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La tienda de Ben-Chusai

Amsterdam, fines de abril.

La más extraña tienda que haya visto jamás en mi vida la descubrí hace pocos días en el barrio hebreo de Amsterdam.

Desde fuera parecía un comercio como cualquier otro. Un cartel teñido de rojo sucio llevaba escrito, en oro, el nombre del dueño: Ben-Chusai.

Lo único singular era esto: los dos vastos escaparates, tapizados de terciopelo negro, que se hallaban a los lados de la puerta, estaban vacíos. La primera vez no tuve valor para entrar, aunque la curiosidad era muy grande; intenté espiar lo que había allí dentro, pero la puerta de ingreso, de cristales, se hallaba velada por una larga cortina de seda verde-azul.

Volví a pasar por allí, a propósito, al día siguiente, a una hora distinta. La puerta continuaba cerrada, los escaparates desiertos. Paseé un rato con la esperanza de ver a alguien que entrase en la misteriosa tienda. Nadie. A pocos pasos había una tenducha de tapetes turcos, y un hebreo viejo, que recordaba los de Rembrandt, fumaba en el umbral.

Fingí examinar algunos de los tapices expuestos, y al fin, mientras hablábamos, pregunté al mercader qué era lo que vendía su vecino Ben-Chusai. Al oír mi pregunta el viejo hizo aparecer los ojos que hasta entonces había tenido escondidos detrás de las espesas pestañas y alzó al cielo dos manos hinchadas en actitud de profeta que maldice. De entre su barba de cáñamo salió por dos o tres veces una palabra que me pareció:

—¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

Cuando repetí la pregunta el viejo me volvió la espalda y desapareció entre el confuso laberinto de sus tapices amontonados.

Volví a la misma calle, por tercera vez, algunos días más tarde, resuelto a librarme de la obsesión. Hice girar el pestillo de la puerta y entré finalmente en la tienda. Una habitación cuadrada, desierta, sin un banco, sin una silla: dos grandes armarios de madera oscura, cerrados, eran los únicos ocupantes.

Mientras miraba en torno, estúpidamente, sin saber si llamar o no, una cortina de terciopelo, a la derecha, se alzó para dejar paso a un joven moreno, bien vestido, afeitado, sonriente, a quien en cualquier otro lugar hubiera tomado por un secretario de gran hotel o de Embajada. Únicamente los ojos negros, líquidos, movilísimos, y la piel de un moreno delicadamente dorado, hacían pensar en los remotos padres de Oriente.

No mostró ninguna extrañeza al verme.

—¿Es usted un aficionado? —me preguntó con una sonrisa de esmalte blanco.

Hice un signo afirmativo, sin saber de qué se trataba, y el galante joven me hizo pasar, con amabilidad de cordial complicidad, tras la cortina. Subimos por una bella escalera de madera abrillantada con cera.

Al llegar arriba todo se aclaró.

—Esté seguro —me confió con armoniosa voz el galante Ben-Chusai— que mi tienda es la única en el mundo para esta clase, llamémosla así, de curiosidades especiales. Encontrará aquí todo lo que desee, piezas comunes y raras, y todo auténtico, garantizado y a buen precio. Los inteligentes, sin embargo, son pocos, en mi artículo…

El artículo de Ben-Chusai era verdaderamente una especialidad en su género y me pareció, de pronto, que me había trasladado a mi verdadero país.

—En esta vitrina —continuó amablemente el negociante— no hay más que pequeños objetos de poca importancia y de fácil venta, sencillos recuerdos para los aficionados no ricos. Boquillas hechas con las falanges de los dedos, dientes montados en plata y platino, mangos de pluma y collares de vértebras. La materia prima, ya se comprende, es exclusivamente humana (no trabajamos, por principio, huesos de animales), pero eso es solamente el silabario del arte.

»Tal vez le interesarán más —añadió señalando otra vitrina— estos ensayos de petrificación obtenidos con el método del italiano Segato. Tenemos una bellísima mano de muchacha, los dos pies de una bailarina negra y la oreja derecha de un célebre violinista bohemio. Como ve, la carne ha perdido un poco de su color natural, pero la ilusión es perfecta: con esta manita, que fue blanda y acariciadora, usted puede romper la cabeza de un enemigo.

»Me parece, sin embargo, que tal vez nada de esto le interese. Tiene razón: hay cosa mejor. He aquí, por ejemplo, dos copas artísticas para banquetes, construidas con cráneos, al estilo longobardo, es decir, semejantes a las de que se servía Alboino. Aquí tiene una flauta maravillosa obtenida por una concienzuda labra del fémur de una mujer famosa por su belleza. Tenemos también calaveras convertidas en elegantes búcaros y fruteros, y bastones de paseo obtenidos con tibias de gigantes. Usted no puede imaginarse cuántas dificultades y cuántos gastos para procurarnos el material de estas obras de arte.

