado? Bond salió pensativo de la bañera y comenzó a secarse. La poderosa dinamo que había dentro de aquella gran cabeza redonda estaría zumbando en ese mismo momento, meditando sobre Bond, consciente de que éste lo había vencido superándole en trampas, preguntándose cómo las dos veces en que Bond había caído del cielo le había pisado un callo. ¿Había jugado Bond sus cartas correctamente consiguiendo que el juego pareciera un desafío interesante o el sensible olfato de Goldfinger se olería una amenaza? En este último caso no habría continuidad por parte de Goldfinger y Bond tendría que retirarse del caso, dejando a M que pensara un nuevo enfoque. ¿Cuánto tardaría en saber si el gran pez había mordido el anzuelo? Ese pez en concreto se tomaría su tiempo olisqueando el cebo. Estaría bien que diera sólo un pequeño mordisco para decirle que había escogido el señuelo adecuado.

Llamaron a la puerta de su habitación. Bond se enrolló la toalla en la cintura y fue a abrir. Era el conserje del vestíbulo.

—¿Sí?

—Hay un mensaje telefónico de un tal señor Goldfinger para usted. Le manda sus saludos y pregunta si tendría inconveniente en ir a cenar a su casa esta noche. Es «El Feudo», señor, al otro lado de Reculver. A las seis y media para el aperitivo, y que no se moleste en vestirse con ropa formal.

—Por favor, dé las gracias al señor Goldfinger y dígale que iré encantado. —Bond cerró la puerta, fue hasta la ventana abierta y se quedó mirando hacia el tranquilo mar del atardecer. «¡Vaya, vaya! ¡Hablando del rey de Roma…!». Bond sonrió para sí. «¡Y ahora, a cenar con él!».

A las seis Bond bajó al bar y se tomó un gran vaso de vodka con tónica con una corteza de limón. El bar estaba vacío, salvo por un grupo de oficiales de las fuerzas aéreas norteamericanas de la base de Manston. Bebían whisky con agua y hablaban de béisbol. Bond se preguntó si habrían pasado el día cargados con una bomba de hidrógeno por los cielos de Kent y sobrevolando los cuatro puntitos en las dunas que habían constituido su partido con Goldfinger. «No os paséis con el whisky, hermanos», pensó con ironía; pagó su bebida y se marchó.

Condujo despacio hasta Reculver, saboreando el atardecer, la bebida que llevaba en el cuerpo y el silencioso burbujeo de los tubos de escape gemelos. Iba a ser una cena interesante. Era el momento de ofrecer sus servicios a Goldfinger. Si metía la pata, quedaría fuera de juego y dejaría el terreno muy estropeado para su sucesor. Iba desarmado, ya que sería fatal que Goldfinger oliera a gato encerrado. Tuvo un momento de duda, ya que todo estaba yendo demasiado aprisa. No se había declarado la guerra, si acaso todo lo contrario. Cuando se separaron en el club de golf, Goldfinger estuvo cordial de una manera forzada y untuosa, preguntándole adonde tenía que enviarle las ganancias; Bond le dio la dirección de Universal Export. Le preguntó dónde se hospedaba y Bond se lo dijo, añadiendo que sólo estaría en Ramsgate unos días, mientras decidía qué hacer sobre su futuro. Goldfinger esperaba jugar un día un partido de revancha, pero por desgracia se iba a Francia al día siguiente y no sabía a ciencia cierta cuándo regresaría. ¿En avión? Sí, tomaba el transbordador aéreo en Lydd. «Bueno, gracias por el partido». «Gracias a usted, señor Bond». Sus ojos le habían aplicado un último tratamiento de rayos X, como si lo fichasen por última vez en el sistema de archivos de Goldfinger, y después el gran coche amarillo se fue con un susurro.

