Goldfinger

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Segunda parte: Coincidencia » Capítulo 12 - Tras el rastro de un fantasma

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CAPÍTULO 12

Tras el rastro de un fantasma

A las nueve en punto de la mañana siguiente, Bond llamó al jefe de Estado Mayor.

—James al habla. He echado un vistazo a la casa. La he recorrido por completo. Anoche cené con el propietario. Puedo asegurar con toda certeza que el punto de vista del director general es correcto. Desde luego en la finca hay algo poco claro. No tengo bastantes datos para mandar un informe topográfico. El propietario se marcha al extranjero mañana, en avión desde Ferryfield. Ojalá supiera su hora de salida. Me gustaría echar otro vistazo a su Rolls. Creo que le regalaré un equipo de radio portátil. Yo también iré un poco más tarde. ¿Podrías decir a la señorita Ponsonby que haga la reserva? Destino desconocido hasta el momento. Me mantendré en contacto. ¿Hay algo más por allí?

—¿Cómo fue el partido de golf?

—Gané.

Se oyó una risita al otro extremo de la línea.

—Ya pensé que lo harías. Unas apuestas muy elevadas, ¿no?

—¿Cómo lo sabes?

—Llamó el señor Scotland anoche. Dijo que le habían dado un soplo por teléfono de que alguien con tu nombre estaba en posesión de una gran cantidad de dólares no declarados. ¿Teníamos esa persona y lo demás era cierto? El chico no era muy veterano y no sabía nada de Universal. Le dije que tuviera unas palabras con el comisario y esta misma mañana nos han presentado sus excusas, ¡casi al mismo tiempo que tu secretaria encontraba un sobre con diez mil dólares entre tu correspondencia! Muy taimado por parte de tu hombre, ¿no crees?

Bond sonrió. Era típico de Goldfinger pensar en algo para que los dólares le causaran problemas. Tal vez hizo la llamada a Scotland Yard justo después del partido. Había querido enseñar a Bond que si uno daba un golpe a Goldfinger, como mínimo se llevaba una espina clavada en la mano. Pero la cobertura de Universal Export parecía haber aguantado.

—¡Este tío es un hacha! —exclamó Bond—. ¡El muy sinvergüenza! Comunica al director general que esta vez son para la Cruz Blanca. ¿Puedes arreglar todo lo demás?

—Por supuesto. Te llamo en unos minutos. Pero vigila tus pasos en el extranjero y avísanos enseguida si te aburres y necesitas compañía. Hasta luego.

—Adiós. —Bond colgó el auricular. Se levantó y se puso a hacer el equipaje. Podía ver la escena en el despacho del jefe de Estado Mayor al reproducirse la conversación grabada en cinta mientras el jefe de Estado Mayor traducía la llamada a la señorita Moneypenny.

—Dice que coincide en que Goldfinger tiene algo grande entre manos, pero no puede saber qué. G se va en avión esta mañana con su Rolls desde Ferryfield. 007 quiere seguirle. (Digamos, dos horas más tarde para dar tiempo a que G llegue al otro lado. Haga las reservas, ¿quiere?). Pide que hablemos con los de Aduanas para que él pueda echar un buen vistazo al Rolls y colocar un Homero en el portaequipajes. (Arregle también esto, por favor). Se mantendrá en contacto a través de las estaciones en caso de que necesite ayuda…

Y así sucesivamente. Era una máquina eficiente. Bond terminó de hacer su equipaje y, cuando llegó la llamada de Londres dándole sus diversas acreditaciones, bajó al vestíbulo, pagó su cuenta y abandonó de inmediato Ramsgate para dirigirse hacia la carretera de Canterbury.

Londres había dicho que Goldfinger tenía hecha la reserva en un vuelo especial que salía a las doce. Bond llegó a Ferryfield a las once y se dio a conocer al jefe de Control de Pasaportes y a los oficiales de Aduanas que lo esperaban. Hizo que se llevaran su coche fuera de la vista, a un hangar vacío, y se sentó a fumar y charlar de trivialidades con el personal de pasaportes. Creían que pertenecía a Scotland Yard y él no los sacó de su error. No, dijo, no sucedía nada con Goldfinger. Cabía la posibilidad de que uno de sus empleados intentara sacar algo del país de contrabando. Un asunto confidencial. ¿Podrían dejar solo a Bond con el coche durante diez minutos? Quería echar un vistazo a la caja de herramientas. Los de Aduanas, ¿serían tan amables de dar al resto del Rolls su tratamiento de lujo en busca de compartimientos secretos? Lo harían con mucho gusto.

