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Visita a Knut Hamsun

Cristianía, 24 agosto

He preguntado a un librero cuál es el más grande escritor noruego viviente. Ha contestado:

—Knut Hamsun.

Es necesario, pues, que yo conozca a ese Hamsun. No he leído nada de él, pero desde el momento en que he venido a Noruega y no pienso volver y no tengo nada mejor que hacer, quiero incluir éste en mi colección de coloquios memorables.

Lo que me han contado acerca de él me gusta: ha sufrido hambre (como yo), ha hecho el tramp en los Estados Unidos (como yo) y rehúye todo lo que puede la compañía de los hombres (como yo). Vive, según dicen, en una isla solitaria y raramente va a las ciudades. En 1920 le dieron el Premio Nobel. Un secretario de la Legación de los Estados Unidos me ha prometido obtener un salvoconducto para llegar hasta él.

2 septiembre

Ayer pude, finalmente, hablar con ese Knut Hamsun. Excelente impresión. Es un hombre de más de sesenta años, pero bien conservado. Unos bigotes atrevidos que le dan el aspecto de un oficial sin debilidades. Rostro abierto, pero un poco triste y en algunos momentos severo.

Habla correctamente el inglés. No hace cumplidos. Me ha gustado.

—He consentido recibirle porque no es usted ni un mendigo, ni un literato, ni un periodista, ni un desocupado, ni un editor, ni un coleccionista de autógrafos, ni un admirador. Todas estas personas son igualmente nefastas e igualmente insoportables. Me defiendo contra ellos como un caballero contra los bandidos, pero no siempre lo consigo. He puesto entre ellos y yo un brazo de mar, pero esa canalla conoce la existencia de las naves y se aprovecha.

»Usted no sabe, por fortuna, lo que es la gloria. ¡Que no le ocurra nunca desventura semejante! Ser famoso significa volverse a la vez, viejo y perseguido. Llegar a la celebridad equivale a transformarse en un cadáver viviente y despojado. Los jóvenes y los rivales le consideran como un superviviente perdido y como a tal es tratado. La fama es una anticipación del ataúd y del sepulcro. ¿Sois célebre? Pues lo habéis dado ya todo y se puede comenzar la autopsia, incluso la vivisección. Os hemos ya recompensado; que se quite, pues, de en medio la carroña coronada y saciada, para dar paso a los desconocidos. Cualquier cosa que hagáis será siempre inferior a las obras que os dieron la fama. La gloria es un certificado de impotencia. Y, además, una prisión. Sois sometido, tanto si queréis como si no, a una vigilancia especial. No podéis alquilar una casa o entrar en un café o marchar de viaje sin que millares de personas se enteren en seguida, lo cuenten y lo impriman. Refugiarse en la soledad no basta. Incluso allí os asaltan y si no consiguen saber nada, lo inventan.

»Pero esto sería lo de menos. Lo peor es que la fama os pone a merced de los ladrones honrados. Todos quieren algo, todos pretenden algo, todos se llevan efectivamente alguna cosa. De cien cartas que recibo, noventa por lo menos han sido escritas para pedir. De veinte personas que vienen a verme, diecinueve terminan por llevarse aquello que deseaban.

»Ese admirador lejano quiere que le regale mis libros; ese otro quiere la página autógrafa para sus colecciones; aquél exige la fotografía y datos sobre mi vida, el de más allá quiere hablarme para que le aconseje, le juzgue, le ayude, le ilumine, le redima. Desde que me dieron el Premio Nobel no he podido salvarme de las peticiones de dinero. Todos los pretextos son aprovechados: enfermedades, gastos escolares, viajes indispensables, padres paralíticos, madres dementes, hermanas tísicas, matrimonios urgentes, suscripciones para monumentos centenarios, tumbas, colegios, nobles arruinados, hospitales zoológicos, exploraciones árticas, catástrofes. Si hubiese escuchado a todos, me habría sido necesario tener a mi disposición todo el patrimonio de Nobel y volvería otra vez a pasar hambre.

»Luego hay otros que de mi celebridad deducen la omnipotencia. “Si todos le conocen —piensan—, esto quiere decir que él los conoce a todos y por consiguiente puede obtener todo lo que quiere”. Error crasísimo, como comprenderá. Un escritor puede ser celebérrimo y, no obstante, tener relaciones únicamente con algunos amigos que no poseen ninguna influencia. Pero esa raza de postulantes no sabe estas cosas y no las cree. Y cada semana hay alguien que pretende de mí lo imposible: que le procure una buena colocación a toda prisa, que le haga publicar un libro por un gran editor, que le recomiende a un gran periódico para obtener una colaboración bien pagada, que me dirija a los ministros o a la Academia para que le concedan un subsidio, una bolsa de viaje, una pensión. A la verdad, yo no conozco ni frecuento, a causa de mi sistema de vida solitaria, los personajes de los que dependen estos favores, pero aunque los conociese, creo que no concederían lo que pidiese únicamente porque me llamo Knut Hamsun. Tendría que escribir carta tras carta, consumirme en los asientos de las salas de espera —esto es, regalar mi tiempo, que es lo más precioso de todo para un artista— y salir garante con mi nombre de gentes que me son casi siempre desconocidas. ¡Y si alguna vez por debilidad atiendo a alguien y obtengo lo que pide, entonces es peor! No están nunca contentos. Vuelven a pedir, y cada vez cosas mayores. Y después de haber conseguido mil, te abandonan, indignados e insultantes, el día en que no has podido dar diez.

»Luego hay aquellos que envían volúmenes y manuscritos y exigen que los lea y que escriba luego un fundamentado juicio; hay los pestíferos reporteros que os roban una hora de vuestro trabajo o de vuestro descanso para ganar un poco de dinero a costa vuestra. Del hombre célebre, en una palabra, todos quieren algo. Ha dado a esa gentualla de ciegos un poco de luz, a esos corazones helados un poco de fuego, a esos cerebros desamueblados algunos pensamientos. Ha dado una parte de sí mismo, de su sangre, de su alma, de su vida, para enriquecer el alma de los otros y hacer menos triste el trabajo de la vida. Ha dado y, precisamente porque ha dado, debe dar siempre, sin fin, y no solamente su espíritu, sino su dinero, su tiempo, su fatiga, y algún pedacito de la propia gloria. El escritor famoso está circundado de parásitos, de postulantes, de sepultureros y de ladrones. La fama no es un premio, sino una maldición, un castigo. Si hubiese sabido esto, hubiera ido, en 1890 a asesinar a Brandes, que reveló a Europa mi primer libro: Hambre. Es preferible ser hambriento a ser célebre.

»Y usted también, aunque no me haya pedido nada, se me lleva algo: media hora de mi tiempo y un poco de mi fuerza. Usted también es un ladrón honrado, un ladrón bien educado, ¡pero ladrón!

Al oír estas palabras justísimas no me ofendí, pero creí decente ponerme en pie para marcharme.

Knut Hamsun me gusta mucho. Quiero comprar todos sus libros y así le resarciré, delicadamente, del tiempo que ha perdido por mí.

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