Bond había echado una buena mirada al chófer. Era un fornido japonés, o coreano con más probabilidad, de rostro plano, con la mirada salvaje, casi demente, de unos ojos extraordinariamente oblicuos que pertenecían más a una película japonesa que a un Rolls Royce en una soleada tarde en Kent. Tenía el labio superior en forma de hocico que a veces acompaña a un paladar bífido; pero como no habló, Bond no tuvo oportunidad de comprobar si su conjetura era correcta. Con su ajustado traje negro, casi a punto de reventar, y su ridículo sombrero hongo, tenía el aspecto de un luchador japonés en su día libre. Pero no era un personaje que hiciese sonreír. Si alguien se hubiese sentido inclinado a sonreír, un toque siniestro, inexplicado, de los apretados y relucientes zapatos de charol —que eran casi zapatillas de baile— o de los pesados guantes de conducir de cuero negro, le habría hecho cambiar de idea. Algo le resultaba vagamente familiar a Bond en la silueta del hombre. Cuando el coche se marchó, y Bond tuvo una visión de la cabeza desde atrás, se acordó. Eran la cabeza, los hombros y el sombrero hongo del conductor del Ford Popular azul celeste que con tanta obstinación se había aferrado al centro de la calzada aquella mañana, hacia las doce, en la carretera de Herne Bay. ¿De dónde vendría? ¿Qué encargo habría ido a cumplir? Bond recordó algo que había dicho el coronel Smithers. ¿Sería el coreano que recorría el país recogiendo el oro viejo de la cadena de joyerías de Goldfinger? ¿Estaría el maletero del inocente y corriente pequeño turismo lleno de relojes de regalo, anillos de sello, broches y cruces de oro? Mientras miraba como la alta silueta amarillo pálido del Silver Ghost desaparecía hacia Sandwich, pensó que la respuesta era sí.

Bond se desvió de la carretera principal para entrar en el paseo entre altas encinas victorianas hasta llegar a la extensión de grava, delante de justo la clase de casa que podía llamarse «El Feudo», una pesada y fea mansión de principios de siglo con un pórtico cerrado con cristales y un solarium cuyo olor a sol atrapado, ficus y moscas muertas llegó a la imaginación de Bond antes de que éste apagara el motor. Bond bajó lentamente del coche y se quedó contemplando la casa. Sus lisos y bien lavados ojos le devolvieron la mirada. La mansión tenía un ruido de fondo, un pesado latido rítmico como el de un enorme animal con un pulso bastante rápido. Bond supuso que procedía de la fábrica, cuya empenachada chimenea se alzaba como un gigantesco dedo de advertencia por detrás de las altas coníferas de la derecha, donde normalmente solían estar las caballerizas y los garajes. La silenciosa y expectante fachada de la casa parecía aguardar que Bond hiciera algo, que realizara algún movimiento agresivo, que tendría una rápida respuesta. Bond se encogió de hombros para librarse de esos pensamientos, subió por los escalones hasta la puerta provista de un panel de cristal opaco y pulsó el timbre. No se oyó que éste sonara dentro, pero la puerta se abrió lentamente. El chófer coreano todavía llevaba puesto su sombrero hongo. Miró con indiferencia a Bond y se quedó inmóvil, con la mano izquierda en el pomo interior de la puerta y la derecha extendida, señalando como un poste indicador el oscuro vestíbulo de la casa.

Bond pasó por su lado, venciendo el deseo alternativo de patear sus pulcros pies negros o de propinarle un fuerte golpe en el centro de su apretado estómago abotonado, también negro. Aquel coreano estaba a la altura de lo que siempre había oído decir de los coreanos, y además Bond sentía deseos de hacer algo violento contra la pesada atmósfera eléctrica de la casa.

El lóbrego vestíbulo era al mismo tiempo el salón principal. Un escuálido fuego brillaba con luz mortecina tras los hierros del hogar en la amplia chimenea y dos sillones orejeros y un sofá Knole miraban impasibles las llamas. Entre ellos, en una mesita de madera baja, había una bien provista bandeja con bebidas. Los amplios espacios que rodeaban a aquella chispa de vida estaban atestados de macizos muebles Segundo Imperio propios de un Rothschild, y los bronces dorados, careys, cobres y nácares titilaban suntuosos a la luz del pequeño fuego. Detrás de aquel ordenado museo, un oscuro artesonado trepaba hasta una galería en el primer piso, a la cual se accedía por una pesada escalera curva a la izquierda del vestíbulo. El techo estaba guarnecido con las sombrías tallas de madera propias de la época.

