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Visita a Edison

New Jersey, 23 junio

He ido a Menlo Park para charlar algunos momentos con el viejo Edison. Uno de los secretarios me había telefoneado que no podía dedicarme más de diez minutos.

Encontré al viejo sentado ante una larguísima mesa de madera blanca que ocupaba la mitad de la habitación y aparecía sin ningún objeto encima: ni un trozo de papel, ni un lápiz, ni una estilográfica.

Mi aspecto debió de complacer de golpe al venerable inventor, porque me hizo, sin muchos preámbulos, una confidencia imprevista, que hubiera considerado como inverosímil si otro me la hubiese contado.

—Se ve en seguida que es usted un profano —me dijo—, pero de todos modos sabrá que yo he ideado alguno de esos juguetes de base eléctrica que los hombres, niños eternos, llaman pomposamente grandes inventos. No me avergüenzo; es necesario hacer algo para pasar el tiempo y hacer uso de aquella pequeña astucia del cerebro que si no se emplea produce fastidio. Por otra parte, algunos de esos juguetes pueden ser útiles en el aspecto práctico de la vida común, es decir de la vida material y diaria. Pero usted comprende que fijar los sonidos en un disco, ampliar las voces, perfeccionar las lámparas eléctricas, o la radio, no significa ni mejorar la existencia humana, ni aumentar la felicidad, ni acercarse a los secretos del Universo. Ahora que soy viejo me doy cuenta de que he consagrado toda mi vida a cosas de poca importancia. Que el hombre pueda ver mejor para bailar o para hacer el amor, o que le sea dado oír a voluntad la última canción del Broadway o el último discurso del candidato republicano, no modifica en nada nuestra fundamental importancia o nuestros pecados originales.

»Cuando veo a los hombres de hoy que se entusiasman por la velocidad de sus aparatos, no puedo menos de reírme. Los aeroplanos, con sus 300 kilómetros por hora, son, respecto a la luz, que recorre 300.000 kilómetros por segundo, ridiculísimos caracoles.

»Cuando era joven imaginaba tontamente que toda la vida consistía en las máquinas. He construido alguna máquina afortunada y nos hallamos lo mismo que antes. Más de medio siglo de cálculos, de investigaciones, de vigilancia, de tentativas, para lograr introducir en el comercio bagatelas cómodas o rumorosas. Confieso que el hombre de la calle es una criatura extraordinariamente indulgente y optimista.

»¡Si al menos hubiese descubierto las dos máquinas decisivas que pudieran librarnos de las penas mayores! El martirio de la Humanidad es doble; para el macho, la más dura fatiga: el pensar; para la hembra, la más espantosa tortura: el parir. Pero no hemos inventado todavía —y tal vez no las inventaremos nunca— ni la máquina pensante ni la máquina generadora. Hemos construido máquinas calculadoras y motores esclavos, pero nos hallamos infinitamente lejos del ideal: estos aparatos requieren siempre la intervención del hombre. Raimundo Lulio y Leibniz habían imaginado verdaderas y auténticas máquinas para pensar, pero ninguno consiguió fabricarlas ni servirse de ellas. En cuanto a la creación de los seres vivos, nos hallamos todavía en el autómata mecánico de Maelzel, más o menos perfeccionado. La industria de los androides se halla, sin duda alguna, todavía en la infancia.

»Un decadente francés, Villiers de l’Isle Adam, se divirtió contando, en una novela, que yo había dado vida a una mujer artificial tan perfecta que se confundía con una viviente. Pero esto no es verdad: aquel francés era un adulador o un mixtificador.

»Por otra parte, es verdad que hasta que no hayamos encontrado las máquinas que sustituyan al cerebro macho y al útero femenino, la ciencia mecánica y la electrotécnica deben confesar su fracaso. Solamente después de haber librado al hombre del tormento de su reflexión y a la mujer del peso de la maternidad, podremos cantar victoria. Pero este día está todavía lejos y yo ya no tengo la esperanza de verlo. He cumplido hace poco ochenta años y en mi corteza cerebral la sangre no circula libre y rica como antes. Lo que hice está hecho, pero es muy poca cosa. He dado botones de hueso a quien tenía necesidad de dólares de oro. Tiene ante usted a un viejo técnico desilusionado, por no decir fracasado. No cuente usted a nadie que Edison en persona le ha confirmado la bancarrota de la ciencia. Los ignorantes tienen necesidad de ilusionarse, los obreros tienen necesidad de trabajar y los industriales de ganar dinero. Nuestro deber es salvar, hasta que se pueda, las supersticiones ventajosas.

El cándido y melancólico Edison miró en este momento el reloj, y con un gesto majestuoso de su mano me hizo comprender que había ya transcurrido el tiempo que me tenía reservado.

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