God of War

God of War


Capítulo 7

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Capítulo 7

Los legionarios muertos vivientes avanzaban por un sendero de caza en el bosque en calma, con las armas entrechocando a sus costados a cada paso. Algunos llevaban guadañas y otros blandían cachiporras con pinchos en su avance para servir de refuerzos a la retaguardia de la horda que atacaba la brecha en los Muros Largos. Su líder se detuvo y levantó un brazo huesudo para ordenar a su patrulla que se detuviese.

Se oyó un crujido entre los matorrales. Los muertos vivientes se volvieron hacia el lugar de donde procedía el ruido y sacaron las armas, pero desde detrás de ellos saltó un enorme lobo gris que gruñó al derribar a un legionario. Unas fuertes fauces se cerraron alrededor de su cuello huesudo, lo aplastaron y le arrancaron la cabeza. Cuando el lobo se dispuso a hacer lo mismo con el siguiente, sus gruñidos salvajes llamaron al resto de la manada, que estaba emboscada en el bosque. Las criaturas del Hades intentaron defenderse, pero aquellos lobos luchaban con una astucia y una ferocidad que hubiesen asombrado a cualquier cazador. Algunos de los seres cadavéricos apenas pudieron moverse mientras les arrancaban las piernas de un bocado. Otros arrojaron cuchillos, hachas e incluso espadas a los lobos, pero los elegantes asesinos grises los esquivaron y volvieron a cerrar sus fauces en torno a las garras huesudas de los muertos vivientes desarmados, que pronto quedaron descuartizados.

La tranquilidad volvió al bosque cuando la manada de lobos se esfumó para merodear por su territorio en busca de nuevas víctimas; acto seguido, dos diosas se materializaron en la escena de la matanza.

—Tus criaturas luchan bien —dijo Atenea.

Artemisa entrecerró los ojos y miró hacia arriba, calculando el vuelo de las águilas y el lento círculo formado por los buitres.

—Las aves me hablan de nuevas incursiones —dijo—. Nuestro hermano no se da por aludido.

—Pues démosle otra lección sin demora —respondió Atenea—. Aunque todos los lobos del mundo no serían suficientes para destruir su ejército, al menos podemos mantenerlo alejado de tus bosques.

La cazadora la fulminó con la mirada.

—¿Podemos? —repitió.

Antes de que Atenea pudiese responder, Artemisa desapareció. Atenea suspiró y, con un gesto rápido, la siguió hasta un enorme claro lleno de soldados de Ares. Los monstruos se arremolinaban, totalmente desorganizados. Las criaturas que ocupaban el cargo de oficiales bramaban y chillaban, intentando organizarlos en algo que se pareciese a una formación de batalla. Cuando comenzaron a atravesar el claro, Artemisa señaló a la linde del bosque, a menos de quince metros de donde estaban.

—Ahora.

Un enorme alce salió de entre los matorrales, agachó la cornamenta y cargó contra las filas de arqueros cadavéricos. Sus cuernos ensartaron a cuatro, y al sacudir la cabeza salieron volando fragmentos de los muertos vivientes. El alce bramó y volvió a la carga, pero los arqueros que quedaban ya habían preparado las flechas. Una docena de arcos vibraron al unísono, y las flechas llameantes se clavaron en el pecho del poderoso animal, que se tambaleó, cayó de rodillas y murió.

Antes de que llegase a tocar el suelo, varias manadas de lobos salieron de donde permanecían agazapados y atacaron a la formación de arqueros mientras éstos intentaban colocar nuevas flechas en sus arcos. Sus colmillos desgarraron la carne en descomposición y sus fauces aplastaron los huesos al descubierto. Pero un ruido espantoso de árboles al astillarse anunció la llegada de una nueva amenaza.

—Cíclopes. Son demasiados —dijo Atenea, posando la mano sobre el brazo de su hermana—. Son peligrosos hasta para Kratos. Tus lobos no tienen nada que hacer contra ellos.

