Gloria

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PRIMERA PARTE » XXXIII.- Ágape.

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— XXXIII —

Ágape.

El día de Santiago había una especie de feria en Ficóbriga, es decir, venta de ganado en la pradera, un novillo corrido en la plaza, diversos puestos de frutas y pastas, vinos y licores, algo de teatros, bailes del país, y por la noche gran función de fuegos artificiales. Pero el principal festejo del día debía ser el banquete con que D. Silvestre Romero, espléndido en todas sus cosas, obsequiaba a sus amigos en el Soto de Briján.

Desde muy temprano innumerables servidores no daban paz a las manos ni a los pies, apercibiéndolo todo con arreglo a las instrucciones del buen párroco, tan perito en estas materias. Llegaban las provisiones en repletos carros del país, cuyas ruedas sin engrasar gemían al subir la cuesta en cuyo alto término estaba la finca.

Era admirable la diligencia que ponía en tan grande faena la señora Saturnina, a quien podremos llamar archiama, por ser como gobernante de las dos o tres amas y demás servidumbre del opulento cura. Puede decirse que la excelente mujer no durmió en la noche del 24, porque toda ella se la pasó de claro en claro, ora batiendo huevos, que por centenares fueron vaciados en un desaforado artesón; ora desplumando aves, que al anochecer perecieron en horrorosa hecatombe.

Pero la gran batahola fue por la mañana cuando, encendida la cocina, dio principio el fuego a su gran obra, y las cacerolas empezaron a murmurar, y el humo y los espesos vapores olorosos, llenando parte de la casa, salían al campo como nuncios benditos de la gran hartazga que se disponía. D.ª Saturnina y cuantas la ayudaban no tenían manos para tomar quién los papelillos de las especias, quién la nuez moscada o el limón o la canela; y espumando guisados, o albardando fritos, o batiendo ensaladas, o templando sopas, parecían traer entre manos el sustento de un ejército.

A hora conveniente, dos jayanes pusieron sobre la mesa del comedor un mediano monte de pan, mientras no lejos de allí se preparaban la vajilla y la mantelería. Cestas ventrudas parían dulces a montones, obra de hábiles monjas; y de un barrigudísimo tonel iban sacando el rico vino añejo de Rioja, el cual, después de hacer buches y remolinos en un embudo de latón amoratado por el uso, se colaba dentro de las botellas, sonándolas como bocinas. D.ª Saturnina no olvidaba ninguna de las operaciones, poniendo sus ojos en todo para que nada se retrasase, y hasta dispuso ella misma los ramos de flores que se debían colocar en la mesa, los palillos, el aguamanil y otras menudencias y accesorios de una buena comida.

Medio día era por filo cuando los convidados salieron de Ficóbriga, con un sol que aun en aquellas frescas tierras abrasaba. Delante venían en el coche de Lantigua, D. Juan, el cura y Rafael. Seguían luego en otro coche D. Juan Amarillo con el teniente cura y dos beneficiados de las cercanías, y después, en un breck, los demás convidados, que eran amigos venidos para tal solemnidad de la capital de la provincia. Total: once bocas.

Sentados los comensales, bendijo D. Silvestre la comida, y comenzó el stridor dentum.

Había tenido D.ª Saturnina la feliz idea de poner la mesa fuera de la casa, en medio de la frondosa huerta, y a la sombra de dos o tres álamos, que con sus ramas la cubrían toda, dejando tan sólo penetrar algunos rayos de sol que caían aquí y acullá, como si hubieran sido salpimentados con luz los manteles. Aquí brillaba un melocotón, allí el cuello de una botella, más allá un salero, más lejos la calva de D. Juan Amarillo.

En cuanto a la parte principal del banquete, que era la comida, todos los elogios que de ella se hagan serán pálidos ante la realidad de su abundancia y el exquisito sabor de toda ella, si bien era más rica que fina, algo a la pata la llana, demasiado suculenta, comida española de esa que parece hecha para estómagos de gigantes y más para atarugar rústicos cuerpos que para deleitar delicados paladares.

