Goldfinger

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Tercera parte: Acción hostil » Capítulo 23 - Tratamiento CAT

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Tratamiento CAT

El avión vibraba muy por encima de las nubes, por el gran paisaje iluminado por la luna. Llevaban las luces apagadas. Bond estaba sentado tranquilamente en la oscuridad, aunque sudaba de miedo pensando en lo que iba a hacer.

Una hora antes, la chica le llevó la cena. Había un lápiz oculto en la servilleta. Ella hizo unas cuantas observaciones groseras en atención a

Chapuzas y se fue. Bond comió un poco y bebió una buena cantidad de

bourbon mientras su imaginación recorría todo el avión, preguntándose qué hacer para forzar un aterrizaje de emergencia en Gander, o en algún otro lugar de Nueva Escocia. Como último recurso, ¿le sería posible pegarle fuego al avión? Jugó con esa idea, y con la posibilidad de abrir a la fuerza la escotilla de entrada. Ambos intentos le parecieron impracticables y suicidas. Para ahorrarle la molestia de seguir considerándolos, el hombre que había tenido enfrente en el mostrador de la BOAC, uno de los alemanes, llegó y se sentó junto a la butaca de Bond.

Dedicó una sonrisa burlona a Bond.

—BOAC lo cuida bien, ¿no es cierto? El señor Goldfinger piensa que quizás se le ocurra alguna idea estúpida. Estoy aquí para mantener la vista clavada sobre la parte trasera del avión, así que siéntese cómodamente y disfrute del paseo, ¿de acuerdo?

Bond no contestó y el hombre se fue a la sección trasera.

Algo importunaba la mente de Bond, algo relacionado con sus anteriores pensamientos. Eso de forzar la escotilla. ¿Qué le sucedió a aquel avión que volaba sobre Irán el año 1957? Bond se quedó quieto un rato mirando fijamente, con grandes ojos que no veían, el respaldo que tenía delante. ¡Podría salir bien! ¡Había una posibilidad de que saliera bien!

Bond escribió en el interior del posavasos:

«Haré lo que pueda. Abróchate el cinturón. Besos. J.»

Cuando la chica volvió a llevarse la bandeja, Bond dejó caer la servilleta al suelo y luego la recogió para dársela. Le retuvo la mano y le sonrió directamente a los ojos escrutadores. Ella se inclinó para coger la bandeja.

—Te veré en mis sueños, guapo —dijo la mujer con rudeza y se fue a la zona de servicio.

El cerebro de Bond había tomado una decisión. Tenía calculadas con exactitud todas sus futuras acciones, sopesadas al máximo. El cuchillo de su tacón estaba escondido bajo su chaqueta y se había enrollado alrededor de la muñeca izquierda el extremo más largo de su cinturón de seguridad. Todo lo que necesitaba era una señal de que el cuerpo de

Chapuzas estaba de espaldas a la ventanilla. Sería demasiado esperar que el coreano se durmiera, pero al menos quizás se pusiera cómodo. La mirada de Bond no se apartaba del confuso perfil que veía reflejado en el rectángulo de plexiglás de la ventanilla del asiento de delante, pero

Chapuzas permanecía impasible bajo la luz de lectura que, como medida de prudencia, había dejado encendida. Sus ojos miraban al techo; tenía la boca ligeramente entreabierta y las manos listas y tranquilas sobre los apoyabrazos de su asiento.

Una hora…, dos horas… Bond empezó a roncar con cierta fatiga rítmica, esperaba que hipnótica. Las manos de

Chapuzas se habían trasladado a su regazo. Dio una cabezada y se enderezó, entonces se movió un poco para estar más cómodo, apartándose del ojo penetrante de la luz de lectura, ¡y apoyó la mejilla izquierda en la pared, lejos de la ventanilla!

Bond mantuvo sus ronquidos con una monótona precisión. Eludir la guardia del coreano le resultaría tan difícil como pasar junto a un mastín hambriento. Con lentitud, centímetro a centímetro, se agazapó hacia delante, sobre las puntas de los pies, y alargó la mano del cuchillo entre la pared y el asiento de

Chapuzas. Ya tenía la mano allí. El cuchillo, agudo como la punta de una daga, estaba dirigido hacia el centro del cuadrado de plexiglás que había elegido. Bond se agarró con fuerza al extremo de su cinturón de seguridad, hizo retroceder el cuchillo unos cinco centímetros y arremetió.

