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La vuelta de Pitágoras

Atenas, 10 abril

Me hallo aquí desde hace ocho días y comienzo a aburrirme. El Partenón no es feo, pero es demasiado pequeño, y las otras ruinas son inferiores. Atenas sería infinitamente más bella si no hubiesen construido, junto a los restos antiguos, una gran población moderna, sin carácter, que usurpa el viejo y glorioso nombre.

Me hubiese marchado, sin embargo, más desilusionado si no hubiese conocido, por casualidad, uno de los seres más inverosímiles que puede encontrarse en la Tierra. Traía una recomendación para un joven helenista que estudia aquí en la Escuela Arqueológica Americana y que ha sido para mí un óptimo guía. Hace dos noches, mientras paseaba solo y contemplativo por la carretera que va hacia el Céfiso, vi pasar, corriendo, al doctor Begg. No me reconoció, pero yo le llamé y vino.

—¿Adónde va corriendo así?

Me pareció en seguida un poco confuso y que maldecía de todo corazón el encuentro. Luego se decidió a sonreír y contestó:

—Tengo una cita con un hombre del siglo quinto antes de Jesucristo y no puedo hacer esperar a quien llega de tan lejos.

Creí que bromeaba y que quería librarse de mí humorísticamente.

—¿Un hombre del quinto siglo?

—Si no me cree —replicó el doctor Beggb acompáñeme y se lo haré conocer. Tal vez no le disgustará un visitante más. Pero es preciso apretar el paso.

Durante el trayecto —caminamos todavía una media milla— el doctor me explicó el misterio. El hombre que íbamos a ver se llama, en realidad, Miguel Anghelópulos y no parece tener más de medio siglo, pero se hace pasar, desde hace algún tiempo, por Pitágoras resucitado y redivivo, y como tal le consideran algunos de sus discípulos griegos y extranjeros.

—Ha prometido —añadió el doctor Begg— darme esta tarde las pruebas de su reencarnación y siento una gran curiosidad por ver lo que inventará.

Llegamos pronto a una especie de cottage rústico que tenía, sobre la puerta, una inscripción en caracteres griegos. Pregunté a mi compañero qué significaba aquella inscripción.

—Es uno de los Versos Áureos atribuidos a Pitágoras —me contestó—, y quiere decir: «Fuera del templo no revelar las intimidades».

Fuimos introducidos por un criado negro: negro de piel, de cabellos y de uñas, en una habitación que tenía en el fondo una especie de alcoba cerrada por una cortina. Una vez nos quedamos solos, esperé la aparición de Pitágoras, pero, con gran sorpresa mía, el doctor Begg se aproximó a la cortina y anunció su propia llegada, añadiendo quién era yo. De la cortina salió una voz gutural que dijo:

—Que el crisóforo de la nueva Atlántida sea admitido entre los acusmáticos.

—El filósofo —manifestó en voz baja el doctor Begg— dice que el rico americano sea admitido entre los oyentes.

Luego añadió en voz alta:

—Señor Anghelópulos, ¿recuerda por qué razones me ha hecho venir esta noche?

—¿Quiere que no recuerde una palabra dicha hace tres días el hombre que recuerda las palabras pronunciadas hace veinticuatro siglos? Usted sabe ciertamente que en una de mis primeras encarnaciones hablaba a mis discípulos siempre escondido, detrás de un velario y no quiero cambiar de costumbre aunque los tiempos sean muy distintos. Pero puedo, para vencer sus dudas, mostrarles una parte de mi cuerpo. ¿Recordáis cuál era el signo visible de mi naturaleza entre lo humano y lo divino?

—Lo sé —contestó seriamente mi compañero—. Creo que lo dijo ya Diógenes Laercio. El verdadero Pitágoras tenía un muslo de oro.

Apenas hubo pronunciado estas palabras se alzó un poco la cortina y apareció fuera una pierna desnuda. Nos acercamos: más arriba de la rodilla la pierna aparecía amarilla y relucía. ¿Coloreada con purpurina o cubierta con una sutil hoja de oro verdadero? No hubo tiempo para comprobarlo, pues la pierna, después de tres o cuatro segundos, fue retirada tras la cortina.

—¿Está persuadido? —preguntó la voz del filósofo invisible.

Mi compañero me miró, sonrió y no se dignó contestar.

