Gloria

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PRIMERA PARTE » XXIII.- Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.

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— XXIII —

Dos opiniones sobre el país más religioso del mundo.

Daniel Morton no salvó sino una parte muy pequeña de su equipaje, que era considerable; pero sí los fondos que traía en la caja de a bordo a cargo del capitán. Este fue a visitarle el día en que partieron todos los náufragos, y entregole lo que de él había recibido, descontando una cantidad que Daniel destinó a auxiliar a la tripulación. Púsose luego este en relaciones con el cónsul inglés de la capital de la provincia (situada a diez y seis kilómetros de Ficóbriga por camino real), y recibió dos grandes baúles con efectos. Al día siguiente de su primera salida de la casa, Morton tuvo la abnegación de confiar su persona a un descuadernado cajoncillo, que usurpando aleve el nombre de coche, iba todos los días a la capital de la provincia, moliendo gente so pretexto de llevarla y traerla. Por la noche Daniel volvió caballero en un gallardo potro negro.

—Fui con intención de comprar un caballo, aunque sin esperanza de encontrarlo —dijo al llegar junto a la verja de la casa, donde se habían detenido los tres Lantiguas después de su paseo vespertino—; pero he podido conseguir este animal, que no es un prototipo de belleza ni agilidad, pero que anda.

—A mí me parece arrogantísimo y digno de Santiago, si fuera blanco —dijo D. Ángel.

—Pues no creí yo que allá encontrará usted tan buena pieza —indicó D. Juan examinando la bestia—. Es de lo poco bueno que se suele encontrar por estas tierras.

Gloria no dijo nada.

Morton, después de dejar su caballo, subió:

—Ya tengo caballo —dijo—. No me falta más que escudero.

Y aquella misma noche cerró trato con Roque, criado de la casa, para que un hijo de este, nombrado Gasparuco y que parecía bueno, le sirviese de criado.

—Por lo visto, se despierta en usted la afición a nuestro país —dijo el Sr. de Lantigua—. ¿Y le tendremos a usted mucho tiempo por aquí?

—Es posible que sí —repuso Morton.

En pocos días el caballero hamburgués visitó y conoció prolijamente toda Ficóbriga, en especial la Abadía, curiosísima obra del duodécimo siglo, que no por estar tan dejada de la mano de los hombres, toda destruida y ateada, carecía de encantos para el artista. También vio el castillo desmantelado, el torreón o cubo señorial que se alza más arriba de la huerta abacial, ogaño cementerio, y las casas infanzonas de la villa, algunas de las cuales llaman con justicia la atención de los forasteros.

Los habitantes de esta miraron con simpatía al joven extranjero, si bien le inundaron de comentarios. Varias personas, como D. Juan Amarillo y dos de los indianos, hicieron amistades con él.

En casa de Lantigua había ganado Morton las simpatías de los dos hermanos por su trato afabilísimo y la amenidad de su conversación. Demostraba un entendimiento privilegiado sin pedantería, una sensibilidad exquisita sin afectación y el más acabado conocimiento de todas las reglas sociales.

No se le cocía el pan a D. Ángel hasta plantear de lleno la empresa que pensaba acometer, apretándole a ello su tesón de apóstol cristiano y el natural afecto que el extranjero le inspiraba, y un día enunció el tema resueltamente.

Por desgracia para nuestra fe sacratísima, las santas aspiraciones del prelado no tuvieron éxito. Pasaban horas discutiendo sin que Morton revelase deseos de penetrar en la Iglesia católica, y para que la pena del reverendo pastor de almas fuese mas honda, ni aun pudo conocer de un modo claro las creencias religiosas del extranjero, que hablaba siempre en términos generales y eludiendo su personalidad. Maravilló ciertamente a D. Ángel en estas disputas, estériles por desgracia para el aumento de la grey católica, el conocimiento que Daniel mostraba de todos los libros santos desde el Génesis hasta el Apocalipsis. No ignoraba lo más selecto de los Santos Padres, y conocía perfectamente toda la polémica religiosa del presente siglo y de los tiempos más cercanos, con las disposiciones del Santo Padre, el último concilio y los triunfos y persecuciones recientes de la Iglesia de Cristo.