Bond no tenía ni idea de qué sucedería cuando atravesara la ventanilla. Todo lo que sabía del caso iraní por las informaciones de prensa era que la succión fuera de la cabina presurizada había aspirado al pasajero situado junto a la ventanilla a través de la misma. Cuando Bond retiró el cuchillo, se produjo un aullido fantástico, casi un chillido de aire, y se vio violentamente aspirado contra el respaldo del asiento de

Chapuzas con una fuerza que arrancó el extremo del cinturón de seguridad de su mano. Por encima del respaldo, presenció un milagro. El cuerpo del coreano pareció alargarse hacia la negra abertura aullante. Hubo un gran estrépito cuando pasó la cabeza por ella y los hombros golpearon el marco. Luego, como si su cuerpo fuera pasta dentífrica,

Chapuzas fue lentamente, palmo a palmo, succionado por un terrible ruido sibilante a través de la ventanilla, hasta la cintura. Entonces sus nalgas quedaron trabadas y la pasta humana avanzó sólo centímetro a centímetro. Finalmente, con un fuerte estampido, las nalgas pasaron y las piernas desaparecieron como disparadas por un cañón.

Después de eso llegó el fin del mundo. Con un espantoso estruendo de vajilla en la zona de servicio, el enorme avión se inclinó sobre el morro e inició el picado. Lo último que captó Bond antes de perder el conocimiento fue el agudo chillido de los motores a través de la ventanilla abierta y una fugaz visión de almohadas y mantas de viaje pasando a toda velocidad frente a sus ojos. Luego, con un desesperado abrazo final al asiento de delante, su cuerpo falto de oxígeno se desvaneció con un punzante dolor en los pulmones.

Lo siguiente que sintió fue un fuerte puntapié en las costillas. Tenía sabor de sangre en la boca. Gruñó. El pie se estrelló de nuevo contra su cuerpo. Dolorosamente se levantó sobre las rodillas entre los asientos y miró hacia arriba, a través de una película roja. Todas las luces estaban encendidas y una tenue neblina llenaba la cabina. La brusca despresurización había hecho descender el aire de la misma por debajo del punto de condensación. El rugido de los motores a través de la ventanilla abierta era ensordecedor. Un viento helado lo abrasó. Goldfinger estaba de pie ante él, con un rostro diabólico a la luz amarilla. En la mano tenía una pequeña automática que sostenía con firmeza. Goldfinger tomó impulso con el pie y le golpeó de nuevo. Una oleada de rabia ciega inundó a Bond. Atrapó el pie y lo retorció con tanta brusquedad que casi le rompió el tobillo. Se produjo un chillido de Goldfinger, seguido de un estruendo que sacudió el avión. Bond saltó al pasillo y se echó de lado sobre el cuerpo caído. Hubo una explosión que le quemó una mejilla, pero luego su rodilla se hundió con un ruido sordo en la ingle de Goldfinger mientras su mano izquierda sujetaba el arma.

Por primera vez en su vida, Bond perdió los estribos. Con puños y rodillas aporreó el cuerpo que se debatía mientras estrellaba una y otra vez su frente contra el reluciente rostro. La pistola volvió a apuntarle, temblorosa. Casi con indiferencia, Bond hizo un movimiento cortante lateral con el canto de la mano y oyó el estrépito del metal entre los asientos. Las manos de Goldfinger agarraron su garganta; las suyas, la garganta de Goldfinger. Los pulgares de Bond fueron deslizándose hacia abajo, en busca de las arterias. Echó todo el cuerpo hacia delante, boqueando para respirar. ¿Perdería el conocimiento antes de que el otro muriese? ¿Lo perdería? ¿Resistía la presión de las fuertes manos de Goldfinger? El reluciente rostro de luna comenzó a cambiar. Bajo el bronceado asomaba un color morado oscuro. Los ojos empezaron a tener un brillo mortecino. La presión en la garganta de Bond se aflojó y las manos cayeron. La lengua salió y quedó colgando de la boca abierta con un terrible gorgoteo en lo más profundo de los pulmones. Bond se quedó sentado a horcajadas sobre el silencioso pecho y luego con lentitud, uno a uno, fue abriendo sus agarrotados dedos.

Lanzó un profundo suspiro y se arrodilló para levantarse muy despacio. Aturdido, miró a uno y otro lado el avión iluminado. En la zona de servicio, Pussy Galore se encontraba atada a su asiento como un montón de ropa de la colada. Más abajo, en medio del pasillo, el guardián yacía despatarrado, con un brazo y la cabeza en ángulos absurdos. Al no tener el cinturón de seguridad puesto, cuando el avión entró en picado, debió de ser lanzado contra el techo como un muñeco de trapo.