—¿Qué hay de extraño, al fin y al cabo, en mi resurrección? —prosiguió la voz—. Ustedes saben, por los historiadores, que antes de ser Pitágoras fui Etalides, Euforbo, Ermotimo y Piro. Y si el cuerpo llamado Pitágoras se heló en el 496 antes de Cristo, mi alma ha vuelto luego numerosas veces a la tierra en cuerpos diversos y bajo diversos nombres. Hoy me llamo, en los registros de la población, Anghelópulos, pero soy en realidad siempre el mismo. Todas las almas transmigran y vuelven, pero yo solo, gracias al elemento divino que me eleva por encima de los hombres, tengo el privilegio de recordar las existencias pasadas y tener conciencia de mi perenne identidad a través de las varias epifanías.

»Y les confesaré que nunca tuve tanta satisfacción en mis reapariciones como esta vez. Recordarán que el fundamento de mi sistema era el número y que todo se reduce, a mi juicio, a los números. Y hoy, finalmente, el mundo me da la razón, aunque sin referirse a mi doctrina. He viajado, como ya hice las otras veces, por varios países de la Tierra y en todas partes no leí ni oí más que cifras. Toda ciencia se halla reducida hoy a fórmulas numéricas; y hay ciencias enteras, como la astronomía y la estadística, que no tratan más que de números. Entrad en las innumerables administraciones que cubren la Tierra, y que ustedes llaman oficinas, contabilidad, tesoro, casas de banca, y no se ven más que cifras escritas en grandes volúmenes y no se oye más que hablar de números. Cada soldado tiene su número, cada presidiario es llamado con una cifra, los habitantes de las grandes ciudades son designados en los libros con el número de un teléfono. En ese nuevo templo que se llama la Bolsa no se oye gritar más que números, y todas las naciones, en vez de enorgullecerse de sus glorias, ponen orgullosamente por delante las cifras de sus habitantes, de su superficie, de sus importaciones y exportaciones. Por las carreteras corren coches aulladores que llevan todos, para ser reconocidos, un número; y, en el cielo, las máquinas volantes llevan igualmente sus números entre las nubes. Y en el país en donde han nacido ustedes, y que conozco, he oído juzgar y evaluar a los hombres por medio de cifras; éste vale tres millones; aquel otro, ochocientos mil solamente. Éste es, pues, el siglo de los números omnipresentes y triunfantes, el siglo, por excelencia, pitagórico.

»Y así se puede llamar también por otra razón. Fundé en Crotona, como saben, una confraternidad de ascetas que tenía un doble carácter, místico y político. Mi sociedad fue dispersada después de mi muerte, porque al genio griego repugnaba la subordinación de los individuos a un principio y a una disciplina. Hoy mi sistema triunfa. He vivido en varios siglos, pero en ninguno, como en éste, he visto una tal cantidad de asociaciones y en ninguna otra época, el individuo estuvo sometido, como hoy, al grupo de que forma parte. En algunos países no hay hombre que no pertenezca a una secta, a una congregación, a un partido, a una liga, a un ejército, a una academia, a un cenobio, a un sindicato, a una sociedad pública o secreta. Órdenes monásticas, conventos; logias masónicas, teosóficas, antroposóficas y ocultistas; corporaciones y federaciones, hermandades y consorcios, clans y trade-unions: todo el género humano, desde los salvajes a los civilizados, forma parte de una asociación y se halla ligado estrechamente a una colectividad. Mi sueño, prematuro hace veinticuatro siglos, es hoy una realidad universal. El individuo no existe ya más que en la teoría pura; en la práctica cada hombre es un átomo, una rueda, un número, un sectario.

»Consideren este doble orden de hechos, visibles en todas las partes de la Tierra: el triunfo del número y de la asociación, y reconocerán conmigo que ningún tiempo como el presente puede alabarse de estar conforme con mi antigua doctrina. Y ninguna época era favorable, como ésta, para mi trigésima resurrección.

La voz, finalmente, enmudeció.

—Pero hoy, ¡oh, divino Pitágoras! —dijo el doctor Begg—, nadie tiene escrúpulos en comer carne y habas.

—¡Simplezas! ¡Tonterías! —replicó en tono despreciativo la voz del hombre invisible—. A tiempos nuevos, preceptos nuevos. Estoy dispuesto a hacer todas las concesiones sobre el particular siempre que lo esencial de mi pensamiento, como ahora ocurre, sea respetado y aplicado.

Con muchas atenciones nos despedimos de la cortina y del hombre del muslo de oro. Pero luego, durante el camino hasta Atenas, no hicimos más que reír. Ha sido la única velada agradable desde que desembarqué en El Pireo.

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