Goldfinger

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Tercera parte: Acción hostil » Capítulo 16 - La última y la mayor empresa

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La última y la mayor empresa

Las alas de una paloma, el coro celestial, el canto de los heraldos angélicos, ¿qué más tenía que recordar del Paraíso? Todo era tal y como le habían dicho de niño: aquella sensación de volar, la oscuridad, el zumbido de un millón de arpas. Tenía que tratar de recordarlo todo sobre aquel lugar. A ver, estaban las Puertas de Nácar…

Una profunda voz paternal dijo, casi en su oído:

—Les habla el capitán. —(Bien, bien. ¿Quién sería ése?, ¿San Pedro?)—. Estamos a punto de aterrizar. Por favor, abróchense los cinturones y apaguen sus cigarrillos. Gracias.

Debía ser todo un grupo, subiendo juntos. ¿Estaría Tilly en el mismo viaje? Bond se revolvió, incómodo. ¿Cómo la presentaría a las demás, a Vesper por ejemplo? Y cuando llegara el momento, ¿cuál de ellas le gustaría más? Pero quizás fuese un lugar grande, con ciudades y pueblos. Probablemente no habría más motivos para toparse con una de sus antiguas amigas allí que en la tierra. Pero de todas formas había un montón de gente que sería mejor evitar hasta estar instalado y descubrir cómo actuar. Quizás, con tanto amor por todas partes, esas cosas no importaran. Tal vez amase a todas las chicas que se encontrase. Hum. ¡Difícil asunto!

Con unos pensamientos tan indignos en la mente, Bond se sumió de nuevo en la inconsciencia.

La siguiente cosa que experimentó fue una ligera sensación de balanceo. Abrió los ojos. El sol le cegó y los cerró otra vez. Una voz sonó por encima y detrás de su cabeza.

—Cuidado, colega —dijo la voz—, esta rampa es más empinada de lo que parece. —Casi de inmediato se produjo una fuerte sacudida. Una malhumorada voz se oyó al frente:

—¡A mí me lo cuentas! ¿Por qué demonios no pondrán goma?

Bond pensó, enfadado: «Vaya una forma de hablar aquí arriba. Sólo porque soy nuevo y creen que no hay nadie escuchando…».

Se oyó el portazo de una puerta automática. Algo golpeó con fuerza a Bond en un codo sobresaliente.

—¡Ay! —gritó, y trató de llegar al codo y frotárselo, pero sus manos no se movían.

—Y yo qué sé. ¡Eh! Sam, será mejor que llames al doctor. Éste ha vuelto en sí.

—¡Claro! Venga, ponlo al lado de la otra. —Bond sintió que lo bajaban. Se estaba más fresco. Abrió los ojos. Un gran rostro redondo de Brooklyn se inclinaba sobre él. Su mirada se encontró con la de él y sonrió. Los soportes metálicos de la camilla tocaron el suelo.

—¿Cómo va eso, señor? —preguntó el hombre.

—¿Dónde estoy? —Hubo pánico en la voz de Bond. Intentó levantarse, pero no pudo. Notó que el cuerpo se le cubría de sudor. ¡Cielos! ¿Formaba todo aquello parte de la antigua vida? Sólo de pensarlo, una oleada de aflicción lo invadió. Las lágrimas quemaron sus ojos y resbalaron por sus mejillas.

—¡Eh, eh! Cálmese, señor. Está usted bien. Esto es Idlewild, Nueva York. Ahora está en América. Se acabaron sus problemas. —El hombre se enderezó. Creía que Bond era un refugiado de alguna parte—. Muévete, Sam. Este tipo tiene un

shock nervioso.

—Vale, vale. —Las dos voces se alejaron, murmurando ansiosamente.

Bond vio que podía mover la cabeza. Miró a su alrededor. Se hallaba en una sala pintada de blanco, probablemente dependiente del departamento de sanidad del aeropuerto. Había una hilera de camas bien ordenadas. El sol entraba por unas altas ventanas, pero se estaba fresco debido al aire acondicionado. Se encontraba echado en una litera, en el suelo. Había otra persona a su lado. Estiró el cuello para mirar. Era Tilly. Estaba inconsciente. Su pálido rostro, enmarcado por el negro cabello, estaba vuelto hacia el techo.

