God of War

God of War


Capítulo 19

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Capítulo 19

El túnel que atravesaba la roca describía varias curvas pronunciadas a la derecha hasta acabar desembocando en la pared vertical de un precipicio. Kratos miró hacia a lo alto y vio que la pendiente era tan pronunciada que iba a verse obligado a buscar huecos y salientes donde apoyar los pies para poder recorrer parte de la pared hasta alcanzar un lugar por donde pudiese subir.

Con una rápida mirada se convenció de que allí abajo sólo podría encontrar la muerte. Volvió a pasarse las manos por los muslos para quitarse los últimos restos de sangre. Las heridas sufridas ya habían acabado de coagularse. Las muertes de sus oponentes lo habían ayudado a recuperar sus energías y a acelerar la curación. Siempre había sido así, desde aquel día frente al rey de los bárbaros en que Ares había contestado a su plegaria. Las heridas se curaban de prisa, pero después siempre le causaban un gran desgaste, porque aunque su cuerpo estuviese en perfectas condiciones, su espíritu nunca acababa de recuperarse.

—¡No mostréis clemencia! —les ordenó a sus guerreros mientras entraban en el espantoso poblado. Al fondo se divisaba un templo dedicado a Atenea, un templo que representaba una burla a su señor Ares y que hacía enfurecer a Kratos. Cualquier cosa que enfureciese al dios de la Guerra hacía enfurecer a su sirviente.

Kratos fue el primero en encender una antorcha y lanzarla sobre uno de los tejados de paja. Las llamas se alzaron brillantes en la noche, pero no eran más que una pequeña vela parpadeante comparadas con la rabia y la sed de sangre que lo consumían. El pueblo entero era una afrenta.

—¡Matadlos a todos! —gritó, y luego utilizó las Espadas del Caos para hacer una demostración a sus hombres de cómo debían llevar a cabo la matanza. Sin dudar en ningún momento, fue de un extremo al otro del pueblo asesinando todo lo que se cruzaba en su camino. Blandía las espadas dibujando una figura mortal que acababa con la vida de todos los que intentaban combatirlo con guadañas y martillos, y también de los que tan sólo pedían clemencia.

Kratos no conocía el significado de esa palabra. Y tampoco iba a mostrar clemencia con la vieja que avanzaba cojeando desde el templo. La empujó a un lado. Su espada acabaría con las vidas de los que estaban dentro.

—Ten cuidado, Kratos —dijo la vieja con una voz antigua y cascada—. Los peligros que hay en el templo superan tu entendimiento.

Soltó una áspera risotada. Él era Kratos y no temía a nadie ni a nada, y mucho menos los débiles golpes de los acólitos que se escondían allí dentro. Blandió sus poderosas Espadas del Caos, cortó, cercenó y mató hasta que la sangre derramada formó un velo de color rojo que le nubló la vista.

Allí en el suelo había dos cadáveres más a sus pies, víctimas de su sed de sangre. Tras quedarse parado un momento observándolas, Kratos gritó con todas sus fuerzas.

La cruel voz de Ares inundó el templo:

—Estás convirtiéndote en todo aquello que esperaba, espartano…

La rabia volvió a invadirlo al pensar que Ares se había aprovechado de él. Kratos respiró hondo e hizo que la oscura marea que amenazaba con ahogarlo se retirase. Las visiones lo perseguirían el resto de sus días a no ser que cumpliese lo que Atenea le había ordenado. Los dioses borrarían sus pesadillas y sus recuerdos, y de nuevo podría vivir en paz consigo mismo. Lo principal ahora era escalar la pared vertical de aquel precipicio.

Adelantó uno de los pies, apoyó la sandalia en una pequeña grieta y a duras penas logró alcanzar con la mano una hendidura que encontró en la roca. Las yemas de los dedos se abrazaron al delgado saliente de piedra; eso le permitió mover su otro pie y continuar avanzando por la pared vertical. En otras ocasiones había escalado montañas para flanquear a un enemigo, así que aquel desafío no era nuevo para él.

—¡Por todos los dioses! —Las palabras se le escaparon de la boca cuando vio que un pedazo de roca delante de él empezaba a hincharse y a tomar forma. La piedra estalló y un escorpión del tamaño de un hombre surgió de la misma y le bloqueó el paso.