Bond estaba contemplando todo aquello, cuando apareció el silencioso coreano, el cual disparó el poste indicador de su brazo hacia la bandeja de bebidas y los sillones. Bond asintió y continuó donde estaba. El coreano pasó por su lado y desapareció por una puerta que Bond supuso que daría a la zona de servicio. El silencio, acentuado por el lento tictac metálico de un reloj de pie con recargados adornos, se amontonaba y se acercaba cada vez más.

Bond avanzó y se puso de espaldas al mísero fuego. De nuevo contempló el lugar con aversión. ¡Menudo basurero! Qué lugar tan horrible y fúnebre para habitar en él. ¿Cómo se podía vivir en aquel suntuoso y pesado depósito de cadáveres, entre coníferas y encinas, cuando cien metros más allá estaba la luz, el aire y los horizontes amplios? Bond sacó un cigarrillo y lo encendió. ¿Qué hacía Goldfinger para divertirse, para distraerse, para tener relaciones sexuales? Quizás no necesitaba esas cosas. Tal vez la persecución del oro apagaba toda su sed.

En algún lugar sonó el timbre de un teléfono distante. Hubo dos estridentes timbrazos y se paró. Se oyó el murmullo de una voz, luego resonaron pasos en un pasillo y una puerta se abrió debajo de la escalera. Goldfinger entró por ella y luego la cerró sin ruido tras de sí. Vestía un esmoquin de terciopelo de color ciruela. Cruzó lentamente el pulido suelo de parqué. No tendió la mano.

—Ha sido muy amable en venir —dijo con una sonrisa en los labios— habiéndole avisado con tan poca antelación, señor Bond. Usted estaba solo, lo mismo que yo, y se me ocurrió que podíamos discutir el precio del trigo.

Era la clase de comentario que los ricos se hacen entre sí. Bond encontró divertido que lo convirtiera en miembro temporal del club.

—Me ha encantado recibir la invitación —repuso Bond—. Ya me estaba aburriendo de preocuparme por mis problemas. Ramsgate no tiene mucho que ofrecer.

—No. Y ahora debo pedirle disculpas. Acaban de llamarme por teléfono. Uno de mis empleados (por cierto, mis empleados son coreanos) ha tenido un pequeño problema con la policía de Margate y tengo que ir a solucionarlo. Un incidente en el parque de atracciones, creo. Esta gente se excita con facilidad. Mi chófer me llevará y no creo que tardemos más de media hora en volver. Mientras tanto, me temo que me veré obligado a abandonarlo a sus propios recursos. Por favor, sírvase de beber. Hay revistas para leer. ¿Me perdona? No será más de media hora, se lo aseguro.

—No hay problema alguno. —Bond presintió que allí había gato encerrado, pero no pudo adivinar de qué se trataba en concreto.

—Bien, hasta luego entonces. —Goldfinger anduvo hasta la puerta de entrada—. Pero le daré un poco más de luz, esto está muy oscuro. —Pasó la mano por una placa de interruptores en la pared y de súbito las luces resplandecieron por todo el salón: de lámparas normales, de apliques y de cuatro racimos en el techo. La habitación se había vuelto tan brillante como un estudio de cine. Era una transformación extraordinaria. Bond, medio deslumbrado, vio a Goldfinger abrir la puerta de entrada y salir a grandes zancadas. Al cabo de un instante oyó el zumbido de un coche, aunque no del Rolls, que aceleraba ruidoso, cambiaba de velocidad y enfilaba la avenida.

Instintivamente, Bond fue hasta la puerta de entrada y la abrió. La avenida estaba vacía. Vio en la lejanía las luces del coche girando a la izquierda en la carretera principal, en la dirección de Margate. Entró en la casa y cerró la puerta. Se quedó quieto, escuchando. El silencio, salvo por el pesado tictac del reloj, era completo. Anduvo hasta la puerta de servicio y la abrió. Un largo pasillo oscuro desaparecía hacia la parte posterior de la casa. Se inclinó hacia delante, con todos los sentidos alerta. Silencio, un silencio mortal. Cerró la puerta y miró pensativo el brillante salón. Lo habían dejado solo en la casa de Goldfinger, solo con sus secretos. ¿Por qué?