Bond se pasó las manos por el rostro. Comenzó a sentir las quemaduras en las palmas y en las mejillas. Trabajosamente, se arrodilló de nuevo buscando la pequeña pistola. Era un Colt automático calibre 25. Sacó el cargador con un chasquido. Quedaban tres balas y una en la recámara. Bond fue, medio andando, medio a tientas, por el pasillo hasta donde se encontraba Pussy. Le desabrochó la chaqueta y puso la mano sobre el cálido pecho. El corazón se agitaba como una paloma bajo su palma. Desató el cinturón de seguridad, puso a la chica boca abajo en el suelo y se arrodilló a horcajadas sobre ella. Durante cinco minutos le bombeó rítmicamente los pulmones. Cuando empezó a gemir, se levantó y la dejó recuperándose. Recorrió de nuevo el pasillo y cogió una Luger cargada de la pistolera de hombro del guardián muerto. Cuando volvió a pasar junto al estropicio de la zona de servicio vio una botella intacta de

bourbon rodando de un lado a otro entre los escombros. La recogió, le quitó el tapón y la inclinó en su boca abierta. El líquido quemaba como un desinfectante. La tapó de nuevo y siguió adelante. Se detuvo durante un minuto ante la puerta de la carlinga, pensando. Después, con una pistola en cada mano, dio un golpe para bajar el picaporte y entró.

Los cinco rostros, azules a la luz del panel de instrumentos, se volvieron hacia él. Las bocas eran agujeros negros y los ojos relucían de blanco. Allí, el rugido de los motores era menos intenso. Olía a sudor de pánico y a humo de cigarrillo. Bond se quedó con las piernas apuntaladas y las pistolas firmes.

—Goldfinger ha muerto —les comunicó—. Si alguien se mueve o desobedece una orden, lo mataré. Piloto, dígame posición, rumbo, altura y velocidad.

El piloto tragó saliva. Tuvo que hacer esfuerzos para poder hablar.

—Señor, estamos a unos ochocientos kilómetros al este de Goose Bay. El señor Goldfinger dijo que amerizaríamos tan cerca de la costa, al norte de allí, como pudiésemos llegar. Teníamos que reunirnos en Montreal y el señor Goldfinger dijo que volveríamos a recuperar el oro. Nuestra velocidad en relación al suelo es de cuatrocientos kilómetros por hora, y la altura, de seiscientos metros.

—¿Cuánto tiempo puede mantenerse a esta altura? Debe de estar gastando combustible con mucha rapidez.

—Sí, señor. Calculo que nos queda para unas dos horas a esta altura y velocidad.

—Deme la hora exacta.

El navegante le respondió al instante.

—Acabamos de recibir una señal de Washington, señor. Las cinco menos cinco de la mañana. A esta altura, amanecerá dentro de una hora, aproximadamente.

—¿Dónde está el buque meteorológico

Charlie?

—A unos cuatrocientos ochenta kilómetros al nordeste, señor.

—Piloto, ¿cree que puede llegar a Goose Bay?

—No, señor, por unos ciento sesenta kilómetros. Sólo podemos llegar a la costa al norte de allí.

—De acuerdo. Cambie el rumbo en dirección al buque meteorológico

Charlie. Operador, llámeles y páseme el micro.

—Sí, señor.

Mientras el avión describía una amplia curva, Bond escuchaba los parásitos y fragmentos de voces que sonaban en el altavoz encima de su cabeza.

La voz del operador le llegó amortiguada:

—Estación Oceánica

Charlie. Aquí Speedbird 510. G-ALGY llamando a C de

Charlie, G-ALGY llamando a

Charlie, G-ALGY…

Una voz cortante interrumpió.

—G-ALGY, dé su posición. G-ALGY, dé su posición. Le habla Control de Gander. Emergencia. G-ALGY…

Se oyó Londres muy débilmente. Una voz excitada empezó a parlotear. Comenzaron a llegarles voces desde todas partes. Bond podía imaginar cómo era rápidamente coordinado el embrollo en las estaciones de control aéreo, los ocupados hombres bajo los arcos de los auriculares desentrañando el curso aproximado, teléfonos sonando, voces apremiantes hablándose mutuamente de un lado a otro del mundo. La fuerte señal de Control de Gander ahogó todas las demás transmisiones.