Mas de tanta erudición, hija de formales estudios y afición a las cosas divinas, nada de provecho sacaba el buen pastor, lo que le causaba amarguísima pena. Últimamente había pensado desistir de su empeño, considerando que Dios elegiría, sin duda, otros caminos y ocasión distinta para llevar la luz al espíritu de aquel hereje.

En cuanto a D. Juan de Lantigua, si al principio asistió con interés vivo a los diálogos religiosos, pronto se apartó de ellos, por no permitirle perder ningún tiempo los trabajos que entre manos traía. Devorado por un ansia fervorosa, entregábase sin descanso a las lecturas y a la composición literaria, bebiendo en libros y derramando su pensar en cuartillas. Estaba su espíritu tan por entero dado a aquel afán, que no había fuerzas humanas que le arrancaran del despacho durante cuatro horas por la mañana y otras tantas por la noche. Su hermano le reprendía cariñosamente por esta tarea ardorosa y febril, que gastaba sus peregrinas facultades y le iba irritando el cerebro y enflaqueciendo las fuerzas físicas en términos que D. Juan se desmejoraba más cada día. Pero no hacía caso él de los sermones episcopales y seguía erre que erre sobre los libros, sacándoles el redaño para escribir después. ¡Admirable aplicación que debía dar por resultado una de las más hermosas obras de la época presente!

Una mañana era tanta su fatiga, que don Juan, sintiendo su cabeza más pesada que el plomo, salió a ver si se le despejaba conversando con Morton. Cuando llegó al gabinete de este, extrañó que no estuviese allí de visita D. Ángel, por ser costumbre trabar las polémicas en aquella hora.

—Vamos —dijo—, veo que mi buen hermano se ha visto obligado a levantar el sitio.

—El señor obispo —dijo Morton—, es tan bueno y tan sabio, que sin duda ganará muchas plazas en el mundo. Las que él no tome es porque son inexpugnables.

Tomando pie de esto, D. Juan le preguntó si sus creencias, cualesquiera que fuesen, eran firmes. No vaciló en contestarle Daniel, diciéndole que sus creencias no eran superficiales, rutinarias y frías como las de la mayor parte de los católicos españoles, sino profundas y fijas; a lo cual contestó D. Juan[5] que más le gustaba ver el tesón y la consecuencia en los sectarios de las falsas religiones, que la tibieza y despreocupación en los que tenían la dicha de haber nacido en la verdadera. Añadió que efectivamente se habían debilitado mucho las creencias en nuestro católico suelo, pero que este mal ocasionado por los excesos revolucionarios y la influencia de extranjeros envidiosos de la Nación más religiosa del mundo, tendría fácil remedio en la predicación, en las oraciones y en los trabajos de la Iglesia si acertaba a encontrar un Gobierno piadoso que le ayudara.

Morton no estaba muy conforme con esta opinión. Sin embargo, deferente con su generoso amigo, le dijo que confiaba en la regeneración religiosa de este país, si abundaban en él pastores tan virtuosos y tan ilustrados como D. Ángel de Lantigua y seglares como D. Juan.

