Goldfinger

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Segunda parte: Coincidencia » Capítulo 11 - El hombre de las chapuzas

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CAPÍTULO 11

El hombre de las chapuzas

Bond dejó The Field y se levantó. La puerta de entrada se cerró de golpe. Bond giró sobre sus talones.

—Hola. —Su rostro reflejó una sorpresa cortés—. No le he oído llegar. ¿Cómo ha ido todo?

La expresión de Goldfinger era igualmente suave. Parecían viejos amigos, vecinos del campo que tenían la costumbre de dejarse caer uno en casa de otro para tomar unas copas.

—Oh, la cosa se arregló sola. Mi muchacho había tenido una pelea en un pub con unos hombres de las Fuerzas Aéreas norteamericanas que le habían llamado condenado japonés. He explicado a la policía que a los coreanos no les gusta que los llamen japoneses. Le han dejado salir bajo fianza. Siento muchísimo haber tardado tanto. Espero que no se haya aburrido. Tómese otra copa.

—Gracias, pero apenas parece que hayan pasado más de cinco minutos desde que se fue. He estado leyendo los comentarios de Darwin sobre la regla de los catorce palos. Es un punto de vista interesante… —Bond se lanzó a hacer una revisión detallada del artículo, añadiendo sus propios comentarios sobre la regla en cuestión.

Goldfinger esperó pacientemente hasta el final.

—Sí —dijo al callar Bond—, es un asunto complicado. Desde luego, usted practica un juego muy distinto del mío, más competente. Con mi tipo de swing, me parece que necesito todos los palos que me permita el reglamento. Bueno, subo a lavarme y luego cenaremos. No tardaré ni un momento.

Bond procuró hacer ruido al servirse otra bebida, se sentó y cogió un Country Life. Miró a Goldfinger subir por las escaleras y desaparecer en el pasillo. Se imaginó cada etapa. Observó que estaba leyendo la revista del revés. La giró y miró fijamente sin verla una magnífica fotografía del palacio de Blenheim.

Arriba había un silencio mortal. Luego se oyó tirar de una lejana cadena de lavabo y el golpe de una puerta al cerrarse. Bond cogió su bebida, dio un largo trago y dejó el vaso junto a su sillón. Goldfinger bajaba por la escalera. Bond pasó las páginas del Country Life y sacudió con el dedo la ceniza de su cigarrillo en el hogar.

Goldfinger cruzaba el salón dirigiéndose hacia él. Bond retiró el periódico y levantó la vista. Goldfinger llevaba el gato anaranjado bajo el brazo, desmañadamente. Llegó hasta la chimenea, se inclinó hacia delante y pulsó el timbre. Se volvió hacia Bond.

—¿Le gustan los gatos? —Su mirada era inexpresiva, poco interesada.

—Bastante.

Se abrió la puerta de servicio. El chófer estaba en el umbral. Todavía llevaba el sombrero hongo y los relucientes guantes negros. Miró impasible a Goldfinger. Éste dobló un dedo. El chófer se acercó y se situó dentro del círculo al lado del fuego.

Goldfinger se volvió hacia Bond.

—Este hombre es mi mano derecha —dijo en tono familiar con una larga sonrisa—. Es una especie de broma. Chapuzas, enseña las manos al señor Bond. —Volvió a sonreír a Bond—. Le llamo Chapuzas porque describe muy bien sus funciones dentro de mi personal.

El coreano se quitó los guantes, se acercó a la distancia de un brazo de Bond y extendió sus manos con las palmas hacia arriba. Bond se levantó y las miró. Eran grandes y muy musculosas. Todos los dedos parecían tener la misma longitud. Sus extremos eran muy romos y relucían como si fueran de hueso amarillo.

—Dales la vuelta y enseña los cantos al señor Bond.

No había uñas. En su lugar había aquel mismo carapacho amarillento. El hombre giró las manos poniéndolas de lado. Bajo cada canto de la mano había una cresta dura de la misma materia ósea.

Bond miró a Goldfinger enarcando las cejas.

—Hagamos una demostración —dijo Goldfinger.