—Hemos localizado a G-ALGY. Lo tenemos aproximadamente a 50 N y 70 E. Que todas las estaciones dejen de transmitir. Prioridad. Repito, tenemos la posición de G-ALGY…

De repente se oyó la tranquila voz de C de

Charlie.

—Aquí Estación Oceánica

Charlie llamando a Speedbird 510.

Charlie llamando a G-ALGY. ¿Puede oírme? Adelante, Speedbird 510.

Bond deslizó la pistola pequeña en su bolsillo y cogió el micrófono que le ofrecían. Oprimió la tecla de transmisión y habló sosegadamente, observando a la tripulación por encima del rectángulo de plástico.

—C de

Charlie, aquí G-ALGY Speedbird secuestrado la noche pasada en Idlewild. He matado al responsable e inutilizado parcialmente el aparato despresurizando. Estoy apuntando a la tripulación. No tenemos combustible suficiente para llegar a Goose Bay, por lo que me propongo amerizar tan cerca de ustedes como pueda. Por favor, coloquen línea de bengalas.

Una nueva voz, una voz autoritaria, quizás la del capitán, llegó por el aire:

—Speedbird, aquí C de

Charlie. Mensaje recibido y comprendido. Identifíquese quien habla. Repito, identifíquese quien habla. Cambio.

Bond, sonriendo por la sensación que iban a causar sus palabras, dijo:

—Speedbird a C de

Charlie. Habla el agente del Servicio Secreto británico Número 007, repito, Número 007. Radio Whitehall lo confirmará. Repito, comprueben con Radio Whitehall. Cambio.

Hubo una pausa de aturdimiento. Voces de todo el mundo trataron de intervenir. Algún control, tal vez el de Gander, las eliminó del aire. Volvió a hablar C de

Charlie.

—Speedbird, aquí C de

Charlie alias el

ángel Gabriel al habla. De acuerdo, comprobaré con Whitehall y OK para las bengalas, pero Londres y Gander quieren más detalles…

—Lo siento, C de

Charlie —lo interrumpió Bond—. pero no puedo vigilar a cinco hombres y mantener una conversación educada. Limítese a darme las condiciones del mar, haga el favor, y luego cortaré hasta que lleguemos para amerizar.

—Muy bien, Speedbird, entendido. Viento aquí, fuerza dos. Condiciones del mar, mar de fondo sin crestas que rompan; no debería haber problema. Le tendré pronto en el radar y nos mantendremos constantemente a la escucha en su longitud de onda. Tengo

whisky para uno y grilletes para cinco esperando. Buena suerte. Cambio.

—Gracias, C de

Charlie —dijo Bond—. Añada una taza de té a ese encargo, ¿quiere? Tengo una chica guapa a bordo. Aquí Speedbird. Cambio y corto.

Bond soltó la tecla y entregó el micrófono al oficial de radio.

—Piloto, allá abajo pondrán bengalas y se mantendrán constantemente a la escucha en nuestra longitud de onda. Viento fuerza dos, mar de fondo sin crestas rompiendo. Ahora tómeselo con calma y procure sacarnos vivos de aquí. En cuanto toquemos agua abriré la escotilla. Hasta entonces, si alguien sale de la carlinga, lo mato. ¿Comprendido?

En la puerta situada detrás de Bond sonó la voz de Pussy.

—Sólo venía a unirme al grupo, pero no lo haré. No me va que me maten a tiros. Pero puedes llamar otra vez a ese tipo y pedirle dos

whiskies. El té me da hipo.

—Gatita —dijo Bond—, vuelve a tu cesta. —Dio una última mirada por la carlinga y retrocedió por la puerta.

Dos horas o dos años más tarde, Bond estaba tumbado en el cálido camarote del buque meteorológico

Charlie, escuchando entre sueños un programa canadiense de radio de primera hora de la mañana. Le dolían varias zonas del cuerpo. Se había ido hacia la cola del avión y hecho que la chica se pusiera de rodillas, con la cabeza entre los brazos, sobre el asiento de una butaca. Entonces él se encajó detrás y sobre ella, cogiendo firmemente con los brazos su chaleco salvavidas y apuntalando su espalda contra el respaldo del asiento que tenía detrás.

