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Gog » El pan de la muchacha

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Arezzo, 7 agosto

He querido hacer un experimento: vivir, durante algunos días, como si fuese un pobre, un vagabundo, un prófugo. Vivir solo, sin la compañía ni ayuda de nadie. He despedido a los secretarios, a los camareros, a los mecánicos; he dejado los dos automóviles en depósito; he comprado a un campesino un vestido viejo y me he internado, con pocas liras en el bolsillo, en los valles de los Apeninos toscanos.

Hace años y años que llevo la vida del rico, esto es, de víctima sin libertad. Me causan molestia las mesas ricamente puestas, las reverencias de los parásitos, la acogida de la curiosidad que despiertan los demasiado conocidos. Siento nostalgia de la vida miserable y desastrosa que hice hasta los veintiséis años. Después de haberme visto asaltado por millares de pedigüeños y maniáticos, he querido, al menos por una semana, volver a saborear la vida del pobre, del abandonado. Tengo ahora el aspecto de un mendigo sucio y haraposo.

Para quien ha gustado todos los poderes no hay otro refugio que la impotencia. Para quien ha poseído todo lo que se puede comprar en el mundo, no hay más refugio que la miseria. Es una comedia —tal vez una ridícula comedia— que no tiene, por fortuna, espectadores.

No sé el italiano y no he llevado conmigo ni mapas ni guías. He ido al azar. Estos países no son ricos, pero sí bellos. Ríos que en esta estación son zanjas blancas y secas; montañas peladas rocosas, donde la gente siembra un grano que germina raras veces y pobremente, junto con los cardos y los ciruelos. Allí, en la altura, algún prado todavía florido, algún torrente que lleva más guijarros que agua, algún pedazo de bosque, salvado, no se sabe cómo, de la hachuela de esos montañeses enemigos de los árboles. De vez en cuando, las ruinas de un castillo, una torre medieval restaurada, una casa negra en la que se esconden bandadas de chiquillos maravillados, un gran convento oculto entre los abetos, una iglesia sin campanario y con la puerta cerrada. Por todas partes vacas blancas, ovejas sucias, cerdos que hozan y gruñen, y raras veces una pastora con los cabellos ocultos bajo un pañuelo amarillo y que procura que no la vean.

No he entrado en ninguna hostería. He comprado, al pasar, un poco de pan en las tiendas de las aldeas, he bebido el agua de las fuentes, he robado alguna fruta verde en los campos, he dormido bajo las encinas y a la sombra de los pajares.

Los habitantes son brutos, pero buena gente. Aunque no sea más que en cinco o seis palabras de italiano, han demostrado siempre que me comprendían, y me han ofrecido lo que tenían, incluso antes de que se lo pidiese. Un día comí, en medio de un campo, con algunos segadores que descansaban. Me preguntaron de dónde era y de dónde venía —según pude comprender—, pero no supe contestarles. Me dieron un poco de menestra, ensalada y un tomate crudo. Las mujeres hablaban entre sí, y a lo que me pareció, me compadecían.

Otro día encontré un viejo que cortaba ramas de un árbol, solo, en un bosque. Estuvimos juntos algunas horas. Había estado, cuando era joven, en América, y recordaba algunas palabras de inglés. Me dijo que había mucha miseria en este país, pero que todos preferían vivir o al menos morir aquí entre sus montañas. Se extrañó mucho de que, viniendo de un país tan rico, pareciese tan pobre. He comprendido que sospechaba que tenía delante a un malhechor escapado de América y, no obstante, se ha mostrado cortés y cordial.

Pero el encuentro que me quedó más grabado fue el de la muchacha. Durante todo el día anterior no encontré a nadie; había terminado el pan y no me atreví, por un ridículo pudor, a ir a pedirlo a las casas de los campesinos. Me hallaba cansado y hambriento. Al caer de la tarde llegué a una selva de castaños y me di cuenta de que en el límite de la selva había un prado pedregoso y una fuente.

Cerca de la fuente se hallaba sentada en el suelo una muchacha. Cuando me vio tuvo miedo y se puso de pie. Debía de tener de doce a trece años: la más bella criatura que nunca había visto. En el rostro, dorado por el sol, brillaban dos ojos verdes, encantados. Y sobre la cabeza desnuda, ondas y ricitos de cabellos negros. Entre los labios, frescos y rojos como un fruto entreabierto, una sonrisa involuntaria, blanca. Una maravilla.

Para no asustarla me senté en una piedra un poco distante. La muchacha se tranquilizó: no hablaba y no me quitaba los ojos de encima. Cuatro vacas enormes pacían allí cerca. Yo me secaba el sudor. Tan mal vestido y jadeante, debía parecer ciertamente un desgraciado vagabundo.

Después de un cuarto de hora, no sé cómo, la muchacha sacó de su hatillo un pedazo de pan moreno, se acercó a mí y me lo ofreció con una sonrisa tímida murmurando algunas palabras. Había comprendido que yo tenía hambre. Le di las gracias como supe y mordí el pan con voluptuosidad. No he sentido jamás un sabor tan bueno y rico.

¿Será éste el verdadero alimento del hombre y ésta la verdadera vida?

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