Vierais allí la sopa de arroz calduda, que bastaba por sí sola a dejar ahíto al más hambriento, y después los pollos con tomate, precediendo a las magras también entomatadas, para hacer lugar a los finísimos pescados cantábricos en picantes escabeches, o nadando en salsas ricas. Entre ellos venían las bermejas langostas mostrando la carne como nieve dentro de la destrozada armadura roja, y los sabrosos percebes, como patas de cabra, y luego volvía el imperio de la carne representado en piezas adobadas del animal que mira al suelo; siguiendo a esto chuletas con forro de fritura, y otras viandas riquísimas y olorosas, acompañadas por delante y por detrás de aceitunas, pepinillos, rajas de queso flamenco o del país, anchoas y demás aperitivos, sin que faltaran calabacines rellenos, en los cuales no se sabía qué admirar más, si el especioso sabor del alma o la dulzura del cuerpo, y también gran copia de colorados pimientos, que como llamas de fuego iban de boca en boca.

¿Y qué diremos de los vinos, algunos de ellos de las mejores estirpes andaluzas? ¿qué de los dulces y platos de leche, que bastarían para hartar a todos los golosos de la cristiandad? Por último, el generoso olor del tabaco habano se dejó sentir, y una azulada nube flotó sobre la mesa, envolviendo el grupo de convidados en sensual atmósfera.

El anfitrión D. Silvestre Romero (la moda nos obliga a darle aquel nombre) había comido bien; D. Juan de Lantigua, no había hecho más que probar los platos. Rafael del Horro estuvo muy parco y D. Juan Amarillo devoraba. Los demás no desairaron a D. Silvestre. Este se desvivía porque todos comieran mucho, y no tenía consuelo al ver que no se atracaban como él, y a cada instante les excitaba echándoles en cara su desgana y presentándoles los platos para que repitiesen.

Fue digno de notarse un incidente de la comida, por la semejanza que ofrecía con casi todos los banquetes políticos que se celebraban en Madrid. Rafael del Horro propuso que el ramillete puesto en el centro de la mesa se enviase a la señorita de Lantigua.

Cuando fumaban, D. Silvestre creyó que debía tomar la palabra, y lo peor fue que la tomó.

—Queridos hermanos y amigos míos —dijo—, nos ha reunido aquí la celebración de un triunfo. Porque ha sido un triunfo grande, inmenso, que nos ha de conducir a una victoria aún mayor, a la victoria de la verdad sobre el error, de la virtud sobre el vicio, de Dios sobre Satanás.

—Muy bien —repuso D. Juan Amarillo abriendo los diminutos ojos que había cerrado poco después de la última copa.

—Hemos combatido como buenos —añadió el cura, que gustaba de emplear, hasta en los sermones, símiles guerreros—, y seguiremos combatiendo. En los libros santos se ha dicho: «Y tú, Jehová, Dios de los ejércitos, no hayas misericordia de los que se rebelan con iniquidad… Acábalos con furor, acábalos y no sean; y sepan que Dios domina en Jacob hasta los confines de la tierra». Y en otro pasaje: «Fuego irá delante de él y abrasará en redor sus enemigos». Nuestra obligación es, pues, combatir, ya que las cosas han llegado al extremo de tener que emplear sus infames armas. ¡Oh! señores, si yo tuviera la elocuencia y la erudición de mi ilustre amigo el gran católico D. Juan de Lantigua, os diría a qué extremos llegan la impiedad y la osadía de los revolucionarios, y el aprieto en que quieren poner a los hombres religiosos y píos; si yo tuviera, repito…

D. Silvestre se atragantó ligeramente. Todos le oían con serenidad; en los labios de D. Juan vagaba una sonrisilla que parecía decir:

—Más vale que te calles, pedazo de alcornoque.