Ella estaba haciéndole nerviosas observaciones sobre lo indecoroso de su posición, cuando el Stratocruiser golpeó pesadamente la primera ola montañosa a ciento sesenta kilómetros por hora. El enorme avión dio un salto y seguidamente chocó de morro contra un muro de agua. El impacto rajó la parte posterior del avión. El gran peso del oro en la bodega partió el aparato por la mitad, arrojando a Bond y a la chica a las gélidas olas, iluminadas de rojo por la hilera de bengalas. Allí se habían quedaron flotando, medio aturdidos en sus chalecos salvavidas, hasta que llegó el bote de salvamento a recogerlos. Por entonces ya sólo quedaban unos fragmentos del avión en la superficie y la tripulación, con tres toneladas de oro alrededor del cuello, iba de camino hacia el lecho del Atlántico. El bote buscó por la zona durante diez minutos, pero cuando ningún cuerpo ascendió a la superficie, suspendieron la búsqueda y movieron trabajosamente el haz de luz del foco hasta la bendita pared de hierro de la vieja fragata.

Fueron tratados como una combinación entre miembros de la realeza y marcianos. Bond respondió a las primeras y más urgentes preguntas y luego, de repente, todo pareció demasiado para que su cansada mente se hiciera cargo.

Ahora estaba echado, deleitándose con la paz y el calor del

whisky y preguntándose por Pussy Galore y por qué había escogido refugiarse bajo su ala en lugar de hacerlo bajo la de Goldfinger.

La puerta del camarote se abrió y entró ella. Sólo llevaba un jersey gris de pescador que era decente por un centímetro. Tenía las mangas arrolladas. Parecía un cuadro de Vertes.

—La gente —dijo Pussy— no para de preguntarme si me gustaría una friega con alcohol, y yo no ceso de decirles que si alguien tiene que frotarme, serás tú, y que si tienen que frotarme con algo, me gustaría que me frotaran contigo. —Terminó con poca convicción—. Para eso he venido.

—Cierra la puerta, Pussy —dijo Bond con firmeza—, quítate ese suéter y métete en la cama. Vas a coger frío.

Ella hizo lo que le decían, como una criatura obediente.

Descansaba en el hueco del brazo de Bond y lo miró.

—¿Me escribirás a Sing Sing? —preguntó, no con voz de gángster, ni de lesbiana, sino de mujer.

Bond contempló los ojos violeta oscuro que ya no eran duros ni arrogantes. Se inclinó y la besó levemente.

—Me habían dicho que sólo te gustaban las mujeres.

—Hasta ahora nunca había encontrado un hombre —repuso ella. Su voz recobró su antigua dureza—: Procedo del Sur. ¿Sabes cuál es allí la definición de virgen? Una chica que corre más deprisa que su hermano. En mi caso, no pude correr más aprisa que mi tío. Tenía doce años. Eso no está muy bien, James. Deberías poder hacerte cargo de esto.

Él sonrió al pálido y hermoso rostro.

—Todo lo que necesitas es un curso de CAT —dijo.

—¿Qué es CAT?

—Las siglas del tratamiento a base de Cuidados de Amor y Ternura. Es lo que ponen en la mayor parte de recetas cuando llevan a una criatura abandonada a una clínica infantil.

—Me gustaría. —Miró la boca apasionada y algo cruel que esperaba encima de la suya. Se incorporó un poco y apartó el mechón de cabello negro que había caído sobre su ceja derecha. Miró los rasgados ojos intensamente grises—. ¿Cuándo va a empezar?

La mano derecha de Bond subió lentamente por los firmes y musculosos muslos y la blanda llanura lisa del estómago hasta el pecho derecho, cuyo pezón estaba rígido de deseo.

—Ahora —dijo con suavidad. Luego, su boca se abatió despiadadamente sobre la de ella.

IAN FLEMING (Mayfair, Londres, 28 de mayo de 1908 - Canterbury, 12 de agosto de 1964). Escritor británico, cursó estudios en el prestigioso Eton College y en la Real Academia Militar de Sandhurst, pasando posteriormente a Austria y Alemania como profesor de lengua inglesa. También fue periodista para la Agencia Reuters. Durante la Segunda Guerra Mundial desempeñó labores de asistente de los servicios secretos británicos, llegando a tener el grado de Comandante y diseñando un plan —que nunca se llegó a concretar—, la «Operación Ruthless», para capturar la máquina Enigma, un sistema de codificación que la Alemania nazi utilizaba para sus comunicaciones militares. De sus experiencias en el servicio secreto hablan sus principales novelas, protagonizadas por James Bond, un agente secreto británico. Las novelas protagonizadas por Bond se convirtieron en superventas, y han sido adaptadas al cine conformando una de las series cinematográficas más importantes y longevas de la historia del cine moderno. Tras su muerte otros autores han continuado escribiendo novelas protagonizadas por James Bond.

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