Gloria

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PRIMERA PARTE » XV.- Va a llegar.

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— XV —

Va a llegar.

—¿Está tu padre?

—Sí, señorita. Está poniendo una tabla al ataúd de los pobres.

Pasó Gloria a la sacristía, que era lóbrega y húmeda, y de allí a un patiecillo estrecho cubierto de yerba. Del patio pasó a una habitación destartalada, que tenía el techo en tres planos distintos, y en las paredes un resto de arco bizantino destrozado y cubierto de yeso; vivienda construida sobre las ruinas del palacio abacial y que servía de asilo al sacristán de la parroquia. Dicha pieza estaba llena de objetos distintos en revuelto montón. Era aquello almacén, carpintería, taller y dormitorio de Caifás y sus hijos. Blandones de madera plateada y horriblemente manchados con gotas de amarilla cera aparecían patas arriba, junto al túmulo negro que servía para los funerales. Un San Pedro sin manos, y por consiguiente sin llaves, mostraba su calva cabeza, coronada con el nimbo de oro, por encima de un rimero de astillas y tablas rotas. Lienzos pintados, como telones de teatro, o más bien como pedazos de monumento de Semana Santa, estaban clavados verticalmente para servir de biombo o abrigo a la cama en que dormían los tres hijos de Caifás, y la armazón de una vieja manga-cruz sin forro tenía dentro ollas rotas, vasos desportillados, una calavera de palo y un libro de palo también, atributos estos dos objetos de alguna imagen de anacoreta. Ninguna silla ni otro mueble destinado a sentarse había allí, como no sirviese para esto un banco de carpintero. Cuando Gloria entró, Caifás martillaba en las negras tablas del ataúd de pobres, echándole una pieza en el fondo. A cada golpe, el horrible cajón puesto boca abajo, despedía un quejido.

—¡Qué espantoso temporal! —dijo Gloria entrando en el taller de Caifás.

—Señorita Gloria —dijo el sacristán riendo cariñosamente—, ¡cómo la ha cogido el agua en la iglesia! Mandaré a casa del cura por un paraguas.

—No, esperaré a que pase el agua. De casa vendrán por mí —dijo Gloria, buscando con los ojos un sitio donde sentarse.

—¡Ay, niña de mi corazón! Esto es una Babel. No hay sillas para sentarse las personas decentes. Pero acomódese usted en esta tarima de la Virgen. A bien que no está mal en ella quien podría ser puesta en los altares sin que Dios se enfadase por ello.

Gloria se sentó. Caifás, dando el último martillazo, dio por terminada su obra y dijo:

—Vamos, ya está concluido. Ahora no les entrará aire a los pobrecitos que van a la tierra. La caja estaba desfondada, y anteayer cuando llevaron al cementerio el cuerpo del tío Fulastre, se le salió fuera un brazo por la tabla rota. Como el brazo saliera al pasar por frente a la casa de D. Juan Amarillo, y se movía a modo de insulto, la gente dijo que el tío Fulastre aplazaba a D. Juan Amarillo para el día del juicio.

Gloria no estaba serena. El desorden de aquella estancia y la vista de la triste caja no eran espectáculo propio para volver el sosiego a un espíritu tan acongojado como el suyo.

—¡Qué terrible tempestad! —dijo mirando el torvo cielo que por la ventana se veía—. ¡Cuántos barquitos habrán perecido hoy!

—El Señor no manda más que calamidades —dijo Caifás dando un suspiro—. No sé cómo hay quien quiera vivir. ¡Bonito oficio es este de la vida!… Verdad es que como no nos lo dieron a escoger…

—Ten paciencia —le dijo Gloria—, que otros hay más desgraciados que tú.

Caifás, que estaba en el suelo, elevó sus ojos hacia la hermosa doncella, sentada en la tarima. No era posible mayor semejanza con los cuadros en que el arte ha puesto una figura mundana orando de rodillas al pie de la Virgen María. Sólo los trajes podían quitar la ilusión. Entre los ojos de topo, la faz angulosa, el estevado cuerpo, la color amarilla de José Mundideo (a quien todos en Ficóbriga conocían por el mote de Caifás) y la seductora hermosura de Gloria, había tanta distancia como de la miseria del mundo a la majestad de los cielos. El sacristán infló el pecho para echar fuera un suspiro tan grande como la Abadía, y acurrucándose en el suelo, dijo:

—¡Paciencia yo!… Pues qué, ¿queda todavía algo de paciencia en el mundo? Creí que yo la había cogido para mí toda… En verdad que si no fuera por las almas caritativas como la señorita Gloria, ¿qué sería de mí y de mis pobres hijos?