La puerta del extremo de la sala se abrió con un susurro. Un médico en bata blanca la sostuvo. Goldfinger, con aspecto enérgico y alegre, se movió rápidamente entre las camas. Le seguía

Chapuzas. Bond cerró los ojos con cansancio. ¡Cielos! Así que ésa era la situación.

Varios pies se reunieron alrededor de su camilla.

—Bueno, verdaderamente parecen en buena forma —dijo Goldfinger con jovialidad—, ¿no le parece, doctor? Ésta es una de las bendiciones de tener dinero. Cuando un amigo o un empleado se pone enfermo, se le pueden dar los mejores cuidados médicos. Los dos con una crisis nerviosa. ¡Y en la misma semana! ¿Quién lo creería? Pero la culpa es mía por haber hecho que trabajaran demasiado. Ahora me siento obligado a ponerlos en pie de nuevo.

»El doctor Foch, por cierto, el mejor médico de Ginebra, fue muy categórico. Dijo: “Necesitan reposo, señor Goldfinger. Reposo, reposo y más reposo”. Les dio sedantes y ahora van camino del Pabellón Harkness del Hospital Presbiteriano. —Goldfinger emitió una risita pedante—. Siembra y recogerás, ¿eh, doctor? Cuando hice donación al Harkness de un millón de dólares en equipos de rayos X, desde luego no esperaba nada a cambio. Pero fíjese ahora. Sólo hube de llamar y ya tienen dos magníficas habitaciones esperándoles. —Hubo un crujido de billetes—. Debo agradecerle su ayuda con los de Inmigración. Por fortuna, sus visados eran válidos y creo que los agentes de Inmigración se quedaron convencidos de que el señor Auric Goldfinger es garantía suficiente de que ninguno de ellos quiere derrocar al Gobierno de Estados Unidos, ¿no?

—Sí, desde luego, y gracias, señor Goldfinger. Cualquier cosa que yo pueda hacer… Me ha parecido entender que tiene una ambulancia particular esperando fuera.

Bond abrió los ojos y miró en la dirección de donde sonaba la voz del médico. Vio un hombre agradable y serio, con gafas sin montura y cabello cortado a cepillo.

—Ni a mí ni a esta chica nos pasa absolutamente nada —dijo tranquilo y con desesperada sinceridad Bond—, doctor. Nos han drogado y traído aquí en contra de nuestra voluntad. Ninguno de los dos trabaja, ni ha trabajado nunca, para Goldfinger. Le advierto que hemos sido secuestrados. Solicito ver al jefe de Inmigración. Tengo amigos en Washington y en Nueva York. Ellos responderán por mí, le ruego que me crea. —Bond sostuvo la mirada del hombre en la suya, deseando que le creyera.

El médico pareció preocupado y se volvió hacia Goldfinger. Éste sacudió la cabeza, discretamente como para no ofender a Bond. Levantó una mano con disimulo y se dio unos golpecitos en la sien, fuera de la vista de Bond. Goldfinger enarcó las cejas con impotencia.

—¿Ve, doctor, lo que quiero decir? Lleva días así. Una postración nerviosa total combinada con manía persecutoria. El doctor Foch dijo que a menudo iban juntas. Es posible que necesite estar semanas en el Harkness, pero pienso ayudarle a reponerse aunque sea lo último que haga. Es el

shock producido por este escenario desconocido. Quizá una inyección intravenosa de sodio…

El médico se inclinó sobre su maletín negro.

—Creo que tiene razón, señor Goldfinger. Puesto que Harkness ya se ocupará del caso… —Hubo un tintineo de instrumentos.

—Es algo muy triste —dijo Goldfinger— ver a un hombre desmoronarse tan por completo, un hombre que ha sido uno de mis mejores colaboradores. —Se inclinó sobre Bond con una dulce y paternal sonrisa—. Te pondrás bien. James. Relájate y duerme un rato. Ya tenía miedo de que el vuelo fuese demasiado duro para ti. Relájate y dejámelo todo a mí.