—Pero, en fin, no lo tengo —añadió el cura atleta—, no tengo ni esa erudición pasmosa, ni esa elocuencia arrebatadora; y así es bien que le ceda la palabra…

—¡Oh! si el Sr. D. Juan nos concediera oír su palabra… —dijo Amarillo cabeceando.

Lantigua se puso la mano en el pecho y tosió.

—Señores, no puedo —dijo con humildad—. Rafael, hable usted, que lo hará mejor que yo.

Del Horro se excusó con frases de modestia; pero al fin, no pudiendo resistir a la sugestión de todos los convidados que a un tiempo le apretaban para que hablase, se levantó, limpió las gafas, se las puso, y arqueando las cejas, habló de este modo:

—Señores, ninguna voz más desautorizada que la mía para dirigiros la palabra. Joven, sin experiencia, sin conocimientos, me falta autoridad. Válgame por las prendas de que carezco, mi acendrada fe, mi sincero amor al catolicismo, los esfuerzos que he hecho en mi limitada esfera para conseguir el triunfo práctico de la Iglesia, de esa amorosísima madre nuestra, por quien vivimos, por quien alentamos, por quien respiramos. Dios ha querido que el más indigno de sus soldados, el más pequeño de sus servidores alcance hoy un triunfo material en las contiendas que han establecido los inicuos. Él me dé fortaleza para defenderle; Él dé a mi labio, energía a mi corazón, vigor a mi espíritu. Estote ergo forte in bello. «Sed fuertes en la guerra».

»Inmensa, asquerosa, pestilente lepra cubre el cuerpo social. El llamado espíritu moderno, dragón de cien deformes cabezas, lucha por derribar el estandarte de la Cruz. ¿Lo permitiremos? de ninguna manera. ¿Qué valen algunos centenares de inicuos depravados contra la mayoría de una Nación católica? Porque no sólo somos los mejores, sino que somos los más. Alcemos en esta Cruzada el glorioso estandarte, y digamos: «Atrás, impíos, malvados sectarios de Satanás, que contra el reino de Nuestro Señor Jesucristo no prevalecerán las puertas del infierno». Y luego, volviendo mi humilde rostro hacia el Oriente, distingo una venerable y hermosa figura. Al verla llénase mi corazón de intensísima congoja y las lágrimas acuden a mis ojos, considerando el aflictivo estado en que los perversos tienen al que es antorcha esplendorosísima que ilumina el mundo. Lleno de admiración y respeto exclamó: «Grande eres, ¡oh! Pedro, no sólo por tus bondades, sino por tus martirios. También de ti se puede decir que rasgaron tus vestiduras y sobre ellas echaron suertes. ¡Ay de los impíos que después de despojarte te han encarcelado! Ya les arreglarán los demonios en el infierno. En tanto, ¡oh Pastor Santo! yo te saludo con lágrimas en los ojos, yo canto un hosanna amorosísimo en tu presencia y te pido la bendición para que se redoblen mis fuerzas, se enardezca mi espíritu y no desmaye en la gran contienda que se prepara».

Terminado el discurso del valeroso joven, recibió apretados abrazos de todos los concurrentes, y entonces D. Juan de Lantigua, sin dejar su asiento, y con gran atención y religioso silencio de todos dijo lo siguiente:

—¿Me atreveré, queridos amigos y hermanos míos, a haceros presente que para esta lucha a que la impiedad y malvada desvergüenza de los revolucionarios nos llama, no bastan, no, la finura y el temple de las armas, ni el denuedo de los varoniles brazos? La mejor arma es la oración y el más terrible baluarte las virtudes y el buen ejemplo. Seamos buenos, píos, caritativos, fervientes católicos, y tendremos asegurado la mitad del triunfo. Tengo el sentimiento de declarar, porque así lo reconozco, que el espíritu religioso está muy enflaquecido entre nosotros. Se habla mucho de batallar y poco del amor de Dios. Inter vos dormiunt multi, «entre vosotros duermen muchos». Es preciso que todos despierten, porque la tempestad está encima; es preciso que despierte no sólo la carne sino el espíritu. ¿No habéis conocido que entre nosotros cunde desparramada la herejía? ¿No veis que hasta los más fuertes han caído? ¿No veis que el racionalismo y el ateísmo han robado muchas almas al seno de Dios? ¿No veis que disminuye cada día el número de los fervorosos católicos y aumenta el de los indiferentes? He aquí un mal demasiado grave para conjurarla fácilmente. Yo os digo: no sólo es preciso batallar, sino predicar: no sólo ha llegado la hora de la pelea, sino del ejemplo santo. Abnegación, paciencia, martirio. He aquí tres palabras mágicas que superan en eficacia a los más finos y cortantes aceros.

—Muy bien, muy bien. ¡Viva el Sr. Lantigua! —exclamó D. Juan Amarillo sin poderse contener.

—… Aborrezco las exclamaciones y detesto las apoteosis de hombres. No se debe enaltecer más que a Dios; no se debe glorificar sino a Aquel que era, como dice David, antes que nacieran los montes y desde el siglo y hasta el siglo. Continuando, pues, mis observaciones, diré que los males que he indicado y esta general corrupción y ponzoña provienen de los maleficios extranjeros que han dañado nuestro cuerpo. Gozaba España desde edades remotas el inestimable beneficio de poseer la única fe verdadera, sin mezcla de otra creencia alguna ni de sectas bastardas. Pero los tiempos y la maldad de los hombres han traído un poder civil que, por obedecer a los malvados de fuera, ha dejado sin amparo a la Iglesia, cuando el deber de la potestad civil, como dijo San Félix, es dejar a la Iglesia católica que haga uso de sus leyes, no permitiendo que nadie se oponga a su libertad.

»¿Qué sucede, pues? Que el error ha fundado mil cátedras en nuestro suelo. Espantaos, católicos: según los enemigos de Dios, la preciosísima unidad de nuestra fe es un mal, y para remediarlo, piden que se abra la puerta a los cultos idólatras, a los errores de la Reforma, a los desvaríos del racionalismo, semejantes a despropósitos de hombres borrachos. Ved aquí por qué corren las más asquerosas doctrinas como arroyos de inmundicia, cuando desatadas las cataratas del cielo, rompen las aguas el dique de los muladares, y el fango de los campos es arrastrado entre materias putrefactas y miserables cuerpos muertos.

»No y mil veces no. O España dejará de ser España, o su suelo se ha de limpiar de esta podredumbre y en su claro cielo volverá a brillar único y esplendoroso el sol de la fe católica. Yo de mí sé decir que esta idea puede en mi espíritu más que todas las ideas, más que todas las afecciones, más que la vida y que cuanto existe. Por ver realizada esta idea y extirpado el cáncer que empieza a devorarnos, diera mil veces cuanto poseo, la paz de mi familia, mi familia misma, mi persona miserable. Tengo el ardor de los verdaderos creyentes, señores, y mi fe no está en los labios, sino en lo profundo del alma.

»Si no lucháis por tan grandioso fin, más vale que no luchéis; si no trabajáis con todas las fuerzas del espíritu, con la oración, con el ejemplo, con la caridad, más vale que os arrinconéis, cual mujeres, dejando a otra generación más varonil la santa empresa».

No dijo más, porque estaba fatigado, y en verdad había dicho bastante. Todas sus palabras fueron de oro, según la expresión de don Juan Amarillo. Las felicitaciones no podían ser más delirantes. Reinaba gran entusiasmo en la reunión, y quizás, quizás se hubiera atrevido a tomar la palabra el cura, si Rafael, mirando el camino, no viese a Su Ilustrísima D. Ángel de Lantigua, que lentamente se acercaba. Entonces dijo con lengua y expresión místicas:

—He aquí que se acerca el que viene en nombre del Señor.

Y todos salieron a recibirle.

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