Señaló el grueso pasamanos de roble de la escalera. La barandilla era maciza, con un grosor de quince centímetros por diez. El coreano, obediente, fue hasta la escalera y subió unos peldaños. Se quedó con las manos en el costado, mirando a su amo como un buen perro perdiguero. Goldfinger hizo una rápida seña con la cabeza. Impasible, el coreano levantó la mano derecha en línea recta por encima de su cabeza y la dejó caer de canto como un hacha contra la pesada barandilla pulimentada. Se produjo un estallido de astillas y la barandilla cedió, casi partida por el centro. La mano subió y descendió de nuevo como un rayo. Esa vez atravesó por completo la barandilla, dejando un hueco mellado. Las astillas cayeron con estrépito al suelo del salón. El coreano se irguió y se quedó en posición de firmes, esperando nuevas órdenes. En su rostro no había el más leve rubor por el esfuerzo, ni signo alguno de orgullo por su proeza.

Goldfinger lo llamó con una seña. El hombre acudió cruzando la sala.

—Sus pies también son así —comentó el dueño de la casa—, me refiero a los bordes externos. Chapuzas, la repisa de la chimenea. —Goldfinger señaló la pesada plataforma de madera tallada encima del hogar. Estaba a unos dos metros del suelo, quince centímetros más arriba que la parte superior del sombrero hongo del coreano.

—¿Ito e bredo?

—Sí, quítate la chaqueta y el sombrero. —Goldfinger se dirigió a Bond—. El pobre tiene un paladar bífido. No creo que, aparte de mí, lo entienda mucha gente.

Bond reflexionó en lo útil que sería tener un esclavo que sólo pudiera comunicarse con el mundo a través de su intérprete, mejor incluso que los sordomudos de los harenes, aún más estrechamente ligado a su amo, y de forma más segura.

Chapuzas, que se había despojado de la chaqueta y el sombrero depositándolos pulcramente en el suelo, se enrolló las perneras de los pantalones por encima de las rodillas y se echó hacia atrás en la posición abierta y bien asentada del judoca experto. Daba la impresión de que ni un elefante cargando lo desequilibraría.

—Es mejor que se aparte, señor Bond. —Los dientes relucían en la amplia boca—. Este golpe quiebra el cuello de un hombre como si fuese un narciso. —Goldfinger puso a un lado la mesita con la bandeja de las bebidas. Ahora el coreano tenía un espacio despejado. Pero se encontraba a sólo tres pasos de distancia. ¿Cómo pensaba llegar a la alta repisa?

Bond observó, fascinado. Los ojos oblicuos en el chato rostro amarillo brillaban con atención feroz. Enfrentado a un hombre así, pensó Bond, no se podía hacer otra cosa que arrodillarse y esperar la muerte.

Goldfinger levantó la mano. Los dedos apiñados en los brillantes zapatos de charol parecieron agarrarse al suelo. El coreano dio una sola zancada larga agachado, con las rodillas bien dobladas, y luego salió disparado del suelo hacia arriba mientras giraba. Sus pies se juntaron en el aire como los de un bailarín de ballet, pero a más altura de cuanto un bailarín ha llegado jamás, y entonces el cuerpo se dobló hacia un lado y hacia abajo y el pie izquierdo salió disparado como un émbolo. Se oyó un estrépito sordo. El cuerpo cayó con elegancia sobre las manos, extendidas en el suelo, los codos se doblaron para absorber el peso y a continuación se extendieron bruscamente para lanzar al hombre hacia arriba y de nuevo sobre sus pies.

Chapuzas se quedó firme. Esa vez hubo un brillo de triunfo en sus ojos planos mientras miraba el mellado mordisco de ocho centímetros que el canto de su pie había arrancado de la repisa de la chimenea.

Bond miró al hombre con profundo temor. ¡Y pensar que sólo dos noches antes él, Bond, había estado trabajando en su manual de combate sin armas! No existía nada, nada en absoluto, en todas sus lecturas o experiencia, que se acercara a lo que acababa de presenciar. Aquello no era un hombre de carne y hueso. Era una maza viviente, acaso el animal más peligroso en la faz de la tierra. Bond tenía que hacerlo, debía rendir homenaje a aquella persona tan singularmente espantosa. Le tendió la mano.

—Con suavidad, Chapuzas. —La voz de Goldfinger era como el restallar de un látigo.

El coreano inclinó la cabeza y cogió la mano de Bond en la suya. Mantuvo los dedos rectos y se limitó a doblar el pulgar con un ligero apretón. Fue como agarrar un pedazo de tabla. Soltó la mano de Bond y anduvo hacia su pulcro montón de ropa.

