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Gog » El alma de la herencia

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El alma de la herencia

New Parthenon, 22 enero

Una aventura olvidada ha resurgido para atormentarme. Hace muchos años, cuando estaba todavía metido en negocios uno de mis socios, George Sprughill, se suicidó. El mismo día que los periódicos anunciaban el suicidio recibí una carta suya, extrañísima. Me decía que se había dado cuenta, desde hacía algún tiempo, de que estaba a punto de volverse loco y que antes que verse convertido en un desventurado demente, prefería la muerte. Añadía que la heredera de todos sus bienes era su mujer, pero que a mí me dejaba —y aquí comenzaba la extravagancia— su alma.

«Mi mujer —escribía—, siendo mujer no sabría qué hacer con ella, y no tengo hijos a quien transmitirla. Tú eres el único que tiene derecho a una manifestación de agradecimiento porque eres el único que no me abandonaste en momentos difíciles. Me he dado cuenta de que un alma sola no basta al hombre: le faltan siempre ciertas inclinaciones, experiencia, habilidad. Con dos almas podrás superar a los demás y a ti mismo. Te ruego que no desprecies la mía y que la trates con cuidado».

Aunque la muerte del pobre George no me producía ningún placer —tenía necesidad de él, precisamente en aquellos días, para una maniobra importante que nos hubiera permitido apoderarnos de una compañía ferroviaria—, no pude menos que reírme. No di importancia a la fantástica herencia: era una confirmación de la locura amenazante. Metí la carta en la carpeta de los documentos curiosos y no me acordé más de ella.

Pero desde hace algún tiempo me siento turbado por algo nuevo que sucede dentro de mí. No puedo decir que mi carácter haya cambiado, pero hay en mi espíritu una fermentación de novedad cuyo origen no es claro. No experimento la impresión de cambiar o de perder, sino de enriquecerme. Me ocurre que acojo con indulgencia pensamientos que antes habría rechazado con desprecio y no se me hubieran ocurrido nunca: comienzan a gustarme ciertas formas, ciertas fantasías, ciertos refinamientos que antes ignoraba y no me preocupaban.

Hace unos días, al pronunciar una frase a propósito del verano, me vi de pronto ante George Springhill: recordé entonces que era una de sus frases familiares. George, siendo joven, escribía versos —y esto explicaba, en opinión mía, su predestinación a la locura—, y ahora me doy cuenta de que me gusta cada vez más leer a los poetas. Sentía también una fuerte pasión por la música, y yo, que antes no podía soportar todo lo que no fuese las canciones de los gramófonos, siento ahora la necesidad de escuchar de cuando en cuando algo de Mozart y de Schumann. También mi imprevista curiosidad por las religiones me recuerda a George, que había sido swedenborgiano y quería, una vez, introducirme en una logia teosófica.

Era un espíritu ardiente, apasionado en exceso. Incluso a los negocios había llevado una especie de frenesí romántico que muchas veces ayudaba al éxito de una empresa —las grandes razzias industriales no se hacen sin un poco de imaginación y de empuje—, pero que otras acarreaba grandes pérdidas. Algunos momentos siento en mí oleadas de ardor sin objeto, de simpatía imprevista, de impaciencia por arriesgarme, que me recuerdan, no sé por qué, a mi amigo muerto.

He vuelto a leer su última carta: es indudablemente la carta de un lunático. Es incierto que el alma exista después de la muerte y, si existe, es claro que el hombre no puede disponer de ella, destinada como está a otro mundo, a un destino propio. ¿Cómo explicar entonces esta eflorescencia de sentimientos nuevos en mi espíritu, esta semejanza progresiva entre mi alma de hoy y la del suicida?

Hoy, por ejemplo, me he sorprendido leyendo con mucho placer el Zarathustra de Nietzsche, y he recordado que ese libro era un libro preferido de George. La primera vez que me habló de él di una ojeada a algunas páginas y no comprendí nada. Incluso me maravillé de que un businessman pudiese perder el tiempo en ciertas lecturas estrafalarias. Ahora, en cambio…

La razón me advierte que desatino. No he aceptado nunca aquella herencia. No sabría qué hacer con ella. No la quiero. Pero ciertos hechos, innegables e inexplicables, me inquietan…

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