A las doce menos cuarto, uno de los agentes de Aduanas asomó la cabeza por la puerta e hizo un guiño a Bond.

—Ya llega. Con el chófer. Pediremos a ambos que embarquen antes que el coche. Les diremos que es algo relacionado con la distribución del peso. No es tan extraño como parece. Ya conocemos ese viejo armatoste. Está blindado y pesa unas tres toneladas. Le avisaremos cuando estemos listos.

—Gracias.

La sala se vació. Bond se sacó el frágil paquetito del bolsillo. Contenía una pila seca conectada a un pequeño tubo de vacío. Revisó las conexiones, volvió a guardarse el aparato en el bolsillo de la chaqueta y esperó. A las doce menos cinco se abrió la puerta. El oficial le hizo una seña.

—Ningún problema. Ya están a bordo.

El enorme y reluciente Silver Ghost estaba en la nave de Aduanas, fuera de la vista del avión. El único coche que había allí, aparte del Rolls, era un Triumph TR3 descapotable gris paloma con la capota bajada. Bond fue a la parte trasera del Rolls. Los agentes de Aduanas habían desatornillado la tapa del compartimiento de herramientas. Bond extrajo el cajón de las mismas y simuló examinarlas con detenimiento, así como el cajón. Se arrodilló. Con el pretexto de revisar las paredes del compartimiento deslizó la pila y el tubo en su parte trasera, luego colocó de nuevo el cajón de herramientas. Encajaba a la perfección. Se levantó y se restregó las manos.

—Negativo —dijo al oficial de Aduanas.

Éste puso la tapa en su sitio y la atornilló con la llave correspondiente. Se levantó.

—No hay nada raro en el chasis ni en la carrocería. Aunque queda mucho espacio en el bastidor y en la tapicería, no podemos llegar hasta él sin hacer un trabajo a fondo. ¿Ya está todo?

—Sí, y gracias. —Bond regresó a la oficina. Oyó el rápido quejido sólido del viejo arranque automático. Un instante después el coche salía de la nave y se encaminaba hacia la rampa de carga. Bond permaneció en la parte trasera de la oficina y lo contempló mientras subía por la rampa. Las grandes mandíbulas ruidosas del Bristol Freighter se cerraron. Apartaron los calzos y el jefe de pista levantó un pulgar. Los dos motores tosieron con fuerza antes de arrancar y la gran libélula plateada rodó hacia la pista de despegue.

Cuando el avión ya estaba en la pista, Bond volvió a su coche y saltó al asiento del conductor. Pulsó un interruptor situado bajo el tablero de instrumentos. Hubo un momento de silencio y luego el altavoz oculto emitió un fuerte chillido áspero. Bond giró un botón. El chillido se redujo a un zumbido profundo. Bond esperó hasta oír que el Bristol despegaba. A medida que el avión ascendía y se dirigía hacia la costa, el zumbido disminuyó. En cinco minutos había desaparecido. Bond sintonizó el aparato y lo cogió de nuevo. Lo siguió durante cinco minutos mientras el avión cruzaba el Canal y luego lo apagó. Condujo el coche hasta la nave de Aduanas, dijo al jefe que regresaría a la una y media para coger el vuelo de las dos, y se dirigió a un pub que conocía en Rye. Desde aquel momento, siempre que permaneciese dentro de unos ciento sesenta kilómetros de distancia del Rolls, el Homero, el tosco transmisor de radio que había colado en su compartimiento de herramientas, se mantendría en contacto con el receptor de Bond. Todo lo que tenía que hacer era vigilar los decibelios y no dejar que el ruido se desvaneciera.

Aquella era una forma simple de buscador direccional que permitía que un coche siguiera el rastro de otro durante largo tiempo manteniendo el contacto sin peligro de ser descubierto. Al otro lado del Canal, Bond tendría que averiguar la carretera que Goldfinger había tomado desde Le Touquet, mantenerse dentro del radio de acción del Homero y aproximarse cerca de las poblaciones grandes o donde quiera que hubiese una bifurcación o un cruce importante. En ocasiones, Bond tomaría una decisión equivocada y tendría que conducir a más velocidad para recuperar terreno. El DB III se ocuparía de ello. Iba a ser divertido jugar al gato y al ratón a través de Europa. El sol brillaba en un cielo despejado. Bond sintió un fuerte estremecimiento en la espalda por un instante. Sonrió para sí, con una sonrisa dura, fría y cruel. «Goldfinger —pensó—, por primera vez en tu vida estás en dificultades, en graves dificultades».

