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El homicida inocente

New Parthenon, 15 octubre

Todos los días recibo cartas de gente que solicita socorros, subsidios, subvenciones y empréstitos. Las leo por curiosidad y luego las quemo. Una de ellas, llegada hoy, la conservo por su singularidad.

«Distinguido señor:

»No se niegue a leer mi historia. Únicamente después de conocerla, decidirá si merezco o no su ayuda.

»Mi padre poseía un negocio de armería y, de muchacho, me tenía con él. Pronto pude comprender que muchos de los que venían a comprarnos brownings se mataban o mataban a la mujer o al enemigo.

»Se despertó en mi alma tal horror hacia el comercio de mi padre, que decidí estudiar medicina. De este modo podría ser un contrapeso al mal que él directamente favorecía. Mi padre vende la muerte, pensaba para mí mismo; yo venderé la vida y combatiré la muerte. Apenas licenciado, comencé a ejercer mi arte en Minneapolis. Al principio los clientes eran pocos, pero estaba satisfecho de mí. Ninguno de mis enfermos moría; es verdad que se trataba siempre de enfermedades ligeras. Poco a poco mi sensatez médica me proporcionó una vasta y escogida clientela. Y entonces comenzaron los desastres. Un muerto, dos, tres, cuatro muertos en un año. Examinando escrupulosamente, después del fallecimiento, mis diagnósticos y las curas ordenadas, me convencí de que, al menos en la mitad de los casos, la culpa del fallecimiento era mía. Había divagado desde el principio, no había sabido valorar justamente un grupo de síntomas, no había tenido en cuenta la constitución y la idiosincrasia del enfermo. Mis colegas, al escuchar mis desconsoladas confidencias, se reían de mí. Pero yo no me podía reír. Me había consagrado a la medicina para vencer a la muerte y no para ayudarla. Y como los fallecimientos continuaban a pesar de todo e incluso aumentaban, me decidí a abandonar la profesión y la ciudad.

»Me fue fácil, habiendo estudiado la medicina, obtener una patente de farmacéutico y abrí una buena farmacia en Oklahoma. De este modo, pensaba, cooperaré también yo a la batalla contra el mal de la muerte, pero sin una directa responsabilidad. No había pasado un año cuando ya me daba cuenta de haber caído en una nueva trampa. Un muchacho tragó por descuido una pastilla de potasa cáustica vendida por mí; una señora se suicidó con el veronal que había comprado en mi botica; una mujer envenenó a su marido con preparados de arsénico que había obtenido de mí con una receta falsa. Tuve que persuadirme de que también los farmacéuticos se hallan expuestos al peligro de ser cómplices de la muerte a domicilio.

»Medité largamente sobre la decisión de una nueva profesión y me persuadí de que la más inocente era la de soldado. Le parecerá una paradoja, pero era, sin embargo, el fruto de una larga meditación. En aquel tiempo, nuestro país no se hallaba en guerra con ningún otro y no había tampoco ninguna probabilidad de que nuestra paz pudiera ser perturbada. Apenas acababa de alistarme cuando estalló la guerra europea y, en el año 17, fui de los primeros enviados a Francia. No podía de ninguna manera volverme atrás: era militar de profesión y además buen ciudadano. La guerra de trincheras me entristeció mucho, pero me consolaba con el pensamiento de que el homicidio era colectivo y que los muertos eran enemigos de América y de la Humanidad. Un día, sin embargo, en 1918, fui llamado para formar parte de un pelotón de ejecución. Se debía fusilar a un desertor. Cuando me hallé delante de aquel harapo humano amarrado al banquillo, el corazón me dio un salto. Pero no podía zafarme de aquel deber ni tampoco disparar al aire, pues un oficial vigilaba nuestros fusiles. Y una vez más fui cómplice de homicidio.

»Apenas terminada la guerra, me licencié. Mi padre había muerto. Vendí inmediatamente el negocio de la armería, pero lo que obtuve no me bastaba para vivir sin trabajar. Con la esperanza de aumentar mi peculio y de hacerme independiente, especulé en Bolsa y, en seis meses, por no ser práctico en negocios, perdí hasta el último dólar. Me puse en busca de una nueva ocupación y tuve que aceptar, obligado por el hambre, un puesto de chófer. Cuando era médico, había poseído un automóvil y sabía guiar bastante bien. Por algún tiempo viví tranquilo, pero finalmente no pude escapar a mi terrible destino. Una noche, en una carretera mal alumbrada, atropellé y maté a una pobre anciana, y un mes después, corriendo a gran velocidad, por orden de mi amo, destrocé a un joven que atravesaba en bicicleta una plaza.

»Fui encarcelado, y apenas puesto en libertad —aunque el amo quería volver a tomarme— me despedí. Me hallaba otra vez sin pan ni trabajo. Acosado por la desesperación me ofrecí como aviador a una fábrica de aeroplanos. En el cielo, pensaba, los atropellos son casi imposibles y el peligro es mayor para mí que para los demás. En poco tiempo llegué a ser un hábil y atrevido piloto. Pero hace veinte meses, durante un vuelo de prueba con dos pasajeros a bordo, una falsa maniobra, debida a una distracción mía, hizo precipitar el aparato desde seiscientos metros de altura. Mis heridas curaron en pocas semanas, pero los dos infelices que se hallaban conmigo murieron, y por culpa mía.

»He cumplido mi pena y me hallo otra vez hambriento. Pero he decidido firmemente no elegir ningún otro oficio, ningún arte, ninguna profesión No quiero ser homicida ni cómplice de homicidios. La única esperanza de huir de toda responsabilidad de asesinato es, para mí, el ocio. Y por esto le escribo. Y le pido humildemente que me asigne una pequeña pensión para que pueda arrepentirme en paz de mis involuntarios delitos y no me vea obligado a cometer otros. Para usted sería un pequeño sacrificio y para mí una gracia inmensa. No pretendo vivir bien: me basta con no morir de hambre y con no matar. Con pocos dólares al mes usted puede salvar a un hombre de los remordimientos, de la prisión y de la pena eterna. Estoy persuadido de que me escuchará: mi paz y mi vida están en sus manos.

»Créame sinceramente su servidor,

George William Smith».

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