En la posición tan inestable en la que se encontraba, le era imposible desenvainar las Espadas del Caos. Kratos dio un salto, se apoyó en una mano y un pie y agarró a aquella cosa con forma de escorpión. El monstruo agitó la cola, pero Kratos lo tenía bien cogido del cuello y echaba su cuerpo hacia atrás para que no lo alcanzase ninguno de los coletazos. Kratos resopló, concentrando todas sus fuerzas en destrozar la acorazada tráquea del monstruo. La quitina se partió; el escorpión se revolvió con fuerza y su aguijón se volvió aún más amenazador. Kratos se apartó con un movimiento brusco mientras el aguijón silbaba en el aire, buscándole los ojos. Una gota de veneno que asomaba en la cola del aguijón le cayó en la frente y lo quemó como si fuera fuego. Se vio obligado a disminuir la presión que ejercía sobre la criatura, ya que el veneno avanzaba por su ceja, quemándosela, y amenazaba con entrarle en el ojo.

Kratos se frotó la cara con el brazo para evitar que la gota de veneno lo dejase ciego, pero tenía el brazo cubierto de sangre. La sangre se le metió en el ojo y le impidió ver. Tal y como había experimentado en otras ocasiones durante el combate, la sangre formaba sobre sus ojos un velo oscuro como el Estigia. Parpadeó con furia para intentar limpiársela. La sangre era mejor que el veneno cegador, pero la distinción pronto dejó de tener importancia cuando oyó que las garras de la criatura rascaban la roca que tenía justo debajo.

El monstruo con forma de escorpión había caído unos metros al soltarlo, pero ahora volvía con intención de matarlo. Y Kratos no podía verlo.

Se frotó los ojos con tanta fuerza que se hizo daño. Luego recordó los dos cadáveres en el santuario de Atenea. La rabia dio paso a las lágrimas y su visión volvió a ser clara y cristalina. El escorpión estaba tan sólo a unos metros de distancia, con el aguijón cargado de veneno preparado para asestar el golpe mortal. Kratos se abalanzó sobre él, lo cogió otra vez por el cuello y tiró con todas sus fuerzas. La cola se arqueó por encima de la cabeza de la criatura y golpeó la roca a escasos centímetros de Kratos.

Gritando con fuerza para concentrar toda su fuerza y su rabia, Kratos apretó los dedos hasta destrozar la garganta del monstruo surgido de la roca. Lo dejó colgando en el aire, lejos de la pared, y no le hizo falta recuperar del todo la vista para acabar con él. Tras unas leves sacudidas, sus últimos signos de vida se extinguieron. Kratos lo dejó caer y vio que el cuerpo rebotaba repetidamente contra la pared de piedra antes de perderse de vista.

Kratos se limpió los restos de sangre de la mano y siguió cruzando lateralmente el precipicio, parpadeando con fuerza para recuperar del todo la visión. Había avanzado sólo unos metros y aún estaba lejos del lugar donde podría comenzar a escalar verticalmente para llegar a la cima, cuando oyó de nuevo el ruido de otros escorpiones saliendo de la roca.

—Atenea, eres demasiado exigente conmigo —dijo, intentando acelerar el paso por el sendero que había encontrado en la pared rocosa. Cuando estaba a punto de llegar al lugar donde podría ascender verticalmente, dos de los monstruos lo adelantaron, pues se movían por aquella pared cortada a pico con la facilidad con que se mueven todas las criaturas a ras de suelo.

Kratos halló un saliente donde apoyar los dos pies. Con una mano se agarró a una grieta de la pared, y con la que le quedaba libre arrancó una piedra y la lanzó con todas sus fuerzas. El proyectil alcanzó su objetivo. El escorpión más cercano reaccionó instintivamente y arremetió con su cola mortal. Era todo lo que Kratos esperaba para lanzar una segunda piedra, que le acertó en la cabeza a la criatura. La cola se lanzó a rechazar este segundo ataque y el aguijón se clavó en su propia cabeza.

Sin esperar a que la criatura moribunda se desplomase, Kratos le lanzó una tercera piedra, que la hizo caer precipicio abajo. Ahora sólo le quedaba uno. El monstruo arqueó la espalda y lanzó esquirlas de piedra en todas direcciones. Kratos se protegió la cara de las agujas calcificadas y buscó en vano algún otro proyectil. No lo encontró. Miró hacia arriba, trazó una ruta hasta la cima del precipicio y empezó a escalar, con el escorpión pisándole los talones y desplazándose a más velocidad de la que él podía aspirar a alcanzar en aquella pared casi vertical.