Abrió un armario de cristales que se hallaba en un rincón: allí había tres hileras de grandes potes.

—Esto tal vez merecerá su atención. En aquella gran botella de allá arriba tenemos, conservada en alcohol, la cabeza de un dayak de Borneo. La ha traído un explorador holandés. Observe los tatuajes y la horrible expresión del rostro. Estos salvajes son, como usted sabe, cazadores de cabezas.

En el líquido amarillento, en efecto, una cara aplastada contra el vidrio, hinchada, espantosa, cubierta de jeroglíficos y de ralos pelos, me miraba con sus arrugados párpados medio abiertos.

—Al lado —continuó Ben-Chusai— hay otra curiosidad: un feto con dos cabezas y cuatro brazos.

Un ovillo de miembros lívidos e irreconocibles, repugnantes.

—Más abajo, observe el pote de la derecha; es la cabeza de una girl que fue reina de la belleza en Palm Beach un año antes de la guerra. Bien conservada. Renovamos el alcohol todas las semanas. Pieza no común.

Cabellos que fueron rubios cubrían una pequeña cabeza que fue seguramente infinitas veces besada. Pero los ojos se hallaban cerrados, las mejillas eran verdosas, la boca casi negra: se adivinaban, a través del cristal, los dientes en fila como piedrecitas sucias de lodo.

—¡He aquí a lo que se reduce la belleza de los hombres! —exclamó en tono filosófico Ben-Chusai—. Y pasemos a otra cosa. Mire estos cuadros de la pared. Son pechos y vientres de personas tatuadas, curtidos naturalmente con todo cuidado. Duración indefinida. Observe la belleza de los dibujos y la originalidad de los colores. Graciosísimo el paisaje de la izquierda: los árboles, la luna, un castillo, no falta nada. Y el tercero a la derecha: tatuaje de un pescador tunecino. El África rodeada de tres delfines, un puñal y un perfil de mujer. Si le gusta no cuesta más que cuatrocientos florines.

»Estos gruesos mechones no son más que una colección de scalps, encontrados en una aldea de pieles rojas. Cabelleras largas y no averiadas: el cuero cabelludo está perfectamente disecado. Muy agradable para decorar un saloncito.

»Esta estantería, como ve, no contiene más que libros, y todos, ya se entiende, relativos a nuestro comercio. Tengo una buena colección de Danzas Macabras, ediciones originales, rarísimas, comenzando por aquella impresa por Guy Marchant, en París, en 1485. Abra este álbum: es una obra maestra. Son las imagines mortis de Holbein el Joven, de 1526. Dibujos estupendos, ejemplares perfectamente conservados.

»Ésta es la Histoire des spectres, de Leloyer, 1605; esta otra, la Espectrología, de Deker, buscadísima en su rara edición de Hamburgo, 1690. Tenemos luego todas las obras sobre los resurreccionistas, los violadores de tumbas, y sobre embalsamamiento, desde los egipcios hasta la escuela de Hunter, de Ruysch y de Gorini. Pero la perla de mi biblioteca está aquí: estos volúmenes antiguos encuadernados en piel humana. Usted sabe que durante la Revolución francesa había en Meudon una tenería de piel humana. Actualmente, la industria radica únicamente en Alemania. Note la finura del grano y la delicadeza del veteado; la duración es igual que la del pergamino. Le puedo ofrecer esta preciosa edición de Crimes de l’Amour, del marqués de Sade —que era también un necrófilo—, encuadernada con la bellísima piel de una mulata asesinada en Londres por celos. Ejemplar único: mil doscientos florines.

Ben-Chusai, viendo que admiraba sin comprar nada, abrió una puertecita de hierro en el muro y me invitó cortésmente a entrar.

—Aquí tenemos el depósito de las reliquias que podríamos llamar profanas. Vea un pequeño lote de momias llegadas hace pocos meses de Egipto. Materia auténtica, con los certificados de los egiptólogos. La más bella es la de Tetu-nu, un gran dignatario del tiempo de Amenofis IV. Interesante la de esa matrona, con su doble envoltura policromada; está representada la vida íntima de una gran casa egipcia: los esclavos negros que van a buscar agua, las esclavas que hilan, la cocinera que despluma las aves, las calderas en fila, las ánforas de los vinos, los gatos perseguidos por monos domésticos.

»Estos cadáveres resecados y metidos dentro de sacos de estera son momias del Perú, época precolombina. Observe esas tiras de tendones todavía adheridos a los huesos y esos mechones de pelo que parecen cristalizados. Los tengo para formar la colección, pero no son bastante pintorescos. Es mejor aquel busto que se halla encima del armario.