—No será necesario.

Alrededor de diez cíclopes se acercaron destrozando árboles enteros con sus poderosas cachiporras. El más grande iba en cabeza, desafiando a gritos a los lobos; pero antes de haber recorrido la mitad de la distancia, se quedó rígido, los ojos se le pusieron en blanco y cayó de bruces.

—El pelo y los cuernos no son las armas más letales de mis súbditos —dijo Artemisa con satisfacción—. Las víboras pueden derribar incluso a los cíclopes.

—Ya veo.

Los otros brutos dudaron, inseguros de su estrategia ahora que su líder yacía muerto. El cielo resonó con el chillido furioso de una águila. Las enormes aves de presa doradas cayeron del cielo como flechas, se abalanzaron sobre los ojos de los cíclopes y los desgarraron con sus zarpas extendidas. Con unos cuantos picotazos arrancaron pedazos de carne sanguinolenta de las caras de los monstruos. Luego, las aves alzaron el vuelo.

—Ahora los haremos retroceder —dijo Artemisa.

Señaló el punto del bosque desde donde avanzaban pesadamente tres osos enormes. Mientras los lobos mantenían alejados a los legionarios y a otros muertos vivientes, los osos atacaron a los cíclopes restantes con sus zarpas cubiertas de sangre.

El ejército de Ares comenzó a disolverse a medida que el miedo iba haciendo mella en las criaturas. Las manadas de lobos, los ciervos que cargaban, los osos, las águilas y las serpientes lograron espantar a los monstruos que avanzaban en dirección a los Muros Largos.

—Artemisa, hermana —empezó Atenea—, has cumplido tu promesa. Ahora mis atenienses podrán…

—Calla. —Artemisa se puso tensa. Con un gesto, el arco acudió a su mano; con otro, hizo aparecer una saeta de oro que se colocó en el arco—. Escóndete.

Atenea frunció el ceño.

—¿Que me esconda de qué?

Un segundo después, los cielos se abrieron y Ares pasó junto a ellas, tan grande que las llamas de su pelo podrían haber prendido fuego a las nubes.

Atenea pensó que los instintos de su hermana eran tan certeros como sus flechas y decidió seguir el consejo de Artemisa. Con un elegante movimiento de la mano se rodeó de niebla… y cuando ésta se evaporó, a ella ya no se la veía por ninguna parte.

Ares ni siquiera se dio cuenta. Desde las alturas, miró con desaprobación a la turba en que se había convertido su ejército.

—Pero ¿qué os pasa? —La voz del dios hizo temblar la tierra. Alargó un brazo y, con una titánica mano, agarró osos, alces y lobos—. ¿Animales? ¿Unos simples animales os hacen huir como si fueseis ganado? ¡Yo os enseñaré cómo tratar a los animales!

Cerró el puño y comenzó a apretar.

—No lo hagas —dijo Artemisa.

Ares reaccionó como si lo hubiesen aguijoneado, pero sólo momentáneamente. Luego se impuso su beligerancia natural.

—¿Quién se atreve a dar órdenes al dios de la Guerra?

Artemisa salió de los árboles entre los que se ocultaba en un tamaño humano, con el arco tensado y la cuerda contra la mejilla mientras miraba a lo largo de la flecha.

—Con mucho cuidado, hermano. Vuelve a dejar a mis criaturas en el suelo con mucho cuidado.

Ares soltó un bufido desde una altura doce veces mayor que la de su hermana.

—¿Y por qué debería hacerlo?

—Mi pulso no es tan bueno como antes —dijo Artemisa serenamente—. No me gustaría tener que explicarle a nuestro padre que se me resbalaron los dedos cuando te apuntaba a la cara con mi flecha.

—No te atreverías. La palabra de Zeus prohíbe…

—Matar. —Artemisa acabó la frase—. Desde aquí, una flecha en el ojo sólo te supondría una molestia. No creo que estuvieses tuerto más de una década o dos.

—¿Ayudarías a esa zorra traicionera de Atenea contra mí?