Bond se encaminó a la bandeja de bebidas y se sirvió un gin tonic fuerte. Desde luego la llamada telefónica había existido, pero podía muy bien ser una llamada acordada desde la fábrica. La historia del sirviente resultaba plausible y era razonable que Goldfinger fuera personalmente a sacarlo bajo fianza y se llevara a su chófer consigo. Goldfinger había mencionado por dos veces que Bond estaría solo durante media hora, tiempo en que «estaría abandonado a sus propios recursos». Eso quizás no tuviera malicia, o fuera una invitación para que Bond enseñara sus cartas y cometiera alguna indiscreción. ¿Habría alguien observándole? ¿Cuántos de aquellos coreanos andarían por allí y qué estarían haciendo? Bond consultó su reloj. Habían transcurrido cinco minutos. Tomó una decisión. Con trampa o sin ella, era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Echaría una mirada rápida, pero inocente, con algún pretexto de cobertura para explicar por qué había salido del salón. ¿Por dónde debería empezar? Por la fábrica. ¿Su pretexto? Que su coche le había dado problemas cuando venía —tal vez la alimentación de gasolina ahogaba el motor— y que había ido a ver si un mecánico podía echarle una mano. Endeble, pero serviría. Bond se tomó la bebida de un trago; se dirigió con deliberación hacia la puerta de servicio y la cruzó.

Había un interruptor. Encendió la luz y recorrió rápidamente un pasillo. Terminaba en una pared lisa con sendas puertas a derecha e izquierda. Escuchó un momento en la izquierda y oyó ruidos de cocina apagados. Fue a la derecha y la abrió, encontrándose en el patio de garaje pavimentado que podía esperarse. Lo único extraño era que estaba brillantemente iluminado con lámparas de arco. La larga pared de la fábrica ocupaba el lado más alejado y el rítmico latido de maquinaria era muy fuerte. En la pared opuesta, vio una puerta de madera lisa. Bond se dirigió hacia ella atravesando el patio, mirando a su alrededor con un interés despreocupado. La puerta no estaba cerrada. La abrió con cuidado y pasó a través del hueco, entrando en un pequeño despacho vacío, iluminado por una bombilla desnuda que colgaba del techo. Había un escritorio con papeles, un reloj registrador, un par de archivadores y un teléfono. Otra puerta conducía a la nave principal de la fábrica; una ventana junto a esa puerta servía para vigilar a los trabajadores. Debía de ser el despacho del capataz. Bond fue hasta la ventana y miró por ella.

No sabía qué esperaba encontrar, pero parecía el equipo normal de un pequeño negocio de manufacturas metálicas. Frente a él se veían las bocas abiertas de dos altos hornos, con el fuego apagado. Junto a ellos, una hilera de moldes para el metal fundido, del cual había láminas de distintos tamaños y colores apoyadas en la pared. Vio la pulimentada mesa de acero inoxidable de una sierra circular, supuso que se trataba de una sierra de diamante para cortar las láminas, y más a la izquierda, entre las sombras, un gran motor de gasolina conectado a un generador traqueteaba produciendo electricidad. A la derecha, bajo lámparas de arco, un grupo de cinco hombres —cuatro coreanos— vestidos con monos de trabajo, se hallaban trabajando, casualmente, en el Rolls Royce de Goldfinger. Allí estaba resplandeciendo bajo las luces, inmaculado salvo por la portezuela derecha, que había sido sacada de sus goznes y colocada sobre dos bancos cercanos sin el panel. Mientras Bond miraba, dos hombres cogieron el panel nuevo, una pesada y descolorida lámina metálica color aluminio, y lo colocaron en el marco de la portezuela. En el suelo había dos remachadoras manuales y en seguida, pensó Bond, los hombres remacharían el panel en su lugar y lo pintarían a juego con el resto del coche. Todo de lo más inocente y a la vista. A Goldfinger se le había abollado el panel aquella tarde y lo había hecho reparar rápidamente para su viaje del día siguiente. Bond echó un vistazo rápido y desabrido alrededor, se apartó de la ventana y se fue por la puerta de la fábrica, cerrándola suavemente a su espalda. Allí no había nada, maldita sea. ¿Y ahora cuál era su pretexto? Que no había querido molestar a los hombres que trabajaban; tal vez después de cenar, si uno de ellos tenía un momento…

Bond volvió sin prisas por donde había ido y entró otra vez al salón sin percances.

Miró su reloj. Quedaban diez minutos. Iría a por el primer piso. Los secretos de una casa están en los dormitorios y en los cuartos de baño. Éstos son los lugares privados donde el botiquín, el tocador o los cajones de la mesita de noche revelan las cosas íntimas, las flaquezas. Bond tenía un terrible dolor de cabeza. Había subido a buscar una aspirina. Representó su papel para un público invisible, se dio masajes en las sienes, levantó la vista hacia la galería, cruzó el salón con decisión y subió por las escaleras. La galería daba a un pasillo brillantemente iluminado. Bond lo recorrió abriendo las puertas a su paso y mirando en su interior, pero eran dormitorios sobrantes, con las camas sin hacer. Olían a moho y a ventanas cerradas. Un gran gato anaranjado salió de algún lugar y se puso a seguirle, maullando y restregándose contra las perneras de sus pantalones. La última habitación era la que buscaba. Bond entró en ella y entornó la puerta dejando sólo una rendija.

Todas las luces estaban encendidas. Tal vez uno de los sirvientes estaba en el cuarto de baño. Con osadía, Bond fue hasta la puerta de comunicación y la abrió. Más luces, pero no había nadie. Era un cuarto de baño grande, quizás una habitación de sobras convertida en cuarto de baño. Allí, además de la bañera y el lavabo, había diversos aparatos de ejercicio: un aparato de remo, una bicicleta fija, mazas de gimnasia y un cinturón de masaje Ralli. El botiquín no contenía nada, salvo una gran variedad de purgantes: vainas de sen, cáscara sagrada, Calsalettes, Eno y varios utensilios con el mismo fin. No había otros medicamentos, ni aspirinas. Bond regresó al dormitorio y tampoco encontró nada de interés. Era una típica habitación de hombre, cómoda, vivida, con muchos armarios empotrados. Hasta el olor era neutro. Junto a la cama había una pequeña librería cuyos libros eran todos de historia o biografías, en inglés. El cajón de la mesilla de noche reveló una solitaria indiscreción, un ejemplar de lomo amarillo de El lado oculto del amor, de Publicaciones Palladium, París.

Bond miró su reloj. Quedaban cinco minutos. Era hora de irse. Echó una última mirada por toda la habitación y se dirigió a la puerta. Se detuvo de repente. ¿Qué había notado, casi con su subconsciente, desde el momento en que entró en la habitación? Aguzó sus sentidos. Había una incongruencia en algún lugar. ¿De qué se trataba? ¿Un color? ¿Un objeto? ¿Un olor? ¿Un sonido…? ¡Eso era! Desde donde estaba oía un debilísimo quejido agudo. Su tono era tan elevado que resultaba casi inaudible. ¿De dónde procedía? Ahora había algo más en la habitación —que Bond conocía demasiado bien—: el aroma del peligro.

En tensión se acercó al armario empotrado situado junto a la puerta y lo abrió con cuidado. Sí, sonaba en el interior del armario, detrás de una hilera de chaquetas deportivas que colgaban hasta la parte superior de tres pisos de cajones. Bond apartó bruscamente las chaquetas. Apretó los dientes cuando vio lo que se escondía detrás.

De tres ranuras que había cerca de la parte superior del armario, sendas películas de dieciséis milímetros iban cayendo con lentitud dentro de una profunda caja situada tras la falsa fachada de los cajones. La caja estaba llena casi hasta la mitad de las viscosas serpientes de celuloide. Los ojos de Bond se entornaron bajo la tensión mientras observaba aquella maldita prueba arrollarse sobre el montón. Así que era eso, cámaras de cine, tres de ellas, con sus objetivos escondidos Dios sabía dónde, en el salón, en el garaje del patio, en su habitación… habían estado vigilando todos sus movimientos desde el momento en que Goldfinger dejó la casa, cuando puso en marcha las cámaras y, por supuesto, conectado las deslumbradoras luces al salir por la puerta. ¿Cómo no se había dado cuenta del significado de aquellas luces? ¿Cómo no había tenido la elemental imaginación para ver la trampa, al mismo tiempo que la olía? ¡Y él pensando en pretextos de cobertura! ¿De qué le servirían después de pasar media hora fisgoneando por la casa sin encontrar algo que valiese la pena? ¡Encima eso! No había descubierto nada, ni desenterrado secreto alguno. Todo había sido una estúpida pérdida de tiempo. Y ahora Goldfinger lo tenía cogido. Estaba acabado, quemado. ¿Había forma de salvar algo de aquel naufragio? Bond se quedó allí, clavado, mirando fijamente las lentas cataratas de película.

«¡Veamos!». La mente de Bond trabajaba a toda prisa, ideando escapatorias, excusas… y desechándolas una tras otra. Por lo menos al abrir la puerta del armario había velado parte de la película. ¿Por qué no velarla toda? ¿Por qué no, y de qué manera? ¿Cómo podían explicarse la puerta del armario abierta sino por su mano? Por el resquicio abierto de la puerta de la habitación le llegó un maullido. ¡El gato! ¿Por qué no podía haberlo hecho el gato? Demasiado inconsistente, pero por lo menos era la sombra de una coartada. Bond abrió la puerta y cogió al gato. Regresó con él al armario, acariciándolo con premura. El felino ronroneó. Bond se inclinó sobre la caja de películas, cogiéndolas a puñados para que les diese la luz a todas ellas. Luego, cuando estuvo convencido de que ya debían estar inservibles, las dejó otra vez y puso el gato encima. Éste no podría salir fácilmente. Con un poco de suerte se aposentaría y se pondría a dormir. Bond dejó la puerta del armario entreabierta unos centímetros para estropear la película que fuese saliendo y lo mismo hizo con la puerta de la habitación, yéndose por el pasillo. En lo alto de las escaleras redujo la marcha y se puso a andar con parsimonia. El vacío salón bostezó con su actuación. Bond fue hasta la chimenea, se sirvió más bebida en su vaso y cogió The Field. Lo abrió por el comentario de golf de Bernard Darwin, le dio una ojeada para ver de qué trataba; luego se instaló en uno de los sillones y encendió un cigarrillo.

¿Qué había encontrado? ¿Con qué contaba en el aspecto positivo? Con muy poca cosa, excepto que Goldfinger tenía estreñimiento y mentalidad indecente y que había querido hacerle pasar una prueba elemental. Desde luego, la había ejecutado con destreza. No se trataba de un aficionado. La técnica era digna del nivel de SMERSH, y con seguridad era la técnica de alguien con mucho que ocultar. ¿Y ahora qué iba a suceder? Para que la coartada del gato se sostuviera, Goldfinger debía haberse dejado dos puertas, una de ellas vital, entreabiertas, y el gato sentirse intrigado por el zumbido de las cámaras.

Muy improbable, casi increíble. Goldfinger estaría un noventa por ciento seguro de que había sido Bond, pero sólo un noventa. Todavía quedaría aquel diez por ciento de incertidumbre. ¿Le serviría a Goldfinger para saber mucho más de cuanto ya sabía: que Bond era un tipo astuto, ingenioso, y que había estado curioseando, que podría ser un ladrón? Conjeturaría que Bond había estado en la habitación, pero sus otros movimientos, fuesen o no de utilidad, seguirían siendo el secreto de la película velada.

Bond se levantó, cogió un puñado de revistas y las tiró al suelo, junto a su sillón. Lo único que tenía que hacer era mantener descaradamente su historia y tomar nota para el futuro, si lo había después de eso, de que era mejor que pusiera en orden sus ideas y no cometiera más errores. No habría suficientes gatos anaranjados en el mundo para sacarle de otro apuro como aquél.

No había oído el ruido de ningún coche acercándose por la avenida, ni sonido alguno de la puerta, pero Bond notó la brisa vespertina en su nuca y supo que Goldfinger había entrado de nuevo en la sala.

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