Siempre hay un agent cycliste en el peligroso cruce en que la tranquila N-38 de Le Touquet se encuentra con la viscosa turbulencia de la gran N-1. Sí, desde luego había visto al Rolls. Era imposible no fijarse en él. Un verdadero aristócrata entre los coches. A la derecha, monsieur, hacia Abbeville. ¡Debe de llevarle una hora de ventaja, pero con este bolide suyo…!

En cuanto Bond hubo hecho los trámites en el aeropuerto, el Homero había captado el zumbido del Rolls. Pero era imposible saber si Goldfinger iba hacia el norte —hacia Holanda, Austria o Alemania— o hacia el sur. Para ese tipo de localización se precisan dos radiocoches para orientarse. Bond saludó con la mano al agente y exigió toda la potencia a su motor. Tenía que aproximarse lo más deprisa posible. Goldfinger habría cruzado Abbeville y ya debía haber pasado la gran bifurcación de la N-1 hacia París, o la N-28 hacia Rouen. Si Bond tomaba una dirección equivocada, perdería gran cantidad de tiempo y de distancia.

Bond se precipitó por la mal peraltada carretera. No corrió riesgos innecesarios, pero cubrió los cuarenta y tres kilómetros hasta Abbeville en quince minutos. El zumbido del Homero era fuerte. Goldfinger no podía estar a más de treinta kilómetros por delante, pero ¿hacia dónde tomar en la bifurcación? Bond se decidió por la carretera de París. Apretó el acelerador a fondo. Durante un rato la voz del Homero no reflejó cambios. Bond tanto podía haber acertado como no. Luego, poco a poco, el zumbido empezó a desvanecerse. ¡Maldición! ¿Regresaba o continuaba a toda velocidad para tomar por una de las carreteras secundarias hacia Rouen y cogerlo allí de nuevo? Bond odiaba volver atrás. A diez kilómetros de Beauvais giró a la derecha.

La carretera fue mala durante un trecho, pero después se encontró en la rápida N-30 y pudo permitirse, guiado por el sonido del altavoz, dejarse llevar a Rouen. Se detuvo en las afueras de la ciudad y permaneció a la sombra mientras consultaba su guía Michelin. Por el zumbido creciente supuso que había adelantado a Goldfinger. Pero por delante tenía otra bifurcación vital, no tan fácil de recuperar si se equivocaba de nuevo. O bien Goldfinger tomaría la ruta de Alengon-Le Mans-Tours hacia el sur, o bien pensaba ir hacia el sudeste, evitando París, por Evreux, Chartres y Orleans. Bond no podía acercarse más al centro de Rouen para ver por un momento el Rolls y mirar el camino que tomaba. Tendría que esperar hasta que el Homero empezara a menguar y entonces confiar en su propia intuición.

Transcurrió un cuarto de hora antes de que Bond estuviera seguro de que el Rolls había pasado. Esa vez cogió de nuevo por el lado izquierdo de la bifurcación. Pegó el pedal del acelerador al suelo y se lanzó hacia delante. El zumbido fue convirtiéndose en un chillido. Bond tenía el rastro. Redujo la velocidad a sesenta y cinco kilómetros por hora, sintonizó el receptor hasta recibir un susurro y se puso a divagar, preguntándose hacia dónde se dirigía Goldfinger.

Las cinco, las seis, las siete. El sol se reflejó en el espejo retrovisor de Bond mientras el Rolls continuaba su marcha. Atravesaron Dreux y Chartres y se encontraban en el largo tramo recto de ochenta kilómetros hasta Orleans. Si iba a detenerse allí para pasar la noche, el Rolls no lo habría hecho nada mal: casi quinientos kilómetros en un poco más de seis horas. Goldfinger no era perezoso viajando en coche. Debía mantener el viejo Silver Ghost a su velocidad máxima cuando circulaba por fuera de las poblaciones. Bond empezó a aproximarse.

