Goldfinger

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Segunda parte: Coincidencia » Capítulo 13 - «Me toca aquí…»

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CAPÍTULO 13

«Me toca aquí…»

Bond estaba satisfecho de sí mismo. Un montón de gente se iba a enfadar mucho con Goldfinger. Se puede hacer mucho trabajo sucio con veinte mil libras. Muchos planes tendrían que ser alterados, algunas conspiraciones aplazadas, quizás incluso varias vidas salvadas. Y si se llevaba a cabo una investigación por parte de SMERSH, algo improbable porque eran la clase de gente realista que corta por lo sano, sólo podrían llegar a la conclusión de que algún vagabundo en busca de refugio había encontrado el lingote de oro.

Bond levantó la trampa del compartimiento secreto situado bajo el asiento del copiloto e introdujo el lingote. Era una mercancía peligrosa. Tendría que ponerse en contacto con la estación más cercana del Servicio y entregársela. Volvería a Londres en la valija diplomática. Bond tendría que informar de aquello de inmediato. Confirmaba muchas cosas. Tal vez M hasta quisiera advertir al Deuxiéme Bureau para que vigilaran el puente y ver quién acudía, pero Bond esperaba que tal cosa no sucediera. No quería que cundiera el pánico justamente cuando se acercaba a Goldfinger. Quería que el cielo por encima de Goldfinger permaneciera azul y despejado.

Se puso en marcha. Había otras cosas en que pensar. Necesitaba alcanzar el Rolls antes de que llegara a Mâcon y acertar en la siguiente bifurcación, a Ginebra o a Lyon. Debía resolver el problema de la chica y, a ser posible, quitarla de en medio. Bonita o no, estaba enredando el asunto. Y tenía que detenerse a comprar comida y bebida. Era la una y la visión de Goldfinger comiendo le había hecho sentir hambre. También necesitaba repostar gasolina y comprobar los niveles de agua y aceite.

El zumbido del Homero aumentó de intensidad. Estaba en las afueras de Mâcon. No le quedaba más remedio que acercarse y correr el riesgo de ser visto. El intenso tráfico ocultaría su achaparrado coche. Era de vital importancia saber si el Rolls cruzaba el Saona en busca de la carretera de Bourg, o si torcía a la derecha en el puente y se metía en la N-6 hacia Lyon. A lo lejos, por la rué Rambuteau vislumbró algo amarillo. Por el puente del ferrocarril y cruzando la placita, la alta caja amarilla siguió hacia el río. Bond veía a los transeúntes volver la cabeza para seguir con la vista el resplandeciente Rolls. El río. ¿Giraría Goldfinger a la derecha, o continuaría por el puente? El Rolls siguió en línea recta. ¡Se trataba de Suiza!

Bond continuó por el suburbio de St. Laurent buscando una carnicería, una panadería y una bodega. A unos cien metros más adelante, suspendida por encima del pavimento, había la dorada cabeza de una ternera. Bond echó un vistazo a su retrovisor. ¡Vaya, hombre! El pequeño Triumph estaba a sólo unos palmos detrás suyo. ¿Cuánto tiempo llevaría allí? Bond había estado tan absorto siguiendo al Rolls que no había mirado atrás desde la entrada a la ciudad. Tal vez se había escondido en una calle lateral. ¡Vaya! La coincidencia quedaba ya ciertamente descartada. Había que hacer algo. Bond frenó de repente delante de la carnicería y puso la marcha atrás. Se produjo un horrible ruido de chatarra y cristal. Bond apagó el motor y salió del coche.

Rodeó el vehículo hacia la parte trasera del mismo. La chica, con el rostro crispado de rabia, ya tenía una bella pierna enfundada en seda en la calzada. Hubo la visión fugaz de un muslo blanco. La chica se quitó las gafas y se quedó con las piernas bien apuntaladas y los brazos en jarras. La hermosa boca estaba tensa de ira. El parachoques trasero del Aston Martin estaba incrustado en los restos de los faros y la parrilla del radiador del Triumph.

—Si me toca aquí otra vez tendrá que casarse conmigo —dijo Bond afable.

Apenas acababan de salir las palabras de su boca cuando la palma de la mano abierta se estrelló en su rostro. Bond levantó una mano y se restregó la mejilla. Se había reunido un gentío considerable. Hubo un murmullo de aprobación y procacidad:

—Allez-y la gosse! Maintenant le knock-out!