Bond sintió el roce del algodón en el brazo. Intentó levantarse. Contra su voluntad, un torrente de insultos salió de sus labios. Luego sintió la aguja, abrió la boca y chilló y chilló; mientras, el médico se arrodilló a su lado y con delicadeza y paciencia le enjugó el sudor de la frente.

Cuando despertó, se encontró en la cama pintada de gris de una habitación. No había ventanas. La luz procedía de una única lámpara de globo en el centro del techo. Alrededor de la lámpara había unas ranuras concéntricas en el encalado y se notaba el olor neutro y el zumbido amortiguado del aire acondicionado. Bond vio que podía sentarse y lo hizo. Se sentía amodorrado, pero bien. De repente se dio cuenta de que tenía un hambre y una sed desaforadas. ¿Cuándo había comido por última vez? ¿Dos, tres días antes? Apoyó los pies en el suelo. Estaba desnudo. Examinó su cuerpo.

Chapuzas había sido cuidadoso. No encontró señales de daños, salvo un grupito de marcas de aguja en su antebrazo derecho. Se levantó, venciendo el vértigo, y dio unos pasos por la habitación. Vio que había estado echado en una litera de barco con cajones debajo. Los únicos otros muebles de la habitación eran una simple mesa de madera de pino y una silla de madera recta. Todo era limpio, funcional, espartano.

Bond se arrodilló frente a los cajones de la litera y los abrió. Contenían todos los enseres de su maleta, excepto el reloj y la pistola. Incluso los pesados zapatos que llevaba puestos en su expedición a las Entreprises Auric estaban allí. Hizo girar uno de los tacones y tiró. El ancho cuchillo de doble filo salió suavemente de su vaina en la suela. Con los dedos alrededor del tacón cerrado se convertía en una eficaz daga para apuñalar. Bond verificó que el otro zapato tenía su cuchillo y volvió a colocar los tacones en su sitio. Sacó ropa y se la puso. Encontró la pitillera y el mechero y encendió un cigarrillo. Había dos puertas, una de las cuales tenía manija. La abrió. Daba a un pequeño y bien equipado cuarto de baño. Sus utensilios para lavarse y afeitarse estaban pulcramente colocados. Junto a ellos había utensilios femeninos. Bond abrió con suavidad la otra puerta del cuarto de baño. Daba a una habitación similar a la suya. Se veía el cabello negro de Tilly Masterton sobre la almohada de la litera. Bond se acercó de puntillas y miró. Dormía pacíficamente, con una media sonrisa en la hermosa boca. Bond regresó al cuarto de baño y cerró con cuidado la puerta. Fue hasta el espejo del lavabo y se miró: la negra barba parecía tener tres días, más que dos. Se dispuso a asearse.

Media hora más tarde se hallaba sentado en el borde de su litera, pensando, cuando la puerta sin manija se abrió de repente.

Chapuzas estaba en el umbral. Miró a Bond sin curiosidad. Sus ojos recorrieron cuidadosamente la habitación parpadeando.

Chapuzas —dijo Bond con aspereza—, quiero mucha comida, y rápido. Y una botella de

bourbon, soda y hielo. También un cartón de Chesterfield largo y mi reloj, u otro tan bueno como el mío. ¡En marcha! ¡Uno, dos! Y dile a Goldfinger que quiero verle, pero no hasta después de comer algo. ¡Venga! ¡Espabila! No te quedes ahí como un pasmarote, tengo hambre.

Chapuzas lo miró con ira como preguntándose qué hueso romperle. Abrió la boca, profirió un ruido entre un ladrido rabioso y un eructo, escupió despectivamente a sus pies y se fue, cerrando la puerta como un torbellino. Cuando tenía que haberse producido el portazo, la puerta se frenó de golpe y se cerró con un suave y decidido doble clic.