—Defendería mi reino y a sus criaturas —replicó Artemisa sin pestañear—. Déjalas en el suelo y sigue tu camino.

—No me atacarás. No puedes. No mientras sólo amenace a los mortales. —Cerró el puño hasta que le chorreó sangre entre los dedos—. Puedo aplastar a todas estas criaturas del bosque, y tú no puedes ni tocarme.

—Has atacado a mis criaturas. —Artemisa bajó su arco—. Ahora verás cómo ataco yo a las tuyas.

Lanzó la flecha, que salió disparada del arco a la velocidad del rayo… y antes de que alcanzase su objetivo apareció otra flecha que también salió disparada. Volaron tantas flechas, y tan rápidamente, que el claro pareció llenarse de una neblina dorada que zumbaba como un avispero.

Pasados unos segundos, Artemisa bajó el arco y miró a Ares.

—¿Qué me dices?

El dios de la Guerra contempló a su ejército. Todas las criaturas que había en el claro estaban muertas; todos los muertos vivientes estaban tan mutilados que era imposible reconocerlos. Los lobos, los osos y los alces seguían sanos y salvos. Durante unos segundos, lo único que se oyó fue el chillido burlón de una águila a lo lejos.

—Quizá me haya apresurado —dijo Ares.

—Quizá.

—¿Y si mis legiones y yo abandonamos tus bosques en paz?

—Entonces, mis criaturas y yo no tendremos motivo para atacar a las tuyas.

—Trato hecho.

—Sí —dijo la Cazadora de los Dioses—. Trato hecho.

Atenea, que acechaba invisible entre los árboles, negó con la cabeza y dejó escapar un suspiro de desilusión. No le gustaba que los miembros de su familia firmasen una tregua, ni siquiera aunque Ares y Artemisa pudiesen violarla a la menor provocación. Aun así, la labor de Artemisa no había sido un fracaso total. La escaramuza en el bosque debería haber aliviado la presión de los Muros Largos y Kratos podría dirigirse a la ciudad. Matar monstruos estaba muy bien y era razonablemente entretenido, pero no lo llevaba a ninguna parte.

Atenea respiró hondo y disfrutó del olor a pino y a tierra. Cerró los ojos y entró en un ligero trance; sus dotes adivinatorias le llenaron la cabeza de visiones fugaces del futuro. Dio un grito ahogado y abrió los ojos, asombrada por lo que había visto. Sintió frío y comprendió que aunque Artemisa y Poseidón, el poderoso señor de los mares, se hubiesen unido a ella para enfrentarse al dios de la Guerra, habrían fracasado.

Ares se había vuelto muy poderoso… y cada vez estaba más loco. Con sus actos habría convertido en ruinas hasta las columnas del Olimpo. Y ella no podía hacer nada, pues Zeus jamás revocaría la orden que prohibía que un dios matase a otro. Comprendió que mientras ella y el resto del Olimpo, incluido el Padre Celestial, estuviesen atados de manos, Ares no obedecería.

La ambición y la locura suponían una mezcla mortal. Si ella no podía matar a Ares, debería hacerlo Kratos. Pero ¿cómo? ¿Cómo podía un mortal matar a un dios? Kratos tenía que llegar hasta la sacerdotisa del oráculo. Era el único modo de que esa pregunta obtuviese respuesta, pues el poder del oráculo era tal que podría hacer que Kratos supiese cosas que ni siquiera los dioses sabían. Atenea confiaba en que bastase con eso. Tenía que bastar.

Se dio media vuelta y, simplemente deseándolo, regresó al Olimpo, cruzó sus aposentos y entró en el Salón de la Eternidad. Era necesario que Kratos recibiese otro regalo de poder para llegar hasta la sacerdotisa del oráculo.