—Yo conozco regularmente el Mediodía y la capital de España —añadió—. Ignoro si el Norte será lo mismo; pero allá, querido señor mío, he visto el sentimiento religioso tan amortiguado, que los españoles inspiran lástima. No se ofenda usted si hablo con franqueza. En ningún país del mundo hay menos creencias, siendo de notar que en ninguno existen tantas pretensiones de poseerlas. No solo los católicos belgas y franceses, sino los protestantes de todas las confesiones, los judíos y aun los mahometanos practican su doctrina con más ardor que los españoles. Yo he visto lo que pasa aquí en las grandes ciudades, las cuales parece han de ser reguladoras de todo el sentir de la Nación, y me ha causado sorpresa la irreligiosidad de la mayoría de las personas ilustradas. Toda la clase media, con raras excepciones, es indiferente. Se practica el culto, pero más bien como un hábito rutinario, por respeto al público, a las familias y a la tradición que por verdadera fe. Las mujeres se entregan a devociones exageradas, pero los hombres huyen de la Iglesia todo lo posible, y la gran mayoría de ellos deja de practicar los preceptos más elementales del dogma católico. No negaré que muchos acuden a la misa, siempre que sea corta, se entiende, y no falten muchachas bonitas que ver a la salida; pero esto es fácil, amigo mío; ¿no comprende usted que esto no basta para decir: «somos los hombres más religiosos de la tierra?».

—Efectivamente no basta, no —dijo D. Juan con voz triste mirando al suelo.

—Usted conoce muchas, muchísimas personas ilustradas, buenos, leales, que no pueden menos de considerarse virtuosas; personas a quienes usted, que es tan buen católico, no negará su amistad; personas de quienes nadie se aparta con horror, personas amables…

—Ya, ya sé lo que usted me va a decir —indicó D. Juan melancólicamente.

—Pues bien: de esas personas… (y yo supongo que conocerá usted más de mil) de esas personas, ¿cuántas cree usted que cumplen el precepto fundamental del catolicismo, la penitencia?

—¡Oh! tiene usted razón, tiene usted razón —dijo Lantigua con verdadera angustia—. De cada cien, noventa y cinco no se han confesado en veinte años.

—Con la particularidad —añadió Morton—, de que la Iglesia manda confesar una vez al año a lo menos. Los grandes e intachables católicos, los que se pueden llamar vasos de elección (me refiero a los varones, querido D. Juan), gracias que cumplan esa vez al año, olvidando que la Iglesia aconseja una vez al mes y asegura que los que no lo hacen viven una vida relajada y están en peligro de perderse. Si tienen ustedes conciencia no deben suponerse en peligro, sino completamente perdidos.

—El precepto, el precepto, Sr. Morton —dijo D. Juan con sequedad—, no manda más que una vez al año.

—Hay otro síntoma —prosiguió Daniel—, que he observado muchas veces. Cuando en una casa rezan el rosario, los hombres se echan fuera, sin que por esto se alarme la familia femenina. He oído a algunos niños inocentes hacer esta pregunta: «Dime, mamá, ¿por qué papá no reza?». Muchas veces no se sabe qué contestar; pero en ocasiones se les dice: «Papá reza en su cuarto». Pero donde reza papá es en el casino o en el café. Las mujeres aquí, por lo general creen que siendo ellas rezonas, no importa que sus maridos sean blasfemos. Debo añadir, y no creo que usted se ofenda por esto, que España es el país, no diré más blasfemo del mundo, sino el país blasfemo y sacrílego por excelencia.

—En eso tiene usted razón —afirmó Lantigua con pesadumbre—. También reconozco la irreligiosidad; pero usted parece indicar que las causas de este grave mal están en otra parte que en la filosofía y en las libertades modernas.

—No puedo creer que estas dos cosas hayan arrebatado al pueblo español sus creencias. En otros países hay más, muchísima más filosofía que aquí, más, muchísimas más libertades, y sin embargo, la fe religiosa no muere. ¡Hablan de revoluciones! Si en España no ha habido nada que merezca tal nombre, amigo mío. Si en España todos los trastornos políticos han sido tempestades en un vaso de agua. Por Dios, ¿qué idea hemos de formar del espíritu religioso de un país si es tal que lo echan por tierra esos quince o veinte movimientos políticos que se han sucedido desde 1812? Comprendo que los grandes edificios caigan en el sacudimiento de un terremoto; pero ¿cómo han de caer con la trepidación que producen las patadas de un regimiento de caballería? Admitiendo, como no puede menos de admitirse, que ustedes no han tenido grandes cataclismos, es preciso deducir que los edificios caídos no pueden haber sido muy grandes. Fuéronlo, sí, en otros tiempos, pero al entrar este siglo todo estaba ya carcomido. España, como la mujer rencillosa de que habla el Eclesiastés, es ahora un tejado con muchas goteras.