El encuentro puso a Bond de buen humor. Por alguna razón, Goldfinger había decidido no matarles. Los quería vivos. Pronto sabría por qué los quería con vida, pero mientras así fuera, Bond pensaba seguir vivo bajo sus propias condiciones. Dichas condiciones incluían poner a

Chapuzas y a cualquier otro coreano en su lugar, el cual, en la consideración de Bond, se encontraba bastante por debajo de los monos en la jerarquía de los mamíferos.

Cuando uno de los criados coreanos entró con una comida excelente y todo lo demás que había pedido, incluido el reloj, Bond no había descubierto nada más de sus circunstancias, excepto que su habitación se hallaba cerca del agua y no muy lejos de un puente de ferrocarril. Suponiendo que la habitación estuviese en Nueva York, se encontraría en el Hudson o en el East River. La vía férrea era eléctrica y sonaba como un metro, pero los conocimientos geográficos de Bond sobre Nueva York no bastaban para situarlo. Su reloj estaba parado. Cuando preguntó la hora no obtuvo respuesta.

Bond había comido todo lo que había en la bandeja y estaba fumando y saboreando un excelente

bourbon con soda, cuando se abrió la puerta. Entró Goldfinger, solo. Vestía como un típico hombre de negocios y parecía tranquilo y alegre. Cerró la puerta tras de sí y permaneció con la espalda apoyada en la misma. Observó a Bond con mirada escrutadora. Éste dio una chupada a su cigarrillo y, cortés, devolvió la mirada.

—Buenos días, señor Bond —dijo Goldfinger—. Ya veo que vuelve a ser usted mismo. Espero que prefiera estar aquí que muerto. Para ahorrarle la molestia de formular un montón de preguntas convencionales, le diré dónde se encuentra y qué le ha sucedido. Luego le haré una proposición a la que exijo una respuesta inequívoca. Usted es una persona más razonable que la mayoría, así que basta con que sólo le haga una breve advertencia. No intente ningún golpe de teatro. No me ataque con un cuchillo, un tenedor o esa botella. Si lo hace, lo mataré con esto. —Del puño derecho de Goldfinger surgió, como un pulgar negro, una pistola de pequeño calibre. Volvió a meterse la mano del arma en el bolsillo—. Utilizo estas cosas muy raramente. Cuando he tenido que hacerlo, nunca he necesitado más de una bala del calibre 25 para matar. Disparo al ojo derecho, señor Bond, y nunca fallo.

—No se preocupe —repuso Bond—, no soy tan preciso con una botella de

bourbon. —Se alzó un poco una pernera del pantalón y, cruzando la pierna sobre la otra, permaneció sentado, tranquilo—. Adelante.

—Señor Bond —la voz de Goldfinger sonó amistosa—, soy un experto en muchos otros materiales además de los metales y tengo un aprecio especial por todo lo que es de mil milésimas, como decimos hablando del oro más puro. Comparado con este grado de pureza, de valor, el material humano tiene realmente una calidad muy baja. Pero de vez en cuando se encuentra un elemento de esta clase que por lo menos se puede utilizar para las tareas inferiores.

Chapuzas es un ejemplo de lo que quiero decir: simple arcilla sin refinar, susceptible de una explotación limitada. En el último momento mi mano vaciló en destruir un utensilio con la resistencia que he observado en usted. Puede que haya cometido un error reteniendo mi mano. En todo caso, ya tomaré todas las medidas necesarias para protegerme de las consecuencias de mi impulso.

»Algo que usted dijo le salvó la vida: sugirió la posibilidad de que usted y la señorita Masterton trabajaran para mí. Normalmente no me servirían de nada ninguno de los dos, pero resulta que estoy a punto de llevar a cabo cierta empresa en la cual los servicios de ambos constituirían una mínima ayuda. Así que hice la apuesta. Les di los sedantes necesarios. Sus cuentas en el Bergues, donde la señorita Masterton resultó estar registrada con su verdadero nombre, fueron liquidadas y sus cosas recogidas. Envié un telegrama en su nombre a Universal Export. Le habían ofrecido un empleo en Canadá y usted iba allí a estudiar las perspectivas. Se llevaba a la señorita Masterton como secretaria. Ya escribiría dando más detalles. Un telegrama tosco, pero servirá para el corto período en que quiero sus servicios.