—Disculpe, señor Bond, y le agradezco su gesto. —El rostro de Goldfinger mostraba aprobación—. Pero Chapuzas no conoce su propia fuerza, en especial si está excitado. Y esas manos son como herramientas. Habría podido convertir su mano en pulpa sin pretenderlo. Bien —Chapuzas se había vestido y permanecía firme en una respetuosa postura—, lo has hecho muy bien, Chapuzas. Me alegra ver que te mantienes en forma. —Goldfinger cogió el gato de debajo de su brazo y se lo arrojó al coreano, que lo atrapó ansioso—. Toma, estoy harto de ver este animal por aquí. Te lo puedes comer para cenar. —Los ojos del coreano brillaron—. Y di en la cocina que cenaremos de inmediato.

El coreano inclinó bruscamente la cabeza y giró sobre sus talones para irse.

Bond ocultó su repugnancia. Se dio cuenta de que toda aquella exhibición era un mensaje para él, una advertencia, un ligero rapapolvo que le decía:

«Ya ha visto mi poder, señor Bond. Podría haberle matado o mutilado fácilmente. Chapuzas estaba haciéndonos una exhibición y usted se puso en medio. Con toda seguridad yo sería inocente y Chapuzas saldría con una condena ligera. En cambio, el gato será castigado en su lugar. Mala suerte para el gato, desde luego».

—¿Por qué el hombre lleva siempre ese sombrero hongo? —preguntó Bond sin darle importancia.

—¡Chapuzas! —El coreano había llegado a la puerta de servicio—. El sombrero. —Goldfinger señalaba un panel en las molduras próximas a la chimenea.

Sin dejar de sostener el gato con el brazo izquierdo, Chapuzas se volvió y anduvo con indiferencia hacia ellos. Cuando se hallaba a medio camino, y sin hacer ninguna pausa ni apuntar, se quitó el sombrero, lo cogió por el ala y lo lanzó con todas sus fuerzas. Hubo un fuerte sonido metálico. Durante un instante, el ala del sombrero hongo se mantuvo incrustada dos centímetros en el panel que Goldfinger había indicado, luego cayó al suelo con estruendo.

Goldfinger dirigió una educada sonrisa a Bond.

—Una aleación ligera, pero muy fuerte, señor Bond. Me temo que habrá estropeado el recubrimiento de fieltro, pero Chapuzas pondrá otro. Es sorprendentemente rápido con la aguja y el hilo. Como puede imaginar, ese golpe habría aplastado el cráneo de un hombre o dejado su cuello medio cortado. Un arma casera y disimulada con mucho ingenio. Estoy seguro de que opina como yo.

—Sí, desde luego. —Bond sonrió con la misma cortesía—. Un muchacho útil para tenerlo cerca.

Chapuzas había recogido su sombrero y desaparecido. Entonces se oyó el sonido de un gong.

—¡Ah, la cena! ¿Vamos? —Goldfinger abrió camino hasta una puerta disimulada en el artesonado de la derecha de la chimenea. Pulsó un seguro oculto y penetraron por ella.

El pequeño comedor hacía juego con la pesada opulencia del vestíbulo. Estaba iluminado por una araña central y por velas sobre una mesa redonda, que brillaba con la plata y el cristal. Se sentaron uno frente a otro. Dos sirvientes de tez amarilla con chaquetas blancas les sirvieron platos de una cargada mesa de servicio. El primer plato era algo con curry y arroz. Goldfinger, dándose cuenta de la vacilación de Bond, emitió una aguda risita.

—Tranquilo, señor Bond. Son langostinos, no gato.

—Ah. —La expresión de Bond fue evasiva.

—Le recomiendo que pruebe el Mosela. Espero que sea de su gusto. Es un Piesporter Goldtrópfchen del 53. Sírvase usted mismo. Estos sujetos tanto pueden servirlo en el plato como en el vaso.

Había una esbelta botella en una cubitera delante de Bond. Se sirvió un poco de vino y lo probó. Era delicioso y estaba muy frío. Bond felicitó a su anfitrión. Goldfinger hizo una cortés inclinación de cabeza.

—Yo no bebo ni fumo, señor Bond. Encuentro que fumar es la más ridícula de todas las variedades de la conducta humana, y casi la única que es antinatural. ¿Se imagina a una vaca o a cualquier otro animal cogiendo un bocado de paja en ignición, respirando el humo y luego soplándolo por el hocico? ¡Bah! —Goldfinger mostró un insólito vestigio de emoción—. Es una práctica detestable, como la de beber.