A los pocos metros de llegar a la cima del precipicio, Kratos resbaló y perdió el equilibrio. Fue a caer encima del escorpión justo cuando las ocho patas del monstruo estaban ocupadas por entero en sostenerse. Kratos se incorporó y sujetó el aguijón, que ya estaba arqueándose, dispuesto a inocularle su ponzoña. De la punta cayó una gota de veneno amarillento. Todo el peso de Kratos recaía sobre el gigantesco escorpión, y el impacto de la caída había aturdido a la criatura hasta el extremo de que sus patas iban perdiendo apoyo una tras otra.

Kratos siguió sujetando la enorme cola hasta estar seguro de que el escorpión estaba realmente a punto de soltarse. Entonces tiró de la cola y logró desplazar al monstruo de su posición. Acto seguido, Kratos se lanzó contra la pared del precipicio en busca de algún asidero.

El escorpión siguió el destino de sus compañeros: el lejano suelo. Mientras, Kratos se quedó colgando de un pequeño saliente sujeto tan sólo por las puntas de los dedos. Poco a poco éstos fueron soltándose. Miró hacia abajo; no hacia el fondo del precipicio, sino más cerca, en busca de algún hueco donde apoyar los pies. Incapaz de localizar ninguno, la emprendió a patadas con la pared con toda la fuerza de la que era capaz. Las punzadas de dolor le subían desde los pies hasta la cintura, pero logró abrir en la pared un hueco lo suficientemente grande como para poder apoyar su peso. Los dedos acabaron por soltarse del saliente, pero sus pies fueron capaces de sostenerlo.

Se quedó un momento en aquel punto de apoyo que él mismo se había construido, y a continuación volvió a emprender el camino hacia la cima. Una vez allí, Kratos cayó de rodillas e hizo una silenciosa plegaria a los dioses, aunque sospechase que no había recibido ningún tipo de ayuda. Había sobrevivido gracias a su propio esfuerzo, y seguiría haciéndolo.

De una puerta abierta en una de las laderas de la montaña llegaban estridentes sonidos de aparatos mecánicos y un enorme ruido que Kratos no supo identificar. Con las Espadas del Caos en ristre, traspasó el umbral y bajó por un túnel. Se detuvo junto a una cinta giratoria que se perdía por debajo de un rocoso saliente. Kratos lanzó sus espadas contra la piedra, pero ni siquiera la poderosa magia de su metal fue capaz de arrancar un guijarro. Se volvió y observó en dirección a la rápida cinta giratoria y vio qué era lo que producía aquel estruendo: grandes bloques de piedra atravesados por afiladas estacas que no cesaban de chocar entre sí.

La única manera de avanzar era correr en sentido contrario al de la cinta giratoria y lograr pasar por las batientes mandíbulas que se abrían y cerraban alternativamente. Kratos devolvió las espadas al lugar donde descansaban en su espalda, calculó la secuencia de acción de las compuertas y saltó sobre la cinta giratoria.

Había estimado mal la velocidad, y la cinta lo arrastró hasta hacerlo chocar contra el muro. Se apartó velozmente, gritando de dolor. Pese a que el muro parecía estar construido de piedra normal y corriente, el menor contacto con él hacía que un dolor abrasador atravesase la carne. Kratos echó a correr otra vez hasta que contrarrestó la velocidad de la cinta giratoria y logró permanecer en el mismo sitio. Siguió corriendo con más fuerza y consiguió avanzar y acercarse a la primera y amenazadora compuerta. Detrás lo esperaban varias más. Una vez allí, no le quedaba más opción que seguir adelante sin desfallecer. El menor error que cometiese lo haría caer en medio de aquellos bloques pétreos y las estacas lo atravesarían. Si perdía el equilibrio, la cinta lo arrastraría hasta el muro, donde recibiría la tortura de una intensa quemazón.

Estos incentivos lo hicieron correr al máximo y superar las distintas trampas que se abrían y cerraban. Las Escila y Caribdis que lo acosaban lo obligaron a concentrarse al máximo y a evitar las pesadas y afiladas compuertas. Primero aprendió a correr sin moverse del sitio; una vez aprendido esto, echaba a correr hacia adelante cuando las compuertas se abrían y las superaba sin resultar herido. La última compuerta, sin embargo, no seguía ningún patrón, parecía inspirada por el mismísimo Caos.