«No ocurrirá eso —pensó Bond—, a menos que el texto incluyera una de las frases inocentes que le dijeran a M que el telegrama es auténtico; a estas alturas el Servicio sabrá ya que me encuentro bajo control enemigo. Las ruedas deben estar girando muy aprisa».

—En caso de que crea, señor Bond —seguía diciendo Goldfinger—, que mis precauciones han sido insuficientes, que le seguirán el rastro, déjeme decirle que ya no estoy en absoluto interesado en su verdadera identidad, ni en la fuerza y recursos de sus patrones. Usted y la señorita Masterton han desaparecido por completo, señor Bond, así como yo y todo mi personal. El aeropuerto remitirá las pesquisas al Pabellón Harkness, del Hospital Presbiteriano. Dicho hospital nunca habrá oído hablar del señor Goldfinger ni de sus pacientes. El FBI y la CIA no tienen datos míos, porque carezco de antecedentes. Sin duda las autoridades de inmigración tendrán detalles de mis idas y venidas a lo largo de los años, pero eso de nada les servirá.

»En cuanto a mi paradero presente, y al suyo, señor Bond, estamos en el almacén de la Corporación de transporte de alta velocidad por carretera, una empresa respetable que poseo a través de otras personas y que ha sido equipada a conciencia como cuartel general secreto del proyecto del que le hablaba. Usted y la señorita Masterton quedarán confinados en dicho cuartel. Vivirán y trabajarán allí y posiblemente, aunque tengo mis dudas sobre las inclinaciones de la señorita Masterton al respecto, hagan el amor.

—¿Y en qué consistirá nuestro trabajo?

—Señor Bond —dijo Goldfinger (por primera vez desde que Bond lo conocía, el gran rostro suave, siempre vacío de expresión, mostró signos de vida), con una mirada casi arrebatada que iluminó sus ojos, mientras los finamente cincelados labios se curvaban en una delgada línea beatífica—, he estado enamorado toda mi vida. He estado enamorado del oro. Adoro su color, su brillo, su peso divino. Adoro su textura, esa suave viscosidad del oro que he aprendido a calibrar con tal precisión al tacto que soy capaz de estimar la pureza de un lingote con un margen de error de un quilate. Y adoro el sabor cálido que rezuma cuando lo fundo en un jarabe auténticamente dorado. Pero, sobre todo, señor Bond, adoro el poder que sólo el oro da a su poseedor, la magia que controla la energía, obtiene trabajo, cumple todos sus deseos y caprichos y, cuando es preciso, compra cuerpos, mentes e, incluso, almas. Sí, señor Bond, toda mi vida he trabajado para el oro y, a cambio, él ha trabajado para mí y para todos los proyectos que he emprendido. Le pregunto —Goldfinger miró con toda seriedad a Bond—: ¿hay alguna otra sustancia en la tierra que dé tantas satisfacciones a su poseedor?

—Mucha gente se ha hecho rica y poderosa sin poseer ni un gramo de ese metal, pero entiendo su punto de vista. ¿Cuánto oro ha conseguido acumular y qué hace con él?

—Poseo el equivalente a veinte millones de libras esterlinas, tanto como un país pequeño. Ahora está todo en Nueva York. Lo guardo donde lo necesito. Mi tesoro en oro es como un montón de abono. Lo muevo de un lugar a otro por toda la faz de la tierra, y allí donde lo esparzo, aquel sitio florece y prospera. Recojo la cosecha y me voy. En este momento me propongo fortalecer cierta empresa norteamericana con mi abono dorado. Por eso los lingotes de oro están en Nueva York.

—¿Cómo escoge las empresas? ¿Qué le atrae de ellas?

—Me adhiero a cualquier empresa que incremente mis reservas de oro. Invierto, hago contrabando, robo. —Goldfinger hizo un ligero gesto con las manos, abriéndolas con persuasión—. Si sigue el símil, mire la historia como un tren que circula a toda velocidad por el tiempo. A los pájaros y otros animales les perturba el ruido y el tumulto del paso del tren, y vuelan apartándose de él, huyen a la carrera o buscan un abrigo creyendo que se ocultan. Yo soy como el halcón que sigue al tren (sin duda los ha visto haciendo eso, en Grecia por ejemplo), listo para abalanzarse sobre cualquier cosa que levante el paso del tren, el paso de la historia.