Delante vio unas luces traseras, débiles. Bond llevaba encendidos los faros antiniebla. Cambió a los normales. Era un pequeño coche deportivo. Bond se acercó. ¿MG? ¿Triumph? ¿Austin Healey? Era un Triumph biplaza gris claro con la capota levantada. Bond lanzó una ráfaga con los faros y lo adelantó. Delante brillaban los pilotos traseros de otro coche. Bond cambió de nuevo y puso los faros antiniebla. El otro coche se hallaba a un kilómetro y medio de distancia. Bond fue acercándosele. A cuatrocientos metros encendió y apagó las luces largas para echar una mirada rápida. Sí, era el Rolls. Bond volvió a retrasarse hasta un kilómetro y medio y se mantuvo a esa distancia, siendo vagamente consciente de las tenues luces del TR3 en su retrovisor. En las afueras de Orleans, Bond se apartó a un lado de la carretera. El Triumph le adelantó con un rugido indiferente.

A Bond nunca le había gustado Orleans. Era una ciudad dominada por los curas y las leyendas, sin gracia ni alegría. Se contentaba con vivir de Juana de Arco y ofrecer al visitante una dura imagen sagrada mientras se quedaba con su dinero. Bond consultó su guía Michelin. Seguramente, Goldfinger pararía en hoteles de cinco estrellas y comería filetes de lenguado y pollo asado. Tendría que ser Les Arcades o el Moderne. A Bond le habría gustado quedarse fuera de la ciudad y dormir en las riberas del Loira, en el excelente Auberge de la Montespan, con el estómago lleno de quenelles de brochet. Pero tendría que mantenerse más cerca del zorro que perseguía. Se decidió por el Hotel de la Gare y por cenar en la cantina de la estación.

En caso de duda, Bond siempre escogía los hoteles de las estaciones. Eran correctos, había mucho espacio para aparcar y las probabilidades estaban a favor de que la comida de la cantina fuera excelente. Y en la estación se podía oír el latido de la ciudad. Los sonidos nocturnos de los trenes estaban cargados de tragedia y romanticismo.

El zumbido del receptor había permanecido constante durante diez minutos. Bond comprobó la ruta hacia los tres hoteles y entró despacio y con precaución en la ciudad. Fue hasta el río y condujo a lo largo de los iluminados muelles. Había acertado. El Rolls estaba delante de Les Arcades. Bond volvió a la ciudad y se dirigió a la estación.

El Hotel de la Gare era tal como había esperado: barato, anticuado y muy cómodo. Bond se dio un baño caliente, volvió a su coche para asegurarse de que el Rolls no se había movido, fue al restaurante de la estación y comió uno de sus menús preferidos: dos oeufs cocotte á la créme, un gran solé meuniére[23] (Orleans estaba lo suficientemente cerca del mar; los peces del Loira tienden a tener sabor a fango) y un Camembert en su punto. Bebió una botella de Rosé d’Anjou muy frío y se tomó un Hennessy Tres Estrellas con el café. A las diez y media abandonó el restaurante, comprobó la señal del Rolls y se paseó por las virtuosas calles durante una hora. Tras una última comprobación al Rolls se fue a la cama.

A las seis de la mañana, el Rolls no se había movido. Bond abonó la cuenta, se tomó un café complet —con una ración doble de café— en la estación, condujo hasta los muelles y metió el coche marcha atrás en una calle lateral. No podía permitirse otra equivocación. Goldfinger, o bien cruzaría el río y se dirigiría al sur para entrar en la N-7 hacia la Riviera, o bien seguiría la orilla norte del Loira, quizás hacia la Riviera, pero también camino de Suiza e Italia. Bond salió del coche y se apoyó con actitud despreocupada contra el parapeto del muro del río, observando por entre los troncos de los plátanos. A las ocho y media, dos pequeñas figuras salieron de Les Arcades. El Rolls se puso en camino. Cuando Bond lo vio seguir los muelles hasta perderse de vista, se puso tras el volante del Aston Martin e inició la persecución.