Dio unos pasos por el salón que la llevaron a un arco del que colgaban unos velos perfumados y diáfanos. Los atravesó y entró en una maravilla de arquitectura erótica y decoración seductora propia de un sibarita. Mirase a donde mirase, unos espejos de bronce y plata reflejaban imágenes aún más aduladoras que las de su espejo favorito en sus aposentos. Una piscina llena de agua perfumada con lilas construida junto a una cama baja confirió un tono diferente a su reflejo.

—Bienvenida, Atenea —la saludó una voz suave y sensual, tan atractiva como la caricia de un amante.

—Mi señora Afrodita.

Atenea hizo una profunda reverencia en dirección al tapiz que tenía a su derecha, que representaba a humanos y dioses copulando de cien maneras distintas. Supuso que la diosa del Amor debía de estar allí escondida. La diosa del sexo y la virgen guerrera tenían una tensa relación, complicada por la naturaleza incierta de su vínculo familiar.

Afrodita nació de los genitales de Urano cuando su hijo Cronos —el padre de Zeus— se los arrancó al viejo dios y los arrojó al Mediterráneo. Las gotas de sangre se convirtieron en las Furias —para Atenea, aquello tenía sentido—, y el órgano en sí renació en forma de diosa infinitamente deseable. Al haber nacido de la espuma del mar, se podía considerar que Afrodita no era parte de la familia salvo por lazos de matrimonio, pues estaba casada con Hefesto, hermano de Atenea. Podía considerar a la diosa simplemente su cuñada.

Sin embargo, había nacido también como resultado de un acto de Cronos, lo cual, en cierto modo, la convertía en hermana de Zeus, Poseidón y Hades. Eso significaba que le debía una deferencia aún mayor.

Por último, se había hecho carne a partir del pene de Urano, tío de Zeus, y eso la convertía en tía del Padre Celestial.

La mismísima Afrodita se negaba a aclarar su compleja genealogía. Por su parte, Atenea evitaba a la diosa de la lujuria siempre que podía. La astucia de Atenea era muy diferente de la de Afrodita.

El tapiz del Coito Infinito se agitó y Afrodita salió de detrás de él; al aparecer, calentó la sala con su belleza. Ciertamente, un fulgor más seductor cubrió todo el Olimpo.

—Por tu tono —dijo Afrodita— intuyo que no es una visita de cortesía y que tampoco vienes a hablar de negocios.

Atenea asintió:

—Traigo malas noticias.

—¿Y cómo es que no has enviado a Hermes? —Afrodita se recostó lánguidamente en el diván acolchado—. Hermes estuvo aquí… recientemente… y no me dijo nada.

—Quizá lo distrajesen otras preocupaciones —respondió Atenea, que sabía perfectamente lo que habían estado haciendo Afrodita y el Mensajero de los Dioses. Hermes visitaba asiduamente los aposentos de Afrodita, y se sabía que le llevaba a la diosa algo más que noticias.

—¿Sugieres que el simple placer de la carne pudo distraerlo de su deber?

—No sugiero nada —repuso Atenea inocentemente—. La joven pareja a la que tanto te ha complacido instruir recientemente…

—¿En Micenas?

«¿Por qué no?», pensó Atenea. No estaba pensando en nadie en concreto, pero sabía que Afrodita se desvivía en atenciones con miles de esos amantes en cualquier momento.

—Se rumorea que podrían haber ofendido a Medusa con sus actividades amorosas —dijo, mientras pensaba: «Es un rumor que acabo de inventarme, pero un rumor a fin de cuentas»—. Es posible que haya jurado transformar en piedra no sólo a ellos, sino a todos tus discípulos… y quizá incluso a tu olímpica persona.

—Medusa no supone amenaza alguna —replicó Afrodita con un gesto desdeñoso—. No es más que una vieja bruja maliciosa.

—Una bruja, no; una gorgona —la corrigió Atenea—. Quizá pretenda destruir a todos los que se entregan a tus prácticas… placenteras.

—¿Sigues enfadada con ella? —preguntó Afrodita socarronamente—. ¿Aún no la has perdonado por su encuentro con Poseidón en tu templo de Cartago?