»Para ponerle un ejemplo sencillo: el progreso de la historia produce un hombre que inventa la penicilina. Al mismo tiempo, la historia crea una guerra mundial. Mucha gente muere o tiene miedo de morir. La penicilina los salvará. Por medio de sobornos en ciertos estamentos militares europeos, obtengo partidas de penicilina. Las diluyo con algún polvo o líquido inofensivo y las vendo con un enorme beneficio a quienes anhelan ese producto. ¿Entiende lo que quiero decir, señor Bond? Hay que acechar la presa, vigilarla con cuidado y saltar. Pero, como digo, yo no busco estas empresas. Permito que el tren de la historia las azuce hacia mí.

—¿Cuál es la próxima? ¿Qué tenemos que ver la señorita Masterton y yo con ella?

—La próxima, señor Bond, será la última. También la mayor. —La mirada de Goldfinger estaba vacía, dirigida hacia el interior. Su voz bajó de tono, se hizo casi reverente cuando dijo—: El hombre ha escalado el Everest y ha arañado las profundidades del océano. Ha lanzado cohetes al espacio exterior y dividido el átomo. Ha inventado, diseñado, creado en todos los dominios del empeño humano y en todas partes ha triunfado, batido récords, logrado milagros. He dicho en todos los dominios, pero hay uno en que ha sido descuidado, señor Bond. Se trata de la actividad humana conocida en sentido amplio como el crimen. Las llamadas proezas criminales cometidas por individuos humanos (desde luego no me refiero a sus estúpidas guerras, a su torpe destrucción mutua) son de dimensiones miserables: pequeños atracos a bancos, minúsculas estafas, falsificaciones de poca monta.

»Y no obstante, al alcance de la mano, a unos centenares de kilómetros de aquí, la oportunidad de cometer el mayor crimen de la historia está aguardando. El escenario se halla dispuesto, y el gigantesco premio, ofrecido. Sólo faltan los actores. Pero por lo menos el productor está aquí, señor Bond —Goldfinger levantó un dedo y se golpeó el pecho—, y ha escogido el reparto. Esta misma tarde se leerá el guión a los actores principales. Luego empezarán los ensayos y, dentro de una semana, se levantará el telón para la única y extraordinaria representación. Después vendrá el aplauso, el aplauso por el mayor golpe fuera de la ley de todos los tiempos. Y, señor Bond, el mundo se agitará con ese aplauso durante siglos.

Un fuego apagado ardía en los grandes ojos pálidos de Goldfinger y había un ligero toque adicional de color en sus mejillas pardo-rojizas. Pero se mantenía calmado, tranquilo, profundamente convencido. No había rastro, reflexionó Bond, del loco, del visionario. Goldfinger tenía alguna fantástica proeza en mente, pero había calibrado las posibilidades y descubierto que eran favorables.

—Bueno, venga —dijo Bond—. ¿De qué se trata y qué tenemos que hacer nosotros?

—Es un atraco, señor Bond. Un atraco sin oposición, pero que precisará una ejecución meticulosa. Habrá mucho papeleo, muchos detalles administrativos que supervisar. Iba a hacer esto yo mismo hasta que me ofreció sus servicios. Ahora lo hará usted, con la señorita Masterton como secretaria. Ya ha sido retribuido en parte por ese trabajo con su vida. Cuando la operación se complete con éxito, recibirá un millón de libras esterlinas en oro. La señorita Masterton recibirá medio millón.

—Ahora nos entendemos —dijo Bond con entusiasmo—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Robar el final del arco iris?

—Sí. —Goldfinger asintió—. Eso es exactamente lo que vamos a hacer. Nos apoderaremos de un cargamento de oro por valor de quince mil millones de dólares, más o menos la mitad de las existencias del oro extraído en todo el mundo. Señor Bond, vamos a tomar Fort Knox[28].

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