Bond condujo con calma siguiendo el Loira a la luz del sol de principios de verano. Aquél era uno de sus rincones del mundo favoritos. En mayo, con los árboles frutales poniéndose blancos y el suave y ancho río aún crecido por las lluvias de invierno, el valle estaba verde y joven como vestido para el amor. Estaba pensando en todo eso cuando, antes de Cháteauneuf, se produjo estridente el chillido de dos bocinas gemelas Bosch y el pequeño Triumph pasó por su lado a toda velocidad. Llevaba la capota bajada y Bond vislumbró el impreciso contorno de un bonito rostro oculto tras unas gafas de conducir blancas con cristales azul oscuro. Aunque Bond apenas vio sólo un perfil, la fugaz visión de unos labios rojos y el borde ondulante de unos cabellos negros bajo un pañuelo rosa con lunares blancos, supo que era bonita por la forma en que levantaba la cabeza. Tenía la autoridad de alguien acostumbrado a ser admirado, junto con la timidez de una chica que viaja sola y adelanta a un hombre en un coche elegante.

«¡Esto tenía que pasarme hoy!», pensó Bond. El Loira estaba vestido justamente para eso: para perseguir a esta chica hasta alcanzarla a la hora del almuerzo, el contacto en el restaurante vacío junto al río, en el jardín, bajo las parras trepadoras. La fritare y el Vouvray helado, la cautelosa inspección mutua y luego los dos coches viajando juntos hasta que al atardecer, ya muy al sur, encontrarían el lugar que habían acordado durante el almuerzo: olivos, grillos cantando en el crepúsculo añil, el descubrimiento de que se gustaban y de que sus lugares de destino podían esperar. Al día siguiente («No, esta noche no. Yo no te conozco lo suficiente, y además estoy cansada») dejarían el coche de ella en el garaje del hotel y se irían a hacer un recorrido en el suyo, lentamente, sabiendo que no habría prisa para nada, yendo hacia el oeste, lejos de las grandes carreteras. ¿Cuál era aquel lugar al que siempre había querido ir sólo por su nombre? Sí, Entre-Deux-Seins[24], un pueblo cerca de Les Baux. Quizás allí no hubiera ni siquiera una fonda. Bien, entonces irían al mismo Les Baux, en las Bouches du Rhóne, en el borde de la Camarga. Allí cogerían habitaciones contiguas (no una habitación doble, sería demasiado pronto para eso) en el fabuloso Baumaniére, el único hotel restaurante de Francia con el máximo galardón concedido por la guía Michelin. Comerían el gratín de langouste y tal vez, porque era tradicional en una noche así, beberían champán. Y luego…

Bond sonrió pensando en su historia y en los puntos suspensivos que la concluían. «Hoy no. Hoy estás trabajando. Hoy es para Goldfinger, no para el amor. El único aroma que olerás hoy es la costosa loción para después del afeitado de Goldfinger, no…». ¿Qué se pondría ella? Las chicas inglesas cometen errores con el perfume. Esperaba que fuese algo ligero y limpio. Vent Vert de Balmain tal vez o Muguet de Carón. Bond sintonizó su receptor para quedarse tranquilo, lo hizo enmudecer y condujo relajado, jugando con sus pensamientos sobre la chica, poniendo los detalles. Desde luego, podía encontrársela de nuevo. Parecían estar haciéndose compañía mutua. «Debe haber pasado la noche en Orleans. ¿Dónde? Qué desperdicio. Pero ¡un segundo!». De repente Bond despertó de su ensoñación. La capota levantada le hizo recordar. Había visto antes aquel Triumph. Fue en Ferryfield, debió coger el vuelo después de Goldfinger. Era cierto que allí no había visto a la chica ni se había fijado en el número de la matrícula, pero seguramente se trataba del mismo. De ser así, que ella estuviera todavía siguiendo a Goldfinger después de cuatrocientos ochenta kilómetros era más que una coincidencia. ¡Y la noche anterior iba circulando con las luces amortiguadas! ¿Qué diantre estaba ocurriendo?

Bond pisó el acelerador mientras se acercaba a Nevers. De todas formas tenía que aproximarse para el siguiente cruce importante. Mataría dos pájaros de un tiro viendo cuál era el propósito de la chica. Si ella se mantenía entre él y Goldfinger, tendría que pensar en algo. Sería un maldito estorbo. Ya era bastante duro mantener el contacto con Goldfinger. Con otro perseguidor intercalado entre ambos, se haría endiabladamente difícil.