La rabia de la chica no se había disipado con la bofetada.

—¡Maldito idiota! ¿Qué demonios cree que hace?

«Si las chicas guapas se enfadaran siempre estarían bellísimas», pensó Bond, y luego comentó:

—No parece tener muy buenos frenos.

¡Mis frenos! ¡Usted ha venido en marcha atrás contra mí!

—Entró una marcha por otra. No sabía que su coche estaba tan cerca. —Ya era hora de calmarla—. Lo siento muchísimo. Le pagaré la reparación y todo lo demás. Ha sido mala suerte. Veamos cuáles son los daños. Intente dar marcha atrás. No parece que los parachoques estén trabados. —Bond puso un pie en el parachoques del Triumph y lo sacudió.

—¡No ose tocar mi coche! ¡Déjelo estar! —Airada, la chica saltó de nuevo al asiento del conductor y pulsó el arranque. El motor se puso en marcha. Se oyó ruido de metales entrechocando bajo el capó. Paró el motor y sacó la cabeza—. ¡Ya lo ve, estúpido! Ha aplastado el ventilador.

Era lo que Bond deseaba que sucediera. Entró en su coche y lo liberó del Triumph. Trozos de éste, soltados por el parachoques de Bond, cayeron al suelo tintineando. Bond se apeó del coche. La muchedumbre había disminuido. Un hombre con mono de mecánico se ofreció a llamar una grúa. Bond se dirigió al Triumph. La chica había salido y le estaba esperando. Su expresión había cambiado y parecía más tranquila. Bond se percató de que sus ojos, de un color azul oscuro, lo estudiaban con atención.

—No será muy grave —dijo él—. Probablemente el ventilador ha quedado desalineado. Pueden ponerle unos faros provisionales y enderezar los cromados. Mañana por la mañana lo tendrá listo. —Bond se sacó la cartera del bolsillo y añadió—: Esto ha de ser exasperante para usted, y desde luego acepto toda la responsabilidad. Le doy cien mil francos para cubrir daños, gastos de alojamiento, llamadas telefónicas a sus amigos, y todo eso. Por favor, cójalos y estaremos en paz. Me encantaría permanecer aquí hasta que usted se encuentre bien y de nuevo en camino mañana por la mañana, pero tengo un compromiso esta noche y no me queda más remedio que cumplirlo.

—No. —Su única palabra fue fría y definitiva. La chica se puso las manos a la espalda y esperó.

—Pero… —Qué quería, ¿llamar a la policía? ¿Acusarle de conducción temeraria?

—Yo también tengo un compromiso esta noche y debo cumplirlo. Necesito llegar a Ginebra. ¿Tendrá la amabilidad de llevarme allí? No queda lejos. Sólo unos ciento sesenta kilómetros. Llegaríamos en dos horas en esto. —Señaló con un gesto al DB III—. ¿Lo hará? Se lo ruego.

Había una urgencia desesperada en su voz. Sin halagos ni amenazas, sólo una necesidad apremiante.

Por primera vez Bond la examinó como algo más que una chica bonita que quizás —eran las únicas explicaciones que Bond había encontrado que encajaran con los hechos— quería que Goldfinger la recogiese o que ella lo chantajeaba. Había demasiado carácter en su rostro y demasiada franqueza. Y no llevaba el uniforme de seductora. Vestía una blusa de seda gruesa blanca, de corte bastante masculino. El cuello iba abierto, pero se abotonaba como un apretado cuello militar. La blusa tenía las mangas largas y holgadas, abrochadas en las muñecas. Las uñas estaban sin pintar y la única joya que lucía era un anillo de oro en el dedo anular (¿verdadero o falso?). Llevaba un cinturón de cuero negro muy ancho, con pespuntes y hebilla doble de latón. Se ensanchaba por detrás para darle un poco la sujeción de una faja-cinturón de piloto de carreras. Su corta falda gris carbón era plisada. De calzado llevaba unas sandalias de aspecto caro que debían ser muy cómodas y frescas para conducir. El único toque de color era el pañuelo rosa que se había quitado de la cabeza y que sostenía en una mano junto con las gafas blancas.

El conjunto era muy atractivo, pero a Bond le recordaba más un equipo que la ropa de una chica joven. Había algo vagamente hombruno y de aire libre en todo su comportamiento y apariencia. Podría, pensó Bond, ser miembro del equipo femenino de esquí inglés, o pasar gran parte de su tiempo en Inglaterra cazando o haciendo hípica.

