Gloria

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PRIMERA PARTE » X.- D. Ángel de Lantigua, obispo de ***.

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D. Ángel de Lantigua, obispo de ***.

El obispo parecía un niño grande. Su cara redonda, sonrosada y siempre risueña se destacaba entre la ampulosa envoltura episcopal y bajo el sombrero verde, respirando profundo gozo de espíritu, benevolencia, paz completa con la conciencia y relaciones perfectas con Dios. Era hombre que por natural impulso de su sano corazón se inclinaba a suponer lo bueno en todo. Sus estudios, su experiencia, su confesonario le enseñaban que había malvados en el mundo; pero siempre que hablaba con alguien, decía para sí: «¡Qué buena persona, qué excelente sujeto!».

Como una luz alumbra cuanto la rodea, así su corazón proyectaba las claridades de la bondad sobre los que se le acercaban. Era incapaz de tener un mal pensamiento acerca de individuos conocidos, y cuando oía hablar de las picardías de algún desconocido, no omitía decir cualquier palabra en defensa del ausente.

Su inteligencia era quizás inferior a la de su egregio hermano D. Juan; pero le ganaba en verdadera piedad y en dulzura de sentimientos; y aunque tocante a materias dogmáticas profesaba la doctrina de la intolerancia en el verdadero sentido teológico, no en el vulgar de esta manoseada palabra, la viva compasión que sentía hacia los errores y deslices de la humanidad contemporánea parecía atenuar el rigor de sus ideas. Se ignora lo que D. Ángel habría hecho si hubiera tenido en el hueco de la mano la pecadora sociedad presente. En cuanto a D. Juan es seguro que la habría echado al fuego, quedándose después con la conciencia no sólo tranquila, sino satisfecha de haber realizado el bien.

En las prácticas religiosas era D. Ángel intachable. No se le podía tildar ni de flaqueza ni de exceso de celo. Jamás desmayó en sus deberes de católico: jamás se dejó llevar a extremos de sutilezas y enrevesados simbolismos. En sus ratos de vagar, recreaba el ánimo con piadosas lecturas, y aborrecía los periódicos de cualquier partido que fuesen. En Ficóbriga, como los médicos le ordenasen una vida tranquila y que huyese de lecturas taciturnas y mentales trabajos, gustaba de pasear por el jardín, contemplando las muchas y bellas flores, y oyendo las explicaciones de su sobrina acerca del tiempo y condiciones con que cada una se criaba. Gustaba también de pasear por el pueblo hacia la mar, bajando casi siempre a la playa y al muelle, y deteniéndose infaliblemente a ver llegar las lanchas pescadoras, cuya vuelta al abrigo le producía inefable sensación de placer y asombro por la bondad infinita de Dios. Sus ojos las buscaban en el horizonte, las seguían por la superficie del mar, y cuando atracaban, tenía gozo especial en ver desembarcar la sardina, la merluza y el besugo. Siempre le causaba admiración que trajesen tantos peces, y decía a los marineros: «Creí que no quedaban más, después de lo que trajisteis ayer. ¡Bendito sea Dios que no deja morir a los pobres!».

Le agradaba la música, cualquiera que fuese, sin distinción de escuelas. No entendía de buena y mala música. Para él toda era buena, y siempre que Gloria tocaba algo al piano, oíala con placer, y aun con cierto respeto, porque aquel precipitado correr de los dedos sobre las teclas le parecía el colmo de las habilidades humanas. Pegábansele al oído aquellos ritmos y por las mañanas, cuando bajaba al jardín, después de decir misa en la Abadía o en la capilla si estaba habilitada, solía tararear entre dientes algún cantorrio informe. Pero su principal gusto consistía en departir con su sobrina sobre cualquier materia sagrada o profana. Autorizábala complacientemente para decir cuanto se le antojase: le preguntaba mil cosas frívolas que de ningún modo podían interesarle y hacía comentarios sobre los diversos sucesos que ocurrían en Ficóbriga, pues también en Ficóbriga había sucesos.

Tenía en tanto aprecio a su secretario el doctor López Sedeño, que en ninguna cosa grave ponía mano Su Ilustrísima sin consultarle, por ser Sedeño teólogo eminente y gran sabedor de cánones; pero de algún tiempo acá se había dado el secretario con exceso a los negocios políticos, y leía con afán los periódicos y aun escribía no poco en ellos. Si al principio desagradó esto a D. Ángel, pronto se fue acostumbrando, y acabó por alabarlo, considerando que los tiempos exigían tomar las armas. No faltaron maliciosos que en las antesalas del palacio episcopal de *** murmuraron de la excesiva preponderancia del doctor Sedeño en los consejos de Su Ilustrísima, y hubo quien por mote llamó al leal servidor y amigo le petit Antonelli. Pero de estos detalles, que quizás fueron malignidades, no nos ocuparemos nosotros. Otros decían que Sedeño era muy soberbio y aspiraba al episcopado de ***, cuando fuese trasladado D. Ángel, como se anunciaba, a la metropolitana de S. y recibiera el capelo. Nosotros no sabemos nada de esto y cerramos los oídos a los chismes de cabildo.

Sólo sabemos que D. Ángel era amado con delirio por sus diocesanos lo mismo que por sus compatriotas los de Ficóbriga; que su corazón estaba limpio de ambiciones; que si tomaba con calor la perversidad de los tiempos era sólo atendiendo a lo espiritual. Gran cariño tenía a Rafael del Horro, joven espada de la Iglesia, una especie de apóstol laico, defensor enérgico del catolicismo y de los derechos eclesiásticos en el Congreso. Sin embargo, cuando por el tren le habló el ardiente joven del negocio de la elección, Su Ilustrísima le dijo:

—Creo que mis paisanos le votarán a usted, porque son buenos católicos, y darán fuerza a los defensores de la Iglesia; pero no me pida usted que les hable de este negocio. Allá se las entienda con su amigo D. Silvestre, que es, según dicen, un águila para esto de elecciones, pues las que él ha dirigido dejaron fama en todo el país.

Este fue un punto en que ni el mismo doctor Sedeño, con ser le petit Antonelli, pudo hacer variar la inquebrantable resolución del señor obispo. Tampoco quiso este intervenir en otro asuntillo que traía a Ficóbriga Rafael del Horro, y lo encomendó por entero al cuidado de su hermano D. Juan, como se verá en el capítulo siguiente.

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