»Yo tengo algo de químico y todavía no he encontrado una bebida alcohólica que esté desprovista de rastros de diversos venenos, algunos de ellos mortales, como aceite de fusel, ácido acético, acetato de etilo, acetaldehído y furfural. Un poco de alguno de estos venenos en estado puro le mataría. En las pequeñas cantidades que se encuentran en una botella de licor producen distintos efectos perniciosos, la mayoría de los cuales se despachan frívolamente con el nombre de “resaca”. —Goldfinger se interrumpió, con el tenedor lleno de langostino al curry a medio camino hacia su boca. Luego prosiguió—: Ya que usted bebe, señor Bond, voy a darle un buen consejo: No beba nunca el coñac llamado Napoleón, en especial si se indica que está “envejecido en barrica”. Ese mejunje en concreto contiene más cantidad de los venenos que le he mencionado que ninguna otra bebida alcohólica que yo haya analizado. El bourbon añejo viene a continuación. —Goldfinger terminó su diatriba con un bocado de langostino.

—Muchas gracias, lo tendré en cuenta. Quizás por este motivo hace poco me he pasado al vodka. Se dice que su filtrado a través de carbón activo es beneficioso. —Bond, sacando a la luz aquel detalle erudito de recuerdos confusos de algo que había leído, estaba bastante orgulloso de haber podido devolver el potente servicio de Goldfinger.

Éste se lo quedó mirando atentamente.

—Parece tener algún conocimiento acerca de estos temas. ¿Ha estudiado química?

—Sólo un poco. —Ya iba siendo hora de que cambiara de tema—. Me ha impresionado ese chófer suyo. ¿Dónde aprendió a combatir de esa forma? ¿De dónde lo sacó? ¿Es el estilo coreano?

Goldfinger se tocó los labios con la servilleta. Hizo chasquear los dedos. Los dos hombres retiraron los platos y sirvieron un anadón asado, además de una botella de Mouton Rothschild de 1947 para Bond. Cuando se quedaron inmóviles, uno a cada extremo de la mesa de servicio, Goldfinger preguntó a Bond:

—¿Ha oído hablar alguna vez del karate? ¿No? Bien, este hombre es uno de los tres únicos del mundo que han conseguido el cinturón negro de karate. El karate es una derivación del judo, pero es al judo lo que una ametralladora a una catapulta.

—Ya me he dado cuenta.

—Esta demostración era elemental, señor Bond. —Goldfinger sostenía el muslo que había estado mordisqueando—. Puedo asegurarle que si Chapuzas hubiese empleado el golpe adecuado en cualquiera de siete puntos de su cuerpo, ahora usted estaría muerto. —Goldfinger mordió con placer un lado del muslo.

—Es muy interesante —repuso Bond muy serio—. Yo sólo sé cinco maneras de matar a Chapuzas de un solo golpe.

Goldfinger hizo como que no oía el comentario. Dejó el muslo y bebió un largo trago de agua. Se echó hacia atrás y habló mientras Bond seguía comiendo el excelente plato.

—El karate, señor Bond, se basa en la teoría de que el cuerpo humano posee cinco superficies para golpear y treinta y siete puntos vulnerables, esto es, vulnerables para un experto en karate cuyos cantos de manos y de pies y puntas de los dedos están endurecidos con capas córneas, mucho más fuertes y flexibles que el hueso. Todos los días de su vida, señor Bond, Chapuzas se pasa una hora golpeando, o bien sacos de arroz sin limpiar, o bien un fuerte poste cuyo extremo superior tiene varias vueltas de cuerda gruesa. Luego pasa otra hora de entrenamiento físico, que es más parecido a una escuela de ballet que a una de gimnasia.

—¿Y cuándo practica el lanzamiento del sombrero hongo? —Bond intentaba no sucumbir a aquella guerra psicológica.

Goldfinger frunció el entrecejo ante la interrupción.

—Nunca se lo he preguntado —dijo sin humor—. Pero creo que puede tener por cierto que Chapuzas no descuida ninguna de sus habilidades. No obstante, usted preguntaba dónde se originó el karate.

»Tiene su origen en China, donde los sacerdotes budistas errantes se habían convertido en presa fácil para salteadores de caminos y bandidos. Como su religión no les permitía llevar armas, desarrollaron su propia forma de combate sin ellas. Los habitantes de Okinawa refinaron ese arte hasta su forma actual cuando los japoneses les prohibieron llevar armas.