—No admito eso de que no hayamos tenido revoluciones —dijo D. Juan—. Las hemos tenido superficiales y profundas en el orden político; pero ¿y la irrupción de libros, y la transformación social, esas oleadas de soberbia, de amor al lujo, de concupiscencia, de materialismo que nos vienen de fuera?

—Veo que muchas cosas que en otras partes hacen poco daño, aquí envenenan. Sin duda el organismo moral de España es tan endeble como el de aquellos seres enfermizos y nerviosos, que se emponzoñan sólo con el olor del veneno.

—¿Con el olor…?

—Sí; porque de los inmensos progresos industriales, del lujo, del colosal aumento de las riquezas, del refinamiento material, ustedes no tienen más que el olor. España, por lo que veo, no puede vivir sino metiéndose dentro del fanal de su catolicismo para que nada la toque ni contamine, para que ni átomos siquiera de lo exterior lleguen hasta ella.

—¿Y qué le recetaría usted?

—El aire libre —dijo Morton con energía—, el aire libre, el andar sin tregua entre toda clase de vientos, arriba y abajo; dejarse llevar y arrastrar por todas las fuerzas que la solicitan; romper su capa de mendigo o mortaja de difunto y exponerse a la saludable intemperie del siglo. España se parece al enfermo de aprensión, todo lleno de emplastos, vendajes, parches, abrigos mil y precauciones necias. Fuera todo eso, y el cuerpo enfermo recobrará su vigor.

Habían llegado a un punto de la discusión en que D. Juan creyendo a su huésped totalmente descarriado, le tenía lástima.

—Hace usted un uso poco razonable de la fantasía —le dijo bondadosamente y en tono de maestro—. De esa manera nunca me probará usted que España es el país menos religioso del mundo. ¿Por ventura, amigo Morton, no ha visto usted en él algo que le pruebe lo contrario?

—No significan nada para mí —continuó Daniel—, las manifestaciones teatrales de devoción, que son más bien políticas que religiosas. Yo me río de la piedad de un pueblo que, como Madrid, habla mucho de religión, y sin embargo, jamás supo levantar un solo templo digno, no digo yo de Dios, pero ni aun de los hombres que entren en él. En Madrid, pueblo rico, vemos más teatros que en Londres, una plaza de toros que es un monumento, cafés soberbios, tiendas, paseos y distracciones donde se conciertan el lujo y las artes; pero no hay una sola iglesia que no sea pocilga.

—¡Por Dios, Sr. Morton! —dijo Lantigua—, eso es demasiado duro.

—Un poco duro —repuso el extranjero riendo—, pero la idea es exacta. Y lo que pasa en Madrid pasa en toda España. El sentimiento católico que en este siglo no ha levantado un solo edificio religioso de mediano valor es tan tibio que no se manifiesta en cosa alguna de gran valía y lucimiento. El país más piadoso ha venido a ser el más incrédulo. El país más religioso, y que tuvo tiempos en que la piedad se asociaba a todas las grandezas de la vida, al heroísmo, a las artes, a la opulencia, a la guerra misma han concluido por formar de la piedad cosa aparte, separada de lo demás. Un hombre devoto que se persigna al pasar por la iglesia, que confiesa y comulga semanalmente, es en la mayor parte de los círculos un hombre ridículo.