Los tres hijos de Mundideo parecían confirmar esta aseveración del padre, contemplando a la señorita Lantigua con miradas fervorosas. Eran dos varones y una hembra pequeñuela. Esta, poseída de profunda admiración hacia la señorita, se acercaba tímidamente, y con sus deditos sucios, como hojas de rosa que han caído en el fango, tocaba los guantes de Gloria y los bordes de su sobrefalda, y hubiera tocado algo más, si el respeto no la contuviera. El mayor, Sildo, limpiaba el polvo de la tarima y de todo cuanto a Gloria rodeaba, mientras el segundo, Paco, cuidaba de poner en el mayor orden los hilos de la borla del quitasol que estaban cada uno por su lado.

Gloria sacó su porta-monedas y dijo a Caifás:

—Esta semana no te he dado nada. Toma.

—¡Bendita sea la mano de Dios!… —exclamó José tomando seis moneditas de plata—. Ya veis, hijos, cómo Dios no nos abandona… ¡Ah! señor cura, señor cura, no todos tienen corazón de hierro como usted.

—¿Qué dices del cura?

—Señorita Gloria —repuso Caifás enjugando una lágrima con la manga de la camisa—, señorita Gloria, desde el primero de mes ya no comeré amargo pan de la parroquia. El señor cura me despide.

—¿Te despide?…

—Sí, dice que por mis escándalos… porque tengo deudas y no las puedo pagar, porque soy un tramposo, un miserable, un desdichado… Y tiene razón. Yo no debo estar más en estos lugares sacratísimos. Yo soy un tramposo, yo estoy comido de deudas, yo tengo empeñada hasta la camisa en casa de la Cárcaba y debo a D. Juan Amarillo más de lo que peso… Yo iré pronto a la cárcel y después a presidio y después a la horca, que es lo que merezco.

—Por Dios, José, me estás asustando —dijo Gloria acariciando a los chicos que se habían echado a llorar viendo llorar al padre—. Si es verdad lo que dices, eres un hombre de muy mala conducta.

—Yo no soy más que Caifás el estúpido, Caifás el feo, Caifás el idiota, como me llaman en Ficóbriga, y Caifás el desgraciado, como me llamo yo.

—Francisca me dijo que el domingo estabas borracho en el prado de la Pesqueruela.

—¡Oh! sí, señorita Gloria, es verdad. Me emborraché… ¿cómo lo diré? Estuve dudando si echarme al mar o emborracharme para dormir algunas horas, para olvidarme de que soy Caifas el horrible. El vino alegra o adormece… ¡Sueño y alegría! ¡Qué cosas tan divinas para quien no las conoce nunca!

—No, no vengas con disculpas —dijo Gloria en tono de amable amonestación—. Tú no eres bueno; yo no creo que seas tan malo como dicen; pero ello es que tú no eres bueno. Verdad es que estás mal casado y que tu mujer es capaz de hacer pecar a un santo.

—¡Oh Dios mío, oh Virgen mía, oh señorita Gloria! —exclamó Caifás demostrando en lo lastimero de su tono que la herida de su corazón había sido tocada—. ¿Cómo ha de haber virtud al lado de esa mujer? ¡Si usted la viera cuando entra aquí de noche, con el carpancho tan sucio como su cara, y su cara tan dura como el carpancho, pintada toda con la almagre del mineral, que no parece sino que la han echado de sus cavernas los infiernos!… Como en el embarcadero beben que es un primor, siempre viene alegre, me pega, me quita el dinero, azota a los chicos, da gritos y echa unos cantorrios que escandalizan la casa del señor cura y a todos los vecinos. Ella, señorita Gloria, es la causa de que yo tenga mi casa por los suelos, de que todas mis ropas y alhajas y colchones hayan ido a parar a casa de la Cárcaba, de que jamás tenga un real, de que esté a punto de ser llevado a juicio por D. Juan Amarillo, y echado de la sacristía por el señor cura… ¡Esta es mi situación, esta es la situación de Caifás, el dejado de la mano de Dios!… ¡De Caifás el que se irá al infierno por culpas ajenas!…

—Tú eres un idiota —dijo Gloria con enfado—, ¿por qué te dejas dominar por esa harpía?

—Yo no me dejo dominar por ella. Anoche reñimos y le pegué. Pero, aunque quiera, yo no puedo salir del infierno en que me he metido. Como no puedo pagar mis trampas, me echan de la sacristía, y como me quedo sin pan, pediré limosna, iré a la cárcel… No, señorita Gloria, yo creo que Caifás el feo no puede vivir mucho tiempo más… Me dan unas ganas de echarme al mar… ¡Qué bien se debe de estar allí en el fondo, en el fondo!…

—¡Infeliz! —exclamó Gloria conmovida—. Ya se te amparará. No desconfíes de Dios, José; no pienses en el suicidio que es el mayor de los pecados; ten confianza en Dios.