Kratos sintió que un fino cuchillo se clavaba en sus bíceps y le impedía avanzar. Consciente del peligro de quedarse inmóvil, tiró con fuerza hacia adelante y dejó tras de sí un pedazo de músculo ensangrentado. Siguió avanzando por la cinta giratoria hasta llegar a una plataforma de piedra donde, por fin, pudo descansar. El ruido de engranajes iba en aumento, en lugar de apagarse, a medida que avanzaba por un túnel que daba a una habitación donde se convenció de que los dioses habían hecho enloquecer al Arquitecto.

En el suelo había varios pares de vías que formaban una cuadrícula. Por el interior de esas vías circulaban unas ruedas giratorias de doble filo, unas cuchillas tan brillantes que cada vez que pasaban por delante de Kratos lograban deslumbrarlo. A un lado de la sala, una puerta de hierro impedía la salida, pero Kratos en seguida vio la forma de abrirla. En el centro de uno de los cuadrados había una palanca. Si la accionaba, la puerta se abriría. Pero para llegar hasta ella iba a necesitar más habilidad y más audacia de las que había utilizado para superar las devoradoras compuertas de la cinta giratoria. Las ruedas de cuchillas no se paraban ni reducían su velocidad en ningún momento, y lo harían pedazos si daba algún paso en falso.

De un poderoso salto, sobrepasó una de las ruedas y cayó en un lugar seguro en medio de uno de los cuadrados. Permaneció erguido mientras las cuchillas pasaban por detrás de él y a su lado. Kratos calculó la frecuencia de la rueda que tenía frente a él, se adelantó justo después de que pasara y consiguió avanzar un cuadrado más en dirección a la palanca. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el frenético ritmo de las mortales ruedas se había incrementado. Cuanto más se acercaba a la palanca, más rápido se movían.

Sacó las Espadas del Caos con la intención de destruir todas las ruedas que se pusiesen en su camino, pero se detuvo. Quizá el Arquitecto las hubiese protegido de algo así. El metal del que estaban hechas las ruedas relucía de una manera desconocida para Kratos. Aunque las Espadas del Caos habían sido forjadas de forma mágica y Ares nunca le había advertido de la posibilidad de que otro material pudiese romperlas, el espartano hizo caso de su instinto, que le decía que las espadas no eran el arma que debía usar con aquellas afiladas ruedas. Kratos disponía de otras armas poderosas, pero quería que fuesen las Espadas del Caos las que acabasen con Ares. Puesto que había sido el dios de la Guerra el que las había soldado a sus antebrazos, y que durante diez largos años las había usado para asesinar en su nombre, ahora le correspondía al Fantasma de Esparta atravesar con ellas el cuerpo del dios y verlo morir con las armas que él mismo le había regalado.

Kratos soltó las empuñaduras de las espadas y se lanzó hacia adelante, confiando en su coordinación y en su habilidad innata para esquivar las mortales ruedas.

A trompicones, consiguió llegar hasta el cuadrado donde se encontraba la palanca. Una vez recuperado el equilibrio, tiró de ella con todas sus fuerzas. La respuesta fue exactamente la esperada. La puerta de metal del otro lado de la habitación se abrió en medio de un gran estrépito. Kratos esperó unos segundos para recuperar la concentración, y cuando ya había empezado a saltar alguna de las afiladas ruedas en dirección a la salida de la habitación, vio que la puerta comenzaba a bajar lentamente.

—Eres diabólico —dijo Kratos, profiriendo media docena de maldiciones contra el Arquitecto.

La palanca, una vez desplazada, sólo permitía que la puerta se quedase abierta durante un breve espacio de tiempo. Dos veces más tiró Kratos de la palanca y contó los segundos para determinar a qué velocidad tenía que cubrir la media sala plagada de mortíferas ruedas.

No era mucho tiempo, pero sería suficiente.