Aunque muy hermosa, era del tipo de chica que no se preocupa de su belleza. No había hecho intento alguno de arreglarse el peinado. Como consecuencia de ello, tenía el aspecto que debería tener el cabello de una chica: desordenado, con mechones dispersos y una raya bastante torcida. Proporcionaba el contraste de un oscuro marco desigual e irregular con la pálida simetría del rostro, cuyos rasgos principales eran unos ojos azules bajo unas cejas oscuras, una boca deseable y un aire de determinación e independencia que le daban los altos pómulos y la fina línea de la mandíbula. El mismo aire de confianza en sí misma lo daba su figura. Mantenía el cuerpo orgullosamente erguido, con los magníficos senos proyectándose hacia afuera con descaro bajo la tirante seda. Su postura, con los pies ligeramente separados y las manos a la espalda, era una mezcla de provocación y desafío.

El conjunto parecía decir: «Bueno, guaperas, hijo de puta, no creas que puedes tratarme con condescendencia masculina. ¡Me has metido en este lío y por todos los santos que me sacarás de él! Puede que seas atractivo, pero yo tengo mi propia vida y ya sé adonde voy».

Bond sopesó su petición. ¿Qué estorbo representaría? ¿Cómo podría librarse de ella y dedicarse a sus asuntos? ¿Correría algún riesgo de seguridad? Contra las desventajas, estaba su curiosidad sobre ella y qué buscaba, el recuerdo de la fábula que había devanado en torno a ella y que ahora había dado el primer paso hacia su realización y, por último, el tema de «damisela en apuros», el atractivo de toda mujer que pide ayuda.

—Tendré mucho gusto en llevarla a Ginebra —dijo Bond cortés. Abrió el maletero del Aston Martin—. Pongamos aquí su equipaje. Mientras hablo con el taller, tenga un poco de dinero. Compre comida para los dos, hágame el favor. Para usted, lo que le apetezca; para mí, doscientos gramos de salchichón de Lyon, una barra de pan, mantequilla y medio litro de Mâcon descorchado.

Sus ojos se encontraron e intercambiaron una ráfaga de señales de hombre/mujer, amo/esclava. La joven cogió el dinero.

—Gracias. Compraré lo mismo para mí. —Fue al maletero del Triumph y lo abrió—. No, no se preocupe. Puedo hacerlo yo. —Levantó una bolsa de palos de golf con la cremallera cerrada y una pequeña maleta de aspecto caro. Llevó ambas cosas al Aston Martin y, rechazando el ofrecimiento de ayuda de Bond, las puso junto a la maleta de éste. Miró cómo cerraba con llave el portaequipajes y volvió al Triumph. Cogió un amplio bolso de bandolera, de cuero negro con pespuntes, y se lo colgó del hombro.

—¿Qué nombre y dirección debo dar? —preguntó Bond.

—¿Cómo?

Él le repitió la frase, preguntándose si mentiría en el nombre, en la dirección, o en ambos.

—Estaré yendo de un sitio a otro —repuso ella—. Es mejor que diga el Bergues, en Ginebra. El nombre es Soames, señorita Tilly Soames. —No hubo vacilación alguna. Se fue a la carnicería.

Un cuarto de hora después estaban en camino.

La chica se sentaba erguida y mantenía la vista fija en la carretera. El zumbido del Homero era débil. El Rolls debía haber ganado unos ochenta kilómetros. Bond aceleró. Pasaron a toda marcha por Bourg y cruzaron el río en Pont d’Ain. Ahora estaban en las estribaciones del Jura y venían las curvas en S de la N-84. Bond las tomaba como si estuviera compitiendo en las pruebas alpinas. Después de abalanzarse sobre él por dos veces, la chica se mantuvo agarrada a la manija de la guantera y viajó en el coche como si fuera su copiloto. En una ocasión, tras un derrapaje especialmente violento que casi les hace volcar, Bond echó una mirada a su perfil. Tenía los labios entreabiertos y un ligero movimiento en las aletas de la nariz. Sus ojos estaban iluminados. Se lo estaba pasando bien.