Era un cráneo al cual habían puesto una gran peluca negra y que había sido teñido de rojo en las mandíbulas. Todos los dientes eran de oro; en las órbitas vacías, unas antiparras azules: monstruoso, repulsivo, horrible.

—Le recomiendo más bien estas antigüedades de primer orden: tres falanges encontradas en el sepulcro de los Escipiones, un mechón de cabellos de Madame Du Barry, el coxis de la emperatriz Catalina de Rusia, un pellizco de ceniza de Shelley. En aquel pote se halla el corazón momificado de Madame Ackermann, la gran poetisa atea; en aquella cajita de marfil, la bala que mató a Pushkin; y en aquel estuche abierto, la barba de Moisés Mendelsshon, el gran filósofo de Dessau, el adversario de Kant. Aquella estatuita protegida por un cristal es la pieza más rara: un muchacho carbonizado, procedente de las excavaciones de Herculano. Aquí no hay nada más que ver: pasemos a la sala de los esqueletos.

Ben-Chusai abrió otra puerta y apareció un espectáculo que no olvidaré nunca. En un salón largo, una legión de esqueletos dispuestos de cuatro en cuatro como soldados, me miraban con sus innumerables cuencas vacías. Había de todas las estaturas y formas: gigantescos, enanos, macizos, delgados, majestuosos, lacios, algunos deformados por tumores o bultos, o sucios de polvo y de tierra, otros de un candor inhumano, justos y proporcionados como si fuesen la obra de un profesor de osteología. Había el esqueleto de un muchacho y el de un jorobado: al uno le faltaban los dos brazos; sobre un calavera había todavía un mechón de cabellos siniestro; otro tenía dos agujeros en el temporal: era el de un asesinado.

—El único esqueleto que tiene historia —dijo Ben-Chusai— es el primero de la derecha de la última fila. Me fue vendido por un pintor alemán que lloraba desesperadamente al separarse de él. Me contó que era el esqueleto de un amigo de la juventud. Pobrísimos, viajaban por los Alpes. La nieve los sorprendió y no encontraron refugio más que bajo una tienda medio hundida. Para salvarse del frío se abrazaron estrechamente y así pasaron la noche. Por la mañana uno de los dos había muerto. El sobreviviente hizo preparar el esqueleto del amigo inseparable y lo llevó siempre consigo durante más de treinta años. Después de la guerra, la miseria le obligó a venderlo todo: libros, cuadros e incluso aquella pobre reliquia de amistad. Pero todo esto no aumenta el valor comercial del objeto; por cincuenta florines es de usted.

La tétrica formación de los esqueletos, inmóvil, parecía que esperase una orden, un llamamiento, tal vez el clamor de la resurrección. Algunos parecían pensativos, con la cabeza un poco inclinada hacia delante; otros apretaban los dientes rechinantes como si deseasen vengar su propia muerte; uno tendía una mano enorme, sostenida por un hilo de plata, como si pidiese limosna a los vivos, en la miseria de su desnudez absoluta.

—Hay una sola cosa que no le puedo enseñar —añadió en voz baja el cortés Ben-Chusai—, y es una lástima porque tal vez es la piedra preciosa de mi almacén. Una pieza única en el mundo, al menos en el comercio. ¿Ve aquella caja de hierro que está al lado de la ventana? Allí dentro se halla encerrado, según me aseguró el vendedor, un espectro: un espectro hembra, con los vestidos, las joyas y todo lo demás. Si la abriese no vería más que una especie de manto de color de musgo, agujereado por la polilla, porque el espectro no lo habita siempre. Hay, además, el peligro de tenerlo delante y, lo que es peor, de que se escape o se desvanezca. Por la noche, sin embargo, en esta habitación se oyen chirridos y gemidos nada naturales. Baste decirle que mi espectro procede de un lugar eminentemente histórico: de Newstead Abbey, el famoso castillo de Byron. No puedo cederlo por menos de cuatro mil florines: no me parece caro, dado el origen.

Cuando salí de la tienda de Ben-Chusai todo me pareció nuevo, luminoso, milagroso. Cada hombre viviente que encontraba era un amigo, cada sonrisa me parecía un saludo; cada voz, un consuelo. Pero hace dos días volví allí y compré objetos por valor de diez mil florines. Dentro de dos meses tendré en América una nueva colección, la Thanatoteca más rica de todos los Estados Unidos. Ben-Chusai, conmovido por mi pasión y por la mole de los objetos comprados, me hizo un descuento de un 15 por ciento sobre el importe de la factura.

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