—¡Por Dios, amigo Morton!…

—Sr. de Lantigua, por Dios, dispénseme usted; pero es fuerza decirlo. Hábleme usted con su franqueza de hombre honrado y de católico sincero. Dígame usted si hay en España mujer alguna capaz de dar su corazón y su mano a un hombre que pase tres o cuatro horas todos los días dentro de la iglesia, que se rompa el pecho a golpes, que tenga su casa llena de agua bendita y que entone una oración al realizar los actos más insignificantes de la vida, cuales son salir a la calle, entrar en ella, estornudar, etc… Un devoto tal como lo conciben las congregaciones piadosas del día, es un ente irrisorio: confíeselo usted. Hasta los mismos que defienden a pie firme la religión y se llaman soldados avanzados de las filas de Cristo, cuidan mucho, en sociedad, de disimular todo lo posible su ortodoxia, o, mejor dicho, de olvidarla, so pena de perder gran parte de las simpatías y de las amistades que por sus prendas, su figura o sus virtudes hayan logrado alcanzar.

—Algo hay de eso; pero no tanto, amigo mío.

—Quizás los de casa, no vean esto tan claramente como los extraños —dijo Morton—. Quizás yo me equivoque; pero he manifestado mi opinión con lealtad. Creo a España el país más irreligioso de la tierra. Y un país como este, donde tantos estragos ha hecho la incredulidad, un país que tanto tiene que aprender, que tantos esfuerzos debe hacer para nutrirse, para llenar de sangre vigorosa sus venas por donde corre un humor tibio y descolorido, no está en disposición, no, de convertir a nadie.

Breve rato estuvo D. Juan de Lantigua sin dar contestación; pero al fin con cierta sequedad, que era muy propia de su carácter, habló así:

—No aseguro yo que mi país sea hoy el más piadoso del mundo. Por desgracia no le falta a usted razón en parte de lo que ha dicho; pero creo que si siguiéramos discutiendo hallaríamos iguales o quizás peores señales de descomposición en otras tierras que usted me presentará como modelo. Hay aquí hombres perversos, hay hombres indiferentes en grandísimo número; pero tenemos intacto el tesoro de nuestra doctrina, conservamos la semilla, y un período de protección del cielo puede hacerla fructificar. En medio de la torpeza y frivolidad que por todas partes se ve, existe pura y entera la fe, no dañada ni podrida por los errores, y la fe ha de triunfar, la fe ha de dar resultados de virtud, si no hoy, mañana.

»Deploro los desórdenes de mi patria; pero no los creo irremediables como la muerte, como la podredumbre que constituyen el fondo de otros países bajo engañosa cubierta de prosperidad, de orden, de brillo artístico, industrial, social. Cada raza tiene su organización propia. No sé si Dios me dejará ver el día de la regeneración general del mundo; pero esta regeneración no la busque usted, no la busque usted fuera de los principios inmutables de la moral católica. De entre las ruinas no renacerá sino aquello que haya conservado el germen de esa moral, y ese germen, Sr. Morton, lo tenemos nosotros, nosotros, sí, aunque usted no lo vea.

»Quíteme usted las revoluciones chicas o grandes, las ideas subversivas que vienen de fuera, y que en otros países tienen aplicación falaz y pasajera; quíteme usted la propaganda de doctrinas contrarias a nuestra naturaleza social, y entonces podrá ver usted que esta nación resucitada y puesta en pie después de tantos años de aparente muerte, se hallará de nuevo en disposición de convertir a todas las gentes en uno y otro mundo, de convertirlas, sí señor, porque la posesión de la verdad le da derecho a decirlo y a ejecutarlo resueltamente.

Iba a contestar Daniel, cuando se oyeron voces en el jardín de la casa, y con las voces lamentos y lloros[6] de chiquillos.

—¿Qué es esto? —dijo Lantigua asomándose a la ventana—. Gloria, Gloria…

Morton se asomó también.

—No es nada —dijo Lantigua, retirándose—. Son los hijos de Caifás que vienen pidiendo auxilio en nombre de su padre, un perdido, un borracho, a quien estoy cansado de socorrer.

Su Ilustrísima desde el jardín gritaba:

—Juan, Juan, baja.

—Vamos —dijo D. Juan—. Mi hermano se ha enternecido y quiere que yo tome bajo mi amparo a ese mal hombre. Es un miserable; pero la caridad cristiana, amigo Daniel, nos manda perdonar y compadecer.

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