Kratos se concentró, tiró de la palanca y saltó al cuadrado que tenía al lado. Ganó velocidad y saltó después al siguiente, y de ahí al siguiente. Se le acababa el tiempo y aún le quedaban dos cuadrados que superar. El espartano aceleró el paso y una de las ruedas le rasgó el pecho y le hizo una herida poco profunda por debajo de las costillas. Kratos se revolvió y aprovechó el golpe para aumentar de velocidad, saltó por encima de la última rueda que se interponía entre la salida y él y, con una voltereta, consiguió pasar por debajo de la puerta sólo unos segundos antes de que se cerrase.

Kratos se quedó tumbado sobre su espalda, observando el techo del pasillo mientras recuperaba energías. Dejó atrás los ruidos del metal contra la piedra y echó a andar por un túnel hasta que llegó frente a un enorme portal de forma circular. Acercó los ojos a una de las grietas de la roca y al otro lado vio un altar bajo el brillante sol del desierto. Toda la fuerza de sus músculos no fue suficiente para abrir un acceso a partir de aquella grieta. Se le había concedido la tentadora posibilidad de ver el lugar al que tenía que llegar, pero no la forma de abrir aquella puerta.

Kratos se dio media vuelta y contempló la inmensa sala que se abría ante él.

Miró hacia arriba mientras echaba a correr, consciente de haber presenciado aquello antes. Por encima de él vio los salientes y pasarelas desde donde había atisbado la estatua de Atlas sosteniendo el mundo sobre sus poderosos hombros. Después de pasar por todo tipo de penalidades, había llegado al nivel del suelo de lo que sólo podía describirse como un santuario en honor al titán. Mientras corría hasta un lugar unos quince codos por debajo de una de las pasarelas, Kratos comprendió los detalles y tuvo claro qué era lo que debía hacer.

El peso del mundo aplastaba a Atlas. Era necesario aliviarlo de tan tremenda carga. Kratos se aproximó a una manivela colocada delante de la inmensa estatua y la empujó. La manivela cedió sólo un poco antes de que la resistencia se incrementase hasta el punto de que Kratos debía hacer un esfuerzo aún mayor o bien cejar en su empeño. Mirando el espacio que había entre la estatua y la pasarela superior, encontró una segunda palanca. Con todas las posibilidades dándole vueltas en la cabeza, Kratos tomó una rápida decisión y centró todas sus fuerzas en accionar la manivela.

Ésta fue cediendo poco a poco. Esforzándose todavía más, consiguió girarla hasta que dio una vuelta completa. Con más empeño aún, los músculos tensos y el sudor recorriéndole todo el cuerpo, logró hacerla girar una segunda vez. La estatua seguía sosteniendo el mundo sobre sus hombros, pero se había incorporado un poco. Con la certeza de saber exactamente qué era lo que debía hacer a continuación, Kratos dobló la espalda, se apoyó en sus fortísimas piernas y comenzó a hacer girar la manivela a un ritmo constante. Con cada vuelta que completaba, el mundo se levantaba un poco más sobre los hombros de Atlas, hasta que la estatua dejó de estar de rodillas.

Pese a toda la fuerza que Kratos estaba ejerciendo, la resistencia de la manivela se volvió insalvable. Se alejó un poco, miró el puente que cruzaba el vasto santuario y la palanca que había sobre él. Impulsándose con las piernas, Kratos alcanzó la pasarela, que se encontraba a la misma altura que los ojos de Atlas. Aunque estuvieran cincelados en la piedra, Kratos tuvo la sensación de que el hijo de Jápeto y hermano de Prometeo y Epimeteo lo miraba aliviado.

Empujó la palanca que había en la pasarela. No le costó tanto comparado con lo que le había supuesto levantar el mundo que Atlas sostenía sobre los hombros. Kratos retrocedió al ver que la estatua se incorporaba un poco más y dejaba caer el globo terráqueo hacia el lugar donde se encontraba él. Sin escapatoria posible, Kratos se quedó quieto, esperando la llegada de la muerte.

Pero el globo del mundo rebotó dos veces y luego siguió rodando por debajo de la pasarela. Kratos se dio media vuelta y observó que la piedra golpeaba en el portal que él había sido incapaz de abrir. El tamaño del globo terráqueo encajaba exactamente el perímetro de la puerta.

Kratos se quedó mirando el altar que había fuera. Sobre el altar, un sarcófago dorado brillaba bajo el sol abrasador. De un salto bajó de la pasarela, dispuesto a comprobar qué nueva trampa le tenía preparada el Arquitecto.

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