—Cuando usted me dice que tenga confianza, casi la tengo; cuando la veo a usted, parece que me sale de dentro una cosa… me siento más fuerte contra la desgracia… Dios debe de ser muy poderoso, cuando la ha hecho a usted, señorita Gloria… Mi vida es negra y oscura como este ataúd. Usted pasa, me mira y parece que de esta caja salen flores. Sí, señorita mía, delante de usted yo soy otro… Adoro a la doncella celestial que me ha socorrido tantas, tantísimas veces, a la que me sacó de la enfermedad que tuve el año pasado; a la que no ha permitido que mis hijos estén desnudos, a la que se ha dignado consolarme, honrando mi humilde morada, a la única persona que me ha dicho: «Caifás, tú no eres tan malo como dicen. Confía en Dios y espera».

—Eres tonto —dijo Gloria—. ¿Eso qué significa?

—Significa que usted es un ángel… ¡Oh! si se me presentara ocasión de mostrarle mi agradecimiento… ¿Pero yo qué puedo si soy como un guijarro de las calles, a quien todo el mundo da con el pie?

—Vamos, no te acuerdes de mis beneficios, que no valen nada —dijo Gloria con impaciencia, mirando al cielo a ver si había acabado la lluvia.

—¿Que no me acuerde? ¿Que no me acuerde de quién me da el pan de cada día? No la aparto a usted del pensamiento a ninguna hora. Yo creo que antes que olvidar a mi ángel tutelar, me olvidaré de mí mismo y de la salvación de mi alma. Me parece que veo en todas partes a mi Divina Pastora. Anoche, señorita Gloria, soñé con usted.

—¿Conmigo? —dijo Gloria sonriendo—. ¿Qué soñaste?

—Una cosa triste; pero muy triste.

—¿Que me moría?

—No; que me había olvidado usted a mí y a mis pobres hijos y ya no nos hacía caso.

—Es particular. ¿Y por qué os había olvidado?

—Porque estaba usted enamorada.

Gloria se sonrojó ligeramente, poniéndose seria.

—Sí; soñé que había venido un hombre.

—¡Un hombre!

—Es claro. ¿Pues a quién podía querer usted sino a un hombre?… Yo le veía, y me parece que le estoy viendo.

—¿Cómo era? —preguntó Gloria sonriendo.

—Era… ¿cómo decirlo?… un hombre horrible, espantoso…

—¡Jesús!

—No, entendámonos… no era horrible de cara, sino al contrario, tan hermoso, que no hay otro semblante que pueda comparársele sino el de Nuestro Señor Jesucristo.

—Entonces, ¿por qué te espantaba? —preguntó Gloria, prestando a tal trivialidad más atención de la que merecía.

—Porque se la llevaba a usted lejos, muy lejos —dijo Caifás con el énfasis de un artista muy poseído de su asunto.

—Caifás, no me marees con esos novios horribles y guapos y que llevan muy lejos. Déjate de simplezas.

—Yo soñé que había venido volando por los aires, que había caído del cielo como un rayo.

—Vamos, vamos, calla —dijo Gloria—. Me voy a poner nerviosa otra vez. Esta tarde he estado muy nerviosa en la iglesia; José, he tenido mucho miedo.

Gloria se levantó.

—¿Sabes —dijo después de mirar al cielo—, que la tempestad no cesa? Extraño mucho que de mi casa no me hayan mandado a buscar.

—Es particular —indicó Caifás—, ¿quiere la señorita que avise?

—No; ya vendrán. Papá querrá mandarme el coche, y estarán enganchándolo… Pero ahora me acuerdo de que una de las mulas se ha puesto mala ayer… Al menos debía haber venido Roque con un paraguas.

—Yo tengo uno que está roto —dijo Mundideo—; pero algo tapa. ¿Quiere la señorita marcharse?

—No; esperaré. Han de venir.

Como pasase algún tiempo, Gloria se impacientó mucho.

—Pues estoy con gran cuidado. Ya va a ser de noche y nadie viene a buscarme. ¿Habrá pasado algo en mi casa?

—¿Quiere la señorita marcharse? Vamos allá. Parece que ahora llueve menos.

—Sí, el temporal cede. Vámonos. Aprovechemos este claro. ¡Ay, cómo estarán esas calles!

—La distancia es corta.

Caifás sacó de detrás de San Pedro un paraguas rojo y lo abrió dentro de la casa para enterarse de su estado. No era pieza en verdad de consolador aspecto para un día de temporal. La tela huía de las puntas de las varillas, dejándolas descubiertas, y los descosidos paños se recogían hacia dentro, plegándose como las hojas de una flor marchita.

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