Aún seguía delante de él, a unos tres kilómetros por detrás del Rolls, manteniéndose a una buena distancia. En cuanto Bond vio su reluciente pequeño trasero (como se lo describió a sí mismo), redujo la marcha. ¡Bien, bien! ¿Quién era? ¿Qué demonios significaba aquello? Bond siguió conduciendo, con expresión malhumorada y pensativa.

El pequeño convoy continuó rodando sin abandonar el ancho lustre negro de la N-7 que discurre como un grueso nervio malsano por el corazón de Francia. Pero en Moulins, Bond casi perdió el rastro. Tuvo que volver sobre sus pasos rápidamente y coger la N-73. Goldfinger había girado en ángulo recto y se dirigía por Lyon, hacia Italia, o por Macón a Ginebra. Bond tuvo que apresurarse y luego frenar justo a tiempo para no meterse en dificultades. No se había preocupado mucho del tono del Homero, ya que contaba con ver el Triumph para reducir la velocidad. De repente se dio cuenta de que el zumbido se había convertido en un chillido. Si no hubiese dado un frenazo brusco, a la velocidad que llevaba de ciento cuarenta kilómetros por hora se habría tragado el Rolls. Así y todo, apenas iba a paso de tortuga cuando llegó a lo alto de una cuesta y vio el gran coche amarillo parado en el arcén de la carretera, un kilómetro y medio más adelante. Por fortuna para Bond, a su derecha vio un bendito camino de carros. Dio un viraje brusco y se introdujo en él deteniéndose luego al abrigo de un seto bajo. Cogió unos pequeños prismáticos de la guantera, salió del coche y volvió atrás.

¡Sí, maldita sea! Goldfinger estaba sentado bajo un puentecito, en la orilla de un arroyo. Vestía un guardapolvo blanco y una gorra de conductor de tela blanca, al estilo de los turistas alemanes. Estaba comiendo, en plan picnic. Aquella visión despertó el apetito de Bond. Y su almuerzo, ¿qué? Examinó el Rolls. A través de la ventanilla vio parte de la negra silueta del coreano en el asiento delantero. Ni rastro del Triumph. Si la chica seguía aún a Goldfinger, habría debido alcanzarlo sin previo aviso, teniendo que inclinar la cabeza mientras aceleraba. Y se encontraría en algún lugar más adelante, esperando emboscada que el Rolls pasara. O tal vez no. Quizás Bond se había dejado llevar por su imaginación. Era probable que estuviera de camino hacia los lagos italianos para reunirse con una tía, unos amigos o un amante.

Goldfinger se puso de pie. Era un hombre metódico. «Eso es, recoge los pedazos de papel y ocúltalos cuidadosamente bajo el puente. ¿Por qué no tirarlos al arroyo?». Las mandíbulas de Bond se tensaron de pronto. ¿Qué le recordaban aquellas acciones de Goldfinger? ¿Estaba fantaseando de nuevo o era el puente un buzón? ¿Había recibido Goldfinger instrucciones de dejar algo, uno de sus lingotes de oro, en aquel puente en concreto? Francia, Suiza, Italia. Estaba en un lugar conveniente para los tres países; la célula comunista de Lyon, por ejemplo, una de las más poderosas de Francia. Y era un buen lugar, con un amplio campo de visión en ambas direcciones de la carretera.

Goldfinger trepó por la ribera. Bond se puso otra vez a cubierto. Oyó el chirrido distante del viejo arranque automático. Observó con precaución el Rolls hasta que lo vio desaparecer.

Era un bonito puente sobre un bonito arroyo. Tenía un número de registro en el arco, 79/6, el sexto puente a partir de alguna población en la N-79. Fácil de encontrar. Bond salió rápidamente del coche y se deslizó por el terraplén. Debajo del arco estaba oscuro y fresco. Se veían sombras de peces en la lenta y clara corriente con fondo de guijarros. Buscó en el borde de la mampostería, cerca del margen herboso.

Exactamente en el centro, bajo la carretera, había un matojo de hierba espesa junto a la pared. Apartó la hierba. Se produjo una rociada de tierra recién removida. Bond hurgó con los dedos.

Sólo había uno. Era liso al tacto y con forma de ladrillo. Precisó un cierto esfuerzo para levantarlo. Bond limpió la arena del metal amarillo mate y envolvió el pesado lingote en su pañuelo. Lo sostuvo bajo su chaqueta y trepó por la ribera hasta la carretera vacía.

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