»Desarrollaron las cinco superficies de ataque del cuerpo humano: el puño, el canto de la mano, las puntas de los dedos, la masa del pie y los codos, y las fortalecieron hasta que quedaron recubiertas de capas córneas. Un golpe de karate no tiene continuidad. Todo el cuerpo se pone rígido en el momento del impacto, en especial las caderas, y luego se relaja de manera instantánea, de forma que nunca se pierde el equilibrio. Lo que Chapuzas puede hacer es sorprendente. Le he visto golpear una pared de ladrillos con toda su fuerza sin lastimarse la mano. Es capaz de partir tres tablas de un centímetro de grosor apiladas con un golpe de la mano. Ya ha visto lo que puede hacer con los pies.

Bond bebió un largo trago del delicioso tinto.

—Todo esto le debe salir muy caro en muebles.

Goldfinger se encogió de hombros.

—Esta casa ya no me sirve de mucho. He pensado que le divertiría una demostración. Espero que esté de acuerdo en que Chapuzas se ha ganado el gato. —La mirada de rayos X llameó a través de la mesa.

—¿Se entrena con gatos?

—Los considera un bocado exquisito. Les cogió el gusto durante una hambruna en su país, cuando era joven.

Bond pensó que ya era hora de ahondar un poco más.

—¿Para qué necesita un hombre así? No creo que sea una compañía muy agradable.

—Señor Bond —Goldfinger chasqueó los dedos para llamar a los criados—, resulta que soy rico, muy rico, y cuanto más rico es un hombre, más protección necesita.

»El guardaespaldas corriente suele ser un policía retirado. Tales hombres no sirven para eso. Sus reacciones son lentas; sus métodos, anticuados, y no permanecen inmunes al soborno. Además, sienten respeto por la vida humana. Eso no es bueno si quiero seguir vivo.

»Los coreanos no tienen esos sentimientos. Por esa razón los japoneses los utilizaron como guardianes en sus campos de concentración durante la guerra. Son la gente más cruel y despiadada del mundo. Mi personal está formado por individuos con esas cualidades. Me han servido bien, no tengo quejas. Tampoco ellos las tienen. Están bien pagados, alimentados y alojados. Cuando quieren sexo, se les traen de Londres mujeres de la calle, que son muy bien pagadas por sus servicios, y luego se las devuelve a la ciudad. Las mujeres no son ninguna belleza, pero tienen la piel blanca y eso es cuanto piden los coreanos, someter a la raza blanca a las peores indignidades. A veces se producen accidentes, pero —los pálidos ojos miraron inexpresivos la mesa— el dinero es una mortaja eficaz.

Bond sonrió.

—¿Le gusta el aforismo? Es mío.

Llegó un excelente soufflé de queso, seguido del café. Comieron en silencio, ambos cómodos y relajados al parecer por aquellas confidencias. Bond lo estaba de verdad. Goldfinger, obviamente a propósito, dejaba ver un poco de su personalidad, no mucho, no más allá de la superficie, pero estaba mostrando a Bond una de sus facetas íntimas; era de suponer que aquélla a la cual creía que Bond respondería: la del eficiente magnate despiadado de sangre fría. Quizás, después de todo, el espionaje llevado a cabo por Bond en la casa —que como mínimo Goldfinger debía suponer— había revelado a este último algo sobre Bond que le complacía saber: que tenía su propio lado deshonesto y que era un caballero sólo en apariencia. Ahora debería haber más tanteos y a continuación, con suerte, la proposición.

Bond se recostó en la silla y encendió un cigarrillo.

—Tiene un hermoso coche —dijo Bond—. Debe ser uno de los últimos de la serie, de alrededor de 1925, ¿no? ¿Con dos bloques de tres cilindros y dos bujías cada uno, una encendida por la magneto y la otra por la bobina?

—Está usted en lo cierto. Pero en otros aspectos he tenido que introducir algunas modificaciones. He añadido cinco láminas a las ballestas e instalado frenos de disco en las ruedas traseras para aumentar el poder de frenado. Los servofrenos de las ruedas delanteras no bastaban.

—¿Por qué? No creo que su velocidad máxima pase de ochenta kilómetros por hora. La carrocería no puede ser tan pesada.

Goldfinger enarcó las cejas.

—¿Usted cree? Una tonelada de carrocería blindada y un cristal blindado suponen una gran diferencia.

Bond sonrió.

—¡Ah! Ya comprendo. Desde luego, se cuida usted mucho. Pero ¿cómo se las arregla para cruzar el Canal por aire? ¿No atraviesa el coche el suelo del avión?