—Los encuentros de mi tío no son motivo de preocupación.

—De preocupación no, pero sí de sorpresa. —Afrodita le dedicó a Atenea una sonrisa decididamente traviesa—. Ay, si supieses cuántas veces y en cuántos lugares él y yo hemos…

—Estábamos hablando de Medusa —la interrumpió Atenea, e hizo un gesto con la mano, a modo de espada que pudiese cortar aquel tema de conversación—. Podría suponer un terrible peligro para tus adoradores.

—¿Por qué habría de molestarse? Sus hermanas y ella están muy limitadas.

—Con los ciegos, sí. Si no, transformarían a sus amantes en piedra con una mirada despreocupada. Pero su rabia crece con el paso de los siglos. Ha llegado al punto de consumir a Medusa y de convertirte en el foco de su ira.

—Hablaré con ella. Podemos…

—Espera, Afrodita. Aún hay más. Podría hacerte daño, de tan intensa como es su ira. Ya has perdido a muchos seguidores recientemente.

Atenea volvía a hacer conjeturas. En Atenas, ella había perdido a cientos de adoradores en un solo día. La guerra siempre provocaba trastornos y muerte. También debían de haber muerto seguidores de Afrodita, aunque fuese obra de Ares y no de Medusa.

—No puede. Zeus la castigaría severamente sólo por intentarlo.

—Si te condenase eternamente al inframundo no estarías en posición de disfrutar de su castigo.

Afrodita caminaba por la sala mientras pensaba. Atenea apenas le prestaba atención, absorta como estaba en su propia imagen reproducida hasta el infinito en los innumerables espejos. La imagen de Afrodita con un amante debía de ser excitante. Atenea no había tenido amante alguno, pero la simple visión de sí misma bastaba para adivinar el placer que debía recibirse en una habitación como aquélla.

—No puedo matar a Medusa, y tú tampoco. Zeus prohíbe esas trifulcas.

Atenea estuvo a punto de reírse. Afrodita se refería a la oferta de matar a otro dios como una simple «trifulca».

—Así es, pero no hay nada que diga que un mortal no puede matar a una gorgona.

—Nadie lo ha hecho nunca.

—Eso no significa que no pueda hacerse con el instrumento de destrucción adecuado.

Afrodita negó con la cabeza y dijo:

—No, eso no está bien. Ser la fuerza que mate a Medusa no está bien. Podemos solucionar nuestras diferencias, seas cuales sean.

—Medusa envidia tu belleza —insistió Atenea—. Desearía tener un amante, el que fuese, tan habilidoso como el que pudieses aceptar tú en tu cama por una sola noche. —Atenea bajó su tono de voz hasta convertirlo en un susurro cómplice—: Está convencida de que le has robado a Hermes.

Afrodita rio con aspereza.

—Hermes duerme donde le place. —Esbozó una sonrisilla—. Siempre es bien recibido en estos aposentos, pero no me lo puedo imaginar acostándose con Medusa, ni siquiera con los ojos vendados.

—A Hermes le inspira la belleza. La fealdad lo ofende. Medusa te culpa a ti por su inclinación natural.

—¿Cómo puede exigir que vaya en contra de su naturaleza? —preguntó Afrodita—. Eso introduciría el mal en el mundo, donde sólo debería haber amor.

—Así es de celosa y de malvada.

Atenea vio que Afrodita había erguido el torso y que la determinación endurecía el corazón de la diosa.

—No puedo tolerar que una gorgona ponga en peligro a Hermes.

—Y yo no puedo soportar saber que Medusa conspira contra ti, querida Afrodita. Te diré lo que podemos hacer…

Atenea dejó a Afrodita poco después, segura de que el carácter de Kratos se templaría aún más y sus habilidades se agudizarían hasta alcanzar la perfección antes de la batalla final contra Ares…, siempre que fuese capaz de llegar hasta la sacerdotisa del oráculo y de averiguar cómo podía matar a un dios.

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