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Paidocracia

Nueva York, 2 septiembre.

Hubo un tiempo, según cuentan, en que los ancianos mandaban. Monopolio del culto y del poder: gerontocracia. Ahora nos hallamos en plena paidocracia. Dominan en todo los muchachos. Son ellos los que dan color e impulso a la civilización. Nos hallamos en manos de los menores.

Basta con mirar. Los gustos de la infancia se han convertido en los de la mayoría. Comenzando por la literatura. El libro más afortunado de estos últimos tiempos, en Francia, es el Diable au corps, de Radiguet, escrito por un adolescente; y en Inglaterra, The young visitors, de Daisy Ashford, compuesto por una muchacha, más bien una niña, de nueve años.

¿Por qué, nunca como ahora, el género literario más fecundo y más editado es la novela, género del que durante tantos siglos el mundo ha prescindido? Porque los hombres ahora se han vuelto niños y quieren oír contar historias. Entre los cuentos de la abuela, por ejemplo, y las novelas de Branch Cabell o Garnett, no hay, en el fondo, más que una diferencia de nombre. El surrealismo y el dadaísmo renuevan el incoherente balbuceo pueril.

En, la pintura, los modernísimos dibujan como los niños; han vuelto al sintetismo ingenuo y malgarbado de las figuras que se encontraban antes en los cuadernos de la escuela o en las paredes de las letrinas. El douanier Rousseau, tan admirado ahora, es uno que imagina y colorea como un muchacho de diez o doce años.

La misma transformación en las diversiones. Los griegos antiguos buscaban su alegría en la tragedia, que exigía, para ser gustada, reflexión y cultura. Hoy no sólo los muchachos, sino también los hombres y las mujeres de toda edad, se precipitan al cinematógrafo, que no es otra cosa, al fin, que la antigua linterna mágica, delicia de los muchachos de antes, perfeccionada. Ningún esfuerzo intelectual se exige a los aficionados a los films; lo que es propio del adulto, la inteligencia, es puesto aparte. Todas las diversiones hoy populares son más visibles que espirituales y, por lo tanto, infantiles.

Una de las pasiones del muchacho que juega es la competición; ser el primero. Los hombres, en nuestros días, han introducido esta manía infantil en todas las cosas: en las más insignificantes y en las más graves. Batir un récord es hoy el ideal de todos; el de los antiguos era la sabiduría, la paz, la renuncia.

La manía del deporte es otro síntoma; casi todos los deportes no son nada más que viejos juegos infantiles adaptados a los mayores y hechos más solemnes por la publicidad y la especulación. Los muchachos dicen: hacer carreras, jugar a la pelota, jugar con los puños; los adultos dicen: pedestrismo, fútbol, boxeo, etc.

¿Y las máquinas más difundidas y más amadas no son tal vez juguetes agigantados y hechos peligrosos? No digo las máquinas que producen realmente un trabajo, sino las que usan todos: el automóvil el gramófono, la radio. De cien personas que van en automóvil, tal vez únicamente diez lo adoptan por necesidad: para los otros es un juego, un pasatiempo, una diversión. Un juego para adelantar a los demás coches, el pasatiempo de la velocidad la diversión de la fuga y del torbellino… Muchachadas.

Este infantilismo progresivo se encuentra incluso en la filosofía. A la razón, a la dialéctica —cualidad y fuerza del hombre maduro—, sustituyen siempre el estro, el inconsciente, la intuición; en suma lo irracional, propio del espíritu del muchacho.

El comercio del muchacho se funda todo en el cambio, y con el cambio entre mercaderes (grano contra utensilios) hemos vuelto al país que se imagina hallarse a la vanguardia del progreso humano: Rusia. Los cambios que he visto en los mercados clandestinos de Moscú se parecían exactamente a los cambios de los antiguos escolares.

Las mujeres, siempre las primeras en darse cuenta de dónde sopla el viento, han comprendido ya lo que se debe hacer y en todo buscan parecerse a los jovencitos. El ideal de la mujer antigua era la matrona; el de la modernísima, el efebo.

Y se me ocurre que la palabra presbítero viene de présbite y quiere decir viejo. La civilización moderna, con su tendencia a la hegemonía de los impúberes, ¿será tal vez la contraposición del sacerdocio?

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