Llegaron a lo alto del puerto y empezó el descenso hacia la frontera suiza. El Homero emitía un chirrido monótono. Bond pensó: «Tengo que ir despacio o los cogeremos en la aduana». Con la mano buscó bajo la guantera y bajó el volumen. Luego estacionó a un lado de la carretera. Se quedaron sentados en el coche y comieron un cortés pero casi silencioso picnic, sin que ninguno de los dos hiciera intento alguno por conversar; ambos, al parecer, con otras cosas en la cabeza. Pasados diez minutos, Bond se puso de nuevo en marcha. Iba relajado, bajando con una conducción fácil por la sinuosa carretera que discurría a través de pinos susurrantes.

—¿Qué es este ruido? —preguntó ella.

—El silbido de la magneto. Es peor cuando voy aprisa. Empezó en Orleans. Tengo que hacer que me lo arreglen esta noche.

Pareció contentarse con aquel cuento.

—¿Hacia dónde va? —dijo con timidez—. Espero no haberle apartado demasiado de su camino.

—En absoluto —respondió Bond en tono amistoso—. En realidad, yo también voy a Ginebra, pero es posible que no me quede allí a pasar la noche. Quizás deba de continuar, depende de mi cita. ¿Cuánto tiempo estará usted allí?

—No lo sé. Juego al golf. Hay el Abierto femenino suizo en Divonne. No es que yo tenga esa categoría, pero pensé que me iría bien probarlo. Luego jugaré en otros campos.

Bastante plausible. No había razón alguna para que no fuese cierto.

—¿Juega mucho al golf? —preguntó Bond—. ¿Cuál es su campo habitual?

—Bastante. Temple.

Había sido una pregunta obvia. ¿Era auténtica la respuesta, o sólo el primer campo de golf que había acudido a su mente?

—¿Vive usted cerca de allí?

—Tengo una tía en Henley. ¿Para qué va a Suiza? ¿De vacaciones?

—Negocios. Importaciones y exportaciones.

—Ah.

Bond sonrió para sí. Era un diálogo teatral. Las voces eran corteses voces teatrales. Podía ver la escena —muy querida del teatro inglés—: el salón, la luz del sol en las malvas reales al otro lado de las cristaleras, la pareja sentada en el sofá, en el borde del mismo, con ella sirviendo el té.

Llegaron al pie de las montañas. Había un largo tramo recto de carretera y, a lo lejos, el pequeño grupo de edificios de la aduana francesa. Ella no le dio oportunidad de echar un vistazo a su pasaporte. En cuanto el coche se detuvo, dijo algo acerca de arreglarse y desapareció en el servicio de «Dames». Bond había pasado el Controle y estaba ocupado con el tríptico cuando la joven reapareció con el pasaporte ya sellado. En la aduana suiza dio la excusa de coger algo de su maleta. Bond no había tenido tiempo de rondar por allí y pescarla en un renuncio.

Bond condujo a toda velocidad hasta llegar a Ginebra y se detuvo en la imponente entrada del Bergues. El baggagiste cogió la maleta y los palos de golf de la chica. Se quedaron juntos en los escalones. Ella le tendió la mano.

—Adiós. —Los francos ojos azules no expresaban ternura—. Y gracias. Conduce estupendamente. —Su boca sonrió—. Me sorprende que pusiera una marcha por otra en Mâcon.

Bond se encogió de hombros.

—No sucede a menudo. Estoy contento de haberlo hecho. Si liquido a tiempo mis asuntos, quizás podamos encontrarnos otra vez.

—Estaría muy bien. —El tono de su voz decía que no lo estaría. La chica dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta giratoria.

Bond bajó corriendo hasta su coche. ¡Al diablo con ella! Ahora a buscar a Goldfinger y luego a la pequeña oficina del quai[25] Wilson.

Ajustó el Homero y esperó un par de minutos. Goldfinger estaba cerca, pero alejándose. Tanto podía estar siguiendo la orilla derecha como la izquierda del lago. Por el tono del Homero, se encontraba como mínimo a dos kilómetros de la ciudad. ¿Hacia dónde?

¿A la izquierda, hacia Lausana? ¿A la derecha, hacia Evian? El DB III estaba ya en la carretera del lado izquierdo y Bond decidió seguir su olfato. Se puso en marcha.

Alcanzó a la alta silueta amarilla justo antes de Coppet, la diminuta aldea ribereña hecha famosa por madame de Staël. Se ocultó tras un camión. En su siguiente inspección, el Rolls había desaparecido. Bond siguió adelante, mirando a la izquierda. En la entrada de la aldea, unas grandes y sólidas puertas de hierro se estaban cerrando en un elevado muro. Había polvo suspendido en el aire. En el muro se veía un discreto letrero. Decía, en amarillo desvaído sobre fondo azul: ENTREPRISES AURIC, A. G. ¡El zorro se había metido en su madriguera!

Bond continuó hasta encontrar un desvío a la izquierda. Lo siguió hasta una senda que conducía a través de las viñas a los bosques de detrás de Coppet y al castillo de madame de Staël. Detuvo el coche entre los árboles. Supuso que debía encontrarse justo encima de las Entreprises Auric. Cogió los prismáticos, salió y siguió una vereda que bajaba hacia la aldea. Pronto halló a su derecha una verja de hierro con púas. A lo largo de su parte superior tenía arrollado alambre de espino. Unos cien metros más abajo de la cuesta, la verja se convertía en una alta pared de piedra. Bond volvió a subir lentamente por la vereda, buscando la entrada secreta que los niños de Coppet debían haber hecho para llegar hasta los castaños. La encontró: dos barrotes de la reja ensanchados para que un cuerpo pequeño pasara entre ellos. Bond se apoyó en uno de los barrotes con todo su peso, ensanchándose así el hueco unos centímetros más, y pasó arrastrándose a través de él.

Bond avanzó con cautela por entre los árboles, vigilando cada paso que daba para no aplastar alguna rama seca. Los árboles se aclararon. Se vislumbraba un grupo de edificios bajos detrás de un pequeño manoir[26]. Bond encontró el grueso tronco de un abeto y se ocultó tras él. Desde allí se veían los edificios. El más próximo estaba a unos cien metros de distancia. Había un patio abierto en medio del cual se encontraba el polvoriento Silver Ghost.

Bond sacó los prismáticos y examinó el lugar con toda minuciosidad.

La casa era un bloque cuadrado bien proporcionado de viejo ladrillo rojo con tejado de pizarra. Tenía dos plantas y un desván. Era probable que tuviera cuatro habitaciones y dos salas principales. Las paredes estaban casi cubiertas por una glicina viejísima en plena floración. Era una casa atrayente. En su imaginación, Bond vio el artesonado pintado de blanco del interior. Olió el dulce aroma a moho y luz del sol de las habitaciones. La puerta trasera daba al amplio patio pavimentado en que se encontraba el Rolls. El patio estaba abierto del lado de Bond, pero cerrado en sus otros dos lados por talleres de plancha de hierro ondulada de un solo piso. Una alta chimenea de cinc se elevaba en el ángulo formado por ambos talleres. En lo alto, la chimenea tenía un sombrerete de cinc. Sobre éste veía la boquilla cuadrada giratoria de algo que a Bond le pareció similar a la antena de radar Decca que se ve en el puente de la mayoría de barcos. El aparato giraba sin cesar. Bond no imaginaba de qué serviría en el tejado de aquella pequeña fábrica entre los árboles.

De súbito, el silencio y la inmovilidad de la pacífica escena quedaron rotos. Fue como si Bond hubiese metido un penique en la ranura de un diorama del muelle de Brighton. En algún lugar, un cascado reloj dio las cinco. A esta señal, la puerta trasera de la casa se abrió y Goldfinger salió por ella, vestido todavía con su guardapolvo de automovilista blanco, pero sin el casco. Le seguía un insignificante y servil hombrecillo con el bigote como un cepillo de dientes y gafas de concha. Goldfinger parecía contento. Fue hasta el Rolls y dio unas palmadas al capó. El otro hombre emitió una risa obsequiosa. Sacó un silbato del bolsillo de su chaleco y lo sopló. En el taller de la derecha se abrió la puerta, cuatro trabajadores en monos azules salieron y se dirigieron al coche. De la puerta que se habían dejado abierta llegó un chirrido y un motor pesado se puso en marcha, emitiendo el mismo latido rítmico que Bond recordaba de Reculver.

Los cuatro hombres se colocaron alrededor del coche y, a una palabra del hombrecillo, que parecía ser el capataz, empezaron a desmontar el vehículo. Cuando hubieron sacado de sus bisagras las cuatro puertas, quitado el capó del motor y empezaron a ocuparse de los remaches de uno de los guardabarros, quedó claro que estaban despojando al coche de sus placas de blindaje.

Casi al mismo tiempo en que Bond había llegado a esa conclusión, la negra figura rematada con un sombrero hongo de Chapuzas apareció en la puerta trasera de la casa y emitió alguna clase de raido en dirección a Goldfinger. Tras decir algo al capataz, Goldfinger se metió en la casa y dejó a los trabajadores con su tarea.

Ya era hora de que Bond se pusiera en marcha. Echó una última y atenta mirada a su alrededor para fijar la geografía del lugar en su mente y se alejó con cautela entre los árboles.

—Soy de Universal Export.

—¿Ah, sí?

Detrás del escritorio había una reproducción del retrato de la reina por Annigoni. En las demás paredes, anuncios de los tractores Ferguson y otra maquinaria agrícola. Del otro lado de la amplia ventana llegaba el murmullo del tráfico en el quai Wilson. Se oyó la sirena de un vapor. Bond miró afuera de la ventana y lo vio surcar las aguas en segundo plano. Dejaba una estela encantada en el impecable espejo vespertino del lago. Bond volvió a mirar los ojos cortésmente inquisitivos de aquel rostro suave y neutral de hombre de negocios.

—Teníamos interés en hacer algunas transacciones con ustedes.

—¿Qué clase de transacciones?

—Importantes.

La boca del hombre se abrió en una sonrisa.

—Es 007, ¿no? —dijo con cordialidad—. Creí reconocerle. Bien, ¿qué puedo hacer por usted? —La voz se tornó cautelosa—. Sólo una cosa, es mejor que lo haga deprisa y se vaya. Esto ha estado endiabladamente caliente desde el asunto de Dumont. Me tienen calado, tanto los de aquí como los rojos. Todo muy pacífico, desde luego, pero no deseará que empiecen a husmearle.

—Ya pensé que podría ser así. Se trata de cosas rutinarias. —Bond se desabrochó la camisa y sacó el pesado pedazo de oro—. Tenga, devuelva esto a casa, ¿quiere? Y transmita lo que ahora le diré cuando tenga la oportunidad.

El hombre se acercó un bloc y anotó en taquigrafía lo que Bond le dictó. Cuando terminó se metió el bloc en el bolsillo.

—¡Bien, bien! Un material muy caliente. Entendido. Mi rutina es a medianoche. Esto —señaló el oro— irá a Berna para la valija diplomática. ¿Algo más?

—¿Ha oído alguna vez hablar de Entreprises Auric en Coppet? ¿Sabe a qué se dedican?

—Estoy al corriente de lo que hacen todos los negocios de ingeniería de la zona. Tengo que saberlo. El año pasado intenté venderles unas remachadoras manuales. Fabrican muebles metálicos. De muy buena calidad. Los ferrocarriles suizos emplean algunos de ellos, así como las líneas aéreas.

—¿Sabe qué líneas aéreas?

El hombre se encogió de hombros.

—He oído decir que trabajan en exclusiva para Mecca, la gran compañía de vuelos charter a la India. Su terminal está en Ginebra. Un competidor bastante fuerte de All-India. Mecca es una compañía privada. En realidad, oí que Auric y Cía. tenía dinero invertido en ella. No es extraño que hayan obtenido el contrato de los asientos.

Una lenta e implacable sonrisa se extendió por la cara de Bond. Se levantó y tendió la mano.

—Usted no lo sabe, pero acaba de resolver todo un rompecabezas en menos de un minuto. Muchas gracias. Muy agradecido por ello y suerte con el negocio de los tractores. Espero que nos volvamos a ver algún día.

Ya en la calle, Bond se dirigió rápidamente a su coche y recorrió el quai hasta el Bergues. ¡Así pues, aquél era el cuadro completo! Durante dos días había estado siguiendo un Silver Ghost por Europa. Un Silver Ghost blindado. Había visto cómo remachaban el último trozo de blindaje en Kent y cómo lo desmontaban todo en Coppet. Aquellas láminas ya estarían en los hornos de Coppet, listas para ser modeladas en forma de setenta asientos para un Constellation de la compañía Mecca. En unos días, dichos asientos serían sacados del avión en la India y sustituidos por otros de aluminio. ¿Y cuánto habría ganado Goldfinger? ¿Medio millón de libras? ¿Un millón?

Porque el Silver Ghost no era en absoluto de plata. Era un Gold Ghost[27], en cuanto a las dos toneladas de su carrocería. Sólido oro blanco de dieciocho quilates.

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