—Fleto el avión para mí solo. La compañía Silver City ya conoce el coche. Es una rutina regular, dos veces al año.

—¿Va a Europa sólo a hacer turismo?

—Unas vacaciones para jugar al golf.

—Apasionante. ¡Siempre he querido hacer algo así!

Goldfinger no mordió el anzuelo.

—Ahora puede permitírselo.

Bond sonrió.

—Oh, ¿se refiere a esos diez mil dólares extras? Pero quizás los necesite si decido irme a Canadá.

—¿Cree usted que allí ganará dinero? ¿Acaso es eso lo que quiere?

El tono de Bond fue ilusionado.

—Mucho. Trabajar no tiene ningún otro sentido.

—Por desgracia, casi todas las formas de ganar mucho dinero precisan un largo tiempo. Cuando se ha ganado el dinero, ya se es demasiado viejo para disfrutarlo.

—Ése es el problema. Siempre estoy al tanto de los atajos. Aquí no los hay. Los impuestos son demasiado elevados.

—Desde luego. Y las leyes muy estrictas.

—Sí, ya lo descubrí.

—¿Ah, sí?

—Estuve implicado en el tráfico de heroína. Me libré por los pelos sin pillarme los dedos. Supongo que esto no saldrá de aquí.

Goldfinger se encogió de hombros.

—Señor Bond, alguien dijo que «las leyes son los prejuicios cristalizados de la comunidad». Estoy de acuerdo con esa definición. Su aplicación resulta muy adecuada al tráfico de drogas. Y aunque no lo fuese, no es mi problema ayudar a la policía.

—Bueno, sucedió así… —Bond se lanzó a explicar la historia del tráfico mexicano, intercambiando su papel con Blackwell, y terminó diciendo—: Tuve suerte de conseguir escapar, pero eso no me dio una fama demasiado buena en Universal Export.

—Yo diría que no. Una historia interesante. Parece que es usted un hombre de recursos. ¿No le interesaría continuar en esa misma línea de negocios?

Bond se encogió de hombros.

—Un poco complicado, y a veces en exceso. A juzgar por aquel mexicano, los peces gordos del negocio no son lo bastante gordos cuando hay líos. Al ponerse las cosas feas, el hombre no se defendió más que de boquilla.

Goldfinger se levantó de la mesa y Bond lo imitó.

—Ha sido una velada muy interesante, señor Bond. No sé si yo volvería a meterme en eso de la heroína. Hay maneras más seguras de ganar mucho dinero. Uno debe asegurarse de que las probabilidades son favorables y entonces arriesgarlo todo. No es fácil doblar el capital y las posibilidades no se presentan a menudo. ¿Le gustaría oír otro de mis aforismos?

—Sí.

—Bien, señor Bond —Goldfinger esbozó la sutil sonrisa de los ricos—. La forma más segura de doblar el dinero es doblar los billetes en dos y metérselos en el bolsillo.

Bond, en el papel del empleado de banco escuchando al director, sonrió obediente, pero no hizo comentario alguno. Aquello no le servía de mucho. Así no iba a ninguna parte. Pero el instinto le aconsejaba no poner el pie en el acelerador.

Volvieron al salón. Bond tendió la mano a su anfitrión.

—Muchas gracias por esta excelente cena. Ya es hora de que me vaya y duerma un poco. Tal vez nos encontremos en otra ocasión.

Goldfinger estrechó la mano de Bond unos segundos y la apartó —otro gesto del millonario subconscientemente temeroso «del contacto»— mirándole con dureza.

—No me sorprendería lo más mínimo, señor Bond —dijo con tono enigmático.

En su viaje de regreso a la isla de Thanet a la luz de la luna, Bond dio una y mil vueltas a la frase en su mente. Se desvistió y se metió en la cama pensando en ella, incapaz de adivinar su significado. Quizás quisiera decir que Goldfinger tenía la intención de ponerse en contacto con él, o que él debía tratar de mantenerse en contacto con Goldfinger. Cara la primera idea; cruz la segunda. Bond saltó de la cama, cogió una moneda del tocador y la echó al aire. Salió cruz. ¡Así que le tocaba a él mantenerse cerca de Goldfinger!

Así lo haría. Pero su cobertura tendría que ser mucho mejor la siguiente vez que «se encontraran». Bond volvió a la